“Revolución en las Pampas”

James Scobye

 

 

 

 

Capítulo I

LAS PAMPAS, UNA PERSPECTIVA

La Pampa Argentina del siglo XVI fue la primera frontera de pastos que encontró el hombre europeo. El borde de esas grandes llanuras fue contorneado por los mismos conquistadores que derribaron poderosos imperios indígenas y exploraron un hemisferio en busca de oro y almas. Pero durante tres siglos las necesidades económicas y el modo de vida de los españoles no impusieron exigencia alguna de conquistar y colonizar la pampa. Esas praderas continuaron perteneciendo a los venados, los flamencos y los avestruces, y más tarde a los caballos y vacas salvajes. En la mitad oriental, donde las lluvias eran suficientes, el alto y tosco pasto pampa cubría la tierra. Sólo el cardo y el ombú*, ese nudoso y ancho árbol nativo, se elevaban sobre el inmenso mar de hierbas para interrumpir la línea del horizonte. La horizontalidad misma del terreno constituía un obstáculo para el drenaje. El escurrimiento de los torrenciales aguaceros alimentaba unas pocas corrientes errabundas, pero con más frecuencia se reunía en enormes pantanos o depresiones salinas. Hacia el oeste el pasto pampa se hacía más ralo y por último dejaba paso a matorrales espinosos y cactos.

Ciertas tribus nómadas consideraban esas tierras su hogar, y después que los españoles introdujeron el caballo los indios recorrían su extensión en todas direcciones. El gaucho, descendiente del conquistador y de la mujer india, también se encontraba a sus anchas ahí, aunque por lo general iba a cazar caballos y vacas cimarrones. El español y luego el argentino parcelaron como vastas fincas estas tierras no colonizadas, pero el incentivo de la propiedad atrajo a muy pocos integrantes de la población hispánica de las ciudades a una existencia en lugares tan remotos y desolados. Los que llegaban hacían una vida muy poco distinta de la de sus peones gauchos: una dicta compuesta totalmente de carne y de la fuerte infusión de yerba mate o té paraguayo; una simple vestimenta adecuada al viento, la lluvia, el polvo y el trabajo a caballo; Un rancho con techo de paja, un camastro hecho de cueros, algunos cráneos de vaca a modo le asiento y unas pocas estacas de las cuales colgar las pesadas espuelas de plata o las adornadas riendas, En el siglo XIX unos pocos de los muy adinerados podían aspirar a un modo de vida más europeizado. Construían largos cobertizos de adobe en derredor de un patio central y los encalaban. Cavaban pozos, plantaban sauces y frutales, cultivaban verduras y criaban gallinas, y para protección contra las caballadas salvajes y los indios merodeadores trazaban amplios zanjones en torno de sus oasis de civilización. Algunos excéntricos experimentaron con rarezas tales como las alambradas, importaron padrillos, ovejas y toros de cría, y árboles y flores de adorno. Pero la vida era sencilla y los lujos pocos, inclusive para aquellos que literalmente poseían la mitad de una provincia.

En 1910 este escenario había desaparecido. El gaucho se transformó en leyenda y fue reemplazado por el peón, un trabajador capaz y a menudo hábil, pero que carecía de la salvaje libertad de sus predecesores. Los rebaños salvajes ya no existían. La vasta soledad del horizonte había sido quebrada. La civilización se introducía en la pampa.

Dondequiera las vías del ferrocarril penetraban en estas praderas, aparecían aldeas a intervalos de 15 a 30 kilómetros. Con frecuencia no eran otra cosa que dos hileras de casas sencillas, frente a un ancho camino de tierra. Una estación de ladrillo, de aspecto incómodamente británico en esos alrededores desnudos, constituía el foco de la calle y el caserío. Los pueblos que gozaban de una antigüedad mayor y de alguna prosperidad podían jactarse de una iglesia y un edificio municipal, todo ello en torno de una plaza que todavía era dominada por la estación.

El desarrollo de la tierra, como el de las poblaciones, estuvo vinculado a los ferrocarriles. Un quintal de trigo, un fardo de lana, un buen novillo, sólo tenía valor cuando los 150 ó 300 kilómetros a Buenos Aires, Rosario o Bahía Blanca podían ser traspuestos con facilidad. La fundación de la nueva Argentina se basó en esos productos. Aquí las cuchillas de un arado de rejas múltiples cortaban el duro terrón y las raíces del tosco pasto pampeano. Muy pronto florecerían el trigo, el lino o el maíz en la tierra virgen. Más allá quinientas hectáreas de alfalfa crecían sobre el rastrojo de un trigal recientemente cortado, y proporcionaban pastura para un rodeo de Shorthorn de calidad. Sobre el rostro cambiante de las pampas aparecían características nuevas: molinos de viento, alambrados de púa y caminos de tierra.

La dependencia respecto de los flacos animales salvajes, útiles sólo por sus cueros, el cebo y el tasajo, disminuyó en cuanto la refrigeración permitió que la carne soportase el viaje oceánico y fuese vendida en los mercados de Liverpool, Londres o Southampton. La demanda del consumidor británico, de carne de primera calidad, orientaba al ganadero. Las alambradas encerraban ejemplares Shorthorn, Hereford y Abeerden Angus en praderas de alfalfa, en tanto que las patas y el cuello eran acortados y el peso aumentado por medio de cruzas selectivas. El ascenso de la agricultura práctica y de la cría de ovejas acompañó esa tendencia en la economía ganadera. El trigo para los molinos británicos, el maíz para Inglaterra y el Continente, la lana para las fábricas de alfombras belgas y francesas, proporcionaron estímulos para la mayor explotación y colonización de las pampas.

De tal manera quedó radicalmente modificado el dominio del gaucho y del indio. Este último fue exterminado en una campaña militar organizada. El gaucho perdió su identidad económica y cultura cuando ya no fue necesario para arrear los caballos y vacunos cimarrones. Los inmigrantes europeos, esos espíritus audaces que sobrevivieron a la atracción de las ciudades costeras, penetraron en las pampas. La población seguía siendo escasa y las distancias grandes. Un hombre y su familia arañaban la superficie de 200 hectáreas para obtener una cosecha de trigo. Cuatro mil hectáreas albergaban sólo 2.000 cabezas de ganado, manejadas fácilmente por una docena de peones. Pero los agricultores, los aparceros, los jornaleros y los peones, los italianos, suizos, alemanes e irlandeses, introdujeron nueva vida, industria, comercio y valores en las pampas. Estos cambios produjeron riquezas y una vida civilizada para parte de la población. El solitario puesto de frontera se convirtió entonces en una casa de campo mediterránea, un castillo francés o una casa de campo inglesa, rodeados por bosques de eucaliptos y cortado césped. Rosedales, canchas de tenis y casas para invitados eran elementos necesarios de esta vida. Aquellos cuyos antepasados habían podido adquirir y mantener enormes concesiones de tierras, o que ahora obtenían fincas, gozaban de una dorada existencia. Las tierras, cuyo único valor consistía hasta entonces en sus manadas de ganado cimarrón, las tierras a las que sólo podía llegarse a caballo o en carretas de bueyes, las tierras ocupadas en gran medida por indios hostiles, sufrieron una transformación total. El capital británico había construido ferrocarriles. Las técnicas pastoriles habían sido mejoradas y los recursos de la pampa eran utilizados en forma más minuciosa. Los inmigrantes, recién llegados de la pobreza europea, podían trabajar no sólo en el tendido de ferrocarriles y en la construcción en las ciudades, sino también como aparceros, arrendatarios o peones para cultivar maíz, trigo, lino y alfalfa, levantar alambradas y cuidar las vacas y las ovejas. En tales condiciones, la tierra proporcionaba ingresos anuales del 12 al 15 % a su dueño, y los valores de la tierra aumentaron a menudo en el 1.000 %, en el lapso de tina década.

Los que ya poseían tierras, poder o dinero, monopolizaban las riquezas recientemente desarrolladas de las pampas. El hombre que labraba la tierra o cuidaba los animales arrastraba tina magra existencia. Si había salido de Europa a consecuencia de la pobreza y la desesperación, por lo menos no moría de hambre en la Argentina, pero se le ofrecían muy pocos incentivos, y en la mayoría de los casos la posesión de la tierra estaba fuera de su alcance. Como peón, vivía en un cobertizo cerca de los corrales, o en una tapera, en algún pastizal lejano. Como arrendatario o colono podía construirse una choza de barro. Su dieta estaba compuesta del alimento más barato y más fácilmente obtenible: carne para el pastor y trigo para el agricultor. Había muy pocas oportunidades de educación, sociabilidad o capacitación. La inestabilidad y la transitoriedad caracterizaban todos los aspectos de su vida. Los terratenientes argentinos querían y necesitaban su fuerza le trabajo, y parecían dispuestos a asegurarse de que no se elevara por encima de la clase trabajadora. A consecuencia de ello, el pequeño propietario de la tierra o el agricultor independiente jamás consiguieron poner firmemente el pie en la pampa. En esta economía agrícola y pastoril los inmigrantes que prosperaban eran en general los que permanecían en las ciudades y se ocupaban del comercio y la industria.

Hacia 1910 la riqueza de la pampa había creado una nación de extremos. Pasar de la cosmopolita Buenos Aires al ambiente colonial de Salta era retroceder 100 años. Abandonar el castillo y parque de una estancia, y visitar el rancho de una sola habitación del arrendatario italiano era explorar los extremos opuestos de la vida pampeana. Pero en Buenos Aires, entonces una ciudad de 1.300.000 habitantes, era donde la complejidad de la nueva Argentina se hacía más dramáticamente evidente.

Allí se forjaba una nueva nación. A la vuelta del siglo, tres cuartas partes de la población adulta de la ciudad eran de ascendencia europea, y nuevos inmigrantes se volcaban en el puerto a razón de 10.000 a 20.000 por mes. Es cierto que muchos eran trabajadores temporarios que cruzaban el Atlántico todos los años, desde Italia o España, para trabajar durante 3 ó 4 meses en las cosechas de trigo y maíz. Otros se convertían en aparceros y arrendatarios. Pero la gran mayoría jamás salió le Buenos Aires y otras ciudades de la costa. La creciente afluencia de productos agrícolas y ganaderos exigía muchos brazos en los corrales y frigoríficos, en los molinos, en las terminales ferroviarias y en los muelles. Las ganancias provocaron más expansión, más construcciones, más consumo y más inmigración aún. La construcción se convirtió en la gran industria de la ciudad. Los porteños, esos orgullosos habitantes del puerto principal de la Argentina, denominaban a su capital París de las Américas, y Buenos Aires, consciente de sí misma, trataba de hacer honor a la afirmación. Las estrechas calles coloniales y las casas de uno o dos pisos construidas en derredor de patios internos no podían desaparecer de la noche a la mañana, pero los Porteños abrigaban por lo menos la esperanza de ocultarlas detrás de la fachada de la modernidad. Los edificios públicos el adornado y costoso Congreso, el impresionante teatro Colón, el Palacio de justicia, con sus columnatas- competían con la construcción de palacios privados, de edificios comerciales y bancarios, o de hoteles ultramodernos tales como el Plaza. Una avenida de dos kilómetros le largo se abrió hacia el oeste, desde la Casa de Gobierno, situada en la Plaza de Mayo, hasta el nuevo Congreso, y dos amplias diagonales fueron abiertas hacia el noroeste y el sudoeste, desde la misma plaza. Se estudiaron ambiciosos proyectos para el primer sistema de subterráneos de la ciudad, destinado a complementar su amplia red tranviaria. La magnitud misma de la clase obrera urbana creó nuevas fuentes y oportunidades de trabajo. Los más pobres se apiñaban en conventillos del centro Manzanas enteras de la ciudad, taladradas por largos corredores y cuartitos minúsculos, pero cantidades cada vez mayores de la población se extendieron hacia el oeste, a partir de la ribera. Centenares de pequeños comercios carnicerías, panaderías, almacenes, farmacias, sastrerías y otros, se hicieron necesarios para abastecer a estos nuevos barrios. Por supuesto, las importaciones aumentaron en respuesta a los gustos y deseos que los inmigrantes traían consigo desde Europa. Florecieron las industrias locales que abastecían estas demandas: fábricas de fideos, cervecerías, fábricas textiles, fabricantes de zapatos.

A consecuencia del crecimiento económico se amplió grandemente el espectro de clases en las ciudades, y las diferencias entre las distintas capas sociales surgieron con claro relieve. Antes existían sólo los que vivían decentemente y los que vivían n la pobreza. El mestizo, el jornalero y el criado componían a clase baja. Entre los acomodados había ciertas gradaciones de riqueza, prestigio o linaje, pero en general los alimentos, las opas, las viviendas y las diversiones del gran terrateniente, el abogado, el comerciante en productos alimenticios, el empleado le una casa naviera o el profesor universitario eran sorprendentemente similares. Ahora que la costa y Buenos Aires se habían enriquecido, se dio rienda suelta a un consumo conspicuo.

Una pequeña élite de familias argentinas establecidas, con grandes posesiones, protegía celosamente su situación de dirigentes de la sociedad porteña y controlaba los principales aspectos de la vida financiera y política de la nación. Grupo altanero y encerrado en sí mismo, tenía una cantidad de miembros escogidos que también pertenecían a los tres clubes elegantes de Buenos Aires: el jockey Club, el Círculo de Armas y el Club del Progreso. En sus oficinas, o mientras bebían  coñac después de la cena, o en el recinto del Congreso, o en la Bolsa de Comercio, dirigían la Argentina. Era una sociedad elegante, un club de caballeros, que consideraba el dominio de los destinos del país como su patrimonio, y trataba de desarrollar la Argentina para convertirla en la nación más rica y progresista de América Latina.

Por debajo de esta élite se extendía una sucesión caleidoscópica de grupos económicos y sociales. Cosa muy significativa, aquí las oportunidades de progreso y ganancias no se limitaban a los que ya tenían poder y dinero. A diferencia de la pampa, donde el bien principal -la tierra- era monopolizado por unos pocos, las ciudades, especialmente Buenos Aires, proporcionaban incentivos y oportunidades al inmigrante. En una enorme variedad de ocupaciones, los recién llegados eran recompensados en la proporción de sus esfuerzos y capacidades. Por consiguiente, el inmigrante fue quien, en gran medida, creó la Buenos Aires moderna y quien encontró un lugar adecuado en todos los niveles: como contratista o importador de éxito, como gerente de ferrocarriles, como vendedor callejero, como empleado de banco, institutriz o estibador. Y al menos por el momento, no se ocupó de lo concerniente al escenario político. Como era extranjero, no abrigaba la esperanza de votar. Sus esfuerzos se concentraron en el progreso material, y se conformó con permitir que la élite gobernara.

Tal era la Argentina que surgió a consecuencia de la revolución producida a fines del siglo XIX en la pampa. Era una, nación dedicada al crecimiento económico y la prosperidad, pero era también un país desequilibrado, en donde la brecha entre la sofisticación urbana y el primitivismo rural, entre el modernismo de Buenos Aires y el atraso de las provincias interiores, entre el inmigrante y la Argentina establecida, prometía conflictos antes que armonía.

En las páginas que siguen se estudiará en detalle un aspecto de esta metamorfosis de la Argentina moderna. La historia del trigo argentino es la historia le la revolución agrícola y social le la pampa. Es también la historia de lo que le sucedió al inmigrante y a la tierra.

 

 

Capítulo II

LA TIERRA: Geografía de la zona triguera

EN 1910 el corazón de la zona triguera argentina se encontraba dentro de una amplia faja de las pampas, de unos 300 kilómetros de ancho, que se extendía desde Santa Fe en el norte hasta Bahía Blanca en el sur (Mapas 1 y 2). De aproximadamente 6.000.000 de hectáreas sembradas de trigo, la Argentina cosechaba anualmente 4.000.000 de toneladas y exportaba más de 2.000.000. Para entender la conmoción que semejante cambio representa en un lapso de apenas medio siglo, detengámonos por un momento para examinar la pampa de la década del 50.

El historiador chileno Benjamín Vicuña Mackenna, que visitó la Argentina en 1855, lamentaba el hecho de que esta fértil llanura fuese usada sólo para criar caballos, vacas y ovejas, y subrayaba con exactitud una de las causas fundamentales: La verdad, y triste verdad, por cierto, es que la crianza del ganado, produciendo un 30 %, de ganancia en la ociosidad de los propietarios, no puede encontrar competencia en un negocio más delicado, más activo, menos provechoso, pero cien veces más noble y benéfico que esa pereza y abundancia que tan triste experiencia le gauchaje y barbarie ha dejado . . . " 1 Pero las ganancias fáciles no fueron los únicos determinantes de la economía pastoril de la pampa a mediados de siglo.

Los indios continuaban presionando sobre las zonas colonizadas de la Argentina costera. No obstante la campaña del sur de 1833 para llevar la frontera hasta la desembocadura del río Negro, a despecho de complicados tratados y alianzas con muchas tribus pampeanas, a pesar de los fuertes que se encontraban diseminados hasta más allá del Salado, en la provincia le Buenos Aires, partidas de indios incursores merodeaban continuamente por toda la superficie de la pampa. El mapa de la década del 50 presenta un notable contraste con el de la Argentina actual. La frontera del sur seguía la ruta de Mendoza a través de San Luis y Río Cuarto hasta Casilda (conocida con el nombre de Candelaria antes de 1870). Allí la línea de fortines seguía la frontera hacia el sur, hasta las vecindades de Junín, Nueve de Julio, Azul y Tandil. Hacia el norte, una línea igualmente vulnerable delimitaba la frontera, sujeta a menudo a los ataques de los indios del Chaco. Desde la ciudad de Santa Fe continuaba hacia el oeste, hasta llegar a unos 80 kilómetros de la ciudad le Córdoba, antes le dirigirse al norte, hacia el río Dulce y Santiago del Estero.

Más allá de esta frontera, los peligros para la vida y las posesiones eran enormes e inclusive dentro de ella la seguridad resultaba relativa. Hasta fines de la década del 70, los viajeros de Buenos Aires o Rosario a Mendoza y Chile tenían que depender le rápidos caballos, de la suerte y de los rifles de repetición de largo alcance para salvarse de los indios merodeadores. Un joven norteamericano que cruzó a Chile en 1818 se manifestó impresionado por la región desértica que rodeaba Candelaria (Casilda), en Santa Fe: "Todo era pobre, y vivían en medio de un gran peligro; 20 días antes habían sido atacados por varios centenares de indios que se fueron al sur y al oeste, hacia Córdoba."2 En 1855 los indios atacaron repetidas veces las colonias situadas a lo litigo de la frontera sur de Buenos Aires, y tina derrota particularmente grave de las fuerzas porteñas, hizo que el ministro de Guerra de Buenos Aires admitiera: "Hasta ahora sabíamos que era buen partido un cristiano contra dos indios pero he aquí que ha habido quien haya encontrado desventajoso entre los cristianos contra un indio."3 Un inglés que se estableció cerca de Bell Ville (conocida con el nombre de Fraile Muerto antes de 1870), en la provincia de Córdoba, se defendió en 1865 de una banda de 50 indios y poco después los vio "cómo sujetaban sus caballos en una lomita distante alrededor de una milla de Ias casas, donde la mitad de ellos enderezó hacia nuestras tropillas y echándolas por delante, en pocos minutos habíanlas incorporado a su propio arreo. Instantes después, todo el grupo arrancaba como el viento y desaparecía con rumbo al Norte."4

Fue una guerra implacable entre los indios y los cristianos, una guerra en que el indio triunfó hasta que se desencadenó la inexorable campaña de exterminio del gobierno nacional, en 1879. Como jinete, ni el propio gaucho podía compararse al indio. Estos guerreros a caballo recorrían las pampas en bandas de cincuenta a mil, caían sobre los poblados; los y fortines, arreaban los caballos para montura y alimento, y las, vacas para venderlas al otro lado de la frontera chilena, mataban a los hombres y raptaban a Ias mujeres para llevarlas a sus campamentos en el remoto sur de la Argentina. Antes que se tuviese noticia del ataque en el pueblo más cercano, aun antes que saliera el sol, la banda abandonaba las ruinas humeantes, y cien kilómetros más allá se encontraba en condiciones de atacar otro infortunado puesto avanzado. La economía pastoril y la consiguiente dispersión de la población rural eran una ayuda para este tipo de guerra india. El cultivo de la tierra, que requería mayores inversiones, población y, seguridad, parecía ser un sueño impracticable mientras la pampa siguiese siendo dominio de los indios.

Los medios de transporte de la década del 50 también estimularon a la Argentina costera a seguir siendo pastoril. La primera locomotora argentina, sobreviviente de la guerra de Crimea, comenzó su viaje, de 10 kilómetros de recorrido entre Buenos Aires y San José de Flores, en 1857. Pero durante otra década, por lo menos, la carreta de bueyes fue el principal transporte de carga. Un yanqui de 18 años de edad que viajó de Rosario a Mendoza, en compañía de una caravana le estas carretas, las describió como "artefactos sumamente pesados, de apariencia muy poco distinta a la de un rancho nativo sobre ruedas. El cuerpo de la carreta estaba compuesto le un esqueleto de estacas, cubierto en los costados y en la parte trasera por juncos pequeños, y techado con cueros vacunos, que la protegía de las lluvias más intensas. Las carretas, que probablemente tenían más de tres metros y medio de longitud, eran de un ancho de sólo un metro y medio, y estaban montadas sobre dos ruedas de extraordinario diámetro. . . "5 Estos vehículos, cada uno de los cuales transportaba dos toneladas de mercancías y era tirado por seis bueyes, viajaban en grupos de quince a cincuenta, con fines de protección y ayuda mutua. El viaje de Rosario a Córdoba llevaba un mes, y el de Buenos Aires a Salta, tres o cuatro meses. Se puede apreciar el monto de los gastos, así como la lentitud de este tipo de transporte, gracias al hecho de que aun en la década del 30 costaba trece veces más transportar una tonelada de mercancías de Salta a Buenos Aires que de Buenos Aires a Liverpool.6 Después del advenimiento de los ferrocarriles, a fines de la década del 60, la mercancía era transportada por ferrocarril a una doceava parte del costo exigido por las carretas de bueyes.7

Los costos del transporte terrestre en la Argentina, exorbitantes en comparación con los fluviales o ferroviarios, no obstaculizaron la economía pastoril, pero desalentaban el cultivo de la tierra. Los cultivos se hacían en tierras inmediatamente cercanas a las ciudades, las tierras de pan llevar, que la tradición española había reservado para los cereales, los frutales y las hortalizas. Vicuña Mackenna hace notar que inclusive con 120.000 habitantes para ser alimentados, las praderas naturales y el ganado cimarrón llegaban hasta los propios suburbios de Buenos Aires8; Pero los pequeños cercados agrícolas que rodeaban a cada pueblo eran suficientes, salvo durante los períodos de sequía o fracaso de las cosechas. Entonces resultaba más barato, con frecuencia, importar harina de Estados Unidos o Chile. a través del estrecho de Magallanes, que de Tucumán o Córdoba.

Esa autosuficiencia local, impuesta en gran medida por los costos del transporte, no afectó a la móvil industria pastoril. La práctica del siglo XVI, de cazar caballos y vacas cimarrones para aprovechar su cuero, fue remplazada gradualmente por el sistema más racional de los rodeos y su marcación. Los gauchos reunían los caballos, y en especial los vacunos, en enormes rodeos, y los mantenían en ciertos lugares favorecidos por buenos pastos, drenaje y agita, De tal modo nacieron las estancias  coloniales, sin cercas ni límites, consistentes en vastas extensiones de tierra, y ganado, y pocos hombres. Las vacas y los caballos se trasladaban de un lado a otro por sus propios medios, y sólo hacía falta un puñado de gauchos para llevarlos a las ciudades ubicadas a lo largo de los ríos Paraná y Uruguay, donde eran sacrificados en los mataderos, luego de lo cual se los convertía en tasajo, cueros y grasa para la exportación. Después de 1850, citando el pastoreo intensivo de ovejas predominó en el protegido círculo interior de la pampa que rodea a Buenos Aires, los nuevos productos -vellones y cueros- resultaban lo bastante compactos y ligeros como para ser llevados en carreta, en recorridos de 30 a 120 kilómetros, hasta el estuario del río de la Plata. Artículos voluminosos tales como el maíz, el trigo, el lino, el algodón, o productos hortícolas o frutales perecederos, tenían pocas posibilidades de convertirse en rubros de exportación mientras la carreta de bueyes siguiese rodando, pesada y sin rivales.

La psicología y las costumbres de los argentinos del litoral, a mediados del siglo, constituyeron también grandes obstáculos para la agricultura. Durante tres siglos la pampa había sido explotada, pero no conquistada. Sean cuales fueren las razones, los denodados argentinos habían desarrollado una forma independiente de vida. Casi desde el descubrimiento de la zona del río de la Plata, el comercio y las tareas pastoriles fueron los únicos atractivos económicos de la región, y ninguno de los dos exigía la colonización de la tierra. La compra de las magnificas telas, muebles y otras mercancías manufacturadas europeas en las casas comerciales de Sevilla, Londres, Bruselas o París, y su traslado a Córdoba, Tucumán o Salta, no exigían producción o industria alguna en Buenos Aires, Rosario o Santa Fe. Del mismo modo, la explotación de la pampa requería un mínimo de colonización y trabajadores. El rodeo remplazó la caza de vacunos, porque era más práctico y provechoso llevar caballos o vacas semidomesticados al mercado, en pie, que vagar interminablemente por la pampa en persecución de animales totalmente Salvajes. El saladero introdujo la eficiente utilización del animal entero. El desarrollo del pastoreo de las ovejas intensificó el uso de los pastizales y aumentó el valor de la tierra en Buenos Aires. Pero estas actividades no implicaban colonización; representaban apenas el uso sistemático del proceso reproductivo natural. El hecho de que la participación del hombre en estos procesos no resultaba esencial había sido ampliamente demostrado por la difusión de los caballos salvajes en1a pampa, después que los españoles abandonaron su primera colonización en Buenos Aires.

En verdad, durante muchos años hubo muy poca necesidad de perfeccionar la naturaleza. Desde sus asentamientos en los bordes de la pampa, el comerciante de campaña y el gaucho pudieron, no sólo crear y utilizar una corriente de intercambio entre Europa y las provincias del interior, sino también explotar una inmensa y bien cubierta extensión de pastos naturales. En la pampa, vacunos, ovinos y equinos se multiplicaban en número cada tres años, es decir, lo suficiente como para mantener una modesta población de gustos igualmente modestos.9 Los animales eran admirablemente adecuados para sus mercados. Los flacos y resistentes vacunos de largos cuernos producían una carne magra y fibrosa, excelente para tasajo, un buen sebo comercial, un cuero grueso, durable- Como en la Argentina las yeguas jamás eran utilizadas para montar, las que no se empleaban para cría contribuían con sus cueros y grasas para la exportación. Los ovinos, como advirtió un observador británico, eran "muy inferiores; la cantidad y calidad de su lana, que es de todos los colores, y muy tosca; también tienen muy desagradable dimensión, patas largas, cuerpo delgado y muy difícil de engordar; en una palabra, constituyen una raza degenerada como consecuencia de un total descuido."10 Pero ¿qué otra cosa pedían las fábricas europeas de alfombras?

El resultado de todo ello fue que el habitante de  la costa -gaucho, abogado, estanciero o comerciante- se acostumbró a una fuente de riqueza natural fácilmente explotable, que exigía muy poca atención. Los viajeros europeos del siglo XIX interpretaron con frecuencia esta fácil adaptación como pereza, indolencia, imprevisión, estupidez o algo peor. Veían las calles fangosas y llenas de pozos, los esqueletos de caballos y bueyes pudriéndose al sol, el agua sucia que se empleaba para beber, los mugrientos mercados, el estancamiento de los pueblos pequeños, y se quejaban de la falta de progreso, laboriosidad o ambición en la Argentina. Jamás dejaban de maravillarse ante el hecho de que el dueño de millares de cabezas de ganado y hectáreas de tierras pudiese vivir en un "rancho de estacas, cañas de maíz y barro [con] dos o tres agujeros abiertos en los costados a modo de ventanas y ventiladeros".11 El medio había creado valores distintos. La subsistencia del gaucho se basaba en la carne y la yerba mate, no porque le desagradasen las frutas y las hortalizas, sino porque la obtención de éstas significaba un trabajo continuado y una residencia igualmente permanente, muy ajenos a sus hábitos normales. A menudo permanecía sobre el caballo veinte horas seguidas y exhibía una notable valentía y fortaleza en sus ocupaciones habituales. ¡Pero el cielo amparase al hombre que le sugiriera el manejo de una pala! Para ese tipo de trabajo -abrir pozos o cavar zanjas de defensa contra los indios y las caballadas bravías- hubo que atraer a trabajadores irlandeses, por medio de fabulosos jornales do bastante elevados para que un obrero pudiese ganar en tres semanas el dinero necesario para comprar un rebaño de mil quinientas ovejas e instalarse corno criador12. A lo largo de la zona costera el pan era un artículo que escaseaba. La manteca, los huevos, la leche y las verduras eran mucho más costosas en las ciudades de la costa que en las de Europa. Los alquileres eran exorbitantes, pero lo que los elevaba era el costo de la mano de obra, no el de los materiales de construcción. Si se cultivaba un trigal, un huerto; si algunas vacas eran despojadas de sus pocos litros de leche; si se colocaban algunos ladrillos, ello lo hacían por lo general las manos de los inmigrantes, no las de los nativos de la Argentina costera. Por inclinación y costumbre, la vasta mayoría de la población tenía poco interés en labrar la tierra, y despreciaba el trabajo manual. En la década del 50, la que fue faja triguera en 1910 era, pues, cualquier cosa menos una zona agrícola. La que llegaría a ser una de las cestas de pan del mundo era todavía dominio de esos jinetes, los gauchos, y de los indios hostiles, pero dominio colonizado sólo en la periferia por una población que tenía en menos la agricultura. Y sin embargo el principal ingrediente de la sorprendente transformación existía ya: la tierra. ¿Qué era esa tierra? ¿Cuáles eran sus características? ¿De qué clase de clima gozaba? ¿Qué plantas y animales mantenía? Las respuestas a estas preguntas subrayan, la importancia de la geografía para el futuro de la zona triguera. En nuestra consideración de la zona triguera argentina concentraremos la atención en la pampa húmeda, aunque encararemos en forma limitada un escenario más amplio aún del cultivo del trigo, que incluye la porción meridional y central de la provincia de Entre Ríos, en la Mesopotamia argentina. Entre Ríos tiene claros límites geográficos y políticos, pero la región de la pampa húmeda no resulta tan fácilmente delimitable. A falta de límites naturales, la tierra, la temperatura, las lluvias y la vegetación deben servir como guías aproximadas. Partiendo de estas indicaciones, puede decirse que la pampa húmeda se extiende al oeste desde el Atlántico y el Paraná hasta el meridiano 64 (Mapa 1). Los extremos septentrionales tocan casi las ciudades de Santa Fe y Córdoba. El límite meridional es el río Colorado y, una vez mas, el Atlántico.13 Estas vastas llanuras fueron formadas por la erosión del viento y el agua actuando sobre antiguas formaciones geológicas El basamento de la pampa, y granítico, es el borde, quebrado y fragmentado de una de las más antiguas masas terrestres del macizo, Brasilia, (que constituye el cimiento de gran parte de Uruguay y Brasil). Pero en casi todo el litoral argentino este basamento dentado ha quedado cubierto por decenas de metros de sedimentos, arcilla fina, arena y polvo acarreados por el viento, o loess. Recientes perforaciones artesianas han encontrado el basamento a una profundidad de mas de 300 metros cerca de la ciudad de Buenos Aires, y a mas de 600 metros en Guanaco, en la parte occidental de la provincia de Buenos Aires, y en Bell Ville, Córdoba, en tanto que debajo del Salado se calcula que el cimiento se encuentra a una profundidad de 4.800 metros. Sólo aquí y allá afloran los restos graníticos a la superficie: en la isla de Martín García, en el estuario al norte de la ciudad de Buenos Aires, en las sierras de Tandil, que se elevan a 500 metros sobre el nivel del mar,  y en las de la Ventana, con varios picos de 1200 metros; en las sierras de Córdoba, con algunas elevaciones de 1500 metros, y en las sierras bajas de la árida extensión occidental de la pampa, más allá del meridiano 64.14 Por consiguiente, las llanuras costeras argentinas están compuestas, casi totalmente y en gran profundidad, de depósitos poco sólidos de arena y arcilla. Salvo en las sierras del sur de Buenos Aires, la roca y la grava son prácticamente desconocidas. Por cierto que en la campaña de 1879 contra los indios se advirtió que muchos de los soldados y oficiales jamás habían visto hasta entonces un guijarro, y que se llenaban los bolsillos con los extraños recuerdos que encontraban a lo largo del río Colorado. Durante las distintas eras geológicas las cenizas volcánicas que las regiones serranas de la pampa, las finas partículas de roca arrastradas por el viento y provenientes de los Andes y la Patagonia, y los depósitos sedimentarios contribuyeron al proceso de creación del suelo. La capa superior es, por supuesto, de formación muy reciente, su espesor oscila entre unos pocos centímetros y varios metros, y es el resultado de una continua mezcla de loess y tierras aluviales, compuestas al mismo tiempo de arena y arcilla, con el humus de una enorme pradera. Recientes investigaciones han definido tres tipos de suelo en la Argentina costera (Mapa 1). Los suelos gris oscuro del oeste de Buenos Aires, el este de la Pampa y el sureste De Córdoba, formados en un medio semiárido, tienden a ser alcalinos, relativamente arenosos, ricos en calcio pero con escasez, de materia orgánica. Los  suelos negros de gran parte de Buenos Aires, el sur de Santa Fe y Entre Ríos son sólo ligeramente alcalinos, con ocasionales deficiencias en calcio y fósforo, pero contienen una considerable proporción de arcilla y son muy ricos en materia orgánica. Al norte, en el centro de Santa Fe y Entre Ríos, adquieren un color rojizo, en apariencia debido a su evolución en un clima más cálido; contienen menos materia orgánica y más arcilla que los suelos negros, pero son igualmente fértiles.15 La pampa ha sido casi universalmente caracterizada como un vasto mar o una llanura, pero como advirtió Vicuña Mackenna en 1855: "Es más una serie de bajas y vastas ondulaciones, a veces casi imperceptibles y otras muy pronunciadas, formando quebradas y portezuelos.”16

El relieve de la pampa divide ese sector del país en tres regiones claramente distintas. La pampa ondulada forma una franja de 150 kilómetros de ancho, que va desde Buenos Aires hasta Rosario; desde las barrancas de 10 a 15 metros de altura, a lo largo del Paraná, asciende levemente hacia él Salado superior. En una era geológica posterior, cuando ya la pampa se había formado esta región se elevó sobre la circundante. Como el movimiento no fue siempre simultáneo, el resultado es un paisaje ondulado, contornos muy graduales. El efecto ha sido acentuado por valles de fondo llano, cortados por muchas corrientes pequeñas que fluyen hacia el Paraná. La elevación máxima de esta región es de sólo 90 metros sobre el nivel del mar y muy pocas veces hay un ascenso o descenso de más de un metro y medio por kilómetro. En la porción meridional de la provincia de Buenos Aires, un terreno un tanto similar, con una elevación máxima de 200 metros sobre el nivel del mar, rodea las sierras de Tandil y la Ventana. Es la región de la pampa de tosca, con duras capas calizas debajo de la superficie del suelo. Entre estas dos regiones, y extendiéndose hacia el oeste y el norte, se encuentra la Pampa baja. Desde los bajos del Salado, que las lluvias convierten con frecuencia en una serie de vastos pantanos, el suelo se eleva levemente hacia el oeste. Pero aun aquí las ondulaciones con frecuencia son imperceptibles y están salpicadas de anchas depresiones. La línea de nivel de 200 metros se encuentra por primera vez en las vecindades del meridiano 64, o límite occidental de la pampa húmeda.17

La formación y relieve de esta tierra contribuyen al peculiar sistema de drenaje de la pampa En una llanura tan extensa resulta notable la ausencia relativa de ríos importantes La Pampa ondulada y, la pampa de tosca son drenadas por numerosos lechos y cañadas de pequeñas corrientes que desaguan, respectivamente, en el Paraná, y el Atlántico. Pero para la amplia extensión de la pampa baja, el drenaje superficial es muy escaso. Al norte, de las varias corrientes que nacen en las sierras de Córdoba, sólo el río Tercero y el Cuarto (posteriormente Saladillo) unen sus fuerzas para convertirse en el Carcarañá y consiguen llegar al Paraná. El resto fluye hacia el norte, hacia la amplia laguna salada de Mar Chiquita o, como el río Quinto, desaparece en las sierras arenosas del sureste de Córdoba. El leve ascenso del terreno en torno de la pampa baja, señalado por las sierras de Tandil y de la Ventana al sur, por la pampa ondulada al norte y la elevación granítica cerca del meridiano 64, impide un desagüe rápido. El agua tiene una única vía de salida en dirección de la bahía de Samborombóm y para llegar a ella debe atravesar centenares de kilómetros de ondulaciones y depresiones alternadas, con la sola ayuda de la muy leve caída hacia el este. El resultado de todo ello es que las corrientes forman con frecuencia una serie de pequeños lagos salados. 0 bien, donde la capa de aguas freáticas se encuentra cerca de la superficie y donde la absorción del suelo es reducida por su elevado contenido de arcilla, las lluvias crean enormes lagunas. Del mismo modo, él Salado, la única corriente importante de la pampa baja, es una fuente de inundaciones antes que de drenaje; inclusive los canales practicados en el sur por el hombre han logrado muy poco para impedir las inundaciones periódicas.18

Entre Ríos presenta características de relieve un tanto diferentes, y tiene un drenaje relativamente bueno en su sector central. Antes que por un suelo con ondulaciones graduales, el paisaje se caracteriza aquí por muchas elevaciones pequeñas, de no más de 100 metros sobre el nivel del mar, y por lo general de no más de 10 metros sobre el terreno circundante. La leve pendiente hacia el sur es seguida por los ríos Ñogoyá, Gualeguaychú y Gualeguay, así como por los grandes ríos Paraná y Uruguay. Innumerables arroyos se vuelcan a su vez en esos ríos. Al sur de Diamante, el Paraná inferior, no contenido ya por un canal de roca, extiende su lecho sobre un amplio delta, un laberinto de ramales de 50 a 80 kilómetros de ancho. Una amplia porción del suroeste de Entre Ríos está expuesta, por consiguiente, a inundaciones estacionales.

El clima de la región costera es también un factor importante del ambiente en el cual se desarrolló la revolución agrícola y social argentina. Las lluvias, la temperatura y los vientos desempeñan su papel en la determinación del éxito y la amplitud del cultivo de trigo. Ambas orillas del Paraná tienen una precipitación pluvial media anual de 900 a 1.000 milímetros. Las lluvias declinan levemente hacia el oeste, aunque todo Santa Fe y la pampa baja  de Buenos Aires se encuentran dentro del límite de los 800 milímetros. En esta porción oriental de la pampa y en Entre Ríos, las lluvias están distribuidas en forma pareja a lo largo del año, y la precipitación más escasa se produce en los meses invernales de Junio y Julio, con un mínimo secundario en Enero y Febrero, y fuertes lluvias en primavera (Septiembre) y otoño (Marzo). Pero lo más importante para el agricultor es la dependencia respecto de la lluvia, y en este sentido los antecedentes no son tan favorables. En Buenos Aires, que presenta las condiciones más estables, hubo varios bruscos apartamientos del promedio en el período que va de 1860 a 1910. Tres años -1861, 1867 y 1893- trajeron serias sequías, con menos de 600 milímetros de precipitaciones, en tanto que 1895 y 1900 fueron testigos de desastrosos aguaceros, que culminaron en Marzo de 1900 con 530 milímetros en un solo mes.19

La pampa de tosca y el oeste de Buenos Aires, el sureste de Córdoba y el noreste de La Pampa reciben una precipitación anual que va de los 600 a 750 milímetros El promedio de 500 milímetros -el mínimo para cosechas sin riego- sigue una curva que va desde Bahía Blanca, pasa por San Luis y llega a Santiago del Estero. Aunque en esta región vio existe tina definida estación lluviosa, en contraste con la costa, las precipitaciones tienden a darse durante los meses de Octubre a Marzo.20 La posibilidad de predecir las lluvias es también menos segura aquí que en la costa. La pampa de tosca  y la extensión occidental de la pampa baja están expuestas a sequías periódicas, y el bajo del Salado, a graves inundaciones. Obtener cosechas a lo largo de los límites occidentales de la pampa húmeda, cerca de la curva de precipitaciones de 500 milímetros, es una evidente aventura, pues una muy leve declinación respecto del promedio agota los cultivos en germinación o seca las plantas en maduración

Otro factor que el agricultor debe considerar es la periodicidad de las lluvias y la posibilidad de contar con ellas en ciertos meses. El maíz, por ejemplo, necesita para madurar un período de lluvias estivales. Tales lluvias se dan con frecuencia en el norte de Buenos Aires y en el sur de Santa Fe, en tanto que el sur de Buenos Aires, Córdoba y La Pampa tienden a tener meses estivales muy secos. El trigo, por otra parte, necesita lluvias de primavera y un verano seco, característica general de la pampa húmeda, pero más pronunciada a medida que se avanza hacia el oeste o el sur de Buenos Aires.

 La pampa húmeda se encuentra en una zona templada. Las temperaturas de verano (enero) en la pampa ondulada tienen un promedio de 241, pero abarcan tina oscilación de 5 a 10º durante un período de 24 horas. El promedio de invierno (Julio) es de 5,50. La humedad es elevada a lo largo del Paraná y la costa del Atlántico, especialmente en invierno, en que el promedio llega a un desagradable 85 a 90 % Hacia el oeste y el norte, las temperaturas medias de verano son dos o tres grados superiores a las de la pampa ondulada, en tanto que la oscilación en la pampa de tosca  es varios grados inferior. La humedad desciende bruscamente más allá del borde costero. Las temperaturas de invierno decrecen hacia el sur, hasta llegar al promedio de Julio, en Bahía Blanca, de 2,2º. En la pampa ondulada  las heladas son suaves y se producen sólo durante los meses de invierno, de Junio a Agosto; muy pocas veces descienden las temperaturas por debajo de los 50 bajo cero. Hacia el sur y el oeste, de atmósfera seca, cielo claro y sin vientos, el peligro de heladas fatales aumenta notablemente. La estación de cultivo disminuye, de 290 días en Buenos Aires y 260 en Pergamino, a 240 en Bahía Blanca y 210 en Victorica, en La Pampa.21 Para el agricultor es más peligroso el hecho de que hacia el oeste y el sur de la pampa húmeda las heladas son más irregulares y en ocasiones se producen inclusive en Noviembre. La nieve es muy rara en la mayor parte de la pampa húmeda, aunque en el sur de Buenos Aires y La Pampa se puede esperar una breve nevada anual. El viento ha sido un importante factor determinante en la vida de la pampa, y su acción erosiva todavía afecta de manera vital a la agricultura. Desde el estuario del río de la Plata hacia el sur, hasta Bahía Blanca, a lo largo de la costa suroeste de Entre Ríos, y en el seco oeste de Buenos Aires y este de La Pampa, hay incontables médanos de arena, en ocasiones de 30 metros de altura y de varios kilómetros cuadrados de extensión. Muchos de ellos están cubiertos de vegetación y se han convertido en médanos fijos. Pero cualquier cosa que trastorne el equilibrio de la naturaleza, como la sequía, el cultivo o la sobrecarga de las pasturas, expone las partículas de arena a la fuerza del viento y provoca el movimiento de los médanos. En su visita a la pampa durante la década de 1830, Carlos Darwin observó que el pisoteo de las patas de los equinos y vacunos alrededor de las depresiones llenas de agita de lluvia provocaba a menudo la formación de médanos. La penetración del hombre en la pampa, y su uso del arado y la rastra en las secas tierras del oeste agudizaron el problema. En el siglo XX, ciertas zonas de La Pampa, Buenos Aires y Córdoba amenazan convertirse en otra Olla de Polvo.22

Para el agricultor, el efecto inmediato de los vientos sobre sus cosechas tiene más significación que cualquier erosión potencial que pudiese sufrir la tierra. Las más graves tormentas pampeanas se producen por lo general en la primavera y comienzos del verano, cuando las cosechas se encuentran en una etapa crítica de desarrollo. Es posible que traigan las tan ansiadas lluvias, pero también pueden traer calientes vientos secos que queman la tierra, aguaceros torrenciales e inundaciones, nubes de polvo y arena sofocantes, o el flagelo alternado del viento y el granizo. El caliente y húmedo viento norte, tan irritante para los nervios humanos, termina con frecuencia en' el famoso pampero, seguido por brisas secas y frescas del suroeste. Wilfrid Latham, un criador de ovejas británico, ha dejado una descripción clásica de un pampero:

"El día se ha vuelto nublado y oprimente; Hacia la tarde un oscuro color plomizo marca la línea del cielo en el horizonte, y se eleva gradualmente contra el viento, para adoptar tonalidades de un púrpura intenso y un castaño [...] De pronto el viento gira y se precipita, casi derribándolo a uno de la montura; Antes de que sea posible desmontar, el polvo enceguecedor cae sobre el jinete, golpeándole con fuerza la piel. Se torna cada vez más denso [...] En pocos momentos una oscuridad total lo envuelve todo, pero no se trata de la tenue oscuridad de la noche, sino de una oscuridad impenetrable, 'palpable', en la cual objeto alguno puede ser distinguido a pocos centímetros del ojo. Tuvimos una tormenta similar el año pasado, Y muchos, aterrorizados, creyeron que había llegado el día del juicio Final: ancianos y niños fueron arrebatados y se perdieron, o quedaron magullados; en la ciudad, el ruido de vidrios que se quiebran, el resquebrajamiento de las paredes, la caída de las puertas y, en más de un caso, el derrumbe de los muros de las casas, y los gritos de los atemorizados, agregaban su terror a la escena [...] En el 'campo', 'ranchos' y cobertizos quedaron sin techo, y rebaños y manadas fueron empujados varias leguas por la tormenta."23

 En ocasiones el pampero sopla con tal fuerza, que lleva las aguas del estuario hasta la costa uruguaya, dejando cientos de metros del lecho del río momentáneamente al descubierto del lado argentino. Las tormentas de este tipo son conocidas con el nombre de pampero sucio. Tienen muchas de las características de un huracán y arrasan las cosechas, empujan ante sí las vacas y las ovejas, y dejan un rastro de destrucción a su paso. Más común es el pampero limpio, tina tormenta más suave, cuyos efectos se limitan en gran medida a densas lluvias, espectaculares relámpagos y truenos, y una purificación general de la atmósfera. La sudestada, como el pampero, tiende a seguir los períodos de intensa humedad y trae consigo violentas lluvias y fuertes ráfagas de viento. Su efecto en el estuario del río de la Plata es inverso al que produce el pampero, pues empuja el agua hacia las regiones bajas de Buenos Aires y Entre Ríos. Aunque es más común en las provincias del noroeste, el granizo acompaña con frecuencia a las tormentas de verano en la pampa. Los daños producidos a las cosechas son por lo general locales, pero hasta que los seguros contra el granizo se hicieron comunes a principios del siglo XX, las granizadas podían representar serias pérdidas para el agricultor. Los pastos eran la principal vegetación de la pampa. Los colonos españoles aplicaron el término "pasto duro" para distinguir las varias familias de perennes, que van desde las altas matas de pasto pampa, con sus sedosos penachos blancos, hasta el espeso pasto puna. Los "pastos blandos" eran el trébol, el cardo, la cebada, la cola de zorro o la mostaza accidentalmente importados por los españoles; brotaban dondequiera el ganado pastoreaba o pisoteaba los pastos duros. El proceso contó con la ayuda de vastos incendios, deliberados o accidentales, que a menudo asolaban la pampa al final del verano, cuando los pastos duros estaban resecos. Hacia la década de 1850 los pastos blandos habían triunfado en la región que va de Buenos Aires al Salado y más al norte, en la mayor parte de la pampa ondulada. El cardo era característico de esta zona. Durante el invierno constituía una barrera impenetrable, de tres a tres y medio metros de altura, a lo largo de los caminos que se extienden al norte de Buenos Aires. Al final del invierno los tallos se agostaban y morían, y con las lluvias de primavera los pastos blandos el trébol tanto como los cardos- volvían a brotar con renovado vigor. Durante varios meses la pastura era excelente. Para mediados de siglo estos pastos blandos habían convertido la región que rodea a Buenos Aires en un vasto corral de ovejas. Los vacunos podían alimentarse con los pastos duros y producir la excelente carne magra y resistente que necesitaban los saladeros. Pero las ovejas sólo podían sobrevivir cuando crecían los pastos blandos. A consecuencia de ello, su turno llegaba en cuanto los rodeos de equinos y vacunos habían comido ó arrancado los pastos duros y refinado la pastura. El suelo y el clima decretaban que este proceso de refinamiento no podía avanzar indefinidamente hacia el oeste. Un arco que iba desde Mar del Plata, pasando por Tandil, Olavarría, Bolívar y Lincoln, para llegar a Rosario, señalaría eventualmente una frontera aproximada para los pastos blandos.24

 La vegetación de la pampa sufrió muy pocos cambios a consecuencia de las actividades de los españoles. Thomas Hinchliff, un viajero británico, hacia el año 1860 hizo notar que al norte de la ciudad de Buenos Aires Ias tierras en declive entre las quintas  y el río estaban cubiertas principalmente de alfalfa, que crece allí con notable vigor y parece capaz de producir buenas cosechas en estaciones en que los pastos comunes del país se secan por falta de lluvia.25 Pero por el momento no había necesidad de aprovechar las profundas raíces de esa planta para proporcionar un forraje rico y permanente en la pampa, ni se pensaba en hacerlo.

Una vegetación achaparrada contorneaba los límites de la pampa húmeda: mimosas enanas en el río Colorado, cierto tipo de malezas espinosas en las sierras de Tandil, las mimosas de las sierras de Córdoba y el norte de Santa Fe. A lo largo del Paraná y el estuario del río de la Plata, los árboles invadieron esta pradera: el laurel, los bambúes, el ombú, con su madera y corteza similares al corcho; el boscaje espinoso del tala, que se eleva a una altura de 9 metros; el ceibo o ceibal, árbol nacional de la Argentina, con sus flores escarlata. El único árbol que fue ampliamente plantado en la pampa fue el duraznero y, cosa curiosa, no por su fruto. Debió su popularidad al hecho de que llega a su madurez en tres años y, por consiguiente, constituía una excelente fuente de leña para el fuego. Aunque se importaron eucaliptos, álamos, sauces, paraísos y robinias, que crecieron muy bien en la porción oriental de la pampa, el embellecimiento de las estancias  y ciudades fue cosa de fines del siglo XIX, y no de la década del 50.

El agregado de equinos, vacunos, ovinos y perros fue el único cambio significativo introducido en el reino animal durante los tres siglos que siguieron a la llegada de los españoles. Antes que comenzara la ocupación efectiva de la pampa húmeda en la segunda mitad del siglo XIX, estas llanuras tenían el aspecto de un enorme coto de caza, y en verdad la cacería era el deporte principal de los viajeros en la pampa argentina. El Paraná Y su delta, las corrientes de agua de Entre Ríos, los pantanos y lagunas del Salado, las depresiones llenas de agua de lluvia de la pampa, mantenían una amplia vida salvaje: bandadas de flamencos rozados notablemente hermosos, e incontables variedades de patos, garzas y cisnes, y valiosos animales de piel, tales como la nutria, la comadreja y el jaguar. Por las llanuras vagaban numerosos rebaños de pequeños venados pampeanos, varios tipos de zorros y en el norte el puma. Ése era el hogar del armadillo, la perdiz y el ñandú, ese primo, más pequeño y de plumaje menos elegante, del avestruz africano. Un ser más característico de la vida animal salvaje era la vizcacha, similar en sus costumbres, ya que no en dimensiones, al aronata norteamericano. Por su aspecto, las vizcachas  se asemejan a liebres de cabeza grande y hocico más bien chato. Tienden a agruparse, y cada familia vive en un amplio túnel subterráneo, frecuentemente compartido con un par de lechuzas de madriguera. A medida que avanzaba la ocupación de la pampa, esas madrigueras llegaron a ser un peligro para el jinete, y la predilección de las vizcachas  por el maíz las convirtió en una plaga.

La ocupación de la pampa introdujo grandes cambios en el modo de vida de los animales salvajes. Los primeros en desaparecer fueron los venados. Las enormes cantidades de aves y animales salvajes disminuyeron o se desplazaron hacia regiones remotas, a medida que sus lugares de procreación, sus alimentos y madrigueras comenzaban a escasear o desaparecían ante el avance de los caballos, los vacunos, las jaurías de perros salvajes y el hombre mismo. También se modificaron las perspectivas humanas. Así como la vizcacha dejaba de ser una curiosidad para convertirse en tina plaga, lo mismo sucedió con uno de los visitantes más casuales de la pampa la langosta. Las andanzas de estos insectos parduscos habían tenido poca importancia cuando la tierra pertenecía a los caballos cimarrones y a los indios. Pero cuando el hombre comenzó a labrar esa tierra, la langosta se convirtió en tina calamidad.

Tal era, entonces, el cuadro ecológico de la pampa en la década de 1850. Una llanura esperaba que se la conquistara: su potencial era enorme e insospechado; sus limitaciones, vastas y no conocidas aún. El simple esbozo geográfico que se ha ofrecido en las páginas precedentes era desconocido en gran parte. ¿Dónde podía contarse con que las lluvias salvaran una cosecha? ¿Dónde quedaba anulado, por el peligro de una helada el esfuerzo del hombre por roturar la tierra?; ¿Cuáles eran las tierras adecuadas a ciertos cultivos? Las respuestas a éstas y muchas otras preguntas sólo serían halladas mediante una costosa y dolorosa experiencia.

 La colonización había rozado apenas el límite de la pampa. Pero en general, a mediados de siglo los argentinos no tenían necesidad ni deseos de emprender la colonización sedentaria de la tierra. Podían utilizar la riqueza animal sin excesivos esfuerzos, Cualquier conquista habría tenido que buscar sus fuerzas en alguna otra parte. Es posible que existieran dirigentes y estadistas visionarios que pudiesen entender que esa tierra debía ser colonizada y cultivada si la Argentina quería crecer, que  "gobernar es poblar" según uno de los grandes pensadores del país. Pero el pueblo, en términos de número y aptitudes, para poner en práctica semejante sueño, era un sueño del futuro; la revolución agrícola y social de la Argentina debía esperar  al inmigrante. La tierra estaba allí. Quedaba por verse qué  liarían con ella los recién llegados.

 

Capítulo III

LA GENTE: El Inmigrante y el Chacarero

Durante la segunda mitad del siglo XIX, las oportunidades de una economía agrícola en expansión atrajeron a la Argentina a millares de europeos. El mapa de 1869, fecha del primer censo nacional, muestra 13 agrupamientos poblados que representan las trece capitales de provincia.- Para 1914, cuando se llevó a cabo el tercer censo, el centro de población se había desplazado hacia la pampa y se concentraba en las ciudades costeras, (Mapa 3).

 A mediados del siglo la población de la Argentina era de 1.300.000 habitantes, de los cuales apenas la tercera parte se asentó en las futuras provincias trigueras. Pero casi la mayor parte de los 100.000 extranjeros residía  en las ciudades de la costa y en la provincia de Buenos Aires.1 Un censo de la ciudad de Buenos Aires realizado en 1856 mostraba una población  extranjera de 38.000 habitantes sobre un total de 91.000. Ese elemento extranjero manejaba el comercio minorista y proporcionaba mano de obra artesanal especializada. La mayor parte de los alimentos de la ciudad se obtenía en las parcelas circundantes, atendidas por inmigrantes. Fuera de la ciudad, pastores irlandeses, escoceses y vascos controlaban la cría de ovejas. Los italianos dominaban por completo el tráfico fluvial, en tanto que en las ciudades a lo largo de los ríos Paraná y Uruguay, los vascos, italianos y franceses constituían el 20 7, de la población. Pero el extranjero se aventuraba muy pocas veces más allá del litoral, excepción hecha de los ocasionales vagabundeos de un mercader o artesano italiano o francés, y, aparte de los pastores en Buenos Aires, no salía nunca de los pueblos o ciudades.1

 Las estadísticas de los censos nacionales demuestran la extensión y concentración de la inmigración en la zona costera. De un total de 1.800.000 habitantes registrado por el censo de 1869, 200.000 habían nacido en el extranjero; en 1895, casi una cuarta parte de los 4.000.000 de habitantes eran inmigrantes; en 1914, más de 2.300.000, sobre una población de 8.000.000, habían nacido en el exterior. En esta última fecha la región costera contenía dos terceras partes de la población total; allí la relación de los inmigrantes respecto de los argentinos nativos era de dos a vino. En la ciudad de Buenos Aires, tres de cada cuatro adultos eran extranjeros.

La importancia que tuvo este aflujo y concentración de inmigrantes para la formación política argentina será considerada, por lo menos en forma exploratoria, en el capítulo final de este estudio. Por el momento nos preocupa ni aspecto específico de la inmigración la llegada de agricultores a una tierra nueva.  Lo mismo que en el caso de las corrientes migratorias a Estados Unidos, Canadá y Australia, la fuente de la inmigración era Europa, y las razones para la emigración, muchas y diversas. Por desgracia, las estadísticas de que, se dispone no resultan muy esclarecedoras (Cuadro 1, para inmigración y emigración 1871-1910). Registran un torrente interminable de cifras, sin rostros, personalidades ni orígenes. En el medio siglo que abarca este estudio, 1.880.000 inmigrantes a la Argentina, es decir, el 55 % provenían de Italia. Los españoles agregaron otros 880.000, o sea, el 26 %. Los franceses representaban el 5 % en tanto que el resto eran rusos (principalmente judíos), austríacos sirios, ingleses, alemanes y suizos, en ese orden.2 Como la gran demanda de la Argentina, en especial en las últimas décadas, era de mano de obra agrícola, no resulta sorprendente que un 37 se declarasen agricultores. Pero esto resulta de poca ayuda para determinar si los recién llegados habían nacido en la ciudad o eran jóvenes criados en el campo si habían cortado los lazos que los unían con su patria o si eran simples aves de paso que planeaban regresar a Europa; si habían sido alejados de sus hogares por la desesperación o los atraían las esperanzas y las visiones de una nueva vida en el extranjero. Sólo las estadísticas oficiales italianas arrojan alguna luz de 1876 a 1900 muestran una emigración a la Argentina de 444.000 personas provenientes de los distritos agrícolas septentrionales, prósperos pero excesivamente poblados, en contraste con Ias 263.000 provenientes del deprimido sur de Italia, en un período en que la Italia meridional envió a 523.000 de sus hijos a Estados Unidos, en tanto que el norte sólo envió 73.000. El período siguiente de 1901 a 1913 presenció un equilibrio entre la Italia del sur y la del norte en lo referente a la emigración a la Argentina, con 328.000 contra 316.000, pero la comparación con Estados Unidos sigue siendo instructiva, pues el sur envió entonces 1.700.000 a Estados Unidos, en comparación con los 347.000 del norte.3 Estas estadísticas refuerzan nuestra impresión sobre la importancia del norte de Italia en el desarrollo de la Argentina, y respaldan también la inferencia de que la y aspiración de muchos de estos inmigrantes eran agrícolas, lograsen o no sus aspiraciones de semejante vida en la Argentina.

En ausencia de indicaciones estadísticas claras, debemos analizar la recepción del inmigrante mismo. La Argentina de la década de 1850 era todavía virtualmente desconocida en Europa. Para los pastores irlandeses, los comerciantes ingleses y los capitanes de río italianos que habían prosperado, era la tierra prometida Pero este elemento selecto que hizo muy poco para modificar la economía tradicional, no era lo que buscaban los estadistas argentinos. Su país necesitaba una importante inyección de trabajadores europeos, si quería convertirse en algo más que una tierra de ovejas y vacas flacas. Las costumbres de tres siglos estaban profundamente arraigadas: una población urbana que se mantenía gracias al comercio, la política y enormes rebaños explotados con un mínimo de trabajo. Sólo una revolución podía transformar esta tierra desierta, con sus dispersas capitales de provincias y puertos de ríos, en un país civilizado, próspero y en crecimiento. Los soñadores y estadistas tenían al alcance de la mano un ejemplo concreto de lo que era posible hacer: la inmigración a las trece colonias norteamericanas, que en un siglo había construido una poderosa nación agrícola e industrial Si hacían falta más lecciones, ahí estaban las experiencias contemporáneas de Canadá y Australia. No es extraño entonces, que, para la generación que derribó al gobernador de facto del país, Juan Manuel de Rosas, la necesidad más urgente de la Argentina fuese la inmigración.

Por consiguiente, habría sido de esperar que la Argentina lanzara un gigantesco esfuerzo propagandístico en Europa para predicar los atractivos del país, para recibir al inmigrante con los brazos abiertos, cortejarlo y mimarlo o, por lo menos, para entregarle las herramientas que asegurasen la ansiada revolución. Pero las realidades del escenario argentino eran muy distintas a las ilusiones de estadistas y publicistas. Los gobiernos podían esbozar ambiciosos planes, pero carecían de los fondos y las posibilidades para ejecutarlos. Esporádicas guerras civiles se enconaron entre las provincias y Buenos Aires, de 1852 a 1862; y de 1865 a 1870 la Nación se complicó en la desastrosa guerra con el Paraguay. A medida que la estabilidad política aumentaba gradualmente en la década del 70, el espíritu dominante de laissez faire se enseñoreaba en la política gubernamental. Las autoridades nacionales atravesaron dos períodos de auge económico 1882 -1889 y 1904 -1912, y sus posteriores depresiones, con un mínimo de intromisión oficial, y en momento alguno adoptaron medidas activas para dirigir el desarrollo económico del país. La política seguía siendo la pasión absorbente y provechosa de los argentinos nativos, en tanto que el comercio, los negocios y la construcción eran desarrollados por los inmigrantes. Los valores de la tierra se multiplicaron por cien, pero ese mismo aumento conspiró, en ausencia de una acción gubernamental, para mantener la propiedad de la tierra fuera de las manos de los inmigrantes. Con el sometimiento de los indios y la expansión de la frontera, grandes extensiones de terrenos ofrecidos en subasta pública sólo podían ser obtenidas por quienes poseían capitales, crédito o influencia. Cuando el nuevo aumento de los valores territoriales trajo aparejada la subdivisión, los especuladores e inversores pudieron ganar en la puja a los agricultores. Al mismo tiempo, la vida rural en la Argentina no era tan difícil corno inestable. Los colonos de la frontera norteamericana habrían cambiado de muy buen grado su puesto con los chacareros argentinos, por lo menos en lo relativo a condiciones de trabajo. Pero en la Argentina las presiones militaban contra la formación de un ambiente agrícola. El arrendatario era implacablemente desplazado de parcela en parcela porque el estanciero  necesitaba la tierra para criar vacunos u ovinos. Los intereses pastoriles aceptaron- la agricultura corno paso inicial para la formación de alfalfares, pero arrendaban la tierra a los chacareros sólo el tiempo suficiente para que arasen el suelo y preparasen la tierra para el pastoreo. El terrateniente también prefería el arriendo a corto plazo, que permitía aumentos periódicos de la renta. En un ambiente que favorecía la gran explotación, el dueño de fincas pequeñas se encontró a merced de fuerzas igualmente restrictivas: funcionarios subalternos, tarifas ferroviarias discriminatorias y poderosos intereses de mercado. La tierra siguió siendo algo que debía ser explotado a fin de obtener los máximos beneficios en el menor tiempo, sin tener en cuenta las consecuencias. Debido a ello el inmigrante se arraigó muy raramente en la tierra, y la ciudad, antes que el campo, se hizo cada vez más la proveedora de un rápido y fácil progreso para los recién llegados.

La colonización oficial o semioficial constituyó el primer esfuerzo que intentaron las autoridades argentinas para atraer a masas de trabajadores rurales de Europa. El número de inmigrantes era pequeño, y su impacto agrícola y económico inicial fue menor aún. Pero los experimentos resultaron significativos como un ejemplo de los problemas y las actitudes del medio rural argentino.

Bernardino Rivadavia, precursor de los estadistas argentinos liberales de mediados de siglo, ya había intentado en 1825 contratar familias de granjeros europeos para la zona del río de la Plata. Pero el fruto de sus esfuerzos tres pequeñas colonias de escoceses, ingleses y alemanes- tuvo fugaz existencia y se disolvió pronto, a consecuencia de las luchas civiles y de la tradición pastoril poco acorde con los mismos. La inmigración continuó durante el régimen de Rosas, pero estaba compuesta en su mayor parte por jóvenes ambiciosos atraídos por las oportunidades que ofrecían el comercio y la cría de ovejas. Muy pocos fueron atraídos hacia las empresas agrícolas, salvo aquellos que se ocupaban del cuidado de pequeños huertos en torno de las ciudades de la costa. Por cierto que el gobierno de Rosas no prestó estímulo oficial alguno a la inmigración, ni demostró interés por la colonización agrícola.

Inmediatamente después de la caída de Rosas en 1852, varios empresarios abordaron a los gobiernos, nacional y provinciales, con ambiciosos proyectos de colonias agrícolas. Los términos fundamentales de estos proyectos fueron esbozados en un contrato firmado en 1853 por el gobernador de Corrientes y Auguste Brougnes, un médico francés de cierta experiencia en la Argentina. El colonizador introduciría una cantidad especificada de familias y las establecería en tierras públicas escogidas. El gobierno aceptaba conceder tierras (a menudo una unidad de 20 cuadras, o 33 hectáreas) a cada familia, con derecho de propiedad después de cultivarlas durante cierto número de años. Los ímplementos agrícolas, las semillas, las casas, 103 animales y los alimentos iniciales también serían proporcionados por el gobierno, y pagados al cabo de dos o tres años. Por lo general estos contratos exceptuaban de impuestos a los colonos durante algunos años. El colonizador debía ser recompensado por sus esfuerzos en lo referente a atraer colonos y transportarlos a la Argentina, ya sea mediante una concesión de tierras públicas adjuntas a la colonia, o con su participación en la cosecha de los colonos. En ese mismo año, 1853, la nueva Constitución argentina agregó un estímulo liberal a la inmigración, garantizando la libertad religiosa y concediendo a los residentes extranjeros la mayoría de los privilegios de la ciudadanía, sin obligaciones tales como el servicio militar.

En el papel, los términos parecían ventajosos para todos. Los colonos, que presumiblemente serían reclutados entre las clases más pobres del campo europeo, recibirían ayuda durante sus primeros pasos, y al cabo de cuatro o cinco años de trabajo intenso llegarían a ser propietarios independientes. El gobierno, que poseía interminables extensiones de tierras públicas vírgenes, podría establecer una clase industriosa en las zonas rurales, construir una floreciente economía agrícola y aumentar el valor de su dominio público. El colonizador, como buen capitalista, se beneficiaría en la medida en que prosperase la colonia.

Durante las décadas del 50 y del 60 varios empresarios firmaron contratos de colonización con los gobiernos de Corrientes, Entre Ríos y especialmente Santa Fe. La ejecución de estos contratos mostró que la conquista agrícola del litoral y de la pampa era muy distinta de su conquista teórica sobre el papel. Por lo general los colonizadores encargaban el reclutamiento en Europa a alguna firma establecida, corno la de Beck y Herzog, de Basilea. Con frecuencia, aquellos a quienes se convencía de que se inscribiesen carecían de experiencia agrícola y eran reclutados entre los más desesperadamente pobres de las ciudades alemanas y suizas. Mucho peor aún era el hecho de que los gobiernos provinciales carecían invariablemente de los fondos o la iniciativa necesarios para poner en práctica su parte del contrato. Cuando Brougnes trató de afincar 160 colonos en Corrientes en Enero de 1855, se descubrió que el gobierno provincial no había tomado medidas para recibirlos, para proporcionarles albergue o alimentación, o inclusive para deslindar y medir las tierras destinadas a sus colonias. Cuando a comienzos de 1856 Aarón Castellanos llevó 840 colonos a Esperanza, Santa Fe, se encontró con la misma indiferencia oficial respecto de la realidad: "No se había pensado para nada en las medidas de primera importancia para los colonos; no se construyeron casas, ni se excavaron pozos, ni había corrales preparados para el ganado que debía entregar el gobierno; no se tornaron disposiciones  para mantener el orden público, ni existía un sistema de vigilancia que enseñase a los colonos qué debían hacer, ni iglesias, ni hospitales".4 No fue sorprendente, entonces, que la colonia Brougnes se disolviese muy pronto, y que la de Esperanza fuese salvada sólo por un préstamo de las autoridades nacionales.

Quizá resulte más significativo el hecho de que la colonización oficial, desde el comienzo, fue relegada a zonas marginales, ya sea de dudoso valor pastoril, o bien expuestas a las incursiones de los indios. La más rica de las provincias pastoriles, Buenos Aires, no estimulé en modo alguno los esfuerzos de los primeros colonizadores. Sólo por accidente heredó una colonia en la década del 50: once familias: que no pudieron ser incluidas en la aventura de Esperanza emigraron directamente a Buenos Aires en 1856, con la ayuda de Beck y Herzog. Previendo el aumento del valor que la agricultura podía otorgar a sus tierras en el norte de Buenos Aires, varios ganaderos progresistas dispusieron la entrega de minúsculas concesiones a familias de 4 hectáreas cada una, en el municipio de Baradero. Por otra parte, la porción central de la provincia de Santa Fe, donde se encontraban ubicadas la mayoría de las primeras empresas de colonización, era considerada en gran medida marginal respecto de la economía pastoril y, cosa irónica, era también una zona, mediocre para el cultivo de trigo. Muchos años más tarde el Ministerio de Agricultura de la Argentina incluiría gran parte de esa región entre las submarginales para el cultivo de trigo. Pero eso carecía de importancia durante la primera colonización. El factor decisivo era que allí no habían prosperado las vacas y las ovejas, y por consiguiente la tierra no tenía el valor de las ricas posesiones pastoriles de Buenos Aires. Por lo tanto estaba a disposición   de cualquier actividad, inclusive de la agricultura. La presencia de tribus indias del Chaco reducía aun más el valor pastoril de esas tierras. Sin embargo, las autoridades de Santa Fe violaron su contrato primitivo y reubicaron la colonia de Esperanza como puesto avanzado, a 35 kilómetros de la ciudad de Santa Fe. Muchos fueron los defensores de la inmigración en esos términos: un cinturón de colonias agrícolas que protegiese el principal interés de la Argentina, y su fuente principal de riqueza: las industrias pastoriles.

Con semejantes obstáculos, la colonización oficial estaba condenada, y, excepción hecha de unos pocos establecimientos de frontera, terminó en la década del 60. Pero la colonización gubernamental, en especial la de Santa Fe, había mostrado el camino para la utilización de tierras marginales. La iniciativa privada apoyó entonces algunos proyectos de colonización. Con la ayuda de Charles Beck-Bernard (de Beck y Herzog), el general justo José de Urquiza había establecido en 1857 la colonia de San José en su enorme propiedad cercana al río Uruguay. Al año siguiente Richard Foster, terrateniente inglés, fundó la colonia de San Gerónimo Norte, al oeste de la ciudad de Santa Fe. Durante la década del 60 se establecieron otras quince colonias, la mayoría de ellas empresas privadas, y todas ubicadas en la provincia de Santa Fe.

A pesar de su aparente fracaso, la colonización oficial había introducido en el escenario argentino dos cambios importantes, que fueron dramatizados cuando la iniciativa pasó a manos privadas: los agricultores europeos fueron realmente asentados en la tierra, y se amplió el cultivo de, trigo. Aunque su número era reducido, las familias europeas habían sido atraídas a la Argentina y hundido sus raíces en la tierra. Nadie podía negar que sufrían enormes penurias. La experiencia de Esperanza era típica. Durante los cuatro años iniciales, las sequías, la langosta y la ignorancia de los colonos en materia de agricultura anularon la más leve esperanza de, una cosecha, y la colonia sufrió una pérdida total. La constante amenaza de ataques de los indios, que obligaba a los colonos a ir armados a sus campos; el arduo trabajo necesario para transportar la cosecha treinta o cuarenta kilómetros, hasta una ciudad o un río, y la frecuente hostilidad de la población argentina nativa, no podían facilitar la vida de esos recién llegados. Pero sobrevivieron. Las colonias no se disolvieron, como sucedió en el caso de todos los experimentos precedentes. Al cabo de cuatro o cinco años comenzaron a mostrar su vitalidad, a ampliarse e inclusive atraer a otros colonos. Esperanza, que comenzó con 840 hombres, mujeres y niños en 1856, tenía 1.856 habitantes en 1869. San Gerónimo Norte creció de 100 almas a 958; Varios kilómetros al sur, la importante colonia de San Carlos, establecida en 1858 por Charles Beck-Bernard y el gobierno de Santa Fe, se amplió, de unos pocos centenares de colonos, a 1.992. Al mismo tiempo, es importante recordar que estos colonos representaban un porcentaje relativamente pequeño de la inmigración total a la Argentina. La inmigración neta es decir, la de quienes permanecieron en la Argentina- totalizaba 10.000 en 1870; 28.000 en 1871; 58.000 en 1872, y 47.000 en 1873. Un informe publicado por el gobierno en 1872 presentaba una lista de 32 colonias, oficiales y privadas, en Santa Fe, y 3 en Entre Ríos, con una población total de sólo 17.000.5

El segundo cambio importante introducido por las colonias oficiales y llevado adelante por las de financiación privada fue la expansión del cultivo del trigo. Había pocas zonas trigueras tales como las chacras  de Chivilcoy, casi 160 kilómetros al oeste de Buenos Aires, donde los anteriores arrendatarios habían recibido la oportunidad de convertirse en propietarios de sus tierras gracias a la legislación redactada por Buenos Aires en 1857. Pero el grueso del trigo consumido en las ciudades de la costa y el pan era un producto totalmente urbano- se cosechaba en las chacras y huertos que rodeaban a esas ciudades. Pero desde el comienzo Esperanza, San Carlos y las otras colonias de Santa Fe se dedicaron principalmente al trigo, y de tal manera añadieron extensas tierras vírgenes a la producción de ese cereal. El trigo poseía tres valiosas ventajas: podía ser cultivado por el agricultor más inexperto; podía ser acopiado; y en épocas en que todas las cargas seguían siendo transportadas por pesadas carretas de bueyes, su volumen reducido significaba un costo de transporte relativamente bajo. El constante aumento de la población urbana, cada vez más orientada hacia el gusto europeo por el pan, aumentó la demanda y mantuvo precios elevados. A principios de la década del 70 la Argentina seguía siendo un importador neto de trigo, y por consiguiente las colonias obtenían considerables ganancias cuando las cosechas eran buenas (Cuadro 2). La importancia de las colonias la indica el hecho de que en 1872 produjeron casi la cuarta parte de la cosecha nacional de trigo, a saber, unas 20.000 toneladas.6

Hacia 1870 la colonización agrícola estaba firmemente establecida en la Argentina. Si bien los gobiernos, el nacional y los provinciales, habían demostrado ser ejecutores menos que ideales de tales proyectos, proporcionaron el impulso necesario. Los propietarios de tierras y las compañías privadas de colonización recurrieron entonces al sistema de colonias para explotar las tierras naturales marginales, especialmente en el centro de Santa Fe. El procedimiento era sencillo. En efecto, consistía en lo siguiente: un empresario otorgaba suficientes créditos a un colono contratado para trasplantarlo de Europa o Buenos Aires a 30 hectáreas de tierra virgen en la frontera, e iniciarlo como agricultor. Con una tierra fértil, que valía casi nada, el colono tenía muchas posibilidades de devolver el anticipo y llegar a ser propietario de las 30 hectáreas. Al inmigrante no le esperaba una vida fácil, pero si poseía valentía y decisión, el contrato de colonización era una mejora considerable respecto de las perspectivas agrícolas que le esperaban en la atestada Europa.

Si no hubiese sido por el ferrocarril, la colonización privada se habría limitado sin duda a la lenta expansión característica de la década del 60. Los primeros ferrocarriles irradiaron de Buenos Aires para servir a la región pastoril circundante. Como se mencionó anteriormente, el primer tramo de vías en la Argentina el Ferrocarril Oeste- se completó en 1857 con unos 10 kilómetros que se extendían hacia el oeste de la ciudad. En 1864 otra compañía, el Ferrocarril Norte, terminó un tendido de vías de 32 kilómetros hacia el norte, en tanto que en 1867 otro grupo de empresarios completó la línea del Ferrocarril Sur a Chascomús, a 110 kilómetros hacia el sur de la ciudad porteña. Pero el acontecimiento que abrió un nuevo horizonte para la agricultura fue la inauguración, en 1870, del Ferrocarril Central Argentino, de Rosario a Córdoba (Mapa 4). Como parte de la concesión a la compañía inglesa que había construido la línea se concedió a una subsidiaria, la Compañía Central Argentina de Tierras, para su colonización una franja de 5 kilómetros de ancho a cada lado de las vías. En 1869 se inició un reclutamiento intensivo en Suiza, que muy pronto se amplió a Italia, y para Marzo de 1870 la primera colonia, Bernstadt, fue establecida a 40 kilómetros al oeste de Rosario. La compañía ofrecía parcelas que variaban, en dimensiones, de 30 a 60 hectáreas, en venta directa a los colonos. 0 bien, para los que carecían de capital, la tierra era ofrecida en arriendo por un bajo precio anual, con opción a una compra futura en cuanto el colono hubiese acumulado fondos. También era posible obtener de la compañía anticipos en animales, implementos, alimentos y vivienda, que podían ser pagados con los ingresos de futuras cosechas. En el término de un año surgieron otras tres colonias en Santa Fe, a lo largo del Ferrocarril Central, con un total de 3.000 habitantes, que prometían prosperidad agrícola para sus comunidades y beneficios comerciales para el ferrocarril.7 Los cambios producidos en la política administrativa en Londres y la preocupación por las ganancias inmediatas interrumpieron la colonización, y la Compañía de Tierras no reanudó la promoción activa de sus colonias hasta la década del 80. Pero la agricultura había recibido un nuevo estímulo. A una gran zona de Santa Fe, antes aislada por la distancia que existía hasta las ciudades y los ríos, la hizo accesible el ferrocarril, y como ni la cría de ganado vacuno ni ovino habían arraigado en esa zona, los colonos pudieron dedicar tierras baratas a la producción de trigo. Las compañías privadas copiaron las cláusulas de la Compañía Central Argentina de Tierras y ofrecieron parcelas a los agricultores, a crédito, con pagos en plazos de 3 a 10 años.8 Los propietarios de tierras advirtieron con creciente claridad la ventaja que representaban las colonias agrícolas como medio de elevar el valor de sus vastas propiedades. En ese sentido resulta típica una noticia publicada en La Nación del 29 de Enero de 1876: "Colonia 'Sol de Mayo'. Los señores Videla y Latorre, vecinos de la provincia de Santa Fe, piensan fundar una colonia en los campos de su propiedad. El área total de la colonia es de dos leguas cuadradas, dividida en ciento sesenta concesiones de cuatro cuadras de frente por cinco de fondo, o sea, treinta y tres hectáreas. Se proporcionarán a los pobladores las mayores ventajas posibles, como ser por ejemplo, maderas, bueyes, útiles de labranza, etc. Además, la mensura y las escrituras serán gratis."

De tal manera la agricultura y en sus primeras etapas la palabra significaba cultivo de trigo- llegó a la Argentina en forma indirecta. Bajo auspicios oficiales y más tarde privados, penetró en primer término en las zonas marginales del centro de Santa Fe. Luego, con el medio de transporte que representaba el Ferrocarril Central Argentino, y con la dirección administrativa proporcionada por la Compañía Central Argentina de Tierras, las colonias trigueras florecieron en el sur de Santa Fe. Las subdivisiones de las tierras santafesinas, para ser vendidas a los colonos, proporcionaban de 3 a 4 veces su valor al gran propietario de tierras.9 Corno gran parte de esta tierra era desierta o sólo poseía pasturas inferiores, los terratenientes se sintieron satisfechos con las ganancias y dispuestos a entregar la propiedad de parte de sus tierras a los agricultores. Por consiguiente, las décadas del 60 y del 70 señalan una época de oro para el colono. Las condiciones de vida eran duras y pocas las comodidades, mas para el industrioso campesino europeo la propiedad de la tierra era una posibilidad definida en la Argentina.

La producción de trigo aumentó en proporción a la expansión de las colonias. La Argentina, que había importado trigo desde el período colonial, prometía ahora no sólo hacer frente a la creciente demanda interna, sino también contar con un excedente para la exportación. Pequeños embarques de trigo salieron de la Argentina rumbo a Paraguay en 1871, a Bélgica en 1872 y 1873, a Inglaterra en 1874; en 1878 la exportación total de trigo superó la importación. En su Mensaje anual al Congreso, en 1879, el presidente Nicolás Avellaneda saludó el embarque de 4.500 toneladas de trigo a Europa, el 12 de Abril, y elogió el progreso de la colonización y la agricultura en Santa Fe. Su visita a esas colonias, ese mismo año, subrayó la apreciación oficial de esa nueva fase del progreso económico argentino. A pesar de la inexactitud de las primeras estadísticas, las cifras de los números contemporáneos del Boletín del Departamento Nacional de Agricultura muestran una tendencia a sembrar trigo, en Santa Fe, en superficies cada vez mayores, cubiertas casi totalmente por las colonias: de 36.000 hectáreas en 1873 y 1874 a 57.000 en 1875; 70.000 en 1876; 100.000 en 1877; 118.000 en 1878; 126.000 en 1879 y 136.000 en 1880.

La revolución económica que los estadistas argentinos habían tratado de estimular por medio de la inmigración y la agricultura logró algunos de sus objetivos después de 1880. Convirtió a la Argentina en una proveedora de pan para el mundo entero, así como en una de las principales abastecedoras de carne para los mercados europeos. Proporcionó a Buenos Aires la riqueza y la población que hicieron de esta ciudad la envidia del resto de Sudamérica. Pero esta revolución destruyó el sistema de colonización y al pequeño agricultor independiente. La pampa había sido conquistada económicamente, pero en términos sociales se mantuvo fuera de la Nación, corno una región explotada pero no poseída

Los cambios que se produjeron entonces estaban íntimamente vinculados con los intereses predominantemente pastoriles de la región costera argentina. La agricultura había surgido en una zona donde la producción vacuna y ovina era de importancia secundaria. Las colonias agrícolas de Santa Fe desempeñaron un papel importante en lo referente a hacer que la Argentina llegase a ser autosuficiente en materia de producción de trigo. Pero eran demasiado pocas y absorbían una proporción demasiado pequeña del número cada vez mayor de inmigrantes, como para modificar en forma drástica la economía de la Argentina o su estructura social.

La revolución en la pampa se produjo, no por las colonias sino a consecuencia de las necesidades de la actividad pastoril: precisamente los intereses que al comienzo rechazaron el concepto de la inmigración. Tres factores modelaron estas necesidades. La conquista del desierto, completada por el general Julio A. Roca en 1880, llevó la tranquilidad a la pampa y eliminó al indio como amenaza para las fronteras. La amplia construcción de ferrocarriles en las décadas siguientes, en especial el Ferrocarril del Oeste y el del Sur, permitió trasladar lanas, cueros, animales y cereales a la costa, con rapidez y a bajo costo. Por último, todo el énfasis puesto en la economía pastoril comenzó a desplazarse, en especial en la década del 90, del interés principal por la lana, los cueros y la carne salada, hacia una preocupación cada vez mayor por la producción de animales, que pudiese proporcionar también carnes escogidas.

La eliminación de los indios acarreó enormes ventajas a las industrias pastoriles. Como se ha hecho notar, el ganado vacuno actuó como agente refinador del tosco pasto pampeano. Lo destruyó, y ello permitió la expansión de pastos más blandos para forraje del ganado ovino. Como la producción de cueros y tasajo no exigía atención o alimentación especial, los vacunos eran llevados cada vez más cerca de la frontera, precisamente la región en que los animales estaban más expuestos a las incursiones de los indios. Desde mediados de siglo en adelante había surgido un floreciente comercio a través de los pasos meridionales a Chile: la venta, por los indios pampeanos, de ganado robado en las estancias vecinas a las zonas de Tandil y Azul. Ahora no sólo habían terminado las incursiones, sino que, además, los límites meridionales de Buenos Aires se ampliaban hasta la desembocadura del río Negro. De un año a otro, la superficie disponible para explotación ganadera se había duplicado en dimensiones. Estas nuevas tierras pasaron directamente, como enormes propiedades, a manos de poderosos intereses pastoriles o especuladores. La expedición de Roca había sido financiada en parte mediante la venta de cédulas del gobierno, cada una de las cuales valían 400 pesos plata y era canjeable por una legua cuadrada10 elegida a medida que avanzaba la frontera. En 1882 la subasta pública ofreció las restantes tierras de frontera en parcelas de hasta 40.000 hectáreas de extensión.

Los ferrocarriles modificaron el escenario rural en forma aun más drástica que la expulsión de los indios. Allí donde llegarían las líneas férreas, los frutos de la tierra adquirían mayor valor, y se hacía posible la utilización de vastas y nuevas regiones. El trigo no se encontraba ya limitado al radio acostumbrado de treinta o cincuenta kilómetros de un río o una ciudad; las vacas podían ser llevadas al prado o al mercado por ferrocarril, en lugar de llegar a ellos por sus propios medios; no sólo era posible embarcar la lana, sino que también las ovejas podían ser llevadas fácilmente a Buenos Aires, para el matadero. La explotación ganadera y agrícola de nuevas tierras era, por consiguiente, un resultado directo de las inversiones británicas en la construcción ferroviaria argentina. La década del 80 señaló un período de muy rápida expansión, y los ferrocarriles representaron un papel fundamental en el auge económico general de 1882-1889 (Mapa 4 y Cuadro 3). El kilometraje de vías férreas aumentó de 740 en 1870 a 2.500 en 1880, y a 12.500 en 1891. Al comienzo, los ferrocarriles estimularon y ayudaron en Buenos Aires a los intereses pastoriles de la provincia, pero era visible que la creciente superficie sembrada con trigo se extendía invariablemente a lo largo de las vías del ferrocarril. De 50.000 hectáreas en 1873, la superficie sembrada con trigo en Buenos Aires se elevó a 320.000 en 1891, principalmente en las zonas del Ferrocarril Oeste que se extendían hasta las ciudades de Bragado, Nueve de Julio, Pehuajó y Trenque Lauquen. En las provincias donde la industria pastoril no ocupaba una posición tan dominante, el avance del trigo fue más rápido aún: en Santa Fe, la producción se elevó de 20.000 toneladas en 1872 500.000 en 1891; en Córdoba, de 8.000 toneladas en 1875 80.000 en 1891; en Entre Ríos, de 10.000 en 1878 a más de 100.000 en 1891.

Un cambio interno dentro de la propia economía ganadera el paso a la producción de carnes selectas- fue el tercer factor que estimuló la difusión de la agricultura en la pampa. Como se hizo notar antes, la cría de ovejas se convirtió en una actividad pastoril cada vez más importante después de mediados de siglo. La lana, que en la década del 30 apareció por primera vez en proporciones significativas entre las exportaciones argentinas, se elevó, de una exportación media anual de 7.000 toneladas en la década del 40, a más de 100.000 toneladas en la del 80. En esta última década representaba el 55% del valor de todas las exportaciones ganaderas.10b En comparación con la industria vacuna, la cría de ovejas prosperó. A consecuencia de las ganancias más elevadas que reportaba esta última, y de su necesidad de mejores pasturas, los vacunos fueron desplazados y empujados hacia las fronteras. La demanda de las fábricas europeas de alfombras, de lana gruesa argentina sin lavar, aumentó aún más rápidamente que el mercado europeo de cueros, y por cierto que mucho más que la demanda estática o en declinación, de Cuba y Brasil, de carne salada para alimentar a los esclavos.

Pero la verdadera expansión de las industrias pecuarias fue frenada por el tipo y calidad de los productos. La esquila de la lana había sido la única importante modificación del siglo XIX introducida en el sistema pastoril heredado de los tiempos coloniales. Los productos ovinos se limitaban a las pieles, la grasa y la lana ordinaria para la fabricación de alfombras. Y puesto que, como se ha hecho notar, el gaucho jamás usaba las yeguas como cabalgadura, las que no se usaban para cría proporcionaban cuero y sebo. Los vacunos eran utilizados por su cuero, su grasa y su carne dura y flaca. Para una tierra de población dispersa y no demasiado exigente en sus aspiraciones, esto había sido suficiente. Pero el espíritu de progreso y las ideas liberales evidentes después de la década del 50 estimularon el deseo de modernizar y mejorar la riqueza ganadera de la Argentina.

La carne era la clave evidente. En las zonas costeras constituía el rubro más barato de la dicta, y con frecuencia se la desechaba: durante la década del 60 no se utilizó la carne del 60 % de los vacunos faenados.11 Pero para la población urbana de Europa, en rápida expansión, la carne era un lujo que estaba mucho más allá del alcance de los pobres. ¿Cómo hacer para cruzar el Atlántico y vincular entre sí la oferta y la demanda? Varios empresarios quebraron en su intento por desarrollar el gusto europeo por la carne salada. Las costumbres en materia de alimento estaban demasiado arraigadas, y las tiras de carne grisácea y reseca que satisfacían a los esclavos brasileños eran rechazadas inclusive por los habitantes de los barrios bajos de París y Londres. Más éxito tuvieron los esfuerzos para reducir los jugos de carne a pasta. El extracto de carne Liebig, fabricado en Entre Ríos y en Uruguay, fue usado ampliamente en los hospitales y asilos de Europa en la década del 60, y muy pronto se convirtió en un artículo casero popular en el continente. Entre tanto, mentes ingeniosas trataron de deshidratar la carne, envasarla en latas al vacío, inyectarle conservadores, pero sin éxito comercial. Sin embargo, el método correcto para hacer que la carne llegara intacta a Europa no era más que una parte del problema. Varios terratenientes de amplia visión, que en 1866 organizaron la Sociedad Rural Argentina, entendieron lo que la mayoría de los ganaderos necesitarían tres décadas para comprender: que la dura carne producida por el ganado nativo jamás satisfaría los paladares europeos, fuese cual fuere su preparación. Por medio de su organización, y de su periódico, los Anales, iniciaron una campaña para enseñar a los criadores de vacunos los rudimentos de la cría selectiva: el hecho de que los toros de pedigreé no eran simples curiosidades, y que las alambradas y la alfalfa constituían los ingresos esenciales de una nueva era. Pero hasta que se aseguró un mercado europeo, el saladero  y el mercado de cueros siguieron reinando supremos, y muy pocos pudieron entender el valor de una raza de sangre, de las alambradas o los forrajes refinados.

El problema consistente en obtener el tan necesario mercado fue solucionado en la década del 80 por dos métodos: la carne congelada y los embarques de ganado en pie. Los franceses tomaron la iniciativa en los intentos iniciales de transportar carne congelada a través del Atlántico; en 1876 un embarque experimental de reses enfriadas llegó a Buenos Aires de Ruán. Aunque en un banquete los dirigentes del comercio y la sociedad Porteña apenas pudieron tragar trozos de carne que habían envejecido durante tres meses bajo una refrigeración menos que perfecta, se mostraron entusiastas en cuanto a la idea de la refrigeración. Posteriormente, la carne congelada (300 bajo cero) triunfó sobre la enfriada (Oº), porque se adaptaba mejor a los viajes prolongados y al rudimentario nivel de la técnica. Entre tanto, los intereses británicos, que ya trabajaban en el transporte de carneros desde Australia, sustituyeron a los franceses y establecieron fábricas de carne congelada en Buenos Aires y canales de venta en Inglaterra. A consecuencia de sus experiencias australianas, y debido a serias limitaciones técnicas, los frigoríficos descubrieron muy pronto que era más fácil manipular los ovinos que las reses mayores. El efecto sobre la industria ovina fue inmediato. Como los frigoríficos pagaban el 50 % más que las fábricas de sebo por las reses ovinas, hubo poderosos incentivos para producir un animal que pudiese ser aprovechado tanto por su carne como por la lana.12 A consecuencia de ello se introdujo el Lincoln, pata modificar o remplazar las razas merino anteriormente dominantes, y los criadores de ovejas demostraron un repentino interés por la crianza selectiva y las pasturas superiores.

Los ganaderos, poco afectados durante la década del 80 por los frigoríficos tuvieron su incentivo en los embarques en pie. Siempre había existido un amplio comercio de ganado vivo a través de las fronteras, hacia Chile, Bolivia, Paraguay, Brasil y Uruguay, cuyos consumidores eran menos exigentes aun que el mercado argentino. En la década del 70 varios exportadores trataron de enviar ganado vivo a Europa, pero aunque los problemas de embarque se solucionaban con facilidad, la calidad de los animales convertía las empresas en fracasos comerciales. Sólo a fines de la década del 80 el éxito coronó los repetidos esfuerzos para embarcar y vender ganado vivo. Luego, en el término de cinco años, los bajos precios y la calidad ampliamente mejorada de la carne argentina le permitieron desplazar los cortes norteamericanos y canadienses en las preferencias de los consumidores británicos. El incentivo para el cambio fue el mismo que el proporcionado por los frigoríficos a los criadores de ovejas. Los exportadores a los mercados de ultramar necesitaban animales gordos, de las razas preferidas en Europa, y estaban dispuestos a pagar por ellos precios mucho más elevados de los que abonaban los saladeros por las flacas razas nativas. A consecuencia de ello el consumidor británico impuso en la Argentina el Shorthorn, productor del famoso roast beef, con vetas de grasa. Con los toros Shorthorn llegó también la exigencia de alambradas para domesticar el ganado, para impedir la mezcla o la degeneración de las razas y para evitar Ias pérdidas. Como el pasto pampa agregaba pocas grasas al ganado, hubo que desarrollar pasturas especiales de forrajes ricos, cerca de los puertos, para engordar a los animales antes del largo viaje oceánico.

Los intereses ganaderos, que no se habían preocupado por el inmigrante, y que por cierto no lo habían invitado a establecerse en el país, descubrieron, a fines de la década del 80, que su economía cambiaba en forma radical. Luego de la guerra contra los indios adquirieron vastas posesiones nuevas. Los ferrocarriles hicieron que los productos de las zonas interiores quedasen a disposición de los mercados mundiales y ampliaron los horizontes de la expansión ganadera y agrícola. Los mercados de ovinos congelados y de ganado vivo en Europa, especialmente en Inglaterra, exigían amplios cambios en materia de pasturas, crianza y cuidados. Dentro de tales marcos, el inmigrante podía encontrar su lugar adecuado.

Pero los agricultores inmigrantes estaban condenados a ingresar en las zonas ganaderas como servidores de los intereses económicos ya existentes. En dichas zonas el obstáculo principal para la independencia del inmigrante era el elevado costo de la tierra. Las tierras pastoriles de la provincia de Buenos Aires habían sido tradicionalmente las más caras de todo el litoral. En 1888, hectárea por hectárea las parcelas de Buenos Aires valían cuatro veces más que las similares en Santa Fe (Cuadro 4). A consecuencia de ello, el inmigrante no encontró en Buenos Aires la situación particular que halló en Santa Fe, donde los propietarios estaban dispuestos a vender una parte de sus tierras a fin de aumentar, por proximidad a las zonas cultivadas, el valor del resto. El terrateniente porteño, por el contrario, no mostraba deseos de subdividir su propiedad, por lo menos a los precios en que los paupérrimos recién llegados podían abrigar la esperanza amortizarla. Acostumbrado a las grandes extensiones exigidas por una economía pastoril, el estanciero también se había habituado a los rápidos aumentos en el valor de sus tierras. La expulsión de los indios y la construcción de los ferrocarriles no frustró tales esperanzas; y la nueva riqueza creada por el consumo europeo de carnes de pedigreé las aumentó aun más. La fría recepción ofrecida por los ganaderos porteños  a una ley provincial sobre Centros Agrícolas, promulgada en 1887, en el apogeo de la prosperidad, fue típica de esta actitud. La ley concedía privilegios y préstamos a los terratenientes que estableciesen colonias agrícolas en derredor de las estaciones ferroviarias. Se produjo un movimiento de interés entre los especuladores, pero muy pocos propietarios de tierras participaron; sólo en las estaciones más remotas del Ferrocarril Oeste se formaron tinas pocas colonias.

En la zona pastoril, entonces, el inmigrante se limitó a ser un arrendatario. Se lo aceptaba o toleraba como una herramienta útil para ayudar a la ejecución de los cambios necesarios en el sistema económico. Había nuevas regiones que explotar, y la agricultura de arrendatarios proporcionaba ingresos a los propietarios. Para el estanciero  era esencial roturar la tierra destruir el pasto pampa y remplazarlo por forraje para anima les refinados. Y antes que nada, el ganado necesitaba alfalfa pero el dueño de la tierra no podía permitirse el lujo de cultivarla él mismo. Algunos lo hicieron, y declararon que el costo de la mano de obra y del equipo era prohibitivo. La agricultura por arrendatarios proporcionó la solución, como afirmaba un ganadero en los Anales de la Sociedad Rural Argentina:

"La tierra se divide previamente en potreros alambrados de 1.600 a 2.000 hectáreas, y enseguida se subdivide en lotes amojonados y numerados de 200 hectáreas, sin alambrado intermedio. Estos lotes se arriendan a chacareros italianos con elementos y recursos propios, a razón de $ 4 m/n. la hectárea, por el término de 3 años, con la obligación de dejar el terreno sembrado con alfalfa al finalizar el contrato, siendo de cuenta del establecimiento proporcionar la semilla de alfalfa."13

La producción de trigo de la década del 90 reflejó el cambio del papel representado por la agricultura en la pampa (véase Cuadro 5 para las superficies sembradas, y Cuadro 6 para la producción por provincias). Esa década representó el apogeo de las colonias de Santa Fe, y al mismo tiempo estableció la agricultura de arrendatarios en el litoral argentino.

El número de colonias había aumentado con rapidez. En Santa Fe pasaron de 32 en 1872 a 80 en 1884, a 190 en 1887, a 365 en 1895. Para esta última fecha Entre Ríos había agregado 201 colonias a las 3 que ya poseía veinte años antes, en tanto que en Córdoba funcionaban 80 para la década del 90. Los arrendatarios y los colonos contribuyeron conjuntamente a las dos más grandes cosechas de trigo que hubiese tenido la Argentina hasta esa fecha: en 1893, con tina producción de 1.600.000 toneladas y una exportación de 1.000.000, y en 1894, con 2.200.000 y 1.600.000 toneladas, respectivamente (el Cuadro 2 muestra el crecimiento de las exportaciones).

La depresión de comienzos de la década del 90 fue en realidad una ayuda para el movimiento de colonización, pues detuvo brevemente el ascenso del valor de las tierras. Durante algunos años, la peculiar estructura del papel moneda argentino también tendió a estimular la expansión agrícola. En 1885 la moneda nacional, que cuatro años antes había sido establecida sobre la base del patrón oro, no pudo ya ser respaldada por el oro a consecuencia de la salida de ese metal. Desde entonces hasta fines del siglo, en que el peso papel fue estabilizado en 44 centavos del peso oro argentino, el valor del peso papel fluctuó constantemente y fue determinado por la cotización diaria del mercado en oro. En la década del 80 la tendencia era inflacionaria, y el gobierno la estimuló con la impresión deliberada, y en ocasiones ilegal, de más papel moneda. Durante ese período, la inflación resultaba conveniente para el cultivador de trigo, así como para los más importantes intereses económicos de la nación: los ganaderos y exportadores. Dicho papel moneda permitía al productor pagar sus gastos locales en numerario continuamente depreciado y recibir oro o su equivalente por sus exportaciones a Europa. Con la depresión, el peso continuó perdiendo valor durante varios años más. Un artículo publicado en el Corn Trade News británico señalaba cuál era la importancia que tenía esto para el cultivador de trigo:

"El trigo, ya sea que se vendiera en el mercado local o para la exportación, obtenía, por supuesto, un precio basado en su valor oro en los mercados europeos, que representaba mucho más que el del papel moneda depreciado con el cual el cultivador de trigo pagaba sus gastos, excepción hecha de los implementos agrícolas y otros pocos artículos, que eran pagados a precio de oro. Como sus jornales y gastos eran, por consiguiente, tanto menores cuanto se los convertía a precios de oro, sus ganancias eran considerablemente mayores que en años anteriores. Por otra parte, el alto precio del oro permitía a las personas que lo poseían comprar tierras trigueras en cifras muy bajas, pues su valor en pesos depreciados seguía siendo aproximadamente el mismo. De tal modo se proporcionó un gran impulso al cultivo del trigo, y se creó la demanda de mano de obra y capital para aumentar aun más la superficie sembrada con el mismo."14

Estos beneficios duraron unos pocos años Luego el aumento del valor del peso, los crecientes costos de la mano de obra, de la tierra y de los implementos, y la caída de los precios del trigo anularon el estímulo artificial.

A mediados de la década del 90 se produjo un definido cambio  de la colonización y los pequeños agricultores propietarios a  las unidades mucho más amplias. Como liemos visto, el principio  de la colonización nunca llegó a establecerse en la Buenos Aires pastoril, y los intereses ganaderos aceptaron al agricultor como un servidor, sólo con vistas a la apertura de nuevas tierras y la plantación de nuevas praderas. Pero entonces la depresión y la crisis golpearon a la propia Santa Fe, el corazón de las colonias. El precio mundial del trigo, que venía declinando durante la última década, cayó con particular brusquedad en 1894, en parte como reacción al surgimiento de la Argentina como exportador importante. El precio de la tierra, aún cotizado en papel moneda, comenzó a ascender, lo mismo que el rubro de gastos más importante del agricultor: el costo de la mano de obra para la cosecha. Atrapado entre los costos en alza y los precios en baja, la única solución evidente consistía en producir más por menos, pero Santa Fe era precisamente la zona menos capaz de hacer frente a semejante desafío, Las tierras de los colonos habían sido explotadas con el mínimo absoluto de técnica o conocimientos agrícolas. El suelo, si bien no totalmente agotado, no podía competir con las tierras vírgenes ofrecidas por la zona pastoril. Por último, la naturaleza agregó el coup de grâce. Las langostas y las heladas durante la temporada de crecimiento, y las fuertes lluvias en el momento de las cosechas, cayeron sobre Santa Fe y Entre Ríos en 1895, 1896 y 1897. En 1895 la cosecha descendió a 700.000 toneladas en Santa Fe, en comparación con 1.200.000 toneladas del año anterior, y en Entre Ríos, de 330.000 a 170.000. Al año siguiente, con una muy leve reducción en la superficie sembrada, los resultados fueron aún menores: de 500.000 toneladas en Santa Fe y de 100.000 en Entre Ríos Y en 3897, con una considerable reducción del 20 % en la siembra, a consecuencia de los dos fracasos anteriores, la cosecha fue de sólo 300.000 toneladas en Santa Fe y de 30.000 en Entre Ríos.

En tales condiciones, el sistema de colonización no podía ampliarse ni sobrevivir. El método por medio del cual el colono obtenía la posesión de sus tierras era, en lo fundamental, el de amortización de una hipoteca. Muy pocos de los que no habían adquirido la propiedad para mediados de la década del 90 pudieron hacerlo en adelante. Durante los últimos ocho años del siglo el precio del trigo descendió en un 40 % El peso papel, que había declinado en su valor a 30 centavos oro a comienzos de la década del 90, se elevó entonces, y en 1899 se estabilizó en 44 centavos oro, anulando de tal modo las momentáneas ventajas de los costos de producción en papel y las ganancias en oro. Al mismo tiempo, la hipoteca o contrato de colonización, fijados mientras el papel moneda se depreciaba, se convirtieron en un costo enormemente pesado. La Review of The River Plate, la publicación comercial británica, resumía de la siguiente manera los resultados:

"No se dispone de estadísticas al respecto, pero no cabe duda de que en los malos años posteriores a 1894 gran parte de la tierra de que eran dueños pequeños propietarios, pasó, a manos de acreedores hipotecarios 0 de acreedores que poseían algún tipo de embargo sobre el producto, y fue cultivada en primer Jugar para ellos, y sólo secundariamente para beneficio de los ocupantes El agricultor, en rigor, se encontraba en la misma posición que muchas compañías con fuertes deudas en debentures, cuyo interés es apenas cubierto por las ganancias. La superficie cultivada, en verdad, fue en aumento pero las condiciones en que se realizaban los cultivos habían empeorado. El cultivador apenas podía ganarse el sustento: el acreedor se veía obligado a garantizárselo; por lo tanto, trabajaba sin el estímulo de la esperanza, y, en general, trabajaba mal."15

La primera estadística sobre posesión de la tierra se obtuvo en 1899-1900. En esa época Santa Fe, con 11.500 chacras con cultivo de trigo, y Buenos Aires con 8.000, sólo registraban el 39 % de las mismas como de propiedad del cultivador.16 El resto era sembrado por aparceros o arrendatarios.

Y no sólo iba en mime la agricultura de arrendatarios, sino que el centro de la producción triguera se desplazaba hacia el sur (Cuadros 5 y 6). La superficie sembrada con trigo en Buenos Aires aumentó rápidamente durante la década del 90. De 320.000 hectáreas en 1891, la superficie aumentó a 400.000 en 1895 y a 800.000 en 1900; y en 1901 la cosecha superó por primera vez la de Santa Fe. El trigo brotaba en centenares de campos, a lo largo de la extensión del Ferrocarril Sur a Bahía Blanca. Instalaciones improvisadas, levantadas apresuradamente en ese puerto meridional, comenzaron a manipular el aflujo de cereales: 2.000 toneladas en 1891, 60.000 en 1895, 270.000 en 1900. El Ferrocarril Noroeste de Bahía Blanca y el Oeste de Buenos Aires planearon una conexión en Toay (en el territorio de La Pampa), y los optimistas proclamaron confiadamente que Bahía Blanca sería el futuro emporio cerealero de América del Sur.17

La década siguiente presenció la culminación de las tendencias iniciadas en las del 80 y 90. El trigo, durante un tiempo, se convirtió en la principal exportación de la Argentina, y ésta fue la tercera exportadora mundial. El cereal, que había contribuido con el 0,37, del valor de las exportaciones en 1878, en la primera década del siglo XX representaba el 25 % de las exportaciones (el Cuadro 7 muestra el porcentaje de trigo respecto de las exportaciones totales). La superficie de cultivo de trigo se había elevado de 1.100.000 a 3.200.000 hectáreas en la década del 90, a 4.800.000 hacía 1905 y a 6.000.000, es decir, un tercio de toda la tierra cultivada, hacia 1910 (Cuadro 5). La producción fluctuaba entre 3.000.000 y 4.000.000 de toneladas anuales, y en años excepcionales, como el de 1908, se elevó a 5.000.000 (Cuadro 6). Más de la mitad de cada cosecha entraba en el comercio de exportación.

Más significativa aún fue la redistribución de la zona triguera (Cuadros 5 y 6). Aunque Santa Fe reconstruyó su superficie sembrada después de les desastres de mediados de la década del 90, en 1910 no cultivaba más trigo que en 1895. Éste se había desplazado hacia las tierras vírgenes, en tanto que otros cereales y el tambo ocupaban un porcentaje cada vez mayor de la superficie de las colonias. La zona de cultivo de trigo de Entre Ríos jamás se recuperó se mantuvo cerca de las 300.000 hectáreas. Por otra parte, Buenos Aires pasó la marca de 1.000.000 de hectáreas en 1902, y en 1910 se estabilizó en 2.400.000, es decir, más del doble de la superficie de Santa Fe. Córdoba, frontera occidental de ésta, aumentó su superficie de 300.000 hectáreas en 1895 a 2.000.000 en 1910. El territorio de La Pampa, frontera occidental de Buenos Aires, superó las 300,000 hectáreas de Entre Ríos en 1910, y cinco años más tarde llegaba a la marca del millón.

La relativa estabilidad de la producción argentina para la exportación reflejaba el hecho de que a fines de la primera década del siglo XX las cosechas estaban extendidas sobre una superficie mucho más amplia que la ocupada por las colonias de Santa Fe, norte de Buenos Aires y centro de Entre Ríos. La zona triguera abarcaba ahora un rectángulo de 950 kilómetros de norte a sur y 650 de este a oeste, y los cultivos principales se concentraban en un amplio arco de la pampa que se extendía desde Santa Fe hasta Bahía Blanca. Era muy escasa la posibilidad de que toda la región fuese víctima de un desastre total a consecuencia de la langosta, el granizo, la helada, la sequía, la lluvia excesiva 0 cualquier otro de los múltiples peligros que debía enfrentar el cultivador de trigo.

 Con esta expansión hacia el sur, la agricultura de arrendatarios se convirtió en la regla general a lo largo de toda la zona costera. Como se ha mencionado antes, en 1899-900 el 39 % de los agricultores de Buenos Aires y Santa Fe eran dueños de, sus tierras; en los seis años siguientes' la propiedad de, 26 % en Buenos Aires y al 37 % en Santa Fe. En 1910 estos porcentajes se mantenían firmes, aunque durante la década el número de chacras trigueras había aumentado de 11.500 a' 18.000 en Santa Fe, y de 8.000 a 27.000 en Buenos Aires.18

El constante aumento de los valores de la tierra y la continuada evolución de la industria pastoril fueron más importantes en lo referente a arraigar el sistema de agricultura de arrendatarios, y en lo relativo a llevar el trigo hacia el sur, que cualquier proporción de tierra excesivamente trabajada y de técnicas atrasadas existente en Santa Fe. El capital argentino,' reconocidamente hostil a volcarse en ferrocarriles, puertos, construcción o empresas industriales, se mantuvo concentrado en inversiones en tierras, conservadoras, seguras y muy provechosas. Los bienes raíces proporcionaban un ingreso anual del 10 al 15 % además de la fabulosa valorización del capital, que a veces representaba varios miles por ciento en pocas décadas. ¿Quién podía censurar a la Argentina por dejar en manos del capital extranjero una cantidad de empresas a menudo peligrosas, que no pagaban intereses y que prometían poca valorización? Esta misma concentración del capital fue la que en la década del 80 infló los valores de la tierra en todo el litoral, e hizo que los precios de la misma en la Buenos Aires pastoril resultasen cuatro veces más elevados que los de la Santa Fe agrícola. A comienzos del siglo XX el aumento en los valores de la tierra (Cuadro 4) tendió a fragmentar alguna de las propiedades más amplias, que abarcaban centenares de kilómetros cuadrados en las más ricas zonas costeras. Estas subdivisiones pusieron la tierra en manos de inversores o especuladores, y no en las de los arrendatarios que las trabajaban. Las anteriores compañías colonizadoras murieron de muerte natural en determinado momento de la década del 90. La tierra era simplemente demasiado valiosa para venderla en condiciones, tales que el Pequeño agricultor pudiese abrigar la esperanza de amortizaría. Incluso la palabra "colono" perdió su significado original y se convirtió en, sinónimo de una categoría de agricultor arrendatario.19

Los valores de la tierra llegaron a su culminación en el período 1903 -1907. No faltaron observadores que advirtieron las señales de peligro. Estanislao Zeballos señalaba en 1903, en la Revista de Derecho, Historia y Letras, la poco saludable elevación de los precios de las tierras urbanas y rurales, y anunciaba que semejantes aumentos desproporcionados en relación con la capacidad productiva- habían sido la causa de serias depresiones en Estados Unidos, en 1873 y 1893.20 Anales de la Sociedad Rural advertía, en 1906, que los precios de la tierra habían llegado a un punto crítico y que cualquier desastre natural que acercarse a las cosechas provocaría tina catástrofe.21 Las advertencias vinculadas con semejante colapso salpicaron los periódicos a comienzos de 1907, y un estudio del Ministerio de Agricultura documentó la declinación en materia de ventas totales, en comparación con las de 1903. Se produjo entonces cierto reajuste de los valores de las tierras, pero no hubo un derrumbe general; simplemente, el auge económico había llegado a su fin.

Pero la nación recibió una desdichada herencia De 1881 a 1911 los valores de la tierra habían aumentado en un promedio del 218 % en las provincias cerealeras.22 Estos valores crearon un serio problema el de los excesivos precios de la tierra en forma de arriendos o de participaciones en las cosechas, en un esfuerzo por justificar los repentinos aumentos de los precios. Ya en 1902 se había previsto el resultado.

"De eso tiene la culpa el dueño de las grandes extensiones colonizadas, éste se ha embriagado por la valorización rápida de la tierra; ha creído que si en menos de diez años la legua de un valor de 10.000 pesos moneda nacional había logrado alcanzar el precio un tanto exagerado de 100.000 pesos moneda nacional, no había razón para que los arrendamientos no aumentaran anualmente en la misma proporción. En esta creencia no ha querido arrendar con contratos largos, siempre con la idea de aumentar el arrendamiento a cada contrato nuevo; de modo que, a medida que bajaba el rinde, que se agotaba la tierra de las materias orgánicas que constituyen su fertilidad, aumentaba paulatinamente el arrendamiento, que pasaba en menos de 6 años, del 12 por ciento del producto, al 18, 20, 22 y también al 25 por ciento."23

En efecto, el porcentaje de la cosecha entregado a los terratenientes por los aparceros que utilizaban sus propios implementos se elevó, de un promedio de 10 al 12 % a comienzos de la década del 90, al 20 o 30 % veinte años más tarde.24 Herbert Gibson, un inglés de prolongada experiencia en las industrias pastoril y agrícola argentinas, concluye, con frases ponderadas:

Las perspectivas de ganancias inmensamente mayores que debían obtenerse del cultivo del suelo, a cambio de la industria pastoril más primitiva de tina etapa anterior, produjo en todos los sectores tina actividad ficticia e inestable. La inmigración afluyó para colaborar en tina empresa agrícola que no resultaría provechosa; y cuando la prueba se hizo más evidente, buena parte de la inmigración comenzó a volver a su puntos de partida. La tierra, que bajo la nueva égida se calculó que proporcionaría ingresos superiores, fue revaluada sobre la nueva base, y vuelta a subdividir para ser vendida a valores mayores aún al agricultor, quien debía comprarla con los ingresos de los ahorros provenientes de tina ocupación que no había dado aún ganancias que justificasen el cálculo de su valorización anterior.25

En la década del 80 y del 90 las industrias pastoriles ya habían dejado establecida con claridad su necesidad de la agricultura de arrendatarios. En 1900 dos acontecimientos drásticos acentuaron esta orientación. Después de un brote de aftosa en la Argentina, Inglaterra cerró sus puertos a nuevos envíos de animales vivos. De la noche a la marcaría el frigorífico se convirtió en el principal comprador y canal de salida del ganado argentino. Las estadísticas muestran la amplitud del cambio. La carne salada, que representaba el 48 % de todas las exportaciones de carne en 1887, descendió al 22 % una década más tarde, y al 4 % en 1907. Las exportaciones de ganado vivo se elevaron del 28 %, en 1887 al 43 % en 1897, para volver a descender al 8 % en 1907. Entre tanto, en el término de una década la carne congelada aumentó, de apenas 0,2 % en 1897, al 51 % de todas las exportaciones de carne.26 También en 1900 la cría de ovejas recibió un golpe demoledor, Una seria depresión en el mercado lanero de Francia y Bélgica coincidió con amplias inundaciones en el sur de Buenos Aires y con la muerte de 14.000.000 de cabezas de ganado ovino. En tales condiciones, la agricultura de arrendatarios solucionó muchos de los problemas del propietario de la tierra. Para el criador de ovejas, que tenía que hacer frente a rebaños diezmados y a un mercado lanero deprimido, la agricultura de arrendatarios constituía un provechoso uso alternativo de su tierra. El ganadero necesita como nunca, alfalfares, ahora que los frigoríficos pagaban precios tan estimulantes por el ganado mejorado, engordado. Al hombre con tierras ociosas, la agricultura de arrendatarios le prometía ingresos que podía percibir mientras el valor de su tierra continuara elevándose.

Para los inmigrantes atraídos a la Argentina por la esperanza de un futuro agrícola, las realidades del escenario resultaron a mentido decepcionantes. Los extranjeros acudían a la Argentina especialmente atraídos por los períodos de auge económico de 1882-1889 y 1904 -1912. Como gran parte de la prosperidad de estos períodos estaba vinculada con las industrias pastoril y agrícola, era necesaria una fuerza de trabajo rural. De tal manera, muchos de estos inmigrantes trabajaron la tierra durante varios años Pero con excepción de los de Santa Fe, muy pocos colonizaron realmente la tierra. Los pobrísimos recién llegados podían amortizar u obtener con su trabajo la maquinaria y los equipos necesarios para cultivar 30 ó 200 hectáreas, pero la economía de los valores territoriales en aumento y de una sociedad de tradiciones pastoriles y de clase les negaba la propiedad de esa tierra.

El resultado fue una pampa sin colonos, una frontera poblada de inmigrantes Una clase totalmente migratoria que aumentó en forma notable después de 1890 fue la llamada de los golondrinas. Se trataba de trabajadores europeos, principalmente españoles e italianos, que hacían el largo cruce del Atlántico en Octubre o Noviembre de cada año para obtener elevados jornales como trabajadores en las cosechas. En dos semanas cubrían el costo del viaje de ida y vuelta en los atestados y sucios barcos. Todo lo demás que ganaban en los tres o cuatro meses de trabajo en la cosecha de trigo y maíz se lo llevaban consigo a Europa, al regreso. Casi igualmente migratorios, en un sentido social, fueron los caballos de tiro de la grandeza agrícola de la Argentina: los aparceros y los arrendatarios. Éstos fueron los trabajadores agrícolas y pequeños capitalistas que cultivaron las importantes cosechas de la Argentina, que sembraron las pasturas de alfalfa, que conquistaron económicamente la pampa, pero que en realidad dejaron esas llanuras tan desiertas como en la década del 50. Tras de sí no dejaron casas, ni escuelas, ni iglesias, ni caminos, ni pueblos. Los ferrocarriles atravesaban esas extensiones, el jefe de la estación y el dueño del almacén creaban una semblanza de lugar poblado, pero el terrateniente podía volver a destinar la tierra a la cría de vacunos, a la de ovinos, o dejarla erial con tanta facilidad como la había destinado a la producción de trigo.

El inmigrante sembraba trigo y cultivaba alfalfa para el' ganado de raza. Pero por cada recién  llegado que roturaba la tierra, otros diez se ganaban la vida en actividades urbanas, estimulados por los ingresos de los productos rurales. Por cierto los prudentes y los afortunados los que hablan ahorrado algunos fondos con sus trabajos agrícolas- regresaban muy pronto a la ciudad, donde el progreso social y económico era infinitamente más fácil que en el campo. Era preciso satisfacer las necesidades de una creciente población urbana. El trigo, la lana y las carnes de ovino y vacuno debían ser elaborados; Había que construir ferrocarriles, ejecutar obras públicas, levantar casas, trazar calles. En esas actividades se encontraban las verdaderas oportunidades para los inmigrantes, y no en las tareas rurales, donde sólo se los toleraba como a trabajadores temporarios. Ello no obstante, la grandeza económica de la Argentina fue creada por los que roturaron la tierra. Las exportaciones, casi totalmente compuestas de productos agrícolas y ganaderos, aumentaron de 30.000 pesos oro en 1870 a 399.000 en 1910. Y en esta última década, una cuarta parte de las nuevas riquezas fueron producto de la obra de los agricultores trigueros. ¿Quiénes eran éstos? ¿Qué clase de vida hacían? ¿En qué forma se convirtieron en parte de la nueva Argentina? Las respuestas se encontrarán en la esencia de la vida cotidiana del agricultor triguero.

 

 

 

Capítulo IV

La Vida del Chacarero

 

El agricultor, como hemos, Visto, fue primero colono, y luego, a medida que concluía el siglo XIX, cada vez más un chacarero arrendatario. La distinción entre la clase del pequeño agricultor independiente y el chacarero arrendatario era importante para el futuro agrícola y social de la Argentina. Pero en términos de origen y modo de vida, el colono, el arrendatario y en ocasiones el trabajador migratorio eran una y la misma persona,             Compartían ciertas características fundamentales. Si bien había núcleos de personas de todas las naciones de Europa, predominaban los italianos de los distritos agrícolas septentrionales de Lombardía y Piamonte. Sus lugares natales superpoblados proporcionaban muy pocas oportunidades de progreso. Eran pobres, pero por regla general no se encontraban en estado de inanición o de miseria abyecta, Habían cruzado el Atlántico, en parte movidos por un impulso y en parte por una atracción: la imposibilidad de un progreso en el suelo natal, la esperanza de acumular algún pequeño capital en América y regresar a Italia, España o Francia para gozarlo. En su patria eran jóvenes que vivían en las ciudades. Pero la mayoría de ellos tenían ciertos vínculos con la tierra en Europa, ya sea como granjeros o como peones rurales. Conocían la agricultura, pero la conocían sólo en parcelas minúsculas en tierras que habían sido labradas durante centenares de años. La aparcería y los elevados arriendos formaban parte de su vida. Eran conservadores y analfabetos. Ni las nuevas, técnicas ni la agricultura científica les producían impresión alguna. Sumamente materialistas en lo referente a acumular sus ganancias les importaba muy poco, al mismo tiempo la comodidad material. Ambiciosos en el sentido de que deseaban, acumular un pequeño capital, tenían sin muy pocas aspiraciones, aparte de la que se los dejase en paz. Eran trabajadores infatigables, pero carecían  de previsión y de la capacidad para organizar y diversificar sus labores rurales. Cuando no se presentaba un trabajo urgente, el único descanso era la ociosidad total. Eran gente fatalista y humilde, respetuosa y temerosa de la autoridad, de los poderosos, de los adinerados, de los educados.

Los suizos comenzaron la colonización rural de la Argentina. La mayor parte de los que llegaron a estas tierras antes de 1870 se convirtieron en chacareros, y la mayoría de los colonos de esa época eran suizos; 5.900 de un total de 10.000 inmigrantes suizos se habían asentado en colonias agrícolas. La comparación con otras nacionalidades resulta instructiva. Antes de 1870 los italianos, con 120.000 inmigrantes, proporcionaron 4.200 para el campo; los franceses tenían 1.900 granjeros de entre 44.000 inmigrantes; los alemanes 1.500 sobre 6.000; los ingleses, 500 sobre 15.000; los españoles sólo 200 sobre 49.000.1 Pero el predominio en materia de roano de obra agrícola pasó muy pronto a manos de Italia. Tortugas, la cuarta colonia establecida por la Compañía Central Argentina de Tierras en 1871, puede ser considerada corno una anticipación del valor y predominio del agricultor del norte de Italia en las regiones trigueras de Santa Fe, y más tarde de Córdoba, Buenos Aires y La Pampa. A diferencia de las tres primeras colonias de la Compañía Central Argentina de Tierras, que fueron colonizadas por familias suizas y francesas, Tortugas era principalmente piamontesa y lombarda.

Por desgracia no existen estadísticas comparativas para indicar con exactitud cuántos italianos eran agricultores citando salieron de su país, y cuántos se convirtieron en tales al llegar a la Argentina. Informar a las autoridades portuarias -ya sea en Italia o en la Argentina- que uno era agricultor y serlo en la realidad eran cosas muy distintas, y por cierto que la afirmación no constituía una seguridad de que el individuo cumplirla con lo que se esperaba de él en una nueva tierra. Antes de 1900, el aflujo de italianos a la Argentina sufrió un fuerte vuelco en favor de Italia septentrional, pues el 55 e/,, provenía de Lombardía, Piamonte, Venecia, Liguria y Emilia. Después de 1900, el equilibrio fue modificado por inmigrantes del deprimido sur de Italia, pero, como se hizo notar antes, en comparación con la emigración a otros países, como por ejemplo Estados Unidos, todavía seguía llegando a la Argentina desde el norte una proporción mucho mayor: 33 por ciento.2 Podemos conjeturar, en vista de sus orígenes rurales en la Italia del norte, que una mayoría de los inmigrantes masculinos capaces de trabajar tenían antecedentes agrícolas. Pero muy pocos, en términos relativos, continuaron trabajando como agricultores en la Argentina. Quizá la cifra que se ha dado anteriormente para la inmigración italiana de antes de 1870 -4 % como colonos agrícolas- resulte muy baja para las décadas siguientes. Pero en vista de las tentadoras alternativas que existían en las florecientes ciudades costeras, puede llegarse a la conclusión de que los que en realidad se asentaban en la tierra deben de haber tenido muy fuertes deseos de continuar como agricultores. Semejante conclusión tiene importancia cuando examinamos cómo se sembraba el trigo. Encontramos agricultores mediocres, pero no porque -se hubiesen criado en la ciudad. Lo que contribuía a los malos métodos de siembra era, más bien, su analfabetismo y conservadorismo, y las condiciones ecológicas radicalmente diferentes.

La mayoría de los inmigrantes, en rigor todos los que aquí nos ocupan, viajaban en tercera clase o como pasajeros de proa. Esto significaba un incómodo y molesto viaje de dos a cuatro semanas, entre puentes, sin baños con instalaciones sanitarias inadecuadas, comida mala, monotonía y mareos. Pero era barato. La Argentina está a una distancia dos veces mayor que Estados Unidos de los puertos europeos, pero en la década de 1890 el golondrina  podía pagar su viaje de ida y de vuelta con dos semanas de trabajo en la Argentina.

Buenos Aires era el puerto sobre el cual se volcaba esa masa humana. En la época en que los colonos contratados eran traídos de Europa, los barcos fluviales y los traqueteantes carros trasportaban inmediatamente a los colonos hasta algún remoto sector de la pampa. Este tipo de inmigración, sin embargo, era de breve duración, y poco tiempo después los capitanes de barco no hacían más que descargar su cargamento humano -inmigrantes que ya habían pagado su passaje- en la costa. Como los detalles de la política gubernamental de inmigración serán analizados en un capítulo posterior, baste decir aquí que hasta 1900 los métodos de recepción de este aflujo de europeos fueron sumamente rudimentarios. Aunque existían comisiones de inmigración, e inclusive un hotel de inmigrantes, en general los recién llegados se superponían simplemente a sus conciudadanos en los barrios bajos de la ciudad. La era de los conventillos  data de las décadas del 80 y el 90. El hambre, la suciedad y la pobreza no eran cosa nueva para estos inmigrantes, y en los atestados barrios bajos encontraban jovialidad, personas que hablaban su dialecto o idioma, inclusive antiguos conocidos y amigos. Y por lo menos en épocas de auge económico no faltaban ocupaciones en la ciudad en rápido crecimiento. Los inmigrantes, fuese cual fuere su origen, aparecían como ladrilleros, cargadores, estibadores, albañiles, criadas, cocineros, dependientes de tiendas de comestibles carreros, vendedores ambulantes y mendigos. No es de extrañar que de los que llegaban, sólo los trabajadores rurales migratorios y los que tenían contratos o decisión pasasen a través de Buenos Aires para dirigirse a la aterradora y desierta pampa.

A los que deseaban asentarse en la tierra se les ofrecían varias alternativas económicas. La primera, cronológicamente, va que no en importancia decisiva en cuanto al cultivo del trigo: era la posibilidad de convertirse en colono. Hemos echado ya una ojeada al desarrollo de la colonización oficial, ferroviaria y privada. Una compañía, ocasionaImente provincial o municipal, pero casi siempre privada, ofrecía tierra al agricultor. Al principio se trataba de una unidad de 30 hectáreas pero a medida que la plantación de trigo se hacía más y más extensiva, las unidades aumentaron en dimensiones hasta llegar a 100 y eventualmente a 200 hectáreas. El objetivo final de la compañía consistía en vender sus subdivisiones al colono; el de éste, en ser propietario de su tierra El procedimiento más común, por lo menos después de las primeras empresas colonizadoras, fije la venta directa de propiedad en créditos pagaderos en efectivo. De acuerdo con esta disposición, el colono proporcionaba sus propios implementos agrícolas y semillas aceptaba todos los riesgos, y si tenía suerte pagaba gradualmente su hipoteca. De vez en cuando las compañías efectuaban anticipos de maquinarias, semilla y alimentos a los colonos, y aceptaban en pago determinados porcentajes de las cosechas, pero estas condiciones representaban riesgos indeseables para ellas. El título de propiedad de la tierra no era entregado al colono hasta que había completado sus pagos y cancelado todas sus deudas con la compañía.

Alguna de las primeras colonias lograron una especie de unidad lingüística o étnica, y por lo general las compañías trataban de llenar consecutivamente las subdivisiones a fin de mantener la contigüidad entre los poblados. Las dimensiones de una colonia iban de las 20 a las 200 familias, y en algunos casos, como en la provincia de Santa Fe, las colonias se convirtieron en la base de ciudades como Esperanza o Casilda. A menudo la compañía proporcionaba tiendas de ramos generales y alquilaba trilladoras. También se agregaba una escuela y una iglesia, pero los colonos pagaban los costos de construcción y mantenimiento de las mismas. La estructura de la colonia habría podido orientarse hacia la comunidad. Pero como la vasta mayoría de las colonias eran empresas comerciales, se prestaba muy poco estímulo a los proyectos que no prometiesen beneficios financieros inmediatos. Inclusive se omitió en gran medida la creación de chacras modelo o experimentales para enseñar nuevas técnicas. A menos que el director tuviese un interés personal por sus colonos, o que existiesen fuertes vínculos étnicos o religiosos que uniesen a la comunidad, la colonia tendía a ser muy poco más que algunas granjas individuales dispersas a lo largo de varios kilómetros cuadrados de pampa.

El arrendatario no poseía ni siquiera este vago sentimiento de comunidad, esa ubicación estable o la posible esperanza de llegar a ser propietario de su tierra. Su vida, sin embargo, no era muy distinta de la del colono. Los terratenientes buscaban ansiosamente fuerza de trabajo, en especial después de 1890. Si sólo podía ofrecer dos fuertes brazos y el trabajo de su esposa e hijos, el arrendatario se iniciaba como mediero  un aparcero que recibía implementos y semillas del dueño de la tierra, y le entregaba en pago la mitad de su cosecha. Se encontraba en el nivel inferior de la clase de los arrendatarios. Su contrato con el terrateniente limitaba el cultivo de determinado terreno a tino o dos años; luego pasaba a otra ubicación. Pero su ventaja consistía en que tenía poco que perder. No poseía capitales ni herramientas. Si la cosecha era mala, no debía pagar arriendo, ni hipotecas. El terrateniente se hacía cargo de la parte más importante del riesgo, y el mediero  sólo proporcionaba la mano de obra. Si las cosechas eran buenas durante varios años sucesivos podía elevarse a la categoría de arrendatario; o si era realmente prudente, regresaba a la ciudad con su pequeño capital acumulado Por ese motivo y a consecuencia de las incómodas inversiones o riesgos que asumía el terrateniente, el número de medieros 0 tendió a declinar a medida que se expandía el cultivo del trigo.

El arrendatario  era un capitalista rural. Su característica más típica consistía en que había efectuado inversiones personales en equipos, bueyes y caballos, además de sus fuertes espaldas. En ocasiones era un hombre de medios económicos considerables, que arrendaba grandes extensiones a un terrateniente y luego subarrendaba parcelas a otros arrendatarios  o medieros. Con frecuencia era una persona de posición más modesta, pero que poseía suficientes fondos corno para comprar una pequeña parcela. La esperanza de aumentar su capital por medio de la agricultura extensiva lo convertía en arrendatario  de 200 hectáreas antes que en dueño de 20.3 Pero más a menudo era un ex mediero, o inclusive un peón migratorio que había ahorrado lo suficiente como para comprar un arado, una rastra, una yunta de caballos y algunas bolsas de semilla. Para el terrateniente, este tipo de arrendatario era el más deseable, puesto que aceptaba todo el riesgo y la inversión. El dueño contribuía sólo con la utilización de su tierra, que probablemente no le pagaba arriendo hasta ese momento y que podía ser mejorada por el cultivo. Si se podía fijar un precio mínimo por hectárea, tanto mejor, pues entonces el dueño cobraba hubiese o no cosecha. Un procedimiento más habitual era el de entregar un porcentaje de la cosecha, que iba del 10 al 30 % según el valor de la tierra, la distancia hasta los medios de trasporte o la etapa particular de la historia del cultivo del trigo. Mediante un contrato, habitualmente verbal, una superficie de 80 a 200 hectáreas era entregada al arrendatario por un plazo de 3 a 6 años. Este último debía construir su casa y, si así lo deseaba, galpones para implementos, animales o cereales. Si no había una corriente de agua o un abrevadero cerca, debía cavar un pozo para su propio uso y el de sus animales. Pero cuando se iba no recibía compensación por las mejoras introducidas, puesto que, para el criador de ganado, una casa y un galpón eran obstáculos, antes que mejoras. El arrendatario tenía poco mando en la tierra que arrendaba. A veces el contrato le asignaba una pequeña parcela para pastura, pero resultaba apenas suficiente para los necesarios animales de trabajo. Se veía obligado a cultivar el resto, habitualmente con la cosecha que el terrateniente designaba. Si su patrono era un ganadero, era casi seguro que  tendría que sembrar la tierra con alfalfa después de su última cosecha. A medida que se difundía la agricultura de arrendatarios, las obligaciones se fueron haciendo más onerosas, como por ejemplo la de usar las trilladoras del dueño, comprarle las bolsas para los cereales, venderle las cosechas, o adquirir las provisiones en un almacén determinado.

Como puede verse, existía cierta similitud en los contratos que el colono y el arrendatario firmaban con la compañía y el terrateniente, respectivamente. Se pagaba un arriendo por la tierra, cosa que en un caso tenía, además, la ventaja de amortizar una hipoteca. Pero hasta que el colono obtenía el título de propiedad de la tierra, su situación se diferenciaba muy poco de la del arrendatario. Las malas cosechas podían arruinar al uno con tanta seguridad como al otro. El colono contaba con cierta garantía en su maquinaria, y en la parte del precio de compra que ya había amortizado; el arrendatario sólo poseía el equipo y sus animales. Pero en cualquiera de los dos casos la reserva no era muy grande. Con determinada orientación y, lo que es más importante, mediante la propiedad de la tierra, el colono habría podido ser llevado hacia una explotación mixta intensiva. Pero el arrendatario era impulsado, por la esperanza de ganancias inmediatas, al monocultivo extensivo que, si la naturaleza se mostraba bondadosa, habría de proporcionarle los mejores beneficios a corto plazo. Por desgracia, mientras el colono no era dueño de su tierra, las mismas esperanzas lo estimulaban a seguir la aventura del monocultivo.

La última alternativa económica abierta para el inmigrante agrícola fue la que eligieron millares de italianos y españoles: convertirse en peones rurales migratorios o golondrinas. Los objetivos del trabajador golondrina  eran distintos de los del colono con mentalidad de dueño o los del pequeño capitalista rural, el arrendatario. Había llegado para ganar jornales. Era soltero, o bien había dejado su familia en su lugar natal. Su empleador lo alimentaba. Dormía donde podía, en galpones o en los campos, cosa nada imposible durante los veranos argentinos. Sus únicos gastos, por lo tanto, eran los del viaje trasatlántico. Cuatro o cinco meses de trabajo en la cosecha de trigo y maíz podían rendirle de 40 a 50 libras esterlinas -cinco a diez veces más de lo que podía ganar en su país-, cosa que representaba una ganancia neta que podía llevar de vuelta consigo a  una  neta que  llevar  vuelta  a Italia o España en Mayo.4 Durante los años 1900-1910 entraron en la Argentina, anualmente, 100.000 de esos trabajadores, es decir, dos veces más que el promedio de la década anterior. En 1911 un censo italiano registraba 90.000 -inmigrantes a la Argentina, temporariamente ausentes del serio de su familia.5

Estos golondrinas  eran una parte necesaria de la economía cerealera en expansión de la Argentina. Empleados por colonos, arrendatarios y estancieros, constituyeron la mano de obra de que carecía la Argentina para recoger las cosechas récord de trigo. Su impacto social sobre el campo, sin embargo no puede ser comparado con el del colono o el arrendatario. Eran verdaderas golondrinas, hombres cuya importancia cultural resultaba apenas un poco mayor que la de la maquinaria usada para cosechar y trillar el cereal. Cuando se afincaban en la Argentina, como hicieron muchos; cuando se casaban o mandaban a buscar sus familias, dejaban de ser golondrinas.

El colono y el arrendatario fueron, por lo tanto, los principales elementos en la formación social de la zona triguera. Además de las motivaciones económicas, tenían ciertas semejanzas en materia de ambiente, psicología y modo de vida. El aislamiento era la característica predominante de la escena rural argentina. Esto resultaba natural en la sociedad pastoril,     en la cual el campo necesitaba de muy pocos seres humanos. Pero siguió rigiendo aun después que el cultivo de  cereales invadió la pampa. Los caminos no habían sido necesarios antes de la época del trigo; el ganado se trasladaba por sus propios        medios, o, como en el caso de las mercancías que iban a las    provincias interiores o venían de ellas, el acarreo se hacía por medio de carretas de bueyes. Para ello bastaban los simples senderos que atravesaban la pampa La construcción de  ferrocarriles en las décadas del 70 y el 80 salteó la etapa intermedia de construcción de carreteras. Las compañías británicas, que construían los ferrocarriles como inversiones, tenían garantizada una ganancia mínima sobre el capital, por el gobierno argentino, y el desarrollo agrícola aseguró dichas ganancias. En apariencia el aislamiento había sido quebrado. Las chacras y los puertos marítimos fueron unidos entre sí por los ferrocarriles, pero los, eslabones de enlace no vinculaban a las chacras entre sí, ni a éstas con las comunidades o poblados rurales. Los ferrocarriles eran simples tentáculos que se hundían en las zonas productoras de cereal, vacunos y ovinos, para recoger cargas y llevarlas a los puertos. Cumplían con las necesidades inmediatas de trasporte del campo, y al mismo tiempo impedían la construcción de carreteras. Los ferrocarriles no deseaban competencia, y durante varias décadas las únicas carreteras permitidas en la Argentina fueron las fangosas sendas que irradiaban de las estaciones ferroviarias.

El agricultor se encontraba sumergido en ese aislamiento. El sistema de trasporte llevaba sus productos al mercado, pero 110 hacía nada para reducir la distancia que existía entre él y sus semejantes. Los caminos siguieron siendo lo que habían sido durante tres siglos: polvorientas huellas someras o largos canales, según la estación. Sólo la carreta de bueyes, de altas ruedas, podía recorrerlos. El birlocho, el faetón, el sulky y el coche no cumplían papel alguno en la pampa. El gaucho y el indio se habían amoldado a sus caballos y superado las distancias. Pero el inmigrante agrícola jamás se convirtió en jinete; limitado al lento buey o a sus propios recursos, se resignó muy pronto al horizonte restringido de su granja o colonia.

El almacén de campaña -pulpería  en Buenos Aires almacén de ramos generales en Santa Fe- era la única institución social de la Argentina rural. Sus aspectos económicos serán estudiados en un capítulo posterior, pues sirvió de proveedor de mercancías, comprador de productos, banquero y único dispensador de créditos. En el aislamiento de un campo desolado, su papel de lugar de reunión y fuente de información y noticias era quizá tan vital como sus funciones económicas. En muchos sentidos ejercía la función de iglesia, escuela, club y plaza de los cuales carecía notoriamente la pampa.

El origen del almacén de campaña era colonial. Había surgido dentro de la economía pastoril. La pulpería  de Buenos Aires o de las provincias del noroeste era, en el sentido original del término, un bar, una tienda y un club social para los gauchos. Con el desarrollo de la agricultura, la estación del ferrocarril o la colonia se convirtieron en su emplazamiento preferido, y aumentaron sus intereses comerciales o mercantiles. En lugar de vasos de alcohol de caña puro, despachaba ahora vino tinto barato a los chacareros italianos, y más que la sal y las hojas secas de la yerba mate o, vendía carne, porotos y galletas. Allí, los domingos o en las temporadas de entre a cosecha, el agricultor podía  mitigar su soledad conocerlos precios del trigo y las nuevas respecto de las e intercambiar inmoles con vecinos a quienes jamás visitaba. Pero muchos chacareros no estaban cerca de un almacén de campaña, y aun cuando lo estuvieran, no siempre llenaba éste sus necesidades sociales.  Las iglesias, las escuelas y los clubes no penetraron en la Argentina rural y por el sencillo motivo de que la colonización era dispersa -Y a menudo temporaria Las colonias de judíos rusos en Entre y Santa Fé y, en menor grado, algunas de las más viejas colonias suizas de esta provincia, poseían una fuerte unidad religiosa y cultural. Pero se trataba de raras excepciones Los de la Argentina, tanto los colonos como los arrendatarios, no vivían por regla general en poblados, ni iban todos los días a cultivar los campos circundantes a consecuencia de la agricultura extensiva, con su roturación superficial de extensiones, las casas estaban dispersas y separadas unas de otras por considerables distancias. En la época en que 30 hectáreas constituían la unidad básica del cultivo de trigo, era preciso sin embargo recorrer grandes distancias a Pie o a caballo para llegar a la casa de un vecino; con 200 hectáreas, la distancia aumentó y la posibilidad de que las instituciones sociales llegasen a la chacra disminuyó en la misma proporción. Las bodas, los funerales y las fiestas religiosas especiales podían justificar el largo viaje al pueblo o la ciudad. Pero el sacerdote, cura o rabino, no podían atender a familias ampliamente dispersas, que carecían de los recursos o los intereses necesarios para constituir una congregación.

La educación tuvo que hacer frente a problemas igualmente insuperables. Los niños eran necesarios para el trabajo. Y aun en el caso de que se pudiese prescindir de ellos ¿cómo era posible construir escuelas que atendiesen a esa población dispersa? En cuanto se salía de Buenos Aires y las ciudades costeras, las instalaciones destinadas a la educación declinaban bruscamente en calidad y en número. Y en grandes extensiones de la zona triguera, simplemente no existían.

Los alemanes, los suizos y los italianos tenían sus clubes de canto, sus círculos de caza y sus sociedades de ayuda mutua. Pero se trataba de instituciones urbanas. Florecieron en los pueblos de la zona triguera, muchos de los cuales habían sido antiguas colonias, tales como Esperanza, San Carlos, Roldán y Carcarañá pero no en el campo El agricultor medio vivía de 10 a 25 kilómetros  de la estación de ferrocarril más cercana. En ocasiones se encontraba a 60 u 80 kilómetros del pueblo vecino. Las distancias y la falta de transporte hablaban por sí mismas El aislamiento tenía ahora un rostro distinto. En lugar de un horizonte quebrado sólo por los cardos o el solitario ombú, podían verse varios ranchos de chacareros, y quizá la finca de algún ganadero. Pero la ocupación de la pampa no había vinculado a sus habitantes entre sí.

Si la vivienda del agricultor parecía alejada del pueblo rural, es preciso recordar que el pueblo mismo estaba igualmente alejado, en un sentido cultural y social, de la metrópoli de Buenos Aires, los activos puertos de Rosario y Bahía Blanca, o la ciudad de Córdoba de estilo colonial. En 1914, aparte de los puertos y centros adyacentes al Gran Buenos Aires, la zona triguera sólo podía jactarse de ti-es ciudades clasificadas en la categoría de 20.000 a 30.000 habitantes: Chivilcoy, Junín y Pergamino, todas ellas en la provincia de Buenos Aires. Los núcleos más importantes de población en la provincia de Santa Fe, con excepción de Rosario y la ciudad de Santa Fe, eran Casilda, Cañada de Gómez y Rafaela, que tenían menos de 10.000 habitantes cada uno. El pueblo rural medio tenía una población de entre 2.000 y 6.000 habitantes, una calle principal sin pavimentar, una plaza desnuda, tinas pocas tiendas, algunas manzanas de casas de adobe, las más presuntuosas de las cuales estaban revocadas o encaladas en la parte exterior; de vez en citando, una iglesia, una escuela, algunos galpones y una estación ferroviaria. Si era la sede de una subdivisión política o partido  era probable que hubiese en la plaza una especie de edificio principal. Los habitantes eran gente de medios y cultura modestos. El cura, el jefe de policía o comisario, el juez de paz y el maestro de escuela representaban la aristocracia y la autoridad del pueblo, No había médicos; el boticario atendía las enfermedades graves. En esos pueblos no residían ganaderos, ni abogados, ni políticos, ni banqueros. En una palabra, el pueblo corriente tenía pocos elementos que lo hiciesen recomendable. Después de una visita a Rafaela en 1891, un observador comprensivo y generalmente benévolo del escenario argentino escribía: "Lo único que puedo decir, sin embargo, es que, si algún hombre quiere saber qué significa sentir tendencia al suicidio, que pase una semana en un pueblo de campaña de la Argentina."6  En esencia, el pueblo era un pequeño núcleo destinado a atender las necesidades más elementales del campo y a apresurar el transporte de productos hacia la costa. Su papel económico estaba perfectamente caricaturizado por la panadería local: ubicado en el corazón de la zona triguera, el panadero recibía invariablemente harina de los molinos de Rosario o Buenos Aires.

No resulta sorprendente, pues, que el inmigrante reflexionase antes de aceptar un trabajo rural. La desolada campaña y la pobreza de los pueblos contrastaban notablemente con las oportunidades que existían en las ciudades de la Argentina. Aun sin tener en cuenta los obstáculos y dificultades a que hacía frente el agricultor triguero, estos inconvenientes eran suficientes para hacer que los ambiciosos regresasen deprisa a Buenos Aires o a los puertos costeros.

Para ver cómo vivía en realidad el agricultor triguero, debemos establecer un promedio, como liemos hecho ya con el sistema de trasporte y el pueblo. Dabase siempre el cuadro de las pulcras casas de ladrillos, los galpones, las vacas lecheras, las aves de corral, los canteros de flores, los pequeños huertos de durazneros y ciruelos, los variados cultivos de alguna colonia Suiza, que el propagandista se complacía en presentar ante los inmigrantes europeos. Por desdicha, estos cuadros eran la excepción. También será bueno recordar que las realidades que servían como cimientos de tales señuelos había¡¡ sido desarrolladas en tierras de poco valor, por personas que sin embargo tuvieron la oportunidad de arraigarse en esa tierra, y que sin duda alguna habían necesitado treinta años de duros esfuerzos para lograr una vida agrícola tan idílica

Si el aislamiento dominaba el campo argentino, la transitoriedad era la norma en la existencia del agricultor triguero. Modelaba su mente y, su modo de vida. El agricultor estaba ya predispuesto a considerar su ocupación como un intervalo durante el cual debla acumular reservas económicas que pudiesen ser gozadas en su país natal. Las dificultades, por lo menos después de 1895, en lo referente a obtener la propiedad de la tierra, y la demanda paralela de agricultores arrendatarios, estimularon ese sentimiento de inestabilidad. Por consiguiente, la idea del "hogar" tenía poco significado para el chacarero. Su cultura no asignaba valor alguno a las comodidades físicas, y su pobreza lo habla impermeabilizado a la incomodidad.

El "hogar" tenía para el colono o arrendatario muy pocos de los matices que poseía la palabra en su origen anglosajón. No era más que un refugio mísero y temporario, una protección contra los elementos. Muy raros eran los chacareros que antes de obtener la posesión definitiva de sus tierras, y a veces ni siquiera entonces, dedicaban algo más de unos pocos días a la construcción de su casa.

La estructura más común de las zonas cerealeras era el rancho de barro y paja. Se medía en la tierra un rectángulo, y el suelo era apisonado. En los cuatro extremos se hundían postes y se los aseguraba firmemente en la tierra. Con cuerdas o alambres, se amarraba a ellos varas de árboles jóvenes, para formar un esqueleto. Luego se agregaba un techo de paja. Cerca de allí se había cavado un pozo donde se mezclaba tierra, agua y estiércol. Entonces se tomaba manojos de paja, se los cubría con esta mezcla y se los entretejía con las varas del esqueleto para levantar las paredes. En torno de los bordes inferiores de estas paredes se apilaba tierra que más tarde se apisonaba. El rancho, ya terminado, tenía aproximadamente de 10 a 15 metros cuadrados de espacio habitable, una puerta cerrada por una piel de oveja o un trozo de arpillera, y quizás una o dos aberturas, o "ventanas "' en las paredes. En ocasiones el interior estaba dividido en dos habitaciones. Si la comida se cocinaba en el interior, había un agujero cerca de la cumbrera, bajo los aleros, para la salida del humo. Pero por lo general un alero, adosado a un costado del rancho, protegía un pequeño horno de adobe, así como el fogón para cocinar los alimentos.

Por supuesto, había variaciones en materia de estilo y presuntuosidad en este tipo de construcciones. Para ampliar su casa, el habitante no hacía más que extenderla a lo largo o agregar varias unidades en derredor de un patio. Las viviendas más importantes eran construidas con adobes secados al sol, hechos de barro y paja. Cosa curiosa, la casa de bloques de tierra vegetal Jamás tuvo aceptación' amplia en la pampa, aunque era bien conocida en la Patagonia y el noroeste. Cuando las autoridades nacionales comenzaron a distribuir chapas de cinc para utilizarlas en las campanas contra la langosta (que se analizan con cierto detalle en el capítulo VIII)  este material remplazó con frecuencia la paja en los techos. Pero el plano fundamental del rancho se mantuvo inmutable y sirvió de refugio a la gran mayoría de los agricultores trigueros de la Argentina.7

 El interior del hogar del agricultor era un reflejo más amplio aun de su vida inestable y de su falta de preocupación por las comodidades físicas. Los primeros viajero, que llegaron a la Argentina solían asombrarse ante el mobiliario de la vivienda del gaucho, limitado a unos pocos cráneos de vaca en el piso de tierra. Los muebles del chacarero no tan pintorescos, eran apenas más abundantes Es cierto que, como en la sociedad, gran parte de la vida se desarrollaba al aire libre o bajo el alero de la cocina, y, durante el verano la familia, comía, descansaba y dormía afuera. Unas pocas sillas o bancos hechos a mano servían de asientos y, por lo general la casa podía jactarse de poseer una mesa. Los lechos estaban compuestos de un montículo de cueros de oveja y ponchos apilados en un rincón, y a veces, corno artículo de lujo una cama para el chacarero y su esposa. A pesar del frío y la humedad del invierno, se desconocía la chimenea o la calefacción. El combustible -con frecuencia estiércol sólido secado al sol- era lo bastante caro como para que se lo usase sólo en la cocción de los alimentos La iluminación era casi igualmente tara. La luz diurna regía los horarios rurales las velas y el kerosene eran costosos, y pocos tenían los conocimientos necesarios para leer, o el deseo de hacerlo. También la vestimenta se limitaba a los artículos esenciales. Predominaban las telas de algodón baratas, a pesar de temperaturas invernales que con frecuencia eran inferiores a 07. Muchos adultos, así Como los niños se pasan descalzos todo el año. Las ropas domingueras se reservaban para 1as ocasiones especiales de una visita al pueblo. Los pantalones y las faldas las camisas y las blusas de todos los días eran usados hasta que quedaban hechos jirones, luego remendados y vueltos a  remendar. Resulta fácil suponer que el agricultor triguero y su familia hacían caso omiso de las costumbres o de las posibilidades de limpieza e higiene. Las instalaciones sanitarias eran desconocidas. Rodeado como estaba por la ancha extensión de la pampa habría resultado difícil explicar a un campesino italiano la necesidad de un excusado. El pudor o los principios sanitarios no eran cosa de su incumbencia. En su opinión, el baño resultaba igualmente innecesario. Ni su cultura ni su ambiente hacían que la limpieza personal resultase esencial. En contraste con el Brasil tropical del nordeste, donde las enfermedades habían aniquilado rápidamente a los poco cuidadosos colonos alemanes, la suciedad en la templada Argentina costera no acarreaba graves consecuencias.

Sus antecedentes culturales, su existencia inestable y su ignorancia despojaban a estos agricultores de las comodidades más elementales Nadie que hubiese visto a toda una familia italiana desde los más pequeños hasta los mayores, trabajando en la roturación, la siembra, la siega o la trilla, habría podido considerarlos perezosos. Todos los escritores que se refieren a la zona triguera han elogiado a los sobrios e industriosos piamonteses y lombardos, considerándolos los mejores trabajadores que la Argentina agrícola haya tenido jamás. Una jornada de dieciocho horas de labores agotadoras era común durante las temporadas de siembra y cosecha. Pero casi como una reacción, caían en un letargo total durante los otros siete meses del año. Es cierto que con frecuencia había muy pocas cosas que hacer, en especial cuando el contrato de un agricultor arrendatario imponía una sola cosecha, le impedía criar cerdos o vacas y lo obligaba a trasladarse a otra parcela al cabo de pocos años. Por cierto que el hecho de no poseer la tierra en propiedad desalentaba todo interés en plantar árboles a fin de proteger su rancho del calcinante sol del verano o proporcionarle fruta para su alimentación. Pero en torno de la casa las hortalizas, las gallinas y aun los humildes zapallos o calabazas eran igualmente raras. Las sequías, la langosta y el sistema de arrendamientos no habrían podido ser frenos suficientes si el deseo, la imaginación o los conocimientos hubiesen empujado al agricultor a mejorar ese aspecto de su vida y de su dicta cotidianas, Pero resultaba más sencillo basar su existencia en la dieta corriente de porotos y maíz con grasa. Aun ese alimento universal de la Argentina pastoril -la carne- aparecía en la mesa del agricultor triguero sólo en la época de la cosecha, a fin de proporcionarle fuerzas para las calurosas y polvorientas operaciones de la trilla. Y en esos casos se la compraba, ya trozada, en el carro o la tienda del carnicero Modesto en sus alimentos el chacarero era igualmente moderado en su bebida. El vino tinto era señal de un acontecimiento social determinado, un día festivo, una visita al pueblo, la llegada de un huésped distinguido. Como en el caso de la carne, las bebidas fuertes o el alcohol de caña hacían su aparición en la época de la cosecha, y servían más bien de estímulo que como motivo de sociabilidad.

Cosa sorprendente, algunas características de la existencia inestable, en especial las vinculadas con las comodidades, mostraron tendencia a persistir aun después que el colono obtenía los títulos de propiedad de su tierra, y por lo tanto hay motivos para creer que las preferencias culturales desempeñaron un claro papel en la aceptación de los ranchos y la falta de muebles. Pero se trataba de preferencias que los italianos, españoles y franceses no traían únicamente de su hogar natal. La inestabilidad se combinó en la Argentina con un abrumador impulso hacia el cultivo extensivo. Por consiguiente las comodidades, que de cualquier manera tenían poco valor, eran sacrificadas en aras del objetivo económico de sembrar superficies cada vez mayores para cada cosecha. Muchos de los que poseían capitales suficientes para comprar modestos lotes de tierra preferían correr el albur con las vastas extensiones que podían arrendar. Y no pocos de los propietarios continuaron viviendo en ranchos de barro y paja, con la sola compañía de los trigales.

La psicología de la agricultura extensiva es muy diferente de su economía, y estaba tan arraigada en la mente de los cultivadores, que merece ser examinada. Estudios realizados por el Ministerio de Agricultura y la Sociedad Rural indicaban que la única forma en que un pequeño agricultor podía lograr éxito en la Argentina consistía en la diversificación de sus sembrados. La chacra ideal era la de 65 hectáreas. Se recomendaba que el agricultor dedicase 60 de ellas a cinco usos distintos: pasturas, porotos, trébol, trigo y una mezcla de trébol y trigo, y que las rotase en distintas parcelas. Debía criar también algunos cerdos, 100 ovejas y 30 vacas lecheras. Una chacra de este tipo podía ser dirigida sin mano de obra contratada. En los años malos las pérdidas podían ser mantenidas en el mínimo, y en los años buenos no habría gastos de jornales que redujesen las ganancias.8 La diversificación distribuiría el trabajo a lo largo de los doce meses del ario, constituiría una protección contra las pérdidas totales de una cosecha y permitiría un uso más intensivo y científico del suelo.

Los agricultores argentinos no pudieron entender la mayor importancia de estas prácticas, y es preciso agregar que los intereses pastoriles y terratenientes asignaron muy poco valor a la agricultura intensiva. La Argentina tenía tierras en abundancia, y gran parte de ellas eran suelo virgen que necesitaba ser refinado por la roturación. Era inevitable que, en su esfuerzo por arrancar una fortuna a la naturaleza, los chacareros ocupasen demasiadas tierras. Si con 30 6 40 hectáreas se podía obtener, ganancias, el sembrador de trigo, con su lógica limitada, llegó a la conclusión de que con 100 ó 200 era posible triplicarlas o cuadruplicarlas. Combinó sus magras inversiones en equipos y maquinarias con su vitalidad mediterránea, y con el sudor de su frente trató de hacer productivas superficies ampliamente mayores. Pero la inversión de esfuerzos y capitales que habrían sido suficientes para encarar los riesgos de una granja de 30 hectáreas no podía hacer frente, como es evidente, a las pérdidas provocadas por el fracaso de una cosecha en 200 hectáreas sembradas. Estos males de la agricultura extensiva fueron acentuados por la negativa a diversificar los cultivos. En lugar de protegerse de una posible pérdida total distribuyendo el riesgo en varios cultivos e invirtiendo en ganado, el chacarero, con un tremendo impulso de trabajo, sembraba toda la superficie con un solo cultivo. Luego se retiraba a descansar, y dejaba que la naturaleza decidiese su destino. Con suma frecuencia, el juego se decidía en su contra. Si no caían sobre él los múltiples peligros de la naturaleza, un invierno demasiado suave, heladas imprevistas, sequías, langostas o lluvias durante la breve temporada de cosecha, y recogía una cosecha abundante, el mercado lo atrapaba con su garra impersonal y le recompensaba con precios bajos para el trigo, y costos de trasporte ferroviarios más elevados o aumentos en los precios de los implementos agrícolas. Para su limitado horizonte mental y psicológico, no quedaba otra solución que volver a iniciar el mismo ciclo al año siguiente y abrigar la esperanza de obtener, quién sabe cómo, una milagrosa ganancia.

Al mismo tiempo, la agricultura extensiva de monocultivo convenía a los intereses pastoriles y terratenientes. Hasta el propietario de tierras menos esclarecido se daba cuenta de que el escenario rural argentino estaba cambiando, y que la mano de obra inmigrante era esencial en ese cambio. Los campesinos europeos fueron aceptados como los toros de raza, las pasturas mejoradas y los alambrados, pero con la esperanza de que estos inmigrantes continuasen siendo trabajadores agrícolas, plantando alfalfa para el ganadero o proporcionando rentas al dueño de la tierra. Como la fuerza de trabajo seguía en comparación con las tierras de que se disponía, la  agricultura extensiva de monocultivo permitía cultivar la mayor superficie posible. Los contratos trataban de estimular este aspecto. El terrateniente decía con frecuencia al arrendatario qué debla cultivar. También le decía dónde debla comprar sus alimentos, dónde trillar su trigo y dónde venderlo. Como la cría de vacas, cerdos u ovejas reducía la superficie cultivada y distraía al arrendatario de su función principal, le estaba prohibida. Los árboles frutales, las casas permanentes y los huertos eran también con hostilidad, pues levantaban obstáculos en las futuras tierras de pastoreo. De tal manera, los intereses terratenientes conspiraron,  juntamente con las inclinaciones naturales del agricultor, para prolongar en la Argentina un sistema de agricultura extensiva.

En la zona del trigo el éxito era cosa relativa. A pesar de las penurias, los primeros que llegaban a cada nueva zona triguera, estuviese ella situada en Santa Fe, Córdoba, Buenos Aires o La Pampa, con frecuencia obtenían ganancias y en ocasiones se convertían en dueños de sus chacras. La región de las colonias de Santa Fe se convirtió en la única zona de la pampa con pequeñas chacras diversificadas. Los golondrinas  llevaban de regreso a su patria tina cantidad de acumulada en forma de jornales. Es probable que el agricultor arrendatario no sufriese condiciones de trabajo peores de las que habría debido soportar en Italia. España o Francia, y a menudo mejoraba considerablemente su posición financiera Algunos pocos, como Giuseppe Guazzone, que se convirtió en el más grande productor de trigo del mundo labraron su fortuna partiendo desde el escalón inferior, como chacareros. Pero la superficie triguera en expansión y la agricultura extensiva se oponían a la propiedad de chacras pequeñas al mejoramiento    de los caminos a las instituciones sociales rurales o a viviendas más cómodas. La superficie cultivada fue en aumento, pero los cultivadores no se arraigaban en la pampa. Por el contrario, la historia del éxito era relatada con frecuencia por los que abandonaban la tierra al cabo de unas pocas cosechas afortunadas e invertían sus ahorros en una tienda o en una fracción de terreno en algún pueblo o ciudad grandeza de la Argentina como productora de trigo no afortunados Como  afirmaba Bernard W. Snow, un estadígrafo y experto comercial de Estados Unidos que visitaba la Argentina poco después de comienzos de siglo: "Todo el secreto de la capacidad argentina para, producir cereales baratos reside en el bajo nivel de vida de quienes están vinculados a la agricultura".9 El hecho de que hubiese quienes aceptaban vivir en tales condiciones y, a pesar de ello, se considerasen afortunados,  permitió a la Argentina prosperar sobre la base de la producción de trigo, a pesar de técnicas atrasadas, un sistema de propiedad de la tierra deformado, la apatía gubernamental y la indiferencia del terrateniente.

 

 

 

 

 

 

 

 

Capítulo V

EL CULTIVO DEL TRIGO

EL trigo no es una planta difícil de cultivar. Crece en casi todos los climas y suelos del mundo, y requiere muy poca habilidad agrícola. Por cierto que fueron precisamente estas condiciones las que lo convirtieron en un cultivo enormemente popular en la Argentina y estimularon su cultivo extensivo después de 1890. El cereal estaba condenado a ser cultivado por chacareros que poco o nada conocían acerca de la agricultura científica, y que tenían muy pocos incentivos para mejorar sus métodos. Como se ha señalado, antes, todos los elementos impulsaban al agricultor a dedicarse a un solo cultivo en la mayor superficie de tierra que pudiese roturar y a confiar en que la naturaleza hiciese el resto. . . hasta que llegara el momento de la cosecha.

La agricultura se había mantenido como simple apéndice de la economía argentina durante tanto tiempo, que muy pocos se mostraron interesados en su situación, sus técnicas o su progreso. Anales de la Sociedad Rural comentaba sucintamente en 1905: "La agricultura -y casi parece mentira-, siendo el trabajo que más se ha hecho, es el que peor se hace en este país. Mientras el ganadero marchaba, el chacarero marcó el paso."1 Más de tres décadas antes, en un informe sobre una impresionante exposición de maquinaria agrícola realizada en Córdoba, La Nación afirmaba: "La agricultura es una industria desheredada. Un propietario gastaba 20.000 pesos en un camero padre; 200.000 en una majada fina, pero, tratándose de agricultura todo ha de esperarse de la bondad de Dios; y si las cosechas se pierden, no ha de ser porque faltaron máquinas; porque no hubo lonas ni galpones, y acaso ni carretas, sino porque las cosechas son inseguras."2 Detrás de semejante ignorancia o imprevisión existían  factores más fundamentales ya sugeridos en, los capítulos, precedentes. La  agricultura había penetrado en la Argentina por la puerta trasera Inclusive cuando demostró su y vitalidad económica, siguió siendo la servidora de los intereses pastoriles y terratenientes.

                   Las tierras, la mano de obra y el capital determinaron el método y, la extensión de la producción de trigo. La tierra ya ha sido presentada en el capítulo segundo: un suelo y un sustrato de gran profundidad compuestos de materias aluviales y loess, de arena y arcilla; una llanura sin árboles; un clima templado, lluvias suficientes para la agricultura en la porción         oriental de la pampa; intensos vientos ocasionales, tormentas y granizadas; y, a mediados de siglo, praderas desiertas, habitadas sólo por caballos, vacas, indios, gauchos y animales salvajes. No cabe duda de que esta tierra era fértil. El contraste con las parcelas minúsculas de Europa, a menudo rocosas, siempre intensivamente laboreadas, resultaba notable. Una de las primeras cartas enviadas a Suiza desde la colonia recientemente establecida en Esperanza expresaba su asombro: "Dos pies de tierra negra, luego 40 pies de arcilla, se topa luego arena viscosa, y entonces llega el agua que alimenta a los pozos que hemos cavado. No hay piedra ni nada semejante. Tampoco hay que destruir o nivelar nada. Todo es una bella pradera, donde sólo hay que arar; en fin, una vez que esta tierra esté cultivada, será un verdadero paraíso".3

La fertilidad de este suelo asombraba a los expertos En 1883 un agrónomo francés publicó una débil advertencia después de una visita a las colonias de Santa Fe, donde le sorprendió ver tierras que habían sido cultivadas continuamente desde 1858. Su experiencia en Francia le decía que aun las tierras nuevas necesitaban algún fertilizante en su segundo año. “A pesar  de los resultados sorprendentes que me ha sido dado observar, no puedo menos que expresar mis temores por el porvenir, capitalista que la tierra es un capitalista que por más rico que sea tiene que arruinarse, si siempre le sacan sin jamás devolverle nada. " 4

Se continuaba citando notables ejemplos como las tierras cercanas a Marcos Juárez, en Córdoba, o las de Sastre, en Santa Fe, que habían sido cultivadas durante veinte años y todavía producían mejores rendimiento que la tierra virgen. Pero a la postre se hizo evidente que inclusive los ricos dones de la pampa podían quedar agotados. Se advirtió que las tierras circundantes de Chivilcoy se hablan agotado en 1872, a tal punto, que el trigo apenas podía encontrarse a menos de 30 kilómetros de la ciudad. En Entre Ríos, en 1885, se reconoció que el rendimiento del suelo agotado había declinado a una tercera parte de lo que era treinta años antes. La crisis triguera de 1895-1897 en Santa Fe y Entre Ríos, y la competencia ofrecida por las tierras vírgenes en el sur de Buenos Aires y La Pampa, demostraron irrefutablemente los peligros del agotamiento del suelo. El clima era menos generoso que el suelo para con los agricultores de la Argentina. La cantidad de precipitaciones, como se ha señalado, variaba de año en año, y por cierto que la oportunidad de las lluvias era en todo sentido cosa de la casualidad. El viento y el granizo constituían peligros constantes. Si las heladas fatales eran raras (salvo en los límites occidentales y meridionales de la pampa húmeda), las fluctuaciones de temperatura durante la temporada de siembra afectaban vitalmente a las cosechas El colono o chacarero arrendatario araba y sembraba tanta tierra cuanta él y su familia podían abarcar durante los meses de mayo y Junio. Los cinco meses siguientes eran un tormento de esperanzas y frustraciones, pues no podían hacer otra cosa que observar cómo se desarrollaban o se arruinaban sus cultivos. Si el invierno era demasiado suave, las plantas crecían con demasiada rapidez y se "iban en vicio", calamidad que explicó en gran medida la pobre cosecha de 1914. Si la primavera era calurosa y seca, el trigo joven se marchitaba a medida que crecía. Si el tiempo se mantenía' demasiado húmedo, aparecían la roya y el tizón. Una vez que las espigas de trigo comenzaban a desarrollarse, los peligros parecían ir en aumento: los vientos podían volcar las plantas; las lluvias podían mermar las cosechas; la helada, el tizón, la roya, podían hacer que el grano careciese de valor; el granizo podía destrozar las espigas.

Después de 1900, cuando el cultivo de trigo había llegado a sus límites naturales en la pampa, y abarcaba un rectángulo de 1.000 kilómetros por 650, los caprichos del clima arruinaban muy pocas veces toda la cosecha. Pero si bien la destrucción de la de una chacra, o de una colonia, o de una provincia, no constituía una calamidad nacional, era, sin embargo, un desastre completo para los afectados. El agricultor corriente sólo podía esperar que una cosecha de cada tres le diese buenos resultados. Si tenla suerte, las otras cubrían los gastos; de lo contrario, le acarreaba serias pérdidas. La mutabilidad de las condiciones atmosféricas no puede ser captada en tablas de producción total de trigo o en registros climáticos Es posible entenderla mejor mediante la lectura de los periódicos, si se los estudia a lo largo de un período de varios años, durante la época en que maduraba la cosecha: de Septiembre a Diciembre. Los pronósticos de soberbias cosechas, las fluctuantes predicciones de los informantes regionales y la desesperación causada por las tormentas de granizo, las heladas y las fuertes lluvias hacen que el lector reconozca a la postre la naturaleza verdaderamente imprevisible del clima. Los siguientes datos resultan indicativos: Octubre de 1894, cálculos de cosechas radicalmente modificados; por efectos de la helada y la lluvia, la roya aparece en las espigas de trigo; Febrero de 1896, cálculos de cosechas pulverizadas por el granizo durante el período vegetativo y por las lluvias durante la trilla; Diciembre de 1896, graves tormentas que provocan grandes destrucciones a lo largo del litoral y virtualmente eliminan la cosecha de Entre Ríos; Septiembre de 1897, heladas imprevistas que reducen cálculos anteriormente optimistas sobre la cosecha de Córdoba y Santa Fe; Marzo de 1899, gravísimas inundaciones que destruyen en Santa Fe el trigo almacenado; Octubre de 1900, terribles inundaciones en Buenos Aires, que abarcan toda la parte sur de la provincia; Octubre de 1901, sequía y ola de calor que agostan la cosecha en el norte de Santa Fe, Córdoba y Entre Ríos; Julio de 1905, heladas que diezman el trigo joven; Octubre de 1908, intensas heladas y nieve en algunas partes de la zona triguera; Julio de 1909, sequía en Santa Fe y Buenos Aires; Diciembre de 1909, heladas en Buenos Aires, que arruinan el 10% de la cosecha; Junio de 1910, sequías tan serias, que a lo largo del litoral el suelo no podía ser roturado por los arados; Diciembre de 1910, hambre en La Pampa debido a la sequía; Diciembre de 1911, lluvias torrenciales que arruinan cultivos cerealeros listos para ser cosechados, etc. En 1908 un viajero que llegó a Bahía Blanca resumió lo que significan individualmente para el chacarero los desastres que caían sobre los trigales: "Mas tarde se nos muestra una extensión de tierra en la cual han caído hace poco tina o dos granizadas. El granizo ha trillado el trigo hasta dejar las espigas casi limpias. Hay una pérdida del 80 %, y el resto Do compensa la cosecha Fue sembrado por un hombre que murió cuando crecían las espigas. Su viuda y sus hijos tendrán que llorar ambas pérdidas... Oírnos hablar de un tenaz colono que se hizo sacar una fotografía el mes pasado para enviarla a Europa. Una semana más tarde se lo vio en andrajos, en la estación ferroviaria. Los fuertes vientos de Año Nuevo arruinaron su cosecha y lo convirtieron en una víctima. Sus máquinas y peones estaban a punto de salir para la cosecha cuando el viento del noreste cayo sobre él y le evitó el trabajo...

Me señalan en una de las estaciones a un ruidoso individuo que tiene en su interior varias copas de bebidas alcohólicas, por encima de su capacidad normal de asimilación. Hace tres semanas llegó para gozar del lujo de una afeitada y un corte de cabello antes de comenzar su cosecha. Tenía 50.000 pesos ahorrados, y sus hombres y máquinas estaban preparados para la cosecha. Mientras le cortaban el pelo y lo afeitaban, una alianza de viento y granizo cayó sobre su chacra y se llevó su cosecha. Desde entonces continúa ahogando sus penas".5

Pero las condiciones del suelo y el clima no eran desfavorables para el cultivo del trigo. La mayoría de los inconvenientes que se producían eran causados, por lo menos agravados, por la imprevisión o la ignorancia.

Un obstáculo más grave era la langosta. Mucho antes de que el trigo se hubiese convertido en una mercancía vital para la Argentina, esos invasores parduscos, de unos cinco centímetros de largo, descendían en enormes nubes que llenaban el cielo, desde sus misteriosas moradas invernales, ubicadas en algún lugar del interior del continente. En cualquier momento, de Agosto a Mayo, podían aparecer en una horda alada que destruía virtualmente todas las cosas verdes que encontraba a su paso. En cuanto caían sobre la tierra, había muy pocas defensas posibles contra ellos. Llegaban a acumularse en capas de hasta treinta centímetros de espesor sobre las vías del ferrocarril, demorando a los trenes durante horas enteras y obligando al continuo enarenamiento de las vías para que las locomotoras pudiesen avanzar. Durante la invasión particularmente grave de 1896 se podía leer la siguiente noticia: 

"El lunes por la tarde, 1º de Septiembre a las dos, la ciudad de Santa Fe quedó sumida en tina oscuridad casi total por tina inmensa nube de langostas que pasó sobre ella de este a oeste. La manga tardó en pasar una hora y cuarto, y millones de los insectos cayeron a las calles..."

Y un mes después:

"Con nuestros propios Ojos hemos visto, hace unas semanas los campos situados entre San Nicolás y Paradero, y entre Arrecifes y Pergamino, cubiertos de langostas en tal proporción, hasta a ambos lados del ferrocarril, a una distancia donde abarcaba la vista de 1.5 a 20 kilómetros, que no se podía distinguir otra cosa que una brillante asa parda de insectos móviles.6

Hasta los criadores de ganado odiaban a las langostas. Éstas desnudaban su monte  los árboles y jardines que rodeaban la sede de la estancia. Devoraban sus alfalfares. Sus cadáveres contaminaban las aguadas del ganado. Pero según el mes, su invasión a una chacra, podía significar un desastre, y no sólo un inconveniente. Para el agricultor triguero, la época crítica duraba hasta que los granos estaban totalmente formados y endurecidos, en Noviembre; para el agricultor maicero, la vulnerabilidad se prolongaba durante toda la cosecha, hasta Febrero o Marzo.

Más peligrosas, en especial para el maíz de desarrollo tardío, eran las langostas que nacían en la propia tierra, Las primeras nubes descendían a menudo nada más que para depositar huevos a pocos centímetros de la superficie del suelo. Era posible tomar algunas medidas al respecto, y al principio la débil mano del agricultor, y luego la del gobierno, entraron en acción. Controlar las voraces "saltonas", que se convertían en voladoras" en pocas semanas, era la única salvación para la cosecha. Los métodos variaban: los huevos podían ser desenterrados, exponiendo los desoves al sol: las langostas recién nacidas, en su primera semana de vida, podían ser atacadas con rodillos o bolsas mojadas, o rociadas con kerosene y agua; se podía hacer saltar las saltonas de las plantas, hacerlas entrar en enormes recipientes de madera y arrojarlas en los pozos que las aguardaban; las saltonas podían ser conducidas a pozos similares; o se las podía amontonar en caminos de tierra dura por los que luego se hacía pasar rebaños de ovejas. Pero tales métodos no lograban eliminar jamás los miles de millones de insectos, y más de una vez, después de haber destruido toneladas de huevos o de saltonas, se tenía la impresión de que era como tratar de vaciar el [río de la] Plata con una taza."7

La manga de 1896, que dejó desnudos los árboles de la Plaza de Mayo, en Buenos Aires, hizo finalmente que los legisladores nacionales adquiriesen alguna noción de los peligros que representaba la langosta, y poco a poco se fue ofreciendo ayuda oficial al agricultor. Estos' esfuerzos (que se analizan con más detalle en el capítulo VIII) culminaron con el establecimiento de la Comisión de Defensa Agrícola, poco después de comienzos del siglo. Pero los únicos disuasivos prácticos que surgieron fueron la compra de huevos de langosta y el uso de barreras de hierro galvanizado. El gobierno compraba sistemáticamente los huevos, con lo cual estimulaba a los granjeros y peones a buscarlos y destruirlos. Los campos amenazados fueron con frecuencia salvados por la instalación de barreras temporarias de cinc, para contener a las saltonas.

La mano de obra fue otra faceta importante en la producción de trigo, y en muchos sentidos la más importante, puesto que ponía en funciones al mismo tiempo la tierra y el capital. Como en el caso de la tierra, el problema de la mano de obra ya ha sido presentado: estaba compuesta principalmente por inmigrantes, en especial campesinos del norte de Italia, que servían a los intereses pastoriles de la Argentina, y por loa colonos o agricultores arrendatarios, sumergidos en el aislamiento y la inestabilidad de la vida en la pampa, y empujados a la agricultura extensiva.

Los agricultores de la Argentina habían crecido en Europa, donde la mano de obra era barata y abundante, y la tierra escasa. Estaban acostumbrados a la agricultura de arrendatarios o a propiedades privadas infinitesimalmente pequeñas. Allí las rastras y los arados eran primitivos, y apenas arañaban la superficie del suelo. Gran parte de la tierra era trabajada con azadones o azadas. El fertilizante artificial era virtualmente desconocido, y los únicos medios de rejuvenecer el suelo consistían en dejarlo en barbecho durante un año. Se practicaba la rotación, pero era orientada por la tradición antes que por principios científicos. Se dedicaban muy pocos esfuerzos a seleccionar buenas semillas. La cosecha se realizaba con frecuencia a mano, con hoces, y la trilla por medio de bueyes o mulas que pisoteaban el grano en el suelo de un granero. Se carecía por completo de nociones de teneduría de libros o de contabilidad.8 Durante esos años, a fines del siglo XIX, muy pocos conocimientos científicos sobre la condición del suelo, sobre las técnicas y los principios de la agricultura llegaron hasta los campesinos de Italia y Francia. Sin embargo, en sus hogares natales estos agricultores poseían un considerable acopio de conocimientos agrícolas prácticos, nacidos de siglos de experiencia con el suelo, el clima y las cosechas.

En la Argentina el campesino europeo se encontró totalmente desorientado; aquí hasta las estaciones mismas estaban invertidas; el suelo, las lluvias y las temperaturas eran totalmente diferentes; la tierra, aunque en gran medida inaccesible para él como propiedad, era abundante, y la mano de obra escasa. El nuevo país empequeñecía sus experiencias anteriores. En tanto que antes cultivaba unas pocas hectáreas, ahora se veía frente a centenares de ellas. Antes era suficiente un azadón; ahora necesitaba arados, múltiples rastras, sembradoras, segadoras, trilladoras y yuntas de animales. Antes vivía en un ambiente de aldea, quizás a unos pocos kilómetros de sus mercados ahora se encontraba alejado de todo. Frente a semejante desconcierto, sólo podía recurrir a su propia experiencia, su conservadorismo y su ignorancia. Lo sorprendente no es que fuese un agricultor tan mediocre, sino que se las arreglara tan bien como lo hizo.

El suelo parecía rico: "Sesenta centímetros de tierra negra". No había nadie que pudiera decirle al agricultor qué cultivo prosperaría en los distintos tipos de suelo. Debía cultivar un cereal que necesitase pocos cuidados, y que proporcionara un producto no perecedero, transportable con facilidad. El trigo respondía a estas exigencias, e importaba muy poco que gran parte de Santa Fe fuese considerada posteriormente como submarginal para el cultivo del trigo. En realidad fueron necesarias las presiones económicas, el agotamiento del suelo y la crisis triguera de 1895-1897 para llevar el trigo más hacia el sur, hacia la zona más adecuada para su cultivo.

El chacarero conocía muy poco acerca de la selección de semillas, o no le importaba Con frecuencia vendía lo mejor de su cosecha para obtener buenos precios, y se quedaba con los granos inferiores para semilla del año siguiente, o bien vendía barata la  semilla que necesitaba. Resultaba igualmente perniciosa su negativa a reconocer los peligros de degeneración de la semilla. A pesar de los amplios experimentos y propaganda realizados por el Ministerio de Agricultura, muy pocas veces adoptaba la sencilla precaución de obtener semilla en una zona o provincia triguera diferente.

Una ignorancia similar provocaba fuertes pérdidas a consecuencia del  tizón, que podía ser eliminado con la simple inmersión de la semilla en una solución de sulfato de cobre. Parecía razonable culpar al tiempo a una estación húmeda o a un sol demasiado caluroso en las primeras horas de la mañana por el ennegrecimiento de las espigas de trigo.

El agricultor no estaba mejor preparado para encarar el problema del agotamiento del suelo. Por fortuna la Argentina poseía abundancia de tierras, y en las zonas pastoriles el problema de la tierra no era serio. Los arriendos duraban de tres a cinco años, y luego la tierra era dedicada a pastoreo, medio ideal de devolver fertilizantes al suelo. Cuando Santa Fe y Entre Ríos comenzaron a mostrar finalmente los efectos de las cosechas repetidas de trigo y maíz, el trigo se desplazó hacia el sur y hacia el oeste, hasta Buenos Aires, Córdoba y La Pampa Frente a esas fronteras vírgenes y a la atracción del riesgoso monocultivo extensivo, la solución racional propuesta por el Ministerio de Agricultura, la de que se enterrase un cultivo de protección durante uno o dos años, no obtuvo resultados. Ni siquiera podía pensarse en el empleo de fertilizantes artificiales. “Rotación", entre tanto, significaba Sólo que el agricultor sembraba primero maíz, luego trigo, después trigo y más trigo, intercalando ocasionalmente una cosecha de lino.

El sistema de agricultura extensiva de la Argentina, así como la ignorancia de los chacareros, no permitió una preparación adecuada del suelo. La susceptibilidad de toda la zona cerealera a las sequías, en especial a lo largo del borde occidental de la pampa húmeda donde las precipitaciones anuales medias descendían a 500 milímetros, hizo que resultase conveniente la aplicación de algunas técnicas de cultivo de secano, a fin de conservar la humedad en el suelo. La roturación profunda, a treinta o treinta y cinco centímetros en otoño seguida por una segunda roturación y repetidas rastreadas, pulverizaba la tierra y creaba un colchón de polvo que disminuía la evaporación superficial. Pero el deseo de roturar unas cuantas hectáreas más anulaba casi siempre la prudencia de una cuidadosa roturación y rastrillada. El Ministerio de Agricultura recomendaba dos roturaciones en otoño, a una profundidad de veinte o veinticinco centímetros, seguida por el rastreo. En las zonas occidentales se sugería una roturación algo más profunda. Pero en 1914 una disertación sobre agronomía publicada en Buenos Aires llegaba a la conclusión de que las técnicas de roturación eran uniformemente malas.9 En Buenos Aires, lo acostumbrado era una arada a profundidad de diez a quince centímetros, aunque en el sur y en el oeste eran más comunes dos roturaciones someras con rastreo. En Santa Fe la norma era la de dos aradas a una profundidad de diez centímetros. En Entre Ríos los chacareros araban una sola vez, pues se consideraba que con la posibilidad de lluvias dos roturaciones harían que el trigo se fuese en vicio. Córdoba y La Pampa, las zonas más atacadas por las sequías, roturaban una sola vez a una profundidad de menos de diez centímetros. Sólo a comienzos de siglo, el creciente valor de la tierra, y la consiguiente necesidad de su utilización más intensiva, enseñaron, finalmente, a los chacareros de Esperanza y de algunas otras colonias de Santa Fe, que la roturación a una profundidad un tanto mayor aumentaba los rendimientos. Resultaba evidente que no se porfía esperar que, con los ilimitados horizontes que lo rodeaban, el cultivador de trigo de Córdoba, Buenos Aires o La Pampa escuchase tales consejos.

La siembra y el cultivo sufrían de las mismas deficiencias que la preparación del suelo. La sembradora en línea, probablemente el método más eficiente, exigía una cuidadosa roturación y rastreo, y se mantuvo virtualmente desconocida fuera del sur de Buenos Aires. Aunque las sembradoras al voleo aumentaron rápidamente en popularidad y utilización después de 1900, la siembra manual siguió predominando en el norte de Buenos Aires, Córdoba Y La Pampa. En cuanto al cultivo, «para nuestros chacareros en general, estas labores son un enigma, abandonando el sembrado a la suerte una vez arrojada la semilla. En efecto, en Córdoba, Buenos Aires, Entre Ríos, Santiago del Estero, Jujuy y La Pampa, labores complementarias de la siembra a la cosecha no se conocen; en Santa Fe, en algunas partes pasan el rodillo sobre los trigales antes de la primavera.10

El objetivo principal durante la roturación y la siembra no era lo adecuado, sino lo rápido: cultivar la mayor superficie de tierra posible, aunque se hiciese mal. Se usaba muy poca mano de obra ajena. Por lo general el agricultor se basaba en sus propios recursos y en los de su familia para manipular los arados, las rastras y las sembradoras. Pero esta misma característica del trabajo extensivo provocó los más graves problemas de la agricultura: una desesperada demanda de mano de obra para la cosecha. Si el trigo sobrevivía a todos los peligros del tiempo, de las enfermedades y de la langosta, y llegaba a su madurez a mediados de Diciembre, el chacarero se veía frente a una tarea hercúlea, que debía ser realizada en pocas semanas. Lo que había sido sembrado con la  mano de obra de la familia sólo podía ser recogido con la ayuda de trabajadores contratados.

La cosecha del trigo estaba compuesta de tres operaciones principales: la siega, el emparvado y la trilla. El tiempo de la siega, por supuesto, era determinado por la maduración de las espigas. En las zonas cerealeras del norte de Santa Fe, éstas comenzaban a madurar a mediados de Noviembre; para mediados de Enero estaban maduras en la zona meridional circundante a Bahía Blanca. Una vez maduro, el trigo debía ser segado inmediatamente, o se lo perdía. El agricultor disponía, cuando mucho, de tinas pocas semanas para cortar el grano, atarlo en gavillas y emparvarlo. Si no tenía una familia muy numerosa, necesitaba ayuda exterior. Las gavillas debían ser llevadas a un lugar central a fin de ser trilladas y emparvadas para protegerlas de los elementos. Era muy fácil perder el trabajo, de un año, a consecuencia de las lluvias, si no conseguía mano de obra para el emparvado, o si las parvas estaban mal hechas. Además, el agricultor no se encontraba en condiciones de decidir cuándo sería trillado el grano. El colono o arrendatario podían poseer arados, rastras y segadoras, pero no tenían trilladoras. Estas eran arrendadas o contratadas por la colonia, al terrateniente, al dueño del comercio local o a empresas privadas que seguían la cosecha hacia el sur. Por consiguiente el agricultor se encontraba a merced de la disponibilidad de equipo, así como de  la mano de obra. Las operaciones de trilla continuaban con frecuencia hasta fines de Marzo, con lo cual aumentaba el peligro de pérdida total por mal emparvado y fuertes lluvias.

La mano de obra para la cosecha provenía de tres fuentes: los golondrinas  de la Europa meridional, los peones de las provincias del interior y -la menos importante- los trabajadores urbanos y las cuadrillas ferroviarias. Todos eran atraídos por jornales cinco y aun diez veces superiores a la norma que regla para el resto del año.11 Durante la década del 90, Europa proporcionó un promedio de 50.000 trabajadores migratorios para las cosechas anuales, y la cifra se duplicó en los primeros años de la década siguiente. Después de 1900 también aumentaron en forma notable las migraciones de temporada desde el noroeste de la Argentina. El servicio militar obligatorio, iniciado en 1901, trasplantó a hombres antes aislados en la Argentina del norte y les abrió los ojos en cuanto a lo que podían ganar durante algunos meses en el litoral. Para estimular esta migración interna, el gobierno nacional distribuyó carteles especiales que anunciaban las oportunidades existentes en materia de trabajo en las cosechas, y obtuvo de los ferrocarriles tarifas reducidas para la mano de obra de éstas. El éxodo anual de trabajadores de provincias tales como La Rioja, Catamarca, Santiago del Estero y Tucumán aumentó cada vez más el número de los golondrinas.12 Citando una disputa con Italia, relacionada con aspectos técnicos de las normas de salubridad, interrumpió temporariamente la emigración italiana a la Argentina en 1911-1912, la fuerza de trabajo local se amplió lo bastante como para impedir la inminente crisis de la cosecha. Tres años más tarde la zona cerealera fue recorrida por un estremecimiento apenas perceptible, cuando los reservistas italianos fueron llamados a su país, Pero jamás hubo un excedente de mano de obra en la zona triguera, y en parte por ese motivo la cosecha siguió siendo una experiencia crucial y con frecuencia desastrosa para el agricultor. Los costos de la mano de obra para la cosecha constituían el rubro más importante de la producción, y disminuían a mentido cualquier ganancia que la roturación y siembra de cantidades adicionales de hectáreas pudiesen producir. El costo de la fuerza de trabajo contratada para segar y emparvar, y el de la maquinaria y la cuadrilla para trillar, representaban más del 60% de los costos promedio del agricultor.13 Además, se trataba de costos fijos, y no disminuían apreciablemente si la lluvia arruinaba la cosecha o si el rendimiento era escaso. Por consiguiente, en los años malos estos costos de la mano de obra acentuaban las pérdidas.  La ignorancia y la falta de previsión también contribuían a la incertidumbre de las operaciones de la cosecha. El emparvado deficiente o la falta del mismo provocaba fuertes pérdidas. Las malezas verdes, cortadas con el trigo e incluidas en las gavillas, estimulaban la podredumbre o la germinación del grano emparvado. En la esperanza de engañar a los compradores, muchos chacareros trababan las cribas de la trilladora de modo que dejaran pasar el polvo y la paja; de esa manera obtenían un mayor volumen Más sería resultaba la falta de capacidad de almacenamiento adecuado para el grano ya trillado. Mientras esperaban ser llevadas en carro a la estación del ferrocarril, las bolsas de trigo de 70 kilos quedaban con frecuencia al aire libre, sin siquiera una lona que las cubriese.

Muchos de los problemas que encontraba la mano de obra en el cultivo del trigo estaban directamente vinculados con el tercer elemento del cuadro de la producción: el capital. La agricultura se desarrolló en la Argentina sin el beneficio de amplias inversiones de capital. El capital argentino se concentró en la cría de vacunos y ovinos, y en los negocios inmobiliarios, Las inversiones extranjeras apuntalaron los ferrocarriles, las industrias y el comercio. El crédito para la producción de trigo  provenía en gran medida de los intereses cerealeros comerciales, pero, como tal, estaba limitado al proceso del cultivo, cosecha y venta del cereal. Todas las mejoras importantes, tales como galpones, viviendas e inclusive maquinarias, tenían que ser realizadas por quienes se encontraban en condiciones de inferioridad para efectuarlas; a saber: los colonos y los arrendatarios.

Como el agricultor era casi por definición un hombre que llegaba a la Argentina sin capital, inevitablemente le hacía falta crédito para mantenerse hasta que llegaba la cosecha. Al principio las compañías colonizadoras habían proporcionado al menos, semilla, animales y maquinarias, a cambio de la promesa del pago de los mismos. Su lugar lo fue ocupando gradualmente el dueño del comercio de campaña y el comerciante loca quienes a su vez recibían sus créditos de las casas comerciales y las firmas cerealeras de Buenos Aires o Europa (se analiza en capítulo VI).

Un importante efecto de este sistema de crédito consistió e estimular una gran mecanización de la agricultura argentina, amortizada en última instancia con las limitadas ganancias y ahorros de los colonos y arrendatarios. En los primeros días de la colonización las parcelas de las chacras eran pequeñas y las necesidades de implementos de los agricultores seguían siendo modestas. El arado nativo, o criollo, un tronco largo con un trozo de hierro puntiagudo en un extremo", cedió pronto su lugar a arados fabricados en las herrerías de las colonias;  ""Taberning", fabricado en Esperanza por un maestro herrero del TiroI, adquirió fama especial.14 La guadaña y más tarde la segadora fueron usadas para cosechar los cereales. Los agricultores continuaban basándose en el antiquísimo sistema la  trilla: yeguas que galopaban sobre las gavillas de granos, colocadas en el suelo de tierra dura, apisonada. El trigo era luego zarandeado aventándolo en un día ventoso.

En vista de la escasez de mano de obra, semejantes técnicas implementos difícilmente habrían permitido que la Argentina s convirtiese en una importante productora de trigo. La mecanización era la respuesta. El equipo agrícola moderno hacía posible la agricultura extensiva y ayudó a ampliar las dimensiones de las chacras, de 30 hectáreas a 200. Las mejoras introducidas e Inglaterra y en Estados Unidos se abrieron paso rápidamente hasta llegar a la Argentina. En toda la zona del trigo se difundieron las vertederas de arado recubiertas de acero, y los arados de hierro templado y finalmente de acero. Los arados de asiento y los de rejas múltiples hicieron más rápido aún el trabajo del agricultor y le permitieron abrir varios surcos mismo tiempo. En 1900, además de los arados de producción local, la Argentina importaba anualmente 50.000 de Estados Unidos e Inglaterra.

Los elevados costos y la poca adaptabilidad impidieron la entrada de algunos equipos a la Argentina. Aunque el arado de vapor podía realizar1a labor de cincuenta yuntas de bueyes, representaba una enorme inversión de capital, trabajaba con carbón importado y exigía capacidades, talentos y recursos superiores a los del arrendatario y el colono. El tractor hizo su primera aparición en la Argentina en 1907, pero durante varios años no pudo competir con la fuerza de trabajo animal. Como el inmigrante agricultor no crió caballos desde el comienzo, ni se convirtió en un jinete, durante mucho tiempo los bueyes constituyeron la fuente principal de locomoción y energía. Los bueyes no necesitaban forraje selecto ni avena, y podían realizar los pesados trabajos para los cuales los ligeros caballos argentinos, o petizos, eran en todo sentido inadecuados.15 Sólo en 1910 la pesada raza percherón comenzó a remplazar a los bueyes en las operaciones de roturación y siega.

La escasez de mano de obra para la cosecha estimuló un interés mayor aún en la mecanización de las operaciones de siega y trilla. El primer perfeccionamiento importado de los Estado Unidos fue una plataforma detrás de la segadora, que llevaba dos o tres peones para atar las gavillas a mano. La segadora atadora, que al principio usaba alambre y más tarde hilo, eliminó la necesidad de esos peones. Más rápida aún fue la espigadora, tirada por caballos, que segaba una franja más ancha recogía sólo las espigas de trigo. Pero como éstas no contaba con una protección adecuada contra la lluvia, dicha circunstancia limitó en gran medida la utilización de las espigadora a las zonas más áridas de Córdoba. Después de 1900 fu introducida en las labores de campo la segadora-trilladora, cosechadora, pero la necesidad de su manejo por expertos un grano perfectamente maduro redujo en grado considerable su empleo.

La primera trilladora fue puesta en funcionamiento en Argentina cerca de Rosario, en 1858, y las colonias de San Fe abandonaron rápidamente la trilla con yeguas en favor este limpio método mecánico. Enormes trilladoras de vapor que usaban paja como combustible, trasportadas por un equipo de veinte bueyes y manejadas por veinte a treinta y cinco hombres, invadieron muy pronto los campos. Estas grandes inversiones de capital obligaron al chacarero medio a recurrir a unidades trilladoras alquiladas o contratadas.

Las trilladoras y las segadoras tuvieron que ser importadas, al comienzo principalmente de Inglaterra pero después de principios de siglo, en grado cada vez mayor, de Estados Unidos. El obstáculo inicial que se opuso a la introducción de equipos de Estados Unidos era el hecho de que eran demasiado complicados para ser manejados por trabajadores inexpertos, y la circunstancia de que no trillaban granos húmedos o sucios tan bien como los modelos británicos más fuertes y sencillos- desapareció a medida que el cultivo del trigo se extendía hacia el sur y mejoraban las técnicas agrícolas. Esas importaciones reflejaban con exactitud el progreso de los agricultores trigueros argentinos (Cuadro 8). En 1894 se llegó a un máximo de 9.000 segadoras y 1.500 trilladoras, que disminuyó hasta llegar prácticamente a cero en los desastrosos años siguientes. En 1899 se llegó a otra cifra máxima, con 11.000 segadoras, y la tendencia ascendente se reanudó, una vez más, en 1903 y 1904. Para 1910 la Argentina importaba 20.000 segadoras y 1.000 trilladoras por año.

De tal manera la mecanización moderna se convirtió en una, parte integral del escenario agrícola argentino. Pero al mismo tiempo que permitía el cultivo de extensos terrenos, reforzaba el dominio de la agricultura de arrendatarios en la pampa. La adquisición de equipos no era simplemente un sacrificio para el agricultor; agotaba por completo sus limitados ahorros y ganancias. Se recordará que la reducción del número de medieros, en comparación con el de arrendatarios, se debió en gran medida a la resistencia del terrateniente a arriesgar sus capitales en la compra de máquinas agrícolas. El peso de las inversiones, y por consiguiente de los riesgos, recayó sobre los que roturaban la tierra. Unas pocas cifras ilustran el costo de la mecanización. A comienzos del siglo el trigo se vendía aproximadamente a siete pesos el quintal. Los rendimientos iban de tres - a trece quintales por hectárea; el promedio nacional para la década 1900-1910 fue de siete quintales por hectárea.16 En esa época el equipo mínimo para un pequeño cultivador de trigo era un arado de asiento, una rastra, cuatro yuntas de bueyes y cuatro caballos, arneses y una segadora-atadora, es decir, una inversión de 1.200 pesos. En condiciones ideales, o sea, con el doble del rendimiento medio y bajo arrendamiento, del 12 %, bajos costos de trasporte y de mano de obra, un chacarero arrendatario podía obtener de 400 a 500 pesos en 30 hectáreas.17 Pero es preciso recordar que tales condiciones estaban muy lejos de ser las normales, y que el agricultor, aun con suerte, podría abrigar la esperanza de obtener una cosecha importante, no más que una vez cada tres años. Corno la maquinaria agrícola era esencial para el cultivo del trigo en la Argentina, los intereses comerciales proporcionaban los créditos necesarios para comprar equipos, y el agricultor dedicaba sus pequeñas ganancias a devolver ese préstamo. Es evidente que quedaban, entonces, muy pocos excedentes para comprar tierras o introducir mejoras de capital en los terrenos.

El alambrado fue la única mejora importante que antes era de responsabilidad del agricultor, y que a fines de la década del 80 comenzó a correr por cuenta del terrateniente o ganadero, Las llanuras abiertas habían sido la regla en la Argentina. Aunque las colonias de Santa Fe no se encontraban ubicadas en una zona pastoril como Buenos Aires, tenían que proteger sus cosechas contra las vacas y los caballos vagabundos. Zanjones, cercos y alambradas siguieron siendo durante mucho tiempo costosas necesidades para los agricultores. En la Argentina no, existían conflictos entre el "ganadero y el chacarero". Este último como hemos visto, era un huésped transitorio tolerado por los intereses pastoriles y terratenientes, pero nunca un competidor o rival. Aunque Santa Fe tomó algunas medidas vacilantes en la década del 70, y ordenó a los ganaderos que contuviesen a sus animales y respetasen los derechos de los agricultores, el final de la llanura abierta llegó sólo cuando los ganaderos comenzaron a reconocer el valor de las alambradas, en la medida en que éstas afectaban su propia industria. No se podía permitir que los ganados de raza vagasen libremente, como lo hacían los flacos rodeos de épocas anteriores. Los vacunos para los embarques en pie y para los frigoríficos debían ser animales gordos y dóciles. Para obtener arrendatarios que sembrasen los necesarios alfalfares, los campos debían ser cercados. A medida que evolucionaba la industria pastoril, el terrateniente y el ganadero comenzaron a levantar alambrados. Las importaciones de alambre para cercas aumentaron de 5.000 toneladas anuales en la década del 70, a 20.000 en la del 90 y a 60.000 en 1910. En este año terminó la era de la llanura abierta, por lo menos en la pampa húmeda. Pero ese final llegó como resultado de las necesidades pastoriles, y no como consecuencia de conflicto alguno con los agricultores. Éstos, sin embargo, habían logrado en cierto sentido una victoria, pues en adelante fueron los ganaderos quienes construyeron y mantuvieron dichos cercados.

La responsabilidad de otra importante mejora recayó directamente sobre los hombros de los agricultores y, por consiguiente, dados sus limitados recursos y capitales, fue descuidada casi por completo. El colono o arrendatario casi nunca construía un galpón o granero. Esto no resulta sorprendente, si se recuerda lo mísero de su propia vivienda y lo inestable de su existencia. En un clima templado, sus animales no necesitaban abrigo, y no se dio cuenta de los daños que la intemperie podía provocar a sus equipos. Pero la agricultura argentina pagó muy cara esta imprevisión en el caso de las bolsas de grano trillado. Todos los años las lluvias arruinaban varios millones de pesos de trigo que se encontraba aún en poder de los agricultores. Después de la pérdida particularmente desastrosa de treinta y dos millones de pesos en 1915, a consecuencia de los perjuicios sufridos por la cosecha de maíz ya recogida, La Prensa comentaba editorialmente:

"En la forma en que actualmente se realiza el trabajo agrícola, es necesario que la Providencia intervenga de modo favorable, no solamente en cada uno de los momentos de la gestación de las sementeras, sino que es también menester se hallen las lluvias manejadas como un grifo suspendiéndose de manera absoluta los aguaceros cuando la cosecha ya está recogida...

"Un agricultor de la Europa central se quedaría estupefacto si le dijeran: 'Hay un país muy fértil, de magníficas tierras, donde, después de conseguida una gran cosecha, se pierde por dejar el grano a la intemperie, porque no existen depósitos para guardarlo'.

"Se invoca como razón suficiente la falta de densidad de población para realizar todas las obras que requiere una buena explotación de las industrias rurales...

"La casa es más sencilla. No se levanta el rudimentario depósito porque el propietario no reconoce ninguna mejora y porque el arrendatario, con un contrato tan corto, no puede amortizar las obras de carácter permanente que emprenda en el campo".18

Como Marzo era el mes de las lluvias más intensas en la pampa húmeda, y como las trillas duraban a menudo hasta el final de dicho mes, resultaba evidente, que no podía contarse con la naturaleza para proteger el rendimiento. En ninguna otra parte resultaba tan clara como aquí la relativa falta de capitales para la agricultura. Los créditos otorgados por los intereses cerealeros comerciales permitían al agricultor plantar y levantar su cosecha, pero nada más. El terrateniente o el ganadero no tenían interés en introducir las mejoras de capital necesarias para una empresa tan transitoria como la agricultura. El chacarero, acuciado por la obligación de pagar las máquinas necesarias, río contaba con excedentes para emplear en mejoras que no podía llevarse consigo. De modo que las lluvias empapaban las bolsas de trigo carentes de protección, y los agricultores continuaban considerando la cosecha como "un período riesgoso''.

Por lo tanto, un suelo fértil y un clima templado, inmigrantes europeos industriosos y frugales, y una inversión de capital relativamente pequeña produjeron las importantes cosechas de trigo de la Argentina. El cultivo del trigo proporcionó ingresos al terrateniente, y un método para mejorar sus pasturas al ganadero. Puso en cultivo millones de hectáreas y mantuvo a millares de inmigrantes. Estimuló un amplísimo comercio cerealero, la industria de la harina e importaciones para los agricultores. Pero las relaciones recíprocas entre los principales factores de producción -la tierra, el trabajo y el capital- reflejaban el papel peculiar que representaba la agricultura en la Argentina. El cultivo del trigo en la pampa hizo muy poco para suprimir el aislamiento rural, la inestabilidad, la falta de capitales y la pobreza del chacarero. Los intereses principales de la nación estaban concentrados en las actividades pastoriles y comerciales, en los ovinos y vacunos y en las ciudades. Para la mentalidad argentina, si no para la economía nacional, la roturación del suelo era una ocupación marginal que debla quedar en manos del ignorante chacarero arrendatario. El cultivo del trigo en la Argentina sorprendió al mundo.

Las cosechas de 1893 y 1894 hicieron que la prensa argentina proclamase, alborozada, que la nación se convertiría muy pronto en la cesta de pan del mundo. En Estados Unidos, Harpers Weekly observaba: "La República Argentina promete convertirse muy pronto en el más grande productor de trigo del mundo."19 La década siguiente presenció el cumplimiento parcial de estas profecías. Después de 1900 la Argentina se ubicaba detrás de Estados Unidos, Rusia, Francia, India, Austria-Hungría, y al lado de Canadá, Italia, Alemania y España corno productora mundial. Pero corno sólo la mitad de la cosecha promedio era necesaria para el consumo local, Argentina se convirtió en la segunda o tercera exportadora mundial de trigo, superada sólo por Estados Unidos y en ocasiones por Rusia.

Las exportaciones de la Argentina abastecían a los molinos y panaderías de Europa. La principal variedad de trigo cultivada era el Barletta, muy buscado por los molineros brasileños y europeos, por su elevado contenido de gluten. Era un cereal originario de Italia, similar al trigo turco rojo o al duro de in- de Kansas, aunque un tanto más blanco. Resultaba particularmente conveniente para las condiciones de la agricultura argentina: era resistente a la sequía, la roya, las heladas y los calores extremos; no degeneraba con tanta rapidez corno otras variedades; y sus espigas no se desgranaban si quedaban en la planta durante varias semanas después de madurar. Los trigos ruso y húngaro eran otras dos resistentes variedades preferidas, pero sus granos caían con facilidad citando estaban maduros, y por consiguiente no podían quedar en el campo cuando la mano de obra para la cosecha era escasa. El trigo para fideos, o candeal -reflejo de la creciente italianización del país- fue ampliamente cultivado en Entre Ríos, pero se consumía casi por entero en la Argentina misma

Corno liemos visto, varios factores afectaron la posición de ésta corno productora de trigo. El cultivo argentino de trigo era más extensivo, por lo menos en términos de equipo y de mano de obra por hectárea, que en de otros países. El agricultor argentino hacía muy poco más que arañar la superficie de 100 ó 200 hectáreas. Corno es comprensible, el rendimiento nacional -siete quintales por hectárea para el período 1900 - 1910 encontraba por debajo del promedio de Estados Unidos, de 9 quintales, y no se comparaba siquiera con los resultados de la agricultura intensiva, tales como los 13 quintales de Francia e Italia, o los 19 de Alemania.20

Grandes proporciones de tierras fueron cultivadas con un mínimo de mano de obra y capital. El predominio de la chacra del colono o arrendatario, con su unidad familiar, excluía el costoso equipo usado en gran escala en las prósperas chacras de Estados Unidos o Canadá. Al mismo tiempo, la Argentina no contaba con las masas campesinas de Europa o de la India para superar los bajos rendimientos y las técnicas atrasadas con el simple uso de la mano de obra. Pero tenía anchas tierras, y cosa más importante aún, chacareros inmigrantes que aceptaban un "bajo nivel de vida, aislamiento, inestabilidad y pobreza.

El papel de la Argentina como exportadora se basó en estos mismos factores de producción. Pero es preciso formular otras preguntas acerca de los aspectos comerciales para completar este cuadro. ¿Qué material ferroviario y portuario existía para trasportar el trigo? ¿Cómo se manipulaba el cereal? ¿Cuál era la relación de la Argentina con los mercados europeos?

 

 

 

        Capítulo VI

Los Aspectos Comerciales

EL cultivo del trigo era una operación a crédito, que exigía una inversión en semillas, equipos, tiempo y mano de obra para recoger los resultados de la cosecha. Como los colonos y los chacareros arrendatarios carecían de capitales propios, era preciso adelantarles todo lo necesario. Como se ha hecho notar, los capitales no acudieron fácilmente hacia las actividades agrícolas, Los terratenientes estaban dispuestos a invertir grandes sumas para mejorar el ganado, y para construir alambradas y embellecer sus residencias rurales, pero no para respaldar a la, agricultura. Los bancos nacionales y provinciales no pensaron siquiera en conceder préstamos a los cultivadores de trigo hasta después de 1910. Los ganaderos, los grandes terratenientes y aun los especuladores en tierras se beneficiaban con los servicios del Banco Hipotecario Nacional y de sus varias réplicas provinciales, o con los del Banco de la Nación, pero los míseros colonos o arrendatarios jamás trasponían sus portales. Las cooperativas agrícolas se difundieron con suma lentitud, y para 1915 eran sólo treinta instituciones dispersas. Por consiguiente la agricultura en la Argentina era financiada por el dueño del almacén de campaña o el comerciante local, que a su vez recibían créditos de las casas cerealeras y comerciales urbanas. Estos intereses comerciales, que cobraban tarifas usurarias, justificadas al menos en parte por el riesgo de los chacareros que desertaban, proporcionaban todo lo necesario sobre la base de la garantía tía de la cosecha.

El chacarero ya había adquirido tierras a crédito, con la promesa de pagar con un porcentaje de su futura cosecha Recurría al dueño del almacén de campaña para la adquisición de semillas maquinarias agrícolas y repuestos, bolsas e hilos para coserlas; para la compra de porotos, galletas, de vez en cuando un poco de carne y en ocasiones, cosa increíble, harina; para procurarse zapatos, toscas ropas de trabajo o algunas prendas que exhibir los domingos. Todo eso le era vendido a precios altamente inflados, sobre la base de la promesa de pagos al contado cuando se recogiera la cosecha. Cuando ésta era un fracaso parcial o total, era inevitable que el dueño del almacén siguiera haciéndose cargo de las deudas del pues era muy poco probable que cobrase antes que los peones contratados, la cuadrilla trilladora o inclusive el terrateniente. Pero cuando la cosecha era buena, el dueño del almacén llegaba hasta la puerta del chacarero y exigía el pago de los documentos vencidos.

En la época de la cosecha la necesidad más apremiante para el agricultor era el dinero. Aún antes que aquélla llegase a su fin, lo necesitaba para pagar a los peones contratados y para arrendar una trilladora. El comerciante local le concedía créditos suficientes hasta el momento en que la cosecha estuviese -madura, y nada más. Cosa irónica, la excelencia misma de  una cosecha cerraba al chacarero todo futuro crédito; los que lo respaldaban querían ser pagados y no veían motivos para que ello no sucediera. Las remotas e inescrutables fuerzas del mercado internacional no eran tenidas en cuenta en la determinación de la posición del agricultor. No importaba que se hubiesen obtenido cosechas record en Francia, Rusia, Rumania, Estados Unidos o la India, que afectaban el precio del trigo en Liverpool o Chicago; estas sutilezas no tenían trascendencia para el chacarero. Lo único que le importaba era el precio ofrecido por los agentes compradores en la estación ferroviaria local, la impaciencia de los acreedores y la inminencia de negras nubes de lluvia que se cernían en el horizonte.

Esta combinación de factores iba de la mano con el problema del trasporte, la virtual falta de instalaciones de almacenamiento a miento y el método de ventas.

Como la mayor parte del trigo era vendido en la estación del ferrocarril local o allí tenía que ser entregada, el agricultor debía hacer frente al acarreo de las bolsas de cereal desde la chacra hasta el depósito, cosa que constituía un problema nada despreciable en vista del estado deplorable de los caminos carreteros en la Argentina. Un estudio agrícola realizado en 1904 llegaba a la conclusión de que las chacras trigueras tenían como límite una distancia de 30 kilómetros de las estaciones del            más allá los costos del trasporte se volvían prohibitivos.1 En la práctica, la distancia máxima era de un poco más de 15 kilómetros. Los caminos -rurales jamás habían recibido atención alguna de los intereses comerciales, de los empresarios o las autoridades públicas. La Argentina pasó de las sendas coloniales a los ferrocarriles sin atravesar por el desarrollo intermedio de las carreteras. Después de 1870 el gobierno federal puso el acento principal en la construcción de ferrocarriles y descuidó la de caminos, situación en todo sentido satisfactoria para las compañías británicas que construían y hacían funcionar los ferrocarriles. No existía una legislación nacional de caminos. Los terratenientes levantaban sus alambrados tan cerca como les fuese posible de los surcos que representaban las carreteras, y las zanjas de irrigación y drenaje eran cavadas con muy poco respeto por los caminos públicos.[1] Los administradores provinciales y municipales no sentían más responsabilidad que las autoridades nacionales respecto de los caminos rurales, por los cuales viajaban muy pocas personas, la mayoría de ellas a caballo. Se pagaban los impuestos correspondientes por los carros, pero ni un solo centavo de los mismos llegaba a ser empleado en las reparaciones de caminos de los distritos rurales. La nivelación y pavimentación no existían.

El resultado de todo ello fue que el chacarero se mantuvo aislado. Los peculiares carros nativos, con sus dos ruedas de dos metros y medio de alto, tiradas por tres o cuatro yuntas de bueyes, podían atravesar la tierra o el barro, y hasta los pantanos y los terribles baches que constituían gran parte del lecho del camino, pero difícilmente llegaban a mejorar la condición de éste. Las fuertes lluvias aislaban al campo argentino de todos los que no viajasen a caballo. En cada una de las cosechas se producía la escasez periódica de trigo o maíz en el mercado, provocadas invariablemente por la imposibilidad de trasladar el producto de la chacra a la estación, a consecuencia de las lluvias y de los caminos intransitables. En 1907 el gobierno nacional efectuó el primer tibio intento de acudir en ayuda del chacarero: la ley Mitre exceptuaba de impuestos a los ferrocarriles, siempre que contribuyesen con el 3 % de sus ganancias a la construcción y mantenimiento de accesos a sus estaciones. La legislación proporcionó empleo a más de 1.000 trabajadores, y casi 1.500 kilómetros de caminos fueron reparados o construidos anualmente. Pero medidas de tan escasa importancia hicieron poco mas cine llamar la atención hacia el decrépito estado del trasporte rural. Desde el corazón de la zona triguera, en Juárez, Buenos Aires, salió este informe en 1905: La dificultad mayor la constituye la falta de caminos, pues hay chacareros que distan sólo tina legua de la estación, y no pueden llevar sus productos. Los caminos no pueden estar en más malas condiciones. 3

Otro problema para el agricultor, ya mencionado, surgía de la falta absoluta de instalaciones para almacena almacenamiento. Su falta de dinero y la carencia de graneros en las chacras o se combinaban para hacer imposibles largos períodos de almacenamiento. A consecuencia de ello, se veía obligado a lanzar sus cosechas al mercado en el momento mismo en que por esta razón los precios caían al mínimo de cada año. En Estados Unidos y Canadá la construcción de pequeños elevadores de granos en todas las estaciones ferroviarias locales había solucionado en gran medida este problema. Pero en la Argentina una conjunción de prejuicios, de falta de capitales interesados y de la situación del mercado conspiró para impedir la difusión de los elevadores rurales hasta después de la Primera Guerra Mundial, y aun entonces, ello sucedió en escala limitada. Para tener éxito, el sistema de elevadores de granos exigía que el chacarero entregase sus cereales para ser limpiados clasificados y almacenados a granel previa entrega de un "warrant"*, un papel negociable que indicase la cantidad y calidad de su cereal. El chacarero se encontraba entonces, en la práctica, con un bono que podía endosar en cualquier momento a un comprador de trigo o exportador, para sir venta directa, o con un documento sobre el cual podía pedir prestado dinero. Pero en la Argentina la suspicacia del agricultor con respecto a tina operación que le obligaba a entregar su trigo antes de haberlo vendido, así como la amplia aceptación de los embarques en bolsas, antes que la entrega a granel, fueron otros tantos obstáculos contra' el sistema. Además los mercados argentinos, a diferencia de los de Canadá y Estados Unidos, no se encontraban ubicados en el interior del territorio, sino más bien en los puertos. La necesidad principal consistía en llevar el trigo, tan rápidamente como fuese posible, de la trilladora a los molino3 de Rosario y Buenos Aires, o a las bodegas de los barcos que partían hacia ultramar. En esta situación, las complejas instalaciones de limpieza y almacenamiento de los pequeños elevadores rurales parecían inútiles. Las lonas o los tinglados eran suficientes para proteger las bolsas, y con frecuencia, inclusive los elevadores existentes en los puertos eran usados nada más que como depósitos para los cereales que esperaban ser embarcados.4

A consecuencia de ello, el sistema de los certificados entregados por los elevadores jamás pudo ser usado en beneficio del agricultor argentino. Se otorgaron varias concesiones para la construcción y operación de elevadores de granos locales, pero los únicos resultados fueron unos pocos elevadores & maíz. Un destino similar aguardaba a los 'Warrants"*. A fines del siglo XIX el gobierno había promulgado varias leyes no definitivas autorizando su uso. Sólo en 1914 surgió del Congreso una legislación satisfactoria, y aun entonces los únicos que la aprovecharon fueron los productores de azúcar.5 Los procedimientos locales de mercado eran una tenaza más que oprimía a los cultivadores después de la cosecha. Mientras el cultivo de trigo se mantuvo como una operación en pequeña escala que abastecía al mercado interno, las casas comerciales de Buenos Aires y Rosario, los molineros locales, tos comerciantes y los dueños de almacenes de campaña pudieron proporcionar suficientes créditos para la agricultura. Pero cuando la producción alcanzó las dimensiones del mercado de exportación, las necesidades crediticias de la agricultura superaron la capacidad de los comerciantes locales. El establecimiento de las dos principales firmas exportadoras de trigo Bunge y Born, y Dreyfus de fines de la década del 80. Estas grandes compañías, en realidad sucursales de poderosos intereses comerciales europeos, actuaban en ausencia de capitales locales y de créditos gubernamentales y bancarios que respaldasen la expansión triguera argentina. La estructura de mercado y crediticia se extendía desde sus oficinas en Rosario y Buenos Aires, a través de varios niveles de acopiadores, que eran agentes de las firmas exportadoras, comerciantes en cereales, molineros, dueños de almacenes de campaña locales y operadores independientes en pequeña escala, y finalmente llegaba hasta el chacarero 9 con anticipos para la compra de semillas, implementos y alimentos.

Semejante sistema de mercado hacía frente a las necesidades particulares de la expansión triguera argentina, pero cobraba su tributo. En los puertos se endurecía para convertirse en una estructura altamente organizada, virtualmente monopolista, de los "Cuatro Grandes" -Bunge y Born, Dreyfus. Gil Brotes, y Huni y Wormser, con estrechas vinculaciones con el mercado mundial. En las zonas rurales, el chacarero recibía los créditos necesarios para roturar, sembrar y cosechar, pero se veía obligado a tratar con un mercado asesorado por los puertos e  /indirectamente controlado desde éstos. La ignorancia le impedía tomar medida efectiva alguna: las cooperativas fueron casi un fracaso en la Argentina antes de la Primera Guerra Mundial.

Totalmente inexperto en materia de maniobras en mercados extranjeros, continuaba recurriendo a los mismos procedimientos que le habían servido cuando producía para un mercado interno. Frente a. la caída estacional de los precios del trigo en el momento de la cosecha, trataba de retener sus stocks todo el tiempo posible, con la esperanza de una recuperación en los precios, y ello a despecho de las apremiantes deudas y de la falta de instalaciones de almacenamiento. Regateaba con el acopiador 9, pero sólo sobre la base de su instinto natural, y sin relación alguna con la realidad de un mercado distante, Sólo en 1908, y en combinación con los ferrocarriles, el Ministerio       de Agricultura proporcionó una magra ayuda en forma de una exhibición cotidiana, en las estaciones locales, de las cotizaciones de los cereales en los mercados de Buenos Aires y Rosario. Era inevitable que el acopiador y, a su turno, las firmas exportadoras, saliesen victoriosos de esa pugna con el cultivador.

       Para Abril o Mayo eran muy pocos, en verdad, los chacareros que podían seguir conteniendo a sus acreedores o competir con los acopiadores  en su conocimiento de la situación del mercado. La consecuencia de ello era que, si se podía obtener alguna ganancia, el agricultor era por cierto el último que la lograba, y en la mayoría de los casos las ganancias simplemente no llegaban hasta él.

A pesar de la centralización y eficiencia del mercado triguero en los puertos, se mantuvieron muchas primitivas prácticas locales de mercado, que afectaban la calidad del grano recibido por los exportadores. Los contratos entre acopiadores 9 y cultivadores estipulaban que el cereal debía entregarse "sano, limpio y seco". Pero para un chacarero ignorante era una tentación mezclar granos de calidad inferior, usar paja y polvo para aumentar el peso y recurrir a cualquier estratagema para burlar al comprador. Sin embargo, semejantes prácticas eran armas de doble filo, con frecuencia un acopiador 9 que había comprado por contrato una cosecha rechazaba bolsa tras bolsa, en el momento de la recolección, basándose en la inferioridad de la calidad. El agricultor, amenazado con un aterrador juicio legal, aceptaba entonces con facilidad la rebaja del precio contratado.6 En último análisis, el perjuicio era para la reputación del trigo argentino en el exterior, y por consiguiente para el propio agricultor. Todos los vinculados al comercio cerealero aprendieron muy pronto a establecer generosos márgenes -inevitablemente sustraídos al precio Ofrecido al chacarero- para cubrir los eventuales descuentos por inferioridad de calidad cuando el cereal llegase a Europa.

En la estación ferroviaria los acopiadores heredaban los dolores de cabeza del almacenamiento y el trasporte, pues pocos agricultores alcanzaban la capacidad financiera necesaria pata comerciar su propio grano. A medida que avanzaba la estación, aumentaban las probabilidades de lluvia. Pero en este caso, la misma visión de corto alcance ya descrita en relación con la chacra  era un obstáculo para la protección de las bolsas de cereal. Los acopiadores  y los agentes cerealeros se desplazaban con frecuencia de un lugar a otro, y no tenían incentivos y a menudo carecían de las oportunidades necesarias para construir cobertizos permanentes. Una lona era suficiente para proteger los cereales de las lluvias corrientes. Si se producían grandes aguaceros, y las lonas se pudrían o desaparecían por la noche: si los cereales brotaban o se cubrían de moho, la calamidad era considerada una desgracia típica del comercio, que podía arruinar a uno que otro acopiador  o provocar un margen aun mayor de pérdidas, que en el futuro debía ser tenido en cuenta en los tratos con el agricultor. Los ferrocarriles no tenían interés financiero alguno en proteger los cereales, y durante muchos años se resistieron con éxito al clamor general del público y la prensa contra ellos. Sólo en 1903 la legislación nacional los obligó a construir galpones o a proporcionar suficiente material rodante para trasladar la cosecha inmediatamente después de su llegada a la estación. Y aun así, las instalaciones para depósitos fueron muy poco más que techos de hierro galvanizado apoyados sobre cuatro postes esquineros, pero redujeron en alguna medida las pérdidas que antes causaban los elementos.

Entretanto, los problemas de trasporte eran complicados por una peculiaridad argentina del comercio: el persistente empleo de bolsas como único medio para trasportar cereales. Para el agricultor, las bolsas constituían tina forma conveniente de manipular el volumen relativamente reducido de su cosecha. El cereal embolsado tuvo sentido en el comercio, cuando se lo apilaba junto con los fardos de lana y los cueros, en vagones de carga y en las bodegas de los barcos. Pero en la década del 90, con el creciente volumen de la producción triguera, la insistencia en el empleo de bolsas provocaba dificultades. Corno se verá, en los puertos surgieron problemas peores, porque el manejo de las bolsas de trigo de 70 kilos de peso, que exigían una considerable fuerza de trabajo, suponía elevados costos y mucho tiempo perdido durante la crucial temporada posterior a la cosecha. Inclusive en las estaciones ferroviarias, cargar las bolsas provocaba pérdida de tiempo y dinero: doce horas y treinta peones eran necesarios para cargar un tren con seiscientas toneladas de trigo en bolsas, en comparación con las dos horas que se empleaban cuando se utilizaba un pequeño elevador.7 Sin embargo, los experimentos con cargas a granel en carros, realizados por los ferrocarriles en 1913, no tuvieron éxito. Mientras no se contó con los servicios de limpieza y clasificación de los elevadores locales, y mientras no hubo normas fijas de calidad, todos los cargadores querían mantener sus envíos intactos y separados.

Como sí la ineficiencia y los costos superfluos causados por los embarques en bolsas no fuesen suficientes, las bolsas mismas eran extraordinariamente costosas. Hasta 1912, las bolsas terminadas fueron virtualmente excluidas del país por tarifas prohibitivas, en tanto que los componentes de las mismas las piezas precortadas Y el hilo- eran importados libres de derechos. Se las cosía en varias fábricas de Buenos Aires, que empleaban poco más de dos mil obreros, y se las vendía a los precios altamente inflados que permitía la barrera tarifaria. El Congreso promulgó finalmente leyes- que autorizaban la importación de bolsas libres de impuestos, cuando el precio del producto doméstico llegaba a cierto nivel; entonces la industria conspiró para mantener bajos los precios hasta los meses de cosecha de Diciembre y Enero. Así podían efectuarse aumentos de hasta el 300 % sin temor de que las bolsas importadas del extranjero llegasen a tiempo para la cosecha. Un índice importante de la situación de la agricultura lo suministra el hecho de que esta pequeña industria artificial pudiese obtener tan exagerada protección, contrariamente a los intereses de los agricultores, que necesitaban cincuenta millones de bolsas por año.

El alto costo de las bolsas, que representaba el 4 % de los costos totales de producción del chacarero, imponía su repetida utilización. Bolsas que apenas se mantenían intactas en el trayecto hasta la estación del ferrocarril -pero que inevitablemente se descosían durante las varias manipulaciones en tránsito hasta el puerto- se convirtieron en la desesperación de comerciantes en cereales y exportadores. Antes de 1900, cuando la mayor parte del trigo todavía se enviaba a Europa embolsado, estos envases no aumentaron la reputación del trigo argentino en el exterior. Para contrarrestar esta impresión desfavorable, los principales exportadores de granos en Buenos Aires anunciaron en 1892 que pagarían diez centavos más por trigo entregado en bolsas nuevas, de buena calidad. Aunque tales esfuerzos se repetían periódicamente, los agricultores no pudieron mantenerse a la altura de los precios, que en 1905 llegaron a treinta y cinco centavos por bolsa.

El ferrocarril era el único medio de trasportar la cosecha al puerto. El potencial de la expansión pastoril y agrícola argentina era el que había atraído los capitales británicos a la construcción de esas vías férreas, y el trasporte de los productos rurales proporcionaba ahora ganancias satisfactorias. Pero los cereales, a pesar de ser una parte importante de esta carga, creaban problemas especiales. Como en las chacras no existían graneros, ni elevadores en las estaciones, el cereal exigía una rápida e inmediata manipulación por los ferrocarriles. Esto significaba, a su vez, que así como el agricultor se había visto obligado por las circunstancias a llevar lo antes posible su cosecha a la estación local, así los acopiadores y los agentes necesitaban una expedición inmediata de los montículos de trigo apilados a lo largo de los desvíos. Se esperaba de los ferrocarriles que proporcionasen suficientes vagones de carga para trasportar toda la cosecha de trigo (más el maíz y el lino) en el término de los cuatro meses de Enero, Febrero, Marzo y Abril. En otras palabras, vagones suficientes para compensar los envío, en bolsa, y no a granel, y la consiguiente acumulación de vagones en estaciones y puertos. Pero este material rodante permanecía virtualmente ocioso durante el resto del año, cuando los ferrocarriles sólo trasportaban una carga normal de lana, ganado y bienes de consumo.

La producción de trigo se difundió con tanta rapidez después de 1890, que durante más de una década los ferrocarriles fueron incapaces de mantenerse a la altura de esta demanda intensamente estacional. La escasez resultante de vagones de carga y el daño causado a los granos acumulados al aire libre o protegidos por las lonas, provocaron un gran clamor público. Los periódicos y los funcionarios públicos perdían muy pocas veces la oportunidad de apaciguar el nuevo espíritu de nacionalismo, evidente y vocinglero, con ataques contra las deficiencias "extranjeras" que amenazaban la riqueza de la Argentina. Se señaló en repetidas ocasiones que, a pesar de sus altas tarifas de carga, los ferrocarriles se mostraban remisos en lo referente a proporcionar suficiente material rodante. Sólo en 1904 admitió un estudio del Ministerio de Agricultura lo que uno de los defensores de los ferrocarriles, la Review of the River Plate británica, había señalado diez años antes, que el verdadero problema no era la falta de material rodante, sitio las ineficaces instalaciones portuarias, que hacían que los vagones de carga se viesen detenidos durante días enteros, en espera de la descarga.8

La manipulación y el almacenamiento en los puertos eran agudos problemas. Si el hecho de cargar a mano una fila de vagones en algún desvío rural representaba una energía desaprovechada, el despilfarro se multiplicaba por diez en los accesos a los puertos. Rosario estaba mejor equipada para descargar a causa de sus instalaciones portuarias, que se habían mantenido a la altura de la creciente producción de las colonias. Allí reconstruyeron a principios de, la década del 80 elevadores de granos y depósitos. Pero en el ario récord de 1894 se hizo observar: "En Rosario existen depósitos para unas 100.000 toneladas, pero esa cantidad representa unos diez días de trabajo de embarque y este ano ha sido tan grande el apremio, que en los meses de más actividad un solo ferrocarril tuvo 1.100 vagones bloqueando durante un período considerable su estación de Rosario para no hablar de muchos vagones cargados que esperaban en estaciones de la provincia.9 Buenos Aires estaba menos preparada para el repentino aumento de la producción en esa provincia y para la creciente presión de los ferrocarriles y intereses comerciales, que deseaban convertirla en un gran puerto triguero. En 1900 todavía no existían depósitos en Buenos Aires, y el trigo debía ser cargado directamente de los trenes y los barcos. Por consiguiente, las pesadas bolsas debían ver acarreadas desde los vagones, a hombros de los estibadores,             quienes sabían la planchada y bajaban a la bodega del barco que representaba un lento y laborioso proceso que inmovilizaba, no sólo los vagones de carga y los desvíos, sino también la zona dé, los muelles y el barco mismo durante varios días. En estas condiciones un tren con seiscientas toneladas de trigo en bolsas necesitaba de tres a cuatro días para ser descargado.10         

A su vez, Bahía Blanca experimentó los mismos problemas. En 1905 la escasez de espacio de almacenamiento y la imposibilidad de cargar más de cinco mil toneladas por día (sobre un millón de toneladas calculadas para la cosecha en la zona de Bahía Blanca) bloqueó las líneas ferroviarias durante meses enteros.             Cuando el centro de la producción triguera se fue desplazando hacia el sur, los problemas lo acompañaron. Las dificultades que tuvieron que enfrentar las líneas Central Argentino y Buenos Aires-Rosario en la década del 90 pasaron a ser las de los ferrocarriles Sur y Oeste después de comienzos de siglo.

En 1910 había terminado el período de rápida expansión del trigo, y posteriormente los ferrocarriles pudieron hacer frente a las demandas de los cargadores. Pero siguió existiendo cierta vulnerabilidad. A partir de la cosecha de 1904, los sindicatos ferroviarios elegían los meses de la cosecha para sus huelgas, y después del paro particularmente enconado, de cincuenta y un días de duración, que se desarrolló en Enero y Febrero de 1912, los   ferrocarriles necesitaron tres meses para volver a los servicios normales.

       Las tarifas de trasporte provocaban tantas críticas contra los ferrocarriles de propiedad extranjera como la escasez de material rodante en determinadas temporadas. La prensa local gustaba de recordar que estas empresas siempre habían obtenido ganancias. Críticos más recientes habían hecho notar que dichas tarifas, supervisadas por el gobierno nacional después de 1896, favorecían deliberadamente al puerto de Buenos Aires, en desmedro de competidores tales como Rosario y La Plata.11 Otros afirmaban que la falta de tarifas razonables de larga distancia imponía límites a la expansión del cultivo de cereales en la Argentina. Un estudio del Ministerio de Agricultura señalaba que los costos del trasporte ferroviario impedían que el trigo se cultivase más allá de los trescientos kilómetros de la costa.12 Un estudio parcial y bien documentado de los costos del trasporte en la Argentina y Estados Unidos, que apareció en el Journal of Political Economy (Chicago) en 1902, llegaba a la conclusión de que sí bien para cortas distancias (menos de ciento cincuenta kilómetros) eran mucho más bajos en la Argentina, los de más de trescientos kilómetros eran, por cierto, mucho más elevados.13 Pero la división de responsabilidades entre los ferrocarriles y la naturaleza era muy sutil. Es cierto que círculos con radios de trescientos kilómetros trazados desde los puertos de Bahía Blanca, Buenos Aires y Rosario, abarcaban, en efecto, la zona real de producción triguera, pero estudios posteriores del Ministerio de Agricultura han demostrado que esa misma región constituía virtualmente el límite climático de cultivo provechoso del trigo. A pesar de las acusaciones contemporáneas y posteriores lanzadas contra los ferrocarriles, es preciso admitir que éstos posibilitaron la rápida expansión de la producción triguera en la Argentina. No sólo se internaron en las zonas cerealeras de las  colonias de Santa Fe, sino que permitieron que el trigo avanzara también hacia el sur. Donde quiera penetraban las vías férreas, el colono y el agricultor arrendatario podían seguirlas, en la seguridad de que sus cosechas serían trasportadas al mercado. Los vagones acarreaban una carga de acentuadas características estacionales, y lo hacían con considerable eficiencia y a un 10 % de los costos totales de producción del cultivador de trigo.14 Es posible que los ferrocarriles hayan provocado algunos desdichados efectos colaterales- el aislamiento del campo por no haber estimulado un sistema de caminos rurales, o por haberlo soslayado un tributo anual en forma de ganancias pagadas a Londres, porque los capitales nacionales eran insuficientes para construir ferrocarriles, o porque no estaban dispuestos a hacerlos; un blanco evidente, y a menudo irritante, para las susceptibilidades nacionalistas argentinas. Pero proporcionaron al país un sistema de trasporte que de otra manera no habría podido adquirir. Llevaron las riquezas hasta la costa, estimulando de tal manera un rápido desarrollo comercial, industrial y urbano, y exhibieron un sentido de progreso y adaptabilidad no siempre manifestado por el cultivador de trigo o el gobierno argentino.

Hasta la década del 90 la Argentina produjo trigo principalmente para el mercado interno, pues aunque dicha producción crecía constantemente, sucedía lo propio con el consumo interno. Luego, en menos de una década, la producción, superó con mucho las necesidades locales. Después de 1892 más de la mitad de la cosecha argentina era destinada todos los años al, exterior, en proporciones que llegaban hasta el 70 % (Cuadros 2 y 6). Simultáneamente, el trigo ascendió al primer lugar entre las exportaciones agrícolas de la Argentina, contribuyendo con el 15 al 30 % de las exportaciones nacionales totales (Cuadro 7). El efecto del trigo sobre la balanza de pagos de la Argentina se advirtió particularmente en lo que se refiere a Inglaterra. Durante varios años ésta, fuente de gran parte de los bienes de consumo, de capital y de trasporte marítimo de la Argentina, había comprado muy poco en compensación, pero a partir de 1895 una nueva era, representada por los cereales y la carne, prometió crear una balanza comercial favorable para la Argentina.

Frente a este repentino desplazamiento, de un mercado interno a uno internacional, y al valor enormemente aumentado del intercambio, la estructura del comercio cerealero de la Argentina sufrió un cambio sustancial. Durante la década del 70 y comienzos de la del SO, mientras la Argentina trataba todavía de llegar al autoabastecimiento en materia de trigo, los procedimientos de mercado eran sencillos. Los colonos de Santa Fe o los chacareros de Chivilcoy vendían sus cosechas directamente a los molinos o a los almacenes de campaña locales. U trigo, junto con innumerables otros productos agrícolas y pastoriles, entraba en los grandes mercados de Buenos Aires, Rosario, Santa Fe y otras ciudades de la costa. Las transacciones efectuadas en ellos registraban un precio diario promedio por cada cien kilos, que variaba según la calidad y la procedencia. La demanda de trigo y harina era conocida y estable. Los panaderos podían elevar un tanto los precios con las compras de fin de año: fuera de ello, las necesidades de la población urbana, que comenzaba a expandirse con la inmigración, podían ser anticipadas con exactitud. Por consiguiente, la oferta era la determinante principal del precio. La escasez, real o previsible, en la cosecha local o en las importaciones de trigo y harina, hacía subir los precios; la llegada de harina chilena o norteamericana los hacía descender otra vez. A menos que la temporada fuese un desastre total, las cosechas de las colonias de Santa Fe y del norte de Buenos Aires provocaban precios más bajos al comienzo de cada año. Por supuesto, la evolución del mercado internacional era conocida en el plano local, pero los cambios tenían que ser drásticos para que sus efectos se sintieran en la Argentina. Inclusive a mediados de 1870, cuando se advirtió que las malas cosechas de Francia, Italia y España se conjugaban con la probabilidad de una guerra franco-prusiana para provocar el alza de los precios mundiales, los precios locales argentinos respondieron sólo en muy escasa medida. Y esta reacción se debió principalmente a factores internos, ya que los stocks eran escasos y la cosecha siguiente estaba muy lejos como para prometer una oferta adecuada.15

       Las primeras partidas de trigo argentino que entraron en el mercado mundial fueron embarcadas junto con los envíos regulares de lana, huesos, carne y cueros. Estos embarques fueron operaciones comerciales riesgosas realizadas por exportadores establecidos en Santa Fe y Rosario. Como la cosecha argentina coincidía con los meses invernales de Europa, las partidas llegaron en Marzo y Abril, cuando los stocks europeos eran reducidos y los precios iban en ascenso. El resultado fue feliz para los exportadores, y las ganancias considerables.

Este fortuito ordenamiento comercial sólo podía continuar mientras el grueso del trigo fuese producido para el consumo interno. Como se ha mencionado, el establecimiento de las firmas exportadoras de trigo de Bunge y Born, y Dreyfus en la Argentina, a fines de la década del SO, inauguró una nueva era en la comercialización de cereales, puso al mercado local en estrecho contacto con la situación mundial, y finalmente creó un virtual monopolio del comercio de exportación.

Era lógico que el aumento del volumen de las exportaciones de trigo provocase la especialización. El crédito era una necesidad evidente de todas las empresas agrícolas, tanto más cuanto que el trigo argentino era cultivado en gran medida por colonos y arrendatarios italianos empobrecidos. Ni el dueño del almacén de campaña, ni el molinero local, ni las firmas comerciales existentes, poseían recursos suficientes para financiar un mercado interno en expansión, a la vez que la producción para la exportación. Por consiguiente, el capital extranjero y las compañías extranjeras entraron en la Argentina para proporcionar, el crédito y la especialización necesarios. Las complejidades y los riesgos del comercio internacional, y la necesidad de un crédito establecido y de amplias reservas de capital limitaron el comercio de exportación a pocas manos. Bunge y Born, y Dreyfus jamás fueron desalojados de su posición dominante en el mercado argentino, aunque para 1900 el empleo común del término "Cuatro Grandes" indicaba que Weil Brothers, y Huni y Wormser se habían unido también a los precitados. Aproximadamente una decena de pequeñas firmas exportadoras rondaban en la periferia del comercio, y constituían un grupo fluctuante que constantemente quedaba reducido por los riesgos de la especulación en un mercado tan altamente organizado.16

La estructura del comercio que surgió después de comienzos de siglo no se logré sin serios conflictos.17 Es preciso recordar que aunque el mercado de exportación se tornó de pronto vital para la Argentina, ya existía un importante mercado local, con sus propios procedimientos. El mercado de frutos de Plaza Once, en Buenos Aires, por ejemplo, había evolucionado en forma gradual, para convertirse, de simple lugar de reunión de carros que traían lanas, cueros, frutas y hortalizas a la ciudad, en un cuerpo organizado de comerciantes que se especializaban en granos. El cambio se cristalizó en 1898 con la formación de la Bolsa de Cereales, para supervisar y controlar las transacciones cerealeras. Tres años más tarde se creó su propio mecanismo legal interno, con un Tribunal Arbitral que dirimía las diferencias comerciales entre sus miembros. El mercado de la Plaza Once, luego Bolsa de Cereales, se orientó principalmente hacia el mercado interno. En esos lugares los stocks de cereales enviados por los comerciantes de campaña y los acopiadores eran manejados y vendidos por los consignatarios  a los molinos y a los compradores de semilla de Buenos Aires. Mercados similares, aunque no formalizados con el título de Bolsa de Cereales, existían en escala menor en Rosario y Santa Fe.

Por otra parte, las firmas exportadoras pocas veces intervenían en estos mercados internos, y cuando lo hacían era sólo para obtener cierta calidad o cantidad de trigo para completar un embarque. Por lo general llevaban a cabo sus transacciones directamente con los acopiadores, con los comerciantes de campaña locales o los molineros, muchos de los cuales se convirtieron, como ya se señaló, en virtuales agentes de las casas exportadoras de Rosario y Buenos Aires. De Bunge y Born, y Dreyfus provenían los  fondos que permitían que el acopiador o el comerciante local, a su turno, anticipasen dinero o mercancías al agricultor mucho antes de la cosecha. Estos anticipos crediticios representaban sólo una parte del poder de los exportadores para dominar el mercado. El sistema de contratos basados en la práctica contemporánea, a fijar Precio  proporcionaba otro medio de control. Por ejemplo, si 100 kilos de trigo eran entregados por un agricultor a un acopiador, o por éste a una casa exportadora un día en que el precio de mercado era de 10 pesos, el recibidor adelantaba el 80 % de ese precio. El que había entregado el trigo tenía entonces la opción de elegir el día en que lo vendería, pero al mismo tiempo se hacía cargo de los gastos de depósito, los intereses y las mermas para cubrir los cuales se le había retenido el margen del 20 %. El sistema operaba en beneficio del recibidor cada vez que disminuía el precio del trigo. El vendedor se vela entonces obligado a reintegrar los fondos necesarios para mantener la proporción del 80 % del valor recibido en forma de anticipo, pero muy pocas veces estaba en condiciones de hacer tal cosa. El comprador podía escoger entonces el día en que exigiría la entrega al chacarero o al acopiador. Este mecanismo provocó frecuentes acusaciones de que las firmas exportadoras se combinaban, en Mayo  o Junio-, para producir una caída artificial en los precios del trigo en Buenos Aires y Rosario, y de tal modo imponer en el mercado valores convenientes para ellos.18

Aunque las firmas exportadoras confiaban muy raramente sus stocks a la Bolsa de Cereales de Buenos Aires, eran invariablemente miembros de la Bolsa de Comercio, que había unido a los principales intereses comerciales y financieros de Buenos Aires desde 1854, y a los de Rosario desde 1884. En la Bolsa de Comercio, en especial la de Rosario, se realizaban considerables transacciones cerealeras.19 Para encargarse de cuestiones relacionadas con el comercio de cereales se habían formado comisiones arbitrales especiales (Comisión Arbitral de Cereales) en el serio de esas Bolsas: en Buenos Aires, en 1883, y en Rosario en 1899. Las principales funciones de estas comisiones consistían en solucionar toda disputa comercial que surgiera de las ventas de trigo para la exportación, y fijar la cotización diaria del Mercado de Cereales. Por supuesto, en esta última actividad sufrían tina fuerte influencia por parte de las firmas exportadoras.

De tal modo, los mercados trigueros de exportación e interno de Argentina habían desarrollado ciertas características y prácticas individuales. Los dos mercados estaban estrechamente vinculados en materia de precios y competencia, puesto que obtenían sus mercancías de  la misma fuente: los comerciantes de campaña y los acopiadores. Tanto las firmas exportadoras como los comerciantes en cereales servían como instituciones de crédito, y respaldaron la rápida expansión de los mercados de exportación e interno. En Buenos Aires, los participantes en cada uno de los mercados podían ser miembros al mismo tiempo de la Bolsa de Comercio y de la de Cereales. Pero cada una de éstas tenía sus propias organizaciones para la compra y venta de trigo, sus propias comisiones arbitrales o tribunales para solucionar las disputas internas y, a medida que se agudizaba la competencia por las ganancias, sus propios intereses que defender.

Durante una década o más, desde comienzos de siglo, surgieron a la superficie, en la prensa cotidiana, diversos indicios de una lucha ahora olvidada entre los distintos mercados de cereales. Las casas exportadoras, molestas por la cadena de acopiadores a través de la cual debían pasar con frecuencia sus mercancías, se dedicaron a establecer sus propias oficinas y agentes en la zona triguera, para contratar directamente los embarques con los comerciantes locales. El volumen de estos embarques estimuló la colaboración con los ferrocarriles. No sólo obtuvieron rebajas, sino que el jefe de la estación local se convertía a menudo en la mejor fuente de información para los "Cuatro Grandes" en lo referente a las condiciones inmediatas de la oferta y la demanda en los extensos distritos rurales. A medida que se ampliaban sus operaciones, los exportadores penetraron en terrenos conexos, como, el de la molienda de harina. Al mismo tiempo los acopiadores  independientes, en particular los comerciantes en cereales establecidos en Rosario y Buenos Aires, comenzaron a experimentar desconfianza hacía la creciente fuerza de las firmas exportadoras. Les pareció, que el virtual monopolio del comercio de exportación permitía a los "Cuatro Grandes" deprimir artificialmente el mercado local y de tal modo recoger los beneficios de las modificaciones de los precios europeos. Pero como no podían quebrar este monopolio, los comerciantes en cereales buscaron una alternativa: estructurar el mercado para que les permitiese participar en las ganancias.

La lucha no fue grave en Rosario, donde por tradición los comerciantes locales en cereales estaban firmemente arraigados. Por otra parte, en Buenos Aires, donde el ascenso de la producción triguera había sido más reciente y rápido, los exportadores proporcionaban gran parte de los anticipos a los chacareros. Los comerciantes en cereales limitados en gran medida a Plaza Once, y desde 1898 a la Bolsa de Cereales, sintieron que su participación en el mercado de exportación era obstaculizada; les irritaba el creciente poderío de las grandes firmas exportadoras. A consecuencia de ello comenzaron a presionar para que se estableciera un mercado a término en el cual pudiesen realizarse contratos para la entrega y venta a precio fijo, en una fecha futura especificada. Sólo de esa manera podían cubrir sus operaciones con cereales: pues cuando se recibía un embarque de trigo a fijar precio. 0, se podía obtener una garantía contra pérdidas, si al mismo tiempo se vendía tina cantidad similar en el mercado a término. Al comienzo las grandes firmas de exportadores se opusieron al establecimiento de un mercado a término, con el argumento de que introduciría la especulación en las operaciones En realidad, debido a sus grandes reservas de capital y a su capacidad para encarar operaciones en los mercados a término en Europa, no tenían necesidad de un mercado local de ese tipo. Por cierto que se opusieron a la creación de una norma de valores de cereales que pudiese poner en peligro su virtual monopolio sobre el mercado de exportación.

La institución lógica para respaldar un mercado a término habría sido la Bolsa de Comercio, pero en materia de granos estaba controlada en gran medida por los exportadores. Por consiguiente, ya en 1903 un grupo de acopiadores  y comerciantes en cereales de Buenos Aires constituían la Asociación de Cereales con el propósito de estimular un mercado a término. La diferencia de opiniones entre exportadores y comerciantes en cereales se acentuó en 1906, cuando las firmas exportadoras de Buenos Aires y Rosario declararon formalmente su oposición a mi mercado a término y decidieron no participar en las compras a término informales que se habían desarrollado.20 La Asociación de Cereales continúe insistiendo para lograr su objetivo, y en Marzo de 1908 se inauguró bajo sus auspicios, en Buenos Aires, el primer mercado argentino a término.

Durante esta lucha los exportadores perdieron parte de su dominio de la Bolsa de Comercio. Los comerciantes en cereales y los acopiadores que actuaban en ella habían estado trabajando para obtener la aprobación lisa y llana de un mercado a término. A consecuencia de ello, cuando éste quedó establecido, la Bolsa de Comercio anunció que reconocería las transacciones, pero no permitiría que se realizaran en su recinto. Al año siguiente trató de hacerse cargo de ese mercado, pero el gobierno nacional, bajo la presión de los "Cuatro Grandes", desaprobó los estatutos y reglamentaciones necesarios.21 Por último, en 1910, la Bolsa de Comercio incorporó a su estructura el mercado en cuestión (Mercado de Cereales a Término de Buenos Aires); una vez conquistado su objetivo, la Asociación de Cereales se disolvió, Ese mismo año se abrió un Mercado de Cereales a Término en Rosario, en la sede de la Bolsa de Comercio La anterior oposición de las firmas exportadoras al mercado a término se diluyó con rapidez. Durante varios meses sus "ruedas" fueron boicoteadas por los exportadores, pero cuando resultó evidente que el mercado no ponía en peligro el virtual monopolio de la exportación que detentaban los "Cuatro Grandes", los exportadores comenzaron a respaldar ese tipo de comercio en la Argentina. En efecto, el principal resultado de estos acontecimientos fue poner los mercados interno y de exportación en estrecho contacto entre sí, y confirmar la influencia predominante de los "Cuatro Grandes" en el comercio cerealero argentino.

Estos cambios en la estructura del comercio de granos, así como las crecientes exportaciones, pusieron los precios argentinos a la altura de las cotizaciones internacionales en materia de cereales. El lapso que mediaba entre las compras en la Argentina y las ventas en Europa introducía siempre cierto riesgo especulativo; las condiciones europeas para la oferta podían mortificarse en forma notable antes de que el cereal fuese entregado. Esto quedó muy bien ejemplificado en 1892, cuando la lluvia demoró el levantamiento de la cosecha argentina. Los cargadores, que habían debido efectuar con anticipación su pedido de bodegas, se vieron entonces obligados a comprar el          trigo a los elevados precios locales. Cuando dichos embarques llegaron a Europa -un mes más tarde-, el mercado se había derrumbado ante la promesa de una abundante cosecha norteamericana. La escrupulosa organización del mercado argentino por los intereses exportadores y la difusión del mercado a término aminoraron la posibilidad de semejantes acontecimientos. Los mercados argentinos se tornaron cada vez más sensibles  a los sucesos en el extranjero, y las bolsas de cereales de Chicago, Liverpool y Londres vigilaron con más atención la evolución de las cosechas argentinas. Algunos rubros de los informes de mercado en la década del 90 indican el efecto de la producción      mundial sobre los precios argentinos: Junio de 1894, cierta recuperación del mercado a consecuencia de la sequía en Estados Unidos y de Iluvias no previstas en el Continente; Enero de 1895, brusca calda debido a los cálculos de producción de Estados Unidos; Enero de 1897, rápido ascenso por pérdida de cosechas en Australia, la India y Rusia, así como una mala cosecha    argentina; Abril de 1898, ascenso especulativo debido al estallido de la guerra hispano-norteamericana. En la década siguiente, algunos extractos del Corn Trade News británico reflejan la atención que se prestaba a la cosecha argentina: Noviembre de 1904: "En la actualidad el mercado está nervioso, debido al estado crítico en que se encuentra ahora la cosecha argentina”; Noviembre de 1906: "El mercado triguero se mantiene en un estado de suspenso respecto al resultado de la inminente cosecha en la Argentina, puesto que mucho depende de la magnitud de esta cosecha, ya que Europa espera algo así como 2 a 2,2 millones de toneladas de trigo de ese sector durante los siete primeros meses del nuevo año"; Octubre de 1908, alarmistas y especuladores exageran informes acerca de heladas en la Argentina, y calculan en un 25 % las pérdidas de la cosecha (la pérdida real fue aproximadamente del 11%.)  El interés de los especuladores por las cosechas argentinas fue particularmente notable en 1905 y 1906. Ciertos grupos de Liverpool y Chicago se esforzaron por elevar los precios haciendo que sus agentes argentinos cablegrafiaran deliberadamente mensajes alarmantes. Cada gota de lluvia era magnificaba hasta ser convertida en diluvio. Un cable enviado a Chicago llegó a anunciar que la mitad de la cosecha de trigo argentina había sido destruida por la roya.

En una sola década la Argentina pasó del consumo local de toda la cosecha de trigo a la exportación de más de la mitad de la producción anual. Los capitales europeos afluyeron al país para financiar esta expansión. Las firmas exportadoras proporcionaban créditos a los acopiadores y a los comerciantes de campaña, quienes a su vez entregaban créditos a los colonos y arrendatarios. Las operaciones de mercado se hicieron ampliamente organizadas. Los "Cuatro Grandes" desarrollaron y controlaron el mercado de exportación, e influyeron mucho en los mercados locales. El cambio, por consiguiente, hizo que el comercio argentino de cereales entrase en estrecho contacto con los precios mundiales y con el comercio mundial de trigo.

Rosario, Buenos Aires y Bahía Blanca eran los principales puertos que mandaban el trigo argentino a los mercados mundiales. Las primeras exportaciones salieron de Colastiné, puerto de la ciudad de Santa Fe, y por consiguiente de las primeras colonias del centro de Santa Fe. Después de terminado el Ferrocarril Central Argentino, y con la rápida expansión de la producción de trigo a lo largo de esa línea, Rosario surgió como el principal puerto triguero. Aunque se encontraba ubicado sobre el ancho y tortuoso Paraná, a más de trescientos kilómetros de Buenos Aires, era posible llegar a la ciudad por barcos oceánicos y veleros, poseía un excelente potencial natural de carga y era la terminal del único ferrocarril del interior. El río había excavado un canal cerca de la costa. Los barcos anclaban junto a la alta orilla y recibían el cereal en bolsas o a granel por medio de largas canaletas de madera. En 1881 el primer gran elevador de cereales de la Argentina mejoró estas instalaciones naturales, y proporcionó una capacidad de depósito de7.000 toneladas de trigo y tina de carga de 60 toneladas por hora. Los intereses comerciales de Rosario continuaron defendiendo los embarques de cereales a granel, y luego construyeron varios elevadores más. Pero la predilección de los agricultores por las bolsas no pudo ser vencida con facilidad, y hasta 1900 el trigo embolsado representaba las tres cuartas partes de las exportaciones de ese puerto.

Las nuevas instalaciones portuarias construidas con capitales franceses fueron terminadas en 1902. El momento elegido para la construcción de ese grandioso proyecto -nuevos muelles, depósitos, elevadores y ferrocarriles- fue desdichado, pues en 1895-1897 la crisis triguera había atacado a fondo la prosperidad de la provincia. La amortización de esta inversión produjo precios portuarios más elevados y desplazó parte de los embarques a los puertos fluviales más pequeños, e inclusive a Buenos Aires. Al mismo tiempo, las autoridades nacionales tendían a favorecer la posición comercial predominante de Buenos Aires. Se descuidó el dragado del canal del Paraná, y los barcos encallaban con frecuencia frente a Rosario. Después de 1900 los ferrocarriles británicos también comenzaron a construir cada vez más líneas para unir las zonas productoras de trigo de Córdoba y el sur de Santa Fe directamente con el puerto de Buenos Aires (Mapa 5). Rosario siguió siendo una gran exportadora de trigo, pero su participación descendió de dos terceras partes a un tercio de los embarques totales de trigo.

A medida que la parte correspondiente a Santa Fe en la producción total comenzaba a declinar en la década del 90, Buenos Aires y luego Bahía Blanca se hicieron cargo de una parte creciente de las exportaciones (Cuadro 9). A pesar de su importancia como principal puerto de la Argentina y sede del poder económico y político del país, Buenos Aires poseía muelles e instalaciones de carga increíblemente malos, y la situación siguió siendo la misma hasta fines del siglo XIX El canal principal se encontraba a varios kilómetros de la costa, y el acceso a los muelles era muy poco profundo. Sólo los barcos pequeños podían llegar al estuario del Riachuelo, en los límites meridionales de la ciudad. La mayor parte de la caiga y los pasajeros debían ser trasbordados de los barcos oceánicos, en el canal principal, a lanchones, y en algunos casos a carros de altas ruedas, antes de poder llegar a tierra. La violencia de los ocasionales pamperos agregaba grandes peligros a los inconvenientes y a los gastos cansados por semejante falta de fondeadero protegido y de muelles adecuados. En la década del 90 el volumen del intercambio y la agitación de los intereses comerciales llevaron a la construcción de modernas dársenas de hormigón a lo largo de la ribera de  Buenos Aires, conectados con el canal principal por canales dragados, Con la terminación del puerto Madero (Dársena Norte) en 1897, los barcos oceánicos pudieron anclar cerca de la cabecera del ferrocarril en el lado norte de la ciudad. Pero trascurrieron varios años antes que se agregasen las instalaciones necesarias para hacer frente con eficacia a la creciente producción cerealera de la provincia. En 1904 se inauguraron elevadores que podían almacenar 76.000 toneladas de trigo y cargar a un promedio de 900 toneladas del mismo grano por hora.

Durante un breve período, en la década del 90 el puerto de La Plata, a 40 kilómetros al sur de Buenos Aires, prometió convertirse en un gran centro exportador de cereales. Sus comodidades naturales, similares a las de Rosario, eran mucho mejores que las de Buenos Aires, y se encontraba más cerca de la región sur de la provincia, en rápido desarrollo. En 1896 pasaba por allí más de la tercera parte de la exportación de cereales de la provincia de Buenos Aires. Pero La Plata se encontraba demasiado cerca de Buenos Aires para surgir como centro comercial independiente, y los barcos preferían dejar sus cargas en Buenos Aires y volver a cargar en ese mismo puerto. La terminación de los muelles de Buenos Aires, por consiguiente, frenó el ascenso de La Plata como exportador de trigo. Además, los ferrocarriles fueron un factor de centralización del comercio en Buenos Aires, al ofrecer rebajas sobre los envíos directos a los mercados de producción de Buenos Aires o al puerto Madero.22

Bahía Blanca, que no exportó trigo en 1890, dos años más tarde substituyó a Santa Fe como gran puerto triguero, y en 1905 manipulaba tina cuarta parte de las exportaciones nacionales totales Los ferrocarriles, en especial el Sur, aprovecharon la ubicación de Bahía Blanca en tina amplia bahía protegida. En 1908 funcionaba un elevador de 8.000 toneladas, y se construían varios otros.

La manipulación lenta, pesada y costosa fue durante mucho tiempo un obstáculo para el comercio de cereales de la Argentina. Hasta comienzos del siglo sólo tinos pocos cargadores de Rosario y algunos de los puertos fluviales más pequeños enviaban el trigo en cargas a granel. En los nuevos elevadores construidos en el puerto Madero de Buenos Aires, en 1904, se asignaron 47.000 toneladas de las 76.000 de capacidad de almacenamiento para el trigo en bolsas. Pero el volumen del comercio impuso finalmente una transición, y en 1906, entre, la mitad y los dos tercios de los embarques salían de la Argentina en forma de embarques a granel.23 A pesar de la amplia construcción de elevadores, muchos envíos a granel eran apenas el resultado del vaciado de las bolsas en la bodega del barco o en la cinta trasportadora. Por cierto que no había en la Argentina nada que pudiese compararse con los elevadores terminales de 60.000 ó 100.000 toneladas de Chicago o Nueva York.

La falta de adecuadas instalaciones de almacenamiento en los puertos iba de la mano con el manejo insatisfactorio del cereal. Cualquier complicación -una cosecha extraordinariamente buena, una huelga de estibadores o de acarreadores, la ineficiencia de las autoridades portuarias- podía causar estragos en Rosario, Buenos Aires o Bahía Blanca. Millares de vagones de carga quedaban inmovilizados, los acopiadores  no podían trasladar sus embarques y los problemas resultantes repercutían hasta llegar a la chacra. Ni los empresarios ni el gobierno demostraron interés efectivo alguno en estas dificultades. Los ferrocarriles y los "Cuatro Grandes" frieron prácticamente los únicos que construyeron elevadores y depósitos, pero la capacidad de almacenamiento jamás se puso a la altura de la producción. A consecuencia de ello, la Argentina, corno nación, se encontraba en la misma situación que sus chacareros obligada a liquidar sus stocks en el mercado mundial porque no disponía de lugar para almacenar los excedentes.

El trigo argentino tuvo que hacer frente a otros problemas en el comercio mundial Una queja que había causado grave preocupación al Ministerio de Agricultura en 1880 -"en fin, corno el mal olor proviene del orín de las yeguas de que se sirven en las trillas, es de urgencia que las reemplacen por máquinas para esta operación porque el olor es tan tenaz que se conserva hasta en las harinas y deprecia considerablemente los trigos que lo tienen"-24 desapareció con el abandono de los antiguos métodos de trilla en favor de la trilladora de vapor. Pero otros defectos, más profundamente arraigados en la producción argentina y en las costumbres del mercado, hacían que los compradores

a granel, tomado de los datos publicados en el Boletín mensual de estadística del Ministerio de Agricultura, es como sigue:

 

Años           Tonelaje total  en bolsas        Tonelaje total a granel

                  

1903                      1.357.519                                        314.714

1904                      1.412.657                                        929.227

1905                      1.447.402                                      1.447.083

1906                         848.818                                      1.511.900

 

europeos tuviesen desconfianza de los productos del Río de la Plata Como no existían normas de calidad en los mercados locales, la variación de lote a lote, e inclusive en tina misma bolsa, era enorme. Los cargadores y exportadores, por lo menos en los primeros tiempos, no eran mucho más escrupulosos que el colono que inmovilizaba las zarandas de la trilladora. A su vez trataban de endosar el producto a los compradores incautos, y muy pronto se descubrió que todo el trigo argentino debía ser limpiado al llegar a Europa. La total falta de atención a la calidad de la semilla a los métodos de la agricultura y al embolsado provocaban la depreciación y el deterioro del producto. La queja formulada por el ministro británico en un informe a su Foreign Office, es característica: "No hace mucho salió de aquí tina carga de maíz con brotes de treinta centímetros de largo que llegaban hasta la superficie de la capa exterior de las bolsas, y que prometían proporcionar una segunda cosecha, antes de su llegada, en interés del cargador."25 Si bien se reconocía que la región de Diamante, en Entre Ríos, y la parte meridional de la provincia de Buenos Aires producían uno de los mejores trigos del mundo, durante muchos años el tipo general de cereal de la zona del Río de la Plata no estuvo a la altura de las normas de los mercados europeos.26

Otro factor que iba en detrimento de los embarques argentinos era el de las mermas. Las cargas llegaban invariablemente con una disminución en el peso de por lo menos el 1 % respecto de las cifras asentadas en los conocimientos de embarque y en ocasiones la disminución llegaba basta el 8 ó 10 El motivo era en parte el de que los barcos que bajaban de  Rosario y Santa Fe tenían que trasbordar con frecuencia sus cargas a lanchones a fin de cruzar la barra de Martín García, cerca de Buenos Aires. En esa circunstancia, las bolsas podridas no sólo dejaban escapar granos, sino que un considerable volumen de cereales desaparecía en los robos organizados, respecto de los cuales los capitanes de los lanchones no eran, ajenos.27 El ministro argentino en Berlín señaló en 1901 otro peligro: las prácticas dolosas de algunos exportadores que sólo pensaban en las ganancias inmediatas Previno a su gobierno que varias grandes casas alemanas pensaban interrumpir su comercio con la Argentina porque en repetidas ocasiones habían recibido embarques de calidad inferior a las muestras en que habían basado sus compras.

Después de1900 el control del mercado de exportación por los "Cuatro Grandes tendió a remediar muchas de estas deficiencias Las grandes casas comerciales tenían reputaciones que proteger. La falta de normas uniformes en el embolsado y clasificación de¡ trigo podía todavía hacer que la compra de trigo argentino fuese en cierta medida un juego de azar, pero la miopía en las mercantiles que se desarrollaron en las décadas del 80 y, el 90 llegó a ser la excepción y no la regla.

Inglaterra era la principal compradora de trigo argentino. Se trataba de una situación satisfactoria para la Argentina, pues Inglaterra había proporcionado y continuaba proporcionando el grueso de los capitales, del trasporte marítimo y de las mercancías en la zona del Río de la Plata. Con el advenimiento de la era de la carne y el trigo, a comienzos de siglo, la balanza comercial se inclinó en favor de la Argentina, el peso valuado, en 44 centavos oro se convirtió en tina de las monedas más sanas del mundo y la Argentina se lanzó a un período de rápido desarrollo económico.

De 1900 a 1905, según cifras de la junta de Comercio, Gran Bretaña absorbió el 14 % de las exportaciones argentinas de trigo. Alemania, Bélgica y Holanda se distribuyeron el resto. Otros consumidores no podían ser considerados como compradores permanentes Francia, a pesar de las elevadas tarifas de las importaciones de trigo, absorbía periódicamente una parte de  las exportaciones cuando fracasaban sus cosechas. España, Portugal y Escandinavia también hacían de vez en cuando pedidos de productos argentinos. Inclusive había exportaciones singulares como las 20.000 toneladas que se enviaron a Australia en 1903, y también en 1915, y las 3.000 a Rusia, en 1907, en respuesta al fracaso de sus cosechas y a las necesidades que sufrieron en dichos años esos grandes productores mundiales.

La población argentina en rápido aumento también consumía cantidades cada vez mayores de trigo. La afluencia de europeos en la década del 80 y durante la primera de nuestro siglo transformó a la Argentina en un país consumidor de trigo.

En 1880-1890 el consumo individual de trigo en la provincia de Buenos Aires aumentó de 130 kilos por año a 210 kilos.28

La creciente demanda de harina produjo el rápido desarrollo y perfeccionamiento de la industria molinera argentina, La harina dejó de ser un artículo de lujo, de elevado precio, como decía en 1871 un cónsul británico, cuando los precios del trigo de la Argentina equivalían a los de Inglaterra, en tanto que el pan era tres veces más caro.29 El pequeño molino hidráulico o de tracción animal cedió su lugar a los molinos a vapor de Santa Fe, Rosario y las colonias de Esperanza y Casílda. En 1889, 63 de los 130 molinos a vapor de la Argentina se encontraban en la provincia de Santa Fe.

A fines de siglo la ciudad de Buenos Aires comenzó a perfilarse como el centro de la industria harinera. La crisis del trigo en 1895-1897 y los impuestos que debía pagar la industria de Santa Fe contribuyeron al desplazamiento hacia el sur, y para 1908 la harina de Buenos Aires o Córdoba se vendía en la propia Santa Fe a un precio más bajo que la producida en la provincia misma.30 Las rebajas y las tarifas ferroviarias diferenciales de larga distancia estimularon aun más la centralización de la industria en la capital de la Nación. Un ejemplo ilustrativo: el envío de una bolsa de harina de Buenos Aires a Salta costaba 2,06 pesos; una bolsa de harina enviada de Córdoba a Salta -la mitad de la distancia- costaba 2,53 pesos.31 La construcción de modernos molinos harineros en el puerto de Buenos Aires y la compra, por Bunge y Born, de molinos competidores, significaron aun más eficiencia y centralización. En 1914 el tercer censo nacional mostró que la ciudad y la provincia de Buenos Aires controlaban el 55 %, de la producción de harina de la Argentina. Santa Fe había bajado del 25 % en 1895 al 17 %, en tanto que Entre Ríos representaba el 6 % y Córdoba el 17 %.32

Las exportaciones de harina jamás adquirieron la importancia del trigo en el comercio argentino. Durante la década del 80 se exportaron aproximadamente 5.000 toneladas anuales, pero aun después de la cosecha récord de 1893, la harina representó sólo el 5 % de la exportación cerealera de trigo (Cuadro 2). Aparte de obstáculos tales como el gorgojo y otras impurezas de la harina, la exportación se veía limitada por la competencia internacional con naciones que protegían sus propias industrias harineras por medio de tarifas, o que poseían combustible barato o energía hidráulica cerca de sus costas. Los molinos argentinos producían, entonces, para mercados cercanos, a saber, el local y el del Brasil, donde los costos del flete los favorecían.

Por cierto que la historia de las exportaciones de harina argentina después de 1890 se convirtió en la de tina lucha para desarrollar y mantener el mercado brasileño En el momento mismo en que la industria harinera comenzaba a buscar un mercado extranjero, el acuerdo comercial brasileño-norteamericano de 1891 amenazó con eliminar al comprador más probable. El volumen de café absorbido por Estados Unidos obligó a Brasil a conceder trato preferencial a la harina norteamericana. Además, el gobierno brasileño se había mostrado irritado por las tarifas proteccionistas argentinas sobre el tabaco, la yerba mate y el azúcar. Las negociaciones diplomáticas eliminaron la discriminación contra la harina argentina en 1895, pero la falta de normalización y la mala fe de los cargadores argentinos determinaron una preferencia brasileña por el producto norteamericano. Estados Unidos enviaba cinco veces más harina a Brasil que la Argentina.33

El torrente de artículos que aparecieron en la prensa argentina de 1899 a 1901 demostraba preocupación por ese estado de cosas. Asociaciones de molineros, formadas en 1899, se comprometieron a vender sólo tipos normalizados de harina. En 1900 La Molinera Argentina y La Industria Molinera aparecieron como voceros de esa industria En Enero de 1901 el Ministro de Agricultura convocó a tina conferencia de molineros en Buenos Aires para formular las medidas tendientes a mejorar la industria. La calidad y la reputación del producto argentino fueron mejorando en forma gradual y, favorecida por su proximidad al mercado, la harina de la zona del Río de la Plata comenzó a vencer en la competencia con Estados Unidos. Prueba de ello fue el hecho de que este país se sintió obligado a ayudar a su propia industria harinera: en 1904. bajo presión diplomática, el gobierno brasileño anunció una reducción tarifaria del 20 % sobre la harina norteamericana, a cambio de un trato preferencial para el café brasileño Pero la harina argentina continuaba ganando terreno. En 1907 el producto norteamericano sólo pudo encontrar mercado en los puertos más septentrionales de Brasil, donde resultaba favorecido por el costo del transporte, Los papeles se habían invertido, pues la Argentina exportaba entonces casi cinco veces más harina a Brasil que Estados Unidos.34 La presión posterior ejercida por este último país en 1910 amplió aun más la reducción tarifaria de su trigo, llevándola al 30 % pero sin efectos perceptibles sobre el comercio.

Entre tanto el problema de las exportaciones de harina argentina presentaba otro aspecto, que a la larga resultaría decisivo. Brasil, así como algunos países europeos, comenzó a desarrollar y estimular deliberadamente sus propias industrias harineras mediante el simple expediente de reducir las barreras tarifarias sobre el trigo y elevarlas sobre la harina. Esta forma de discriminación impidió que la Argentina ampliase su propia industria molinera por medio del comercio de exportación. En 1903 el 50 % de las necesidades brasileñas era abastecido por los molinos de San Pablo y de Río de Janeiro. Aunque el producto argentino, favorecido por los bajos costos de los fletes, continuaba entrando en el mercado brasileño, los intereses molineros de Río y San Pablo impidieron todo aumento importante. En tales condiciones, las exportaciones de harina argentinas se estabilizaron alrededor de las 100.000 toneladas anuales, absorbidas en su mayor parte por Brasil. Por consiguiente, en términos prácticos, la industria harinera se limitaba en gran medida al mercado local, que consumía aproximadamente 700.000 toneladas anuales. En su crecimiento el desarrollo de la industria era paralelo al del trigo: de la economía aldeana a las colonias de Santa Fe, y finalmente a la centralización en Buenos Aires, Pero en el terreno comercial, la harina, incapaz de superar las barreras tarifarias o las posibilidades molineras de Europa, en ocasiones más baratas y mejores, siguió siendo un producto de consumo local.

La manipulación  venta de la cosecha de trigo se extendían y desde la chacra hasta Europa. En el término de una década la Argentina se convirtió en una importante productora mundial y recogió enormes beneficios económicos gracias al comercio del trigo. Pero las semillas degeneradas, las bolsas podridas, los ranchos de barro, los sudorosos estibadores y los cereales sucios siguieron arrojando su sombra sobre el país y reflejando los defectos del sistema argentino de posesión de la tierra, de los agricultores atraídos a la Argentina y de la actitud de un gobierno y de un pueblo.

 

 

 

Capítulo VII

POLÍTICA GUBERNAMENTAL

TIERRA, INMIGRACIÓN Y TARIFAS

 

LAS ACTITUDES y la política del gobierno tuvieron un efecto crucial sobre el desarrollo económico argentino de fines del siglo XIX. Los dogmas económicos liberales dominantes desalentaban toda dirección o control activos de la estructura económica por el gobierno. Las autoridades nacionales y provinciales hicieron muy poco para intervenir en los períodos de prosperidad económica de 1882-1889 y 1904-1912, o en las depresiones subsiguientes. Pero la tradición de autoritarismo, e inclusive de paternalismo, heredada del período colonial no permitía al gobierno desconocer su influencia sobre el escenario económico. Con frecuencia la falta misma de acción o el hecho de no establecer reglas y procedimientos tenía un efecto tan inmediato como las reglamentaciones mercantilistas de un siglo antes, o los controles de cambio de una generación posterior.

Ya se han presentado en los capítulos precedentes algunos aspectos de la actitud argentina en cuanto al problema de la tierra. El dominio público había sido tradicionalmente entregado a la propiedad privada antes de que hubiese la más remota posibilidad de su utilización u ocupación. Si existió detrás de esta acción alguna consideración práctica, fue la de que el futuro de la Argentina se basaba únicamente en sus industrias pastoriles: la pampa, ocupada por vastos rebaños de vacunos, ovinos y equinos, y unos pocos hombres.

Desde la colonización permanente de Buenos Aires en 1580, la tierra había representado la única forma disponible de riqueza pública en la zona costera. La Corona antes, y más tarde los primeros gobiernos provinciales y nacional, se basaron en esta reserva aparentemente inagotable para recompensar a funcionarios, dirigentes políticos y empresarios. Pero la tierra misma tenía tan poco valor intrínseco, que las unidades, para concesiones o para venta, debían ser enormes. La unidad más pequeña de la economía pastoril era la suerte de estancia, que medía 19 kilómetros cuadrados, o 1875 hectáreas, y equivalían económicamente a unas pocas hectáreas en una zona agrícola. En los siglos XVIII y comienzos del XIX la capacidad más optimista atribuible a semejante unidad era la de 900 cabezas de ganado vacuno, de las cuales a su vez podía esperarse que produjesen 90 cueros por año, es decir, un ingreso insignificante.1 Cuando a esto se agregaba la falta de trasportes, la orientación urbana de la población hispánica, el acosamiento por los indios hostiles y el atraso de la explotación pastoril, sólo los dueños de cientos y aun miles de kilómetros cuadrados podían abrigar la esperanza de sobrevivir, en términos económicos. Y recordemos que había muy pocos incentivos para colonizar estas tierras. Cuando mucho, los propietarios privados las poblaron sólo de vacas y ovejas.

Durante todo el siglo XIX la orientación pastoril de la economía litoral argentina continuó estimulando el traspaso de enormes porciones del dominio público, tanto dentro como fuera de la frontera india, a particulares. So1o durante un período, en la década del 20, trató la administración de  Rivadavia de arrendar tierras públicas, en lugar de venderlas. Proposiciones de tan largo alcance fueron rápidamente anuladas por los intereses del gobierno de Rosas, y aunque las autoridades políticas cambiaron a mediados de siglo, la política de tierras continuó vinculada a las tradiciones pastoriles. La pobreza y la falta de ingresos reforzaron la actitud de que las tierras públicas debían ser utilizadas para obtener fondos o para recompensar a los políticos. No es accidental que las más importantes figuras políticas y militares de esos años fuesen terratenientes tales como la familia López en Santa Fe, los Urquiza en Entre Ríos, los Taboada en Santiago del Estero, las familias Rosas y Fernández, y los Anchorena y Álzaga en Buenos Aires.

A medida que la economía argentina comenzaba a mostrar señales de cambio en la década del 60, se escucharon algunas protestas contra la irreflexiva enajenación del dominio público. Y sin embargo a pesar de los esfuerzos de presidentes como Bartolomé Mitre, Domingo F. Sarmiento y Nicolás Avellaneda, o de gobernadores tales como Patricio Cullen y Nicasio Oroño en Santa Fe, para modificar la tradicional política de tierras, muy pocos de los miembros de la élite se mostraron deseosos de cambiar las prácticas que les habían granjeado riqueza y poderío, y que prometían para el futuro compensaciones aun mayores. Un indicio de esta actitud fue la recepción poco entusiasta ofrecida a los inmigrantes agrícolas, y su relegamiento a las zonas marginales o de frontera. Aun con la experiencia de las colonias de Santa Fe al alcance de la mano, se hizo caso omiso de las advertencias de que los gobiernos provinciales no debían seguir dilapidando sus reservas territoriales. Sólo en 1875 un ministro del Interior envió una circular a las autoridades provinciales, estimulándolas a entregar tierras a los inmigrantes. La respuesta fue significativa: Mendoza y Corrientes -las únicas provincias que contestaron- les destinaron tierras en sus remotas y desguarnecidas fronteras indias.[2]

 La discusión contemporánea que se desarrollaba en Buenos Aires, en cuanto a la legislación de tierras de Estados Unidos, expresó con suma claridad la actitud argentina respecto de la política territorial. Como en el caso de las empresas de colonización, los periodistas y los políticos aplaudieron la idea en sus aspectos teóricos. El nuevo Ministerio de Agricultura publicó su primer informe anual en 1872 con el siguiente resumen:

"Entre las muchas medidas adoptadas allí [en los Estados Unidos] para favorecer no sólo al inmigrante, sino a las clases menos acomodadas, la ley del domicilio (Homestead Law) ha dado muy buenos resultados, poblándose rápidamente a consecuencia de la misma, extensos territorios poco tiempo ha completamente desiertos. Dicha ley asegura en propiedad a cada ciudadano, o a las personas inscriptas en el registro cívico como aspirante a la ciudadanía, 160 acres (cuarenta cuadras cuadradas), por sólo el insignificante costo de la escrituración. Una medida análoga, aplicada con e conocimiento de nuestros recursos y nuestras necesidades, produciría acaso los mismos beneficios de que se envanece la gran República del Norte."[3]

Nueve años más tarde, un artículo de Anales de la Sociedad Rural se esforzaba por señalar que la Argentina podía aplica la legislación de tierras con un beneficio aún mayor que el obtenido por Estados Unidos, puesto que sus tierras eran más baratas y estaban más cerca de las ciudades.[4] Y de la misma publicación: "La propiedad de la tierra [por el pequeño propietario] es nuestra necesidad del presente, y será imperiosa en un porvenir no lejano."[5] Pero la defensa de la legislación de tierras y su aplicación al escenario argentino eran cosas muy distintas. Cuando el Congreso nacional aprobó finalmente una ley de tierras" en 1884, sus cláusulas se limitaban a las tierras de pastoreo situadas al sur de la frontera recientemente conquistada del río Negro. Los ciudadanos podían obtener 600 hectáreas si ocupaban la tierra y la mejoraban en el plazo de cinco años. En apariencia la legislación tendía a trasformar en propietario al gaucho que ya iba desapareciendo. Pero 600 hectáreas constituían una unidad demasiado pequeña para mantener el pastoreo de ovejas en la desierta costa patagónica, y aunque la ley no fue derogada hasta comienzos de siglo, muy pocos se presentaron a solicitar concesiones en tierras fiscales.

Las mejores intenciones fueron repetidamente deformadas para adaptarlas a los intereses de la élite política y terrateniente argentina. En Octubre de 1876 se promulgó la primera legislación amplia de tierras nacionales.[6] En el papel, aparecía como un modelo de sabiduría. Fue redactada bajo la supervisión del presidente Avellaneda, un hombre que había escrito su tesis de abogado sobre el tema de la legislación de tierras del dominio público, y que demostró constantemente su preocupación por la inmigración y la agricultura. Las tierras nacionales eran divididas en sectores de 40.000 hectáreas y subdivididas en lotes de 100 hectáreas. Ocho lotes de cada sección se reservaban para un pueblo y tierras municipales. Los 100 primeros lotes de cada sección serían distribuidos gratuitamente a los inmigrantes, en tanto que los demás se venderían (a un máximo de cuatro lotes por persona) a un precio común pagadero en cuotas en 10 años. Para dirigir la administración se creó, bajo la dependencia del Ministerio del Interior, la Oficina de Tierras y Colonias. Como la colonización, la inmigración y las tierras fiscales se encontraban estrechamente vinculadas en la filosofía, de la ley, se otorgaron todas las facilidades posibles a los proyectos de colonización. Se estimuló a las provincias para que cediesen tierras al gobierno nacional con vistas a su colonización. Determinadas cláusulas permitían a las compañías colonizadoras privadas elegir, deslindar, subdividir y colonizar tierras por su propia cuenta. Pero los especuladores utilizaron estas cláusulas, en especial la última, para convertir la ley Avellaneda en una burla. Durante sus veinticinco años de existencia, sólo 14 de las 225 compañías colonizadoras que recibieron concesiones de tierras, cumplieron con las exigencias de colonización y subdivisión.[7] La actitud de un concesionario, que en 1889 peticionó al Congreso para que, en lugar de las 250 familias que supuestamente debía asentar en la tierra, se le permitiese introducir algunas vacas, es típica en ese sentidos.[8]

La conquista del desierto, la expedición militar de Roca contra los indios pampeanos en 1879-1880, duplicó las dimensiones de la provincia de Buenos Aires y agregó enormes superficies a las tierras fiscales nacionales al sur del río Negro. Esta nueva riqueza territorial fue distribuida en la forma tradicional: vendida o entregada a terratenientes establecidos, o a especuladores adores, en vastos lotes, por la cifra irrisoria que valía en ese momento. Gran parte del costo militar de la expedición fue sufragado con bonos redimibles en tierras públicas, en el plazo de  cinco años. A medida que el deslinde de tierras avanzaba con la frontera, los tenedores de estos bonos elegían sus lotes, al costo de un bono o 400 pesos de plata por legua cuadrada. Cuando las tierras fueron ofrecidas en subasta pública en Noviembre de  1882, cada comprador debía limitarse en teoría a 40.000 hectáreas, que en ese momento valían apenas unos pocos centavos por hectárea, pero los especuladores usaron agentes o nombres ficticios para eludir inclusive la barrera de ese límite.[9] El auge económico de 1882 -1889 no hizo más que apresurar la enajenación de  las tierras fiscales. Los grupos comerciales de Buenos Aires, los inversores extranjeros y los intereses especulativos adquirieron enormes extensiones de tierras, no sólo en la pampa, sino también en la Patagonia, Misiones y el Chaco. En 1903, cuando el Congreso promulgó finalmente una legislación territorial amplia y eficaz, para clasificar las tierras fiscales como de pastoreo, de  agricultura o forestales, y para estipular su arriendo o venta sistemáticos, el daño ya estaba hecho. Toda la región de la pampa había pasado hacía ya tiempo a manos privadas, para ser retenida en ellas con vistas a la especulación, la inversión o el prestigio, pero no para convertirse en propiedad de quienes cultivaban la tierra.

A fines de siglo las autoridades nacionales o las provincias litorales no se encontraban ya en condiciones de  formular una política de tierras adecuada a las necesidades del inmigrante o del pequeño agricultor. Los gobiernos ya lo poseían tierras en las zonas agrícolas. Al mismo tiempo, las técnicas pastoriles y agrícolas perfeccionadas valorizaron la pampa. El terrateniente no estaba dispuesto a separarse de parte alguna de sus enormes posesiones, por lo menos a un precio que pudiese amortizar un inmigrante pobre. A principios del siglo xx se produjeron subdivisiones de fincas en respuesta a la creciente elevación de los precios de la tierra. Pero tales subdivisiones no hacían otra cosa que crear posesiones más pequeñas, que eran compradas por hombres de  la ciudad, por inversores y especuladores, para ser luego arrendadas al agricultor. El surgimiento del agricultor arrendatario fue la herencia directa de  esta política territorial tradicional.

El cementerio de leyes de  tierras abortadas fue tan significativo como las leyes realmente sancionadas. El poder político del terrateniente argentino se había ampliado desde la época de  Rosas y Urquiza, y sus intereses se conmovían sensiblemente cada vez que el Congreso o los políticos se ocupaban del problema de la tierra. Aun esa organización tan esclarecida de  ganaderos, la Sociedad Rural, cerró filas contra las proposiciones presentadas por el presidente Sarmiento, de expropiar y distribuir tierras adecuadas para la agricultura La ley que estipulaba la entrega a los agricultores de  pequeños lotes de tierras públicas provinciales, murió de  una muerte igualmente rápida en la legislatura de Buenos Aires, en 1875. Sólo en 1887, en tina ley de Centros Agrícolas, tuvo en cuenta a los agricultores esa provincia de  mentalidad pastoril. Y aun así, los que se beneficiaron con la ley no fueron éstos, sino los terratenientes. Las cláusulas de dicha legislación permitían al dueño obtener créditos en los bancos oficiales, sobre la base de la promesa de  subdividir y  colonizar una porción de sus tierras. Muy pocos terratenientes establecieron en realidad las colonias prometidas. La mala fe, las dificultades en lo referente a la ejecución de las cláusulas y la depresión explican la tan frecuente escena descrita por un viajero británico a comienzos de la década del 90:

"Yo había tomado nota de este mismo terreno como de uno de los lugares por el cual un Banco Hipotecario había hecho un importante anticipo, de acuerdo con la ley de Centros Agrícolas. Examiné con cuidado la sede del supuesto centro agrícola, y la fracción asignada al municipio cuyo magnífico plano había visto, en el papel, antes de salir de Buenos Aires. El resultado de mis investigaciones me llevó al descubrimiento, aquí y allá, de tinas cuantas estacas clavadas en el suelo, colocadas allí cuando la tierra fue deslindada, pero aparte de esto no se veían rastros de esfuerzo alguno para poner en práctica las condiciones sobre cuya base se había adelantado el dinero."[10]

El ministro británico en la Argentina llegaba a la siguiente conclusión: "El principio de la ley y las ventajas que ofrece son indiscutibles. Por desgracia, ha servido como medio para obtener dinero con falsos pretextos. La historia de estos centros agrícolas es una historia de fraudes, falsas declaraciones, sobrevaluación e incumplimiento de contratos."[11]

Durante la década del 90, citando ya había quedado demostrado con claridad el valor del inmigrante y de la agricultura para la Argentina, las legislaturas provinciales y los periódicos locales discutieron acerca de la forma de utilizar la porción agrícola de las tierras fiscales en rápida desaparición. La consecuencia de ello fue una profusión de ideas, folletos y discursos, pero los torrentes de elocuencia no dieron nacimiento a medidas prácticas. Un proyecto para reelaborar y fortalecer las cláusulas de la ley Avellaneda de 1876 fue presentado, en el Congreso en 1896, pero terminó rechazado después de larga discusión. Con mayor rapidez aun se rechazó la proposición de imponer un tributo progresivo sobre las tierras ociosas o no explotadas, con superficies mayores de 10.000 hectáreas.

Los esfuerzos del gobierno nacional para establecer agricultores en tierras públicas fueron pocos y generalmente desdichados, y ayudaron a consolidar un repudio casi total contra las medidas oficiales de colonización. En 1875-1876 la legislación permitió a las provincias entregar colonias o tierras de colonización a las autoridades nacionales. En esos años la situación de depresión económica en la Argentina hizo que varias colonias marginales -General Alvear y Villa Libertad en Entre Ríos, y Sampacho y Caroya en Córdoba- pasasen a manos de la vaga supervisión de las autoridades de Buenos Aires. Pero la colonización oficial, aun de acuerdo con la ley Avellaneda de 1876, quedó limitada en gran medida a los territorios nacionales, y afectó muy poco a la zona agrícola o triguera.

Este mismo alejamiento permitió que la Oficina de Tierras y Colonias de Buenos Aires se granjease una monumental reputación de burocracia y corrupción. En 1899 la Review of the River Plate revelaba desagradables actividades de ciertos burócratas y políticos:

"En teoría, cualquier nuevo colono puede obtener una concesión de tierras, y si se dirigiera a la oficina de Tierras y encontrara un funcionario que hablara su idioma, se sentiría grandemente impresionado por la liberalidad del gobierno argentino. Pero cuando pone a prueba esa liberalidad en la práctica, sus opiniones pueden sufrir una modificación sumamente desagradable. Después de derrochar tina increíble proporción de tiempo y paciencia, quizá pedirá consejo a algún amigo y comprará tierras a algún particular en lugar de seguir rondando las oficinas del gobierno sin provecho alguno. Sabemos, en rigor, que han sido necesarios dos o tres años para obtener del gobierno el derecho de arrendar tierras por las cuales no existía puja ninguna, y ello a pesar de que se habían utilizado los servicios de un agente especializado en trámites  gubernamentales en tales."[12]

Esta situación fue empeorando cada vez más, hasta que el escándalo estalló en octubre de 1910. Una amplia investigación parlamentaria reveló que los burócratas de la Oficina de Tierras y Colonias habían neutralizado los pequeños beneficios que las leyes nacionales podían proporcionar al inmigrante o agricultor. La principal preocupación de los funcionarios había sido la de continuar la tradición de trasladar enormes concesiones del dominio público a la propiedad privada, y llenarse al mismo tiempo los propios bolsillos. Un caso típico fue el de la Sociedad Germano-Argentina, que pidió seis mil leguas cuadradas en el territorio de Santa Cruz. Al principio el pedido fue bruscamente rechazado. Luego apareció el habitual intermediario, en este caso un íntimo del presidente Figueroa Alcorta, e informó a la compañía que todo podía arreglarse mediante el reducido incentivo de cien mil pesos.[13] El único beneficio inmediato que el pequeño chacarero obtuvo del escándalo fue la creación de oficinas de tierras regionales en los territorios de La Pampa, Río Negro, Neuquén, Chubut, Santa Cruz y Misiones. Seguía necesitando un intermediario, pero por lo menos ya no tenía que recurrir a uno de la lejana Buenos Aires.

De tal modo, el inmigrante agricultor y el pequeño chacarero encontraron muy poco estímulo en la política y legislación de tierras argentinas. La tierra era la riqueza fundamental del país, pero la incompetencia de los gobiernos y la rapacidad de los políticos y especuladores habían entregado ese potencial a la propiedad privada cuando casi no tenía valor. La mayoría de los terratenientes adoptaron una actitud pasiva hacia sus posesiones, y con frecuencia las dejaban abandonadas, Esperaron que el gobierno eliminase la amenaza de los indios, que el capital británico construyese ferrocarriles, que los administradores irlandeses o ingleses aumentasen su stock pastoril, que los aparceros italianos levantasen las cosechas. Su espera fue ampliamente recompensada, pues el valor de sus extensas posesiones ascendió, de varios pesos por kilómetro cuadrado a valores del tenor de cientos de miles o aun millones de pesos, en medio siglo. Cuando la agricultura demostró el valor de esas tierras, el agricultor ya no podía ser dueño de ellas. Hubo honrosas excepciones a esa tradición de aristócratas terratenientes improductivos: dirigentes visionarios de la industria pastoril, agrupados en la Sociedad Rural; dirigentes conscientes en el gobierno, hombres abnegados en el comercio y el periodismo. Pero la Nación se perjudicó porque esos hombres no pudieron imponer oportunamente sus puntos de vista y, por el contrario, la evolución económica recompensó a los propietarios de gigantescas extensiones desocupadas en una frontera lejana.

La política de inmigración evolucionó en la Argentina de la misma manera que la política de tierras: bajo el impacto del rápido desarrollo económico y de la imposibilidad de imponer medidas de largo alcance sobre una economía liberal, de laissez faire. Así como hubo infinidad de publicistas y estadistas que señalaron que una nación de pequeños propietarios de tierras equivaldría a prosperidad y democracia, así también hubo legiones que predicaron la necesidad de que los inmigrantes llenasen los desiertos y diluyesen la barbarie M interior argentino. Después de la caída de Rosas, a mediados de siglo, todos los políticos aceptaron esta necesidad como axiomática. Pero todos los esfuerzos prácticos para atraer la inmigración se mostraron muy retrasados respecto de esos ideales, de los proyectos y de la oratoria.

La era moderna de la inmigraci6n argentina, una revolución cultural en la zona litoral, comenzó en 1870 (Cuadro 1). Antes de esa fecha hubo un constante aflujo de europeos a Buenos Aires; las malogradas empresas colonizadoras de Rivadavia y los establecimientos suizos en Santa Fe, pero los inmigrantes no poblaron los desiertos. Para mediados de siglo casi el 45 % de los habitantes M puerto de Buenos Aires eran extranjeros, que también se hallaban diseminados en otras ciudades costeras. Pero la anarquía, la inseguridad de la vida y de la propiedad, el odio a los "gringos", la falta de oportunidades económicas y la soledad sirvieron para hacer que el extranjero que se aventuraba a llegar a las costas argentinas se quedase en la ciudad de Buenos Aires, o cerca de ella, pues allí las mencionadas desventajas, si no estaban totalmente ausentes, eran mínimas.

Comparada con décadas anteriores, la del 70 fue favorable para la inmigración. El final de la guerra con el Paraguay, el ascenso del intercambio, las crecientes inversiones extranjeras en ferrocarriles, comercio, industria y tierras, y la consolidación de un gobierno nacional bajo la hegemonía de Buenos Aires tendieron a atraer una pequeña parte del torrente emigratorio que salía de Europa y se dirigía a Estados Unidos y Australia.

Pero la Argentina no logró dirigir o estimular la inmigración durante esa década, y el país tuvo que esperar el auge económico de 1882-1889 antes que comenzara a cambiar en forma radical la composición de las provincias costeras. Los agentes de inmigración en Europa aumentaron, de cinco en 1869 a trece en 1870 y veinte en 1871. Pero muy pocos tenían el calibre del colonizador Beck - Bernard, quien había regresado como agente a Suiza. La mayor parte de ellos sucumbieron ante un sistema que los recompensaba de acuerdo con el número de inmigrantes que proporcionaban. En ese sentido contaron con la admirable ayuda de los gobiernos italiano, español e inglés, que se mostraron encantados de subsidiar la exportación de sus indeseables.[14] Durante varios años la Argentina fue el vaciadero de mendigos y lisiados. Un informe al Foreign Office británico indicaba que el efecto de la política de inmigración consistió en verter la hez de las grandes ciudades italianas a las calles de Buenos Aires.[15]

No existía una agencia oficial responsable de la inmigración, aunque la supervisión general caía bajo la jurisdicción del Ministerio del Interior. Una junta de particulares, designada en 1863, como comisión de inmigración, luchó con valentía contra la infinidad de problemas. Sus informes subrayaban constantemente el peligro que representaba permitir que quienes seguían llegando permaneciesen en las ciudades, incitaba a establecer hoteles de inmigrantes en los centros provinciales, abogaba por el otorgamiento de trasporte gratuito de los inmigrantes a las colonias agrícolas e insistía en la promulgación de una ley de colonización. Pero la comisión no pudo realizar progresos siquiera en el sencillo problema de la recepción de los inmigrantes. Los indigentes eran instalados durante una semana en el Asilo de Inmigrantes, un corral sucio y mal ventilado, ubicado en el centro mismo de Buenos Aires, en la calle Corrientes. Luego se los dejaba en libertad para que atestasen los barrios bajos y los conventillos de la ciudad. Repetidas proposiciones de creación de un nuevo asilo fueron rechazadas por el gobierno, y la caridad resultaba insuficiente para compensar la negligencia oficial: cuando la comisión solicitó contribuciones a 900 destacados porteños, sólo logró agregar 100 apellidos a su lista anterior de 100 suscriptores.[16] Durante la grave epidemia de cólera de 1871 las autoridades no proporcionaron servicios médicos ni medidas de cuarentena a los inmigrantes que llegaban. A fines de 1873, diez años después de su establecimiento, la comisión renunció, incapaz de impulsar al gobierno a la acción, pese a la inminente llegada de 15.000 inmigrantes europeos y a la amenaza de una segunda epidemia de cólera. Al mismo tiempo la crisis mundial de 1873 repercutió en la zona del Río de la Plata, y la diferencia entre las cifras de inmigración y emigración descendió, de 58.000 en 1873, a 16.000 en 1875, a 17.000 en 1876 y a 18.000 en 1877. Dada la escasa dirección o ayuda oficiales para instalarlos en el campo, los inmigrantes se estancaban en Buenos Aires y llevaban una magra existencia como vendedores de frutas, lustrabotas, mozos de cordel o mendigos.

El auge económico de la década del 80 proporcionó a la inmigración el ímpetu que el gobierno argentino no había podido darle hasta entonces, Hacía falta mano de obra para construir ferrocarriles y casas, para cargar trenes y barcos, para trabajar en la industria, para levantar las cosechas. La Oficina de Trabajo, fundada en 1872 como la única contribución del gobierno al problema de la inmigración, elevó el porcentaje de inmigrantes ubicados fuera de la ciudad de Buenos Aires, del 10 % de comienzos de la década del 70, al 40 % en 1889.[17] Hasta 1888 los gastos anuales del gobierno para inmigración siguieron siendo los mismos que en la década del 70. Y sin embargo la diferencia entre inmigrantes y emigrantes siguió aumentando de 28.000 en 1878 a 43.000 en 1882, 79.000 en 1886 y 107.000 en 1887, a favor de los primeros. En los dos últimos años del auge, 1888 y 1889, el gobierno nacional sucumbió a la entusiasta demanda de más y más trabajadores, e invirtió 5.500.000 pesos en 125.000 pasajes libres.[18] La inmigración respondió y llegó a 220.000 en 1889.

La década del 80 agregó 846.000 inmigrantes más a la población, y el censo de 1895 revela que la cuarta parte de los 4.000.000 de habitantes habían nacido en el extranjero. Pero la inmigración de la década del 90 no podía compararse con la década anterior de auge económico. En el año de crisis de 1890 la diferencia anual descendió a 30.000 y el año siguiente mostró una salida neta de 30.000. Los salarios se encontraban muy retrasados respecto del costo de los alimentos y la vivienda. Hacia 1895 los salarios reales habían descendido casi el 50 % en comparación con los de la década anterior.[19] Aunque, como hemos visto en el capítulo III, esta situación no redujo la expansión agrícola y triguera, el alto costo de la vida en las ciudades de la costa disminuyó la inmigración neta a un promedio anual de 50.000. Las cartas de los residentes establecidos y las noticias periodísticas alejaron del Río de la Plata a muchos inmigrantes potenciales de Italia, España e Inglaterra, y ayudaron a explicar la inmigración a Estados Unidos, doce veces más numerosa que la que llegaba a la Argentina.

Durante un corto período de la década del 90, los judíos constituyeron un importante y singular agregado al escenario inmigratorio y agrícola. En 1891 el barón Maurice Hirsch había fundado la Asociación de Colonización judía, una institución filantrópica que debía proporcionar posibilidades de emigración a los judíos rusos. Con el considerable capital de dos millones de libras y la decisión de concentrar sus esfuerzos en las colonias agrícolas de la Argentina, la asociación introdujo la protección y orientación paternales que faltaban por completo en los planes de inmigración, oficiales o privados. Se planearon y establecieron sistemáticamente colonias en Santa Fe, Entre Ríos y Buenos Aires. El futuro colono recibía tierras que debían ser pagadas en cuotas durante veinte años. Obtenía anticipos para herramientas, semillas y alimentos; alquilaba equipos de trilla; hacía todas las compras y vendía todas las cosechas por intermedio de la asociación. En muchos casos la supervisión llegaba a incluir instrucciones en cuanto a lo que había que plantar y cuándo era preciso hacerlo. Para no enredarse en los tribunales argentinos, todas las querellas civiles eran solucionadas por tina junta de arbitraje con sede en París. En una década entraron en la Argentina 17.000 judíos rusos, la gran mayoría de ellos bajo los auspicios de la asociación, y fueron ubicados en las tierras. La creación de esas comunidades culturalmente aisladas en el campo argentino fue severamente criticada en la prensa nacional. Pero dada la extrema pobreza de los colonos y su total ignorancia en cuestiones agrícolas, la orientación paternal que les prestaba la asociación fue una bendición, no sólo para ellos, sino también para la Argentina.

Aun después de principios de siglo las cifras de inmigración fueron inferiores a lo que esperaban y ansiaban las autoridades argentinas. El burócrata, el hombre de negocios o el terrateniente argentinos, en especial los de origen inmigrante, dieron la bienvenida al campesino europeo como herramienta necesaria para construir la grandeza económica de la Argentina.

Pero no lograron imbuirse de suficientes sentimientos o comprensión con respecto a las masas harapientas, sucias, analfabetas y en apariencia estúpidas que bajaban de los barcos. Todos los proyectos, discusiones y leyes vinculados con los inmigrantes reflejan ampliamente ese espíritu. En 1896 el Congreso discutió con seriedad y, Anales de la Sociedad Rural publicó el debate, un premio de veinte mil pesos por el diseño de un barco que pudiese llevar ganado en pie a Europa y traer inmigrantes en su viaje de regreso.[20] En 1903 el temor a la agitación anarquista hizo que el Congreso promulgase una ley de Residencia de Extranjeros, que autorizaba la expulsión arbitraria de cualquier gringo  que disgustara a las autoridades. El hecho de que el pequeño agricultor tuviera que conformarse con la ocupación de la tierra, sin la propiedad de la misma, los pesados y desiguales impuestos que recaían sobre las pequeñas propiedades, la arbitrariedad de las autoridades rurales (que se analiza con más detenimiento en el capítulo IX), fueron igualmente otras tantas expresiones de actitudes nacionales. Como el principal motivo que tenía el inmigrante para venir a la Argentina era el de la ganancia económica, tales actitudes no impidieron que siguieran llegando en épocas de prosperidad. Pero durante los períodos de crisis o de desarrollo moderado, las cifras de inmigración neta reflejaban la comprensión europea de que las oportunidades eran mayores en Brasil, Canadá, Australia o Estados Unidos, y el resentimiento contra medidas restrictivas tales como la ley de Residencia.

Un segundo auge económico, que duró de 1904 a 1912, revivió la inmigración en la Argentina. Su efecto sobre la inmigración neta fue casi el doble que el de la expansión en la década del 80. En el período 1904 -1913 se sumaron a la población más de 11.500.000 europeos, y para el censo de 1914 casi la tercera parte de los 8.000.000 de habitantes de la Argentina habían nacido en el extranjero. Pero, una vez más, las autoridades nacionales tuvieron poca influencia sobre esta oleada de mano de obra europea. En 1898 una Oficina de Inmigración, dependiente del Ministerio de Agricultura recientemente establecido, se hizo cargo de las funciones de la anterior Oficina de Trabajo. La absorción de la afluencia de golondrinas que llegaban para la cosecha era dinámica: los trabajadores, que desembarcaban por la mañana, eran rápidamente inscritos y antes de que terminase el día se los introducía en vagones cerrados o abiertos para que hicieran el viaje gratuito y relativamente breve hasta los trigales. La Oficina de Inmigración también administraba el Hotel de Inmigrantes, servía de cámara compensadora para la distribución de empleos y enviaba a los recién llegados a sus puestos de trabajo en todo el país. Pero a despecho de la admirable labor de su director Juan A. Alsina, que convirtió a la Oficina de Inmigración en el departamento más eficiente del gobierno, las actitudes básicas hacia los inmigrantes cambiaron muy poco. Inclusive la construcción de un nuevo hotel de inmigrantes en Buenos Aires, sumamente necesario, tuvo que esperar hasta 1910, es decir, hasta cinco años después de la aprobación concedida por el Congreso. En repetidas ocasiones se postergaron los planes para la construcción de un hotel similar en Rosario, y el único motivo de que Bahía Blanca tuviese uno fue el hecho de que un particular, Ricardo Rosas, lo construyó a su costa para entregarlo luego, en 1911, a la Oficina de Inmigración.[21] La depresión económica que comenzó en 1913 y el estallido de la Primera Guerra Mundial redujeron la inmigración a la mitad y luego a la cuarta parte de las cifras récord de la época de auge, y durante dos años la convocatoria de reservistas italianos contribuyó a una pérdida neta de más de 60.000 hombres por año.

Como sucede con frecuencia en países formados por la inmigración, el extranjero se mantenía al principio fuera de la cultura nacional. Durante gran parte del siglo XIX, la ciudadanía extranjera e Inclusive la vaga protección de una bandera de otro país constituían evidentes ventajas, buscadas y conservadas con avidez. Los inmigrantes venían a hacer dinero, a trabajar, no a enredarse en los sucesos del escenario local. La inestabilidad reforzaba este alejamiento. Pocos inmigrantes llegaban a la Argentina con intenciones de quedarse. Aun los que no eran golondrinas abrigaban la esperanza de reunir una pequeña fortuna y volver a su patria al cabo de varios años.

En términos de religión, lenguaje, vestimenta y alimentación, los grupos más importantes, los italianos y los españoles, necesitaron muy poco para adaptarse en el plano cultural. Por cierto que los italianos hasta llegaron eventualmente a modificar las costumbres argentinas: agregaron distintas clases de pastas y fideos a la cocina nacional; incluyeron expresiones y palabras italianas en el idioma hablado; crearon el lunfardo, dialecto de los barrios bajos de Buenos Aires, y revolucionaron la arquitectura urbana. Pero en las ciudades los extranjeros, italianos y españoles tanto como franceses, alemanes e ingleses, formaban sus propios grupos, tenían sus clubes, escuelas y periódicos propios. Se apiñaban, junto con sus compatriotas, en los conventillos, o se adueñaban de ciertos barrios. La Boca, zona portuaria del sur de Buenos Aires, se convirtió en un distrito totalmente italiano. Los comerciantes y hombres de negocios británicos convirtieron a Hurlingham, un suburbio del oeste de Buenos Aires, y a Belgrano, al norte, en pueblos ingleses. Vascos, catalanes, italianos y franceses se unían en sociedades de ayuda mutua. Los alemanes, británicos, españoles y franceses tenían sus hospitales propios para la atención de sus connacionales. Alemanes y británicos mantenían escuelas particulares, que se encontraban sin embargo bajo la fiscalización remota del Ministerio de Educación. Polígonos de tiro suizos, asociaciones de canto alemanas, círculos garibaldinos, fueron fundados en todas las ciudades de la costa. Para finales de siglo cada tino de los grandes grupos de inmigrantes poseía por lo menos un periódico.

Aunque el autoaislamiento de estos grupos extranjeros era fuerte, se disolvió con la segunda generación, los hijos de los inmigrantes que crecían en tierra argentina. Por lo menos en las ciudades, el sistema educacional estimuló la asimilación. Después de 1896 toda la instrucción escolar debía hacerse en castellano, y aun en las colonias suizas o alemanas desapareció con rapidez el espectáculo de niños argentinos que no sabían pronunciar una palabra en castellano. Más eficaz todavía fue la necesidad psicológica de estos europeos de la segunda generación, de demostrar que eran más argentinos y nacionalistas que los argentinos nativos. Considerados ciudadanos por el hecho de haber nacido en el país, rechazaban con violencia todo lo que vulnerase su derecho a un "argentinismo" puro. A mentido se negaban a hablar el idioma de sus padres. Se desprendieron de todas las características culturales que pudieran vincularlos con el extranjero. Como en general los padres hablan llegado analfabetos y pobres, no educaban a sus hijos de modo que apreciaran las tradiciones europeas. Sólo los que tenían una sólida base económica y cultural asegurada, como los técnicos, administradores o comerciantes ingleses y alemanes, pudieron mantener el aislamiento cultural durante las generaciones siguientes y crear una comunidad separada, como la de los anglo-argentinos. Pero no fueron estos grupos pequeños y segregados quienes construyeron la Argentina moderna, sino los hijos de italianos y españoles atraídos por los períodos de auge económico de la década del 80 y el 900. Cuando estas generaciones en su madurez llegaron a los puestos gubernamentales, a las legislaturas y universidades en la época que va de 1920 a 1950, impusieron al país, a su vez, nuevos valores de nacionalismo.

En el campo el inmigrante no podía constituir un grupo social o cultural con sus compatriotas, corno lo había hecho en la ciudad. La mayoría de las colonias eran empresas económicas, y sólo de vez en cuando, como en el caso de las primeras colonias de Santa Fe o de la Jewish Colonization Association, proporcionaron unidad religiosa y cultural. La agricultura extensiva de arrendatarios ni siquiera permitía la unidad o el contacto accidental. El aislamiento y la inestabilidad mismos de la vida del agricultor inmigrante demoraron su asimilación a la cultura nacional, no porque formase grupos fuera de esa cultura, sino porque él mismo estaba muy alejado de ella. Las escuelas y el culto del patriotismo a menudo vio llegaban hasta sus hijos, y la violenta manifestación del nacionalismo argentino, tan evidente entre la segunda generación urbana, no se hizo perceptible en los distritos rurales.

En vista de la tendencia de los inmigrantes a aferrarse a su origen europeo, no resulta sorprendente que pocos de ellos se hiciesen ciudadanos argentinos. De esto también fueron responsables las autoridades nacionales. En alguna medida, el extranjero fue recompensado por seguir siéndolo: "En país alguno del mundo disfruta el extranjero de mayor libertad personal que en la Argentina. Va y, viene, establece su negocio, compra tierra, forma su hogar, goza de todas las libertades que poseen los argentinos, y más, pues no debe servir a la Guardia Nacional y cumplir con una sola obligación cívica."[22] En algunas provincias, especialmente en Buenos Aires, el extranjero podía inclusive votar en las elecciones municipales El procedimiento para convertirse en un ciudadano argentino era bastante sencillo. Sólo hacían falta unos pocos años de residencia, y una declaración en ese sentido ante un juez de paz local. Pero en lugar de hacer que la adquisición de la ciudadanía fuese lo bastante deseable como para esforzarse por obtenerla, y en vez de poner trabas a los que seguían siendo extranjeros, los políticos argentinos argüian que el proceso de naturalización debía ser facilitado aun más. Un proyecto de 1895 habría naturalizado automáticamente a todos los extranjeros con 10 años de residencia en el país, a menos que tomasen en forma deliberada las medidas necesarias para mantener la ciudadanía extranjera. Otro de 1904 sugería la reducción de este período de residencia a cinco años, y otro de 1908 proponía un plazo de sólo dos años si el extranjero se casaba con -un nativo. El hecho de que estos legisladores no tuvieran que seguir ocupándose por el problema se debió a la circunstancia de que los hijos de los inmigrantes superaron muy pronto a los argentinos nativos en la expresión de sentimientos nacionalistas.

Durante el siglo XIX, la política gubernamental con respecto a las tarifas no fue nunca definida con claridad. Parecía como si las autoridades públicas, hostiles a intervenir o a dirigir el desarrollo económico, reaccionaran sólo ante las exigencias mediatas de grupos de presión bien organizados y poderosos.

Hacía tiempo que las industrias locales de las provincias interiores pedían barreras tarifarias para proteger sus productos. Pero el concepto del proteccionismo no se aplicó a la estructura tarifaria argentina hasta la década del 70, y entonces sólo en escala limitada. Antes de esa década las tarifas se cobraban para engrosar las rentas, y por cierto que proporcionaban la mayor parte de los ingresos de los gobiernos provinciales y nacional. Hasta 1869 se cobraba un 18 % neto del valor de las importaciones y el 6 % de las exportaciones; ese año los crecientes costos de la guerra con el Paraguay obligaron a establecer un aumento del 5 y 2 %, respectivamente. Luego, en 1870, se estableció el 20 % como tasa de importación normal; para las bebidas alcohólicas y el tabaco regía una segunda categoría, del 25 %; y otras dos, del 10 % y libre de impuestos, eran destinadas a mercancías consideradas esenciales para aumentar el bienestar nacional.

A medida que la Argentina se acercaba al autoabastecimiento en materia de trigo y harina, los defensores del proteccionismo apoyaron el establecimiento de barreras tarifarias para estimular la producción de esos artículos. La proposición de una unión aduanera con Chile fracasó debido a la sospecha de que estaba destinada a inundar el mercado argentino con trigo y harina chilenos baratos.[23] En Septiembre de 1875 Carlos Pellegrini presentó al Congreso una medida tarifaria para proteger el trigo y la harina. Después de un enconado debate el impuesto del 40 %, sobre el valor de la importación fue reemplazado por una tasa igualmente elevada, de 4 pesos de plata por cada cien kilos de harina, y de 1,60 pesos por cada cien kilos de trigo.[24] Al mismo tiempo, la exportación de estos artículos fue estimulada mediante el expediente consistente en ubicarlos en la lista de los exentos de impuestos. La protección sólo se eliminó después que la Argentina se convirtió en una gran exportadora: de trigo en 1891 y de harina en 1893.[25]

 Aunque no cabe duda que la producción de trigo fue estimulada por la protección en las décadas del 70 y el SO, eventualmente las tarifas resultaron perjudiciales para la agricultura. Todos los años se ponía en vigor una nueva ley tarifaria, cerca de la finalización de las sesiones del Congreso. Los impuestos eran determinados por las necesidades inmediatas de ingresos y por las presiones de las industrias organizadas, antes que por una política general de desarrollo económico. Así, varios terratenientes tucumanos que controlaban los trapiches azucareros pudieron obtener una protección que hizo del azúcar uno de los artículos más costosos del consumo diario y que lo protegía, no sólo de la competencia del azúcar de las Indias Occidentales, sino también del producto brasileño, más cercano. La industria mendocina de la uva y el vino gozaba de una protección igualmente elevada respecto de la competencia europea. Las industrias pastoriles obtuvieron algunos beneficios de intercambio recíprocos y el ingreso favorable de los materiales necesarios para la elaboración de sus productos. A consecuencia de todo ello, las dificultades que encontró la harina argentina en el mercado brasileño surgieron en primer lugar del resentimiento hacia las barreras argentinas contra el tabaco, la yerba mate y el azúcar, y sólo después por el desarrollo de la industria harinera del Brasil. Del mismo modo, las tarifas aduaneras francesas contra el trigo y el maíz argentinos, no sólo trataban de proteger la producción francesa, sino tomar represalias contra los impuestos que la Argentina cobraba sobre el azúcar y los vinos franceses.[26]

La eficacia de la presión organizada sobre el Congreso resultó mas evidente aun en la protección concedida a ciertas industrias en la ciudad de Buenos Aires. Los saladeros de carne y los frigoríficos, los molinos harineros los lavaderos y enfardadores de lana, evidentemente, no necesitaban protección. Pero además existía una gran cantidad de fábricas pequeñas que habían comenzado a surgir durante el rápido crecimiento económico de la década del 80: destilerías y fábricas de cerveza, industrias de productos alimenticios tales como bizcochos, conservas, caramelos y fideos; y fábricas de montaje de productos manufacturados en el exterior. Estas fábricas tenían un interés muy activo en la protección, porque las tarifas constituían a mentido la única base para su supervivencia. A consecuencia de ello se produjo una concentración de la presión de grupos sobre el Congreso, que los intereses agrícolas del país, ampliamente más importantes, pero no organizados, no podían imitar. Ya se Ira mencionado un caso que sirve de ejemplo: La industria de las bolsas, que empleaba a unos 2.000 trabajadores, quienes cosían la arpillera importada y previamente cortada con hilo importado. A pesar del clamor que los cultivadores de trigo levantaban todos los años por el elevado costo de estas bolsas "argentinas", de las protestas de los exportadores contra el consiguiente empleo de las bolsas más maltrechas y de peor calidad, el Congreso continuó protegiendo esta industria artificial durante varios años Una investigación y un informe sumamente desfavorables para las compañías fabricantes de bolsas, hecho, % por el jefe del departamento comercial del Ministerio de Agricultura en 1905, tuvieron muy poco efecto contra los intereses organizados de la industria. Como ya se ha mencionado la legislación destinada a permitir el libre ingreso de bolsas extranjeras cuando los precios locales se elevaban por encima de cierto nivel fue frustrada debido a la colusión entre las compañías: los precios eran mantenidos bajos hasta que resultaba demasiado tarde para que el artículo importado llegase a la Argentina a tiempo para la cosecha. Los dividendos del 15 y 25 % declarados anualmente por las dos mayores compañías productoras de bolsas demuestran con amplitud cuán ventajoso resultaba ese arreglo.[27] Un caso muy parecido fue el de la industria del hierro galvanizado. Las chapas de hierro común eran importadas y luego acanaladas y gaIvanizadas en la Argentina. Una tasa del 25 % del valor protegía el producto presuntamente "argentino". Aunque las chapas se convirtieron en un artículo vital pata limitar los estragos producidos por las langostas, y como material para el techado de ranchos y galpones en todo el litoral, los intereses de la agricultura fueron subordinados una vez mas a las presiones más inmediatas de la pequeña industria local.

Un estudio de la política general respecto de la tierra, los inmigrantes y las tarifas muestra que el gobierno argentino tuvo muy poco interés duradero o eficiente por el desarrollo agrícola del país. No adoptó una política racional de tierras antes que el dominio público pasara a manos privadas. No estimuló la inmigración más allá de la que fue producto natural de los períodos de prosperidad económica de 1882 -1889 y 1904 -1912. No ofreció atractivos ni oportunidades a los inmigrantes para que se establecieran en la tierra. Y con su política tarifaria favoreció a otros productos agrícolas, y aún a productos pseudoindustriales en detrimento directo del trigo y la harina. En este sentido, las autoridades nacionales imitaron la actitud general de los intereses terratenientes y ganaderos. Los agricultores y los inmigrantes fueron aceptados como servidores que debían construir la grandeza de la Argentina. Pero no constituyeron la principal preocupación de la Nación.  

Capítulo VIII

POÍTICA GUBERNAMENTAL

AGRICULTURA

 

LA MISMA indiferencia hacia los problemas agrícolas que impregnó la política del gobierno y las actitudes de los grupos pastoriles, se manifestó también en asuntos directamente vinculados con la agricultura. Los empleados públicos y los agrónomos, muchos de ellos verdaderamente dedicados al mejoramiento del potencial argentino, tuvieron que luchar contra la monumental indiferencia exhibida hacia su departamento, su ministerio o sus actividades. Los logros oficiales en el terreno de la agricultura fueron, como en el caso de Juan A. Alsina en la Oficina de Inmigración, el fruto de heroicos esfuerzos personales, antes que de la política del gobierno.

La creación de una repartición dependiente del Ministerio del Interior, que debería ocuparse de los asuntos agrícolas y ganaderos, fue propuesta en el Congreso en 1870. Al año siguiente se presentó y aprobó un proyecto formal, y a comienzos de 1872 nació un Departamento de Agricultura. Ernesto Oldendorff, el primer director, y. sus cuatro empleados, se encontraron con un terreno virgen. La acción gubernamental en las principales actividades económicas constituía un concepto nuevo. El decreto de fundación indicaba vagamente que las estadísticas podían resultar útiles, pero la única exigencia era la presentación de un memorandum anual que resumiera la labor realizada. Oldendorff, hombre de imaginación, inició inmediatamente una amplia correspondencia con las provincias; intentó, con resultados muy diversos, reunir estadísticas de superficies sembradas y de producción, e hizo de su oficina un centro de intercambio de semillas e información acerca de las técnicas y la maquinaria agrícolas. Se establecieron buenas relaciones con la Sociedad Rural, la asociación recientemente fundada de los ganaderos más progresistas del país. Y para distribuir información y despertar el interés por el trabajo del departamento, a principios de 1873 Oldendorff inició la publicación de Anales de Agricultura, boletín semioficial que aparecía dos veces por mes.

Los avances que pudieran haberse realizado quedaron interrumpidos cuando la depresión de 1873 se extendió hasta la zona del Río de la Plata. Los Anales decayeron cuando el subsidio del gobierno fue retirado en 1875. Sólo su espíritu fue mantenido vivo durante los dos años siguientes por El Mala Industrial y Agrícola, que publicaba boletines y correspondencia agrarios. El presupuesto del Departamento fue reducido en dos tercios, y al mismo tiempo se trasladaron a Agricultura las actividades de la oficina de estadística del gobierno.1

A principios de 1877 Oldendorf renunció, dejando a su secretario, julio Victorica, al frente de un Departamento raleado y temporariamente fusionado con la Oficina de Inmigración. El Departamento de Agricultura siguió recibiendo una partida insignificante del presupuesto, una cifra "... que es poco más o menos lo que un capitalista gasta en el cuidado de su quintal".2 Así maniatado, el Departamento no pudo realizar ninguno de sus proyectos, como por ejemplo el de emplear secretarios para reunir información en las provincias o inspectores para investigar los recursos y las técnicas agrarios. Sus oficinas consistían en una minúscula habitación ubicada en el edificio de la Dirección de Puertos. Victorica señaló con amargura la diferencia que existía entre su presupuesto anual de 9.000 pesos y el equivalente de 600.000 que utilizaba todos los años el Estado de Victoria, en Australia.3 Peto con la ayuda de dos o tres empleados trató de distribuir semillas y de despertar algún interés por las posibilidades del Departamento En enero de 1878 publicó el primer número de un Boletín mensual, que pronto se convertiría en el Boletín del Departamento Nacional de Agricultura.

La época difícil no terminó con el auge del SO, peto en 1881 Victorica trasladó su Departamento a un nuevo edificio y consiguió varios empleados más. Un aumento del 300 % en su presupuesto le permitió contratar de vez en cuando a un agrónomo extranjero, obtener semillas para distribuir y comprar una pequeña imprenta. Revivió inclusive una descuidada chacra experimental situada en el parque Tres de Febrero, en Buenos Aires. El Boletín reflejó esta expansión. Su tirada inicial de 500 ejemplares había llegado a 2.000 en 1884, y tenía 752 suscriptores pagos. Pero las deficiencias eran serias. Se carecía por completo de los cinco elementos más importantes para cualquier estudio científico de la agricultura: un laboratorio químico, tina biblioteca, una clínica veterinaria, tina estación meteorológica y tina división de entomología. Los salarios eran tan bajos, que sólo tina combinación de elevado patriotismo y de medios independientes permitía que una persona trabajase para el Departamento.4 Los peligros de esta penuria oficial quedaron demostrados con amplitud cuando estuvo a punto de producirse una crisis nacional a consecuencia de los estragos provocados por pulgones (filoxera) en los viñedos de Mendoza. El Departamento no disponía de medios para combatir o por lo menos estudiar la plaga.5

Su pobreza resultó aun más evidente durante la rápida expansión de la agricultura en la década del 90. La depresión de 1890 impuso austeridades al gobierno, y Agricultura no tenía poderosos amigos financieros, comerciales, burocráticos o militares que protegieran sus asignaciones. El trabajo en la granja experimental de Buenos Aires quedó paralizado por falta de fondos. Hubo que archivar los planes para un museo de agricultura. La biblioteca poseía apenas unos centenares de volúmenes anticuados. El personal, aparte de su director, estaba compuesto de un secretario, dos agrónomos, un jardinero, un contador, tres empleados y dos cadetes de oficina. El presupuesto puesto anual de 9.000 pesos ofrecía un claro contraste con el equivalente de 1.950.000 gastados en Estados Unidos y 2.850.000 en Alemania, 4.000.000 en Austria y 8.000.000 en Francia.6 Inclusive su posición administrativa, que durante mucho tiempo dependió del Ministerio del Interior, fue puesta en peligro cuando un ministerio tras otro trataron de librarse de los dolores de cabeza y las angustias de la agricultura. En 1892 se lo fusionó a la Oficina de Tierras y Colonias. Luego, en 1893, fue asignado al Ministerio de hacienda, porque las tierras y la agricultura tenían estrecha vinculación con los asuntos financieros, y en el término de una quincena se lo trasladó a Relaciones Exteriores, porque tenía muy estrechos vínculos con la inmigración. Por último, a fines de ese mismo año, terminó en ese ministerio argentino que tantas cosas abarca: justicia. Educación y Culto. A fines de la década del 90, estando el comercio de ganado en pie amenazado por la reglamentación británica y continental, la creciente importancia de los productos agrícolas en las exportaciones empezó a ser reconocida, a regañadientes, en los círculos del gobierno. En 1896 se agregaron al personal del Departamento en Buenos Aires un botánico, un veterinario y otro agrónomo. Y a cada una de las cinco estaciones experimentales de las provincias -que existían poco menos que en el papel- se asignó un agrónomo, un capataz y cuatro peones.

Dos años después, cuando el presidente Roca amplió el gabinete a ocho ministerios, la agricultura fue elevada al rango ministerial. El ministro de Estados Unidos, William 1. Buchanan, que había tenido estrechas relaciones con los problemas de la agricultura en su país, representó un papel de importancia en lo referente a convencer a las autoridades argentinas de la prudencia de este paso.77 Por lo menos cierta forma de organización administrativa remplazó las fusiones y desplazamientos que hasta entonces habían predominado en los asuntos de la agricultura. Dentro del Ministerio se inauguraron cuatro oficinas: de Comercio e Industria, de Tierras y Colonias, de Agricultura y Ganadería, y de Inmigración. Seis subdivisiones compartían las tareas agrícolas: científica, que incluía la de química y meteorología; ganadería y ciencia veterinaria; agronomía; zoología y entomología; educación agrícola; y estadísticas de la agricultura y economía rural.8 Emilio Frers, destacada figura de la Sociedad Rural, fue elegido para presidir los auspiciosos comienzos del nuevo Ministerio.

Antes de un año Frers había renunciado a consecuencia de una disputa por problemas de divisas. Los periódicos rebasaban de proposiciones para abolir el Ministerio en interés de la economía.9 Sólo después de considerables demoras, Martín García Merou, ministro argentino en Washington, sucumbió frente a la presión personal de Roca y aceptó el puesto. El desfile de ministros apenas había comenzado. En el término de un año renunció también él, después que sus quejas contra las tarifas protectoras y los inadecuados recursos financieros no obtuvieron respuesta alguna del gobierno. Ezequiel Ramos Mejía, presidente de la Sociedad Rural, fue nombrado a continuación, pero a pesar de su popularidad entre los intereses ganaderos, duró apenas seis meses. Su sucesor, Wenceslao Escalante, que no tenía vinculaciones con los asuntos agrícolas o pastoriles, era, sin embargo, un excelente financiero. Pero pudo hacer muy poco en el Ministerio de Agricultura, pues simultáneamente debió cumplir con las obligaciones del exigente puesto de ministro del Interior. En verdad, sólo durante el segundo período de Ramos Mejía, de 1905 a 1907, y con la designación de Pedro Ezcurra, de 1907 a 1910, gozó el Ministerio de los beneficios de una política o supervisión continuadas.

El fracaso político por proporcionar al nuevo Ministerio una dirección sistemática fue acentuado aun más por la persistente carencia de fondos. Cada vez que el presupuesto era discutido por el gabinete, se producía un enconado intercambio de palabras entre los ministros de Hacienda y Agricultura, seguido muy a menudo por la renuncia de este último. Escalante señaló en su Memoria de 1901-1902:

"No es posible con el exiguo presupuesto actual fomentar eficazmente la agricultura, la ganadería, la colonización y la inmigración, atender a todo lo que se relaciona con la administración, mensura y enajenación de la tierra pública, la enseñanza agrícola y la economía rural, las diversas industrias, la minería, el comercio y en fin todas las materias que la Ley de organización de los Ministerios ha confiado al Departamento de Agricultura.

La escasez en la dotación de fondos y en el personal que los presupuestos vigentes desde años anteriores, han acordado a estas ramas de la administración revela la falta de ambiente y el poco conocimiento de la importancia trascendental que para el progreso del país tienen las funciones de este Ministerio.”10

       El presupuesto de Agricultura, que en cifras redondas llegaba a 1.700.000 pesos papel en 1899, fue elevado gradualmente hasta 2.800.000 en 1903. Ese año se solicitó el aumento a 6.000.000 y hubo una transacción: 4.000.000. Durante el período que va de 1899 a 1910 la parte de Agricultura en el presupuesto nacional fluctuó entre el 2 y 3 por ciento. Continuó siendo uno de los ministerios menos apoyados, y sus asignaciones ofrecían un claro contraste con el promedio del 20 17, destinado a las asignaciones       militares. La situación creada en 1906, cuando el Congreso de moró en forma deliberada, durante varios meses, la aprobación del presupuesto, fue característica de sus dificultades. El Ministerio quedó sin fondos: se suspendió la publicación del boletín       estadístico se postergó e  1 pago de salarios, y los dos proyectos esenciales, la campaña contra la langosta y la inspección de la aftosa tuvieron que ser financiados con medidas de emergencia La despreocupación general por los asuntos de la agricultura se reflejaba, como es lógico, en el mensaje anual del presidente al Congreso. Se dedicaban capítulos enteros a Interior, Relaciones Exteriores, Justicia, Instrucción Pública, Fuerzas Armadas, Obras Públicas y Hacienda, pero los problemas de la agricultura y la ganadería podían considerarse afortunados si eran objeto de unas pocas frases. Resulta típico en ese sentido el mensaje de Figueroa Alcorta en 1910, en el cual se refirió brevemente a proyectos de irrigación, ampliaciones ferroviarias, importación de semillas e implementos, y agregó la afirmación errónea de que había aumentado la importación de animales de pedigree. Inclusive cuando una energía poco común,  como la de Eleodoro Lobos, otra destacada figura de la Sociedad Rural que ocupó el Ministerio en 1910 y 1911, hizo llegar al Congreso una multitud de proyectos de ley sobre agricultura éstos se extraviaron en las comisiones fueron archivados o postergados para ser tratados en otras sesiones. A mediados de 1913 el ministro de Agricultura envió al Congreso un proyecto de ley urgente, que habría autorizado al gobierno a comprar bolsas de arpillera y venderlas a los agricultores al costo. El Congreso no hizo nada,  en tanto que los importadores y fabricantes locales de bolsas, temiendo esa competencia, suspendían sus pedidos. Luego, a pesar de los precios siderales de las bolsas y de la perspectiva de una gigantesca cosecha, el Congreso ni siquiera incluyó el asunto en su agenda para las sesiones extraordinarias.

       Frente a tales actitudes políticas y nacionales, resultaba más asombrosa aun la labor que realizó el Departamento, más tarde Ministerio- de Agricultura. En zonas directamente vinculadas con el cultivo de trigo, inició varios proyectos o programas para ayudar al cultivador. En  repetidas ocasiones adelantó sernillas a los agricultores, durante los fracasos de cosechas regionales. Dentro de los marcos de sus  limitadísimos recursos, trató de estimular la ampliación del crédito a los chacareros y de elevar entre éstos el espíritu del cooperativismo. Intentó -otra vez frente a enormes obstáculos- establecer predicciones de cosechas, reunir estadísticas y elevar las normas de rendimiento y exportación. Desarrolló activamente una campaña contra la langosta, que por lo menos logró contener la plaga ya que no erradicarla. Fundó y amplió un modesto programa de educación agrícola. Y resultó ser el único defensor político del chacarero en los años en que los estancieros tenían la Sociedad Rural y los industriales sus grupos de presión para representarlos ante los poderes.

Tal corno estaba estructurado el cultivo del trigo, sobre la base de un sistema según el cual el cultivador proporcionaba la mano de obra y los implementos, pero tenía que tomar en préstamo todo lo demás con la esperanza de una buena cosecha, la pérdida de una de ellas ponía seriamente en peligro su crédito. El dueño del almacén rural de ramos generales no tenía otro remedio que esperar otro año más para el cobro de la deuda. Por lo general el terrateniente permitía al agricultor volver a probar suerte. Pero pocos se mostraban dispuestos a seguir perdiendo dinero con un anticipo de semilla. En los primeros días de la colonización, la compañía o el gobierno provincial entregaban a menudo una nueva partida de-semilla y alimentos. Pero con la difusión de la agricultura de arrendatarios, el cultivador perdió inclusive ese limitado apoyo. A medida que aumentaba la producción de trigo, crecían también las pérdidas. Los gobiernos provinciales ya no podían hacer frente a desastres que liquidaban la producción de millares o centenares de miles de hectáreas. Entonces el único recurso que quedaba era el gobierno nacional.

A fines de 1896, cuando se produjo el fracaso de tres cosechas seguidas, llegó de Santa Fe una comisión especial para solicitar ayuda al Congreso. Los políticos de Buenos Aires respondieron con un subsidio de cuatro millones de pesos para compras de semillas y dos proyectos destinados a facilitar los créditos bancarios. Parte de esta asignación se utilizó con fines políticos, pues a principios de 1897 Santa Fe debía realizar una elección de gobernador y porque ya estaba cercana la elección presidencial. Durante un tiempo, inclusive los fondos para semillas llegaron a "perderse" en el trayecto entre el gobierno nacional y las autoridades provinciales. Comisiones locales designadas por Santa Fe, Entre Ríos y Córdoba redujeron los despilfarros y el peculado, y muy pronto la crítica principal fue llana y simplemente que las entregas de semilla eran insuficientes para hacer frente a las necesidades de todos los chacareros. Nuevos fondos acallaron la queja a mediados de 1897, antes de que terminara la temporada de siembra. Los que recibían semillas firmaban pagarés que debían ser levantados en la cosecha siguiente, y en marzo de 1898 habían sido saldados nueve mil de los once mil anticipos. El siguiente pedido de ayuda provino de la inundada provincia de Buenos Aires, a fines de 1900. Se suspendieron los impuestos territoriales durante tres meses y se postergó el pago de los arriendos. El mismo desastre hizo víctima a Entre Ríos, donde se distribuyeron tres mil toneladas de semilla de trigo entre los colonos, quienes firmaron pagarés, al 7 % de interés, en favor del Banco de la Nación. En 1902 Santa Fe y Entre Ríos volvieron a ser duramente golpeadas, y el gobierno nacional abrió pequeños créditos para anticipos de semilla de trigo a los agricultores de las zonas perjudicadas. Y así continuó la ayuda, en regueros que estimulaban en el campesino la esperanza de una nueva cosecha, que eran entregados siempre como anticipos que debían ser devueltos y que a menudo se caracterizaban por las demoras, el papeleo y la corrupción. Pero por lo menos el Ministerio de Agricultura se esforzó por proporcionar al agricultor semillas para su próxima cosecha.

En la esfera más amplia del crédito financiero, el Ministerio tuvo menos éxito en su ayuda al chacarero. Como se ha visto en el capítulo VI, el cosechador no tenía acceso a la estructura bancaria. Debía recurrir a un sistema crediticio que iba desde la chacra  hasta el comerciante local y llegaba a la gran firma comercial o exportadora en los puertos. Los bancos agrícolas que florecieron en todo el litoral en las décadas del 80 y el 900 tenían como cliente al terrateniente importante y de sólida reputación. En 1907 informaba Emilio Lahitte, director de Estadística y Economía Rural del Ministerio y uno de los principales cruzados de la agricultura argentina:

"...He puesto especial empeño en consultar con los gerentes de las sucursales de bancos y bancos locales que funcionan, y todos ellos, sin excepción, me han manifestado que se guardan muy bien de hacer operación alguna de préstamo con el agricultor cuando no es propietario o comerciante bien acreditado; es demasiado arriesgado, dicen, operar con colonos y hasta con empresarios de colonización, citando no ofrecen más garantías que el resultado de las cosechas por cuantiosas que puedan ser."11

En 1897, cuando el Congreso aprobó la concesión de créditos para semillas, destinó también seis millones de pesos en bonos hipotecarios y abrió la reserva del Banco de la Nación a los créditos agrícolas. Nadie, salvo unos pocos políticos, se presentó a recibir la ayuda ofrecida.12 Los bancos no podían efectuar préstamos en condiciones que el chacarero pudiese aceptar. El Banco de la Nación exigía que el colono, si trasponía alguna vez sus augustos portales, presentase dos garantes para obtener el crédito máximo de que podía disponer: un pagaré renovable, pagadero a los noventa días. El interés era del 8 %, con, una tasa de amortización del 10 %. Los bancos no podían tener, en cuenta, en sus cálculos, los beneficios sociales, ni el crecimiento económico futuro. Un caso sumamente típico de esta estructura crediticia fue el de una pequeña colonia rusa cercana a Paraná, Entre Ríos, cuyas tierras fueron vendidas en subasta pública, en 1901, por el Banco Hipotecario Nacional, cuando no pudieron efectuarse los pagos de amortización e intereses debido al fracaso de la cosecha.

Pero sólo en 1913, Emilio Frers, el primer Ministro de Agricultura y en esa época miembro del Congreso, presentó un proyecto para la creación de un banco agrícola del gobierno. La proposición incluía la concesión de préstamos a largo plazo a los agricultores, pagaderos en cuotas. La posibilidad de que la institución resultase ser un banco "para los pobres" quedó eliminada por la falta de un tope para el monto de los préstamos. Pero aun con tales condiciones, el Congreso demostró su acostumbrada indiferencia hacia los problemas de la agricultura.  Aunque el proyecto volvió a ser presentado el año siguiente con el respaldo del gobierno, no tuvo éxito, y a la postre resultó excluido de la agenda de la Cámara de Diputados en 1916.

La cooperativa, institución cuyo éxito dependía de los propios chacareros, no fue mucho más eficaz en la solución de los problemas de crédito. El espíritu de cooperación era notablemente débil entre los agricultores argentinos. El origen campesino de éstos les proporcionaba poca experiencia o tradición cooperativista. La ignorancia, el analfabetismo, la inestabilidad y el aislamiento eran otros tantos obstáculos para el desarrollo del movimiento cooperativo en la Argentina. La estructura misma del cultivo del trigo estimulaba las aventuras individuales. En verdad, la difusión de las cooperativas se limitó a unas cuantas colonias: la primera, una compañía agrícola en la colonia galesa de Chubut, en la costa patagónica, en 1885; una compañía de seguros contra el granizo en la colonia francesa de Pigüé, en 1898; un grupo de agricultores en la colonia judía de Lucienville, cerca de Basavilbaso, Entre Ríos, en 1900; y en 1904, varías empresas de colonización en Entre Ríos, una segunda compañía de seguros contra granizo en Juárez y una cooperativa mixta en junio, provincia de Buenos Aires.

El Ministerio de Agricultura, principalmente a instancias de Lahitte, trató de estimular el movimiento cooperativo. Se envió a Europa un agente para que estudiase las cooperativas de Francia y Bélgica, y su aplicación a las condiciones argentinas. Se dirigieron circulares y una masa de propaganda a todos los corresponsales del Ministerio en las provincias, con detalles minuciosos sobre la organización y funciones de las cooperativas. Durante los años 1904 a 1907, de prósperas cosechas grupos informales de chacareros comenzaron a reunirse para comprar máquinas e implementos directamente a Estados Unidos o Inglaterra. En la zona de Bahía Blanca algunas cooperativas se dedicaron a excluir a los agentes cerealeros y acopiadores  de las transacciones vinculadas con el trigo. Pero el movimiento no prosperó. Los desfalcos cometidos por varios tesoreros liquidaron a algunas instituciones cooperativas. El constante traslado del arrendatario dificultaba la posibilidad de asociarlo y organizarlo. En un estudio de 1912 sobre el crédito agrícola, Lahitte tuvo que admitir: "Se habla mucho de Cooperativas en todos los centros rurales; es una idea que satura el ambiente agrícola, pero nada hay definido en la orientación de este poderoso agente del crédito agrícola."13 Aunque según los archivos del gobierno existían en 1912 sesenta cooperativas, una investigación reveló que en realidad sólo funcionaban treinta, y su capital conjunto era de apenas cinco millones de pesos.

La falta total de estadísticas agrícolas fue uno de los principales motivos para el establecimiento del Departamento de Agricultura en 1872. Antes de 1870 no había estadísticas de importación y exportación para todo el país. Existían muy vagas ideas en cuanto a las superficies sembradas y cosechadas, y ningún concepto en lo referente a prever las necesidades de mano de obra y de trasporte, o calcular la producción. Con cuatro empleados y un presupuesto que apenas habría mantenido en funcionamiento una quinta, el primer director, Oldendorff, hizo lo que pudo: pidió a los gobiernos provinciales que hiciesen llegar estadísticas, en la esperanza de que las respuestas le permitieran establecer cierto cálculo de la superficie total sembrada con trigo. Los resultados fueron conjeturas, y pocas veces inteligentes, efectuadas por los funcionarios que actuaban en las capitales de provincia. Entre Ríos, La Rioja, Catamarca y Jujuy ni siquiera enviaron respuestas. Sólo dos provincias, Tucumán y Santiago del Estero, trataron de elaborar un informe completo sobre la producción agrícola y pastoril. Las otras entregaron fragmentos dispersos de información: Buenos Aires proporcionó cifras de varios de sus distritos mejor organizados y mejor estudiados; Córdoba y Salta omitieron departamentos enteros; San Luis informó sólo respecto de su ganado.14 Con relación al trigo, pocas provincias hicieron siquiera el intento de calcular la producción total. Y sin embargo, de esa investigación surgió la primera estimación nacional de la superficie total sembrada: 130.000 hectáreas en 1873. Dos años más tarde, el Departamento pudo calcular la producción de las cuatro provincias trigueras en poco más de 75.000 toneladas.15

Las esperanzas de Oldendorff, de contratar a secretarios para que viajasen por las provincias y recogiesen estadísticas sobre las cosechas, se vieron frustradas por las reducciones presupuestarias de mediados de la década del 70, y el cuadro completo de la producción agrícola argentina quedó postergado durante más de una década. En 1882 Victorica emitió un cuestionario estadístico a los corresponsales honorarios del Departamento en las provincias, pero la respuesta fue tan magra, que ni siquiera se justificó su publicación. Sólo en Santa Fe pudo el Boletín obtener informes lo bastante coherentes acerca de superficies sembradas y cosechadas. Pero aun en estos casos surgían amplias discrepancias entre estas cifras y las publicadas en Anales de la Sociedad Rural, en los informes especiales sobre las colonias o en las publicaciones provinciales. Muy a menudo la indiferencia, la transcripción descuidada y la corrección de pruebas negligente convertían en una mescolanza las cifras más dignas de confianza.16

Durante la década del 80 una creciente preocupación por la estadística comenzó a llenar algunas de las brechas existentes en el cuadro del trigo. Santa Fe publicó un censo provincial en 1887. En el Anuario Estadístico de Entre Ríos aparecieron cifras sobre superficie y producción para 1884, y a partir de 1887, la publicación continuó, en forma permanente. Unos cuantos cálculos dispersos fueron incluidos en una publicación similar de Buenos Aires, así como en los censos provinciales de 1881 y 1888. Pero sólo en 1891 salió del Departamento un cálculo anual de la superficie y producción totales de la Argentina, y tuvo que transcurrir casi otra década antes de que este cálculo fuese discriminado por provincias.

Un segundo Censo Nacional, el de 1895, agregó ímpetu al mejoramiento de las estadísticas. La labor de Francisco Latzina, director del Departamento Nacional de Estadística, de Alberto Martínez, jefe de la Oficina de Estadística de la ciudad de Buenos Aires, y de Ricardo Pillado, jefe de la Sección Comercial del Ministerio de Agricultura, elevó las normas y la exactitud. La mayor parte de los méritos deben ser atribuidos a Lahitte, quien introdujo cierta precisión en la característica relativamente conjetural de las cifras relacionadas con el trigo. Todos los operadores de trilladoras recibieron libretas oficiales en las cuales se les solicitaba que inscribiesen las superficies totales cosechadas y las cantidades trilladas en cada chacra  un impuesto provincial que se pagaba sobre las máquinas era el único elemento de control que había respecto de los informes en cuestión. El propio Lahitte fue el primero en admitir la posibilidad de que este sistema diese lugar a errores:

" ... júzguese si no por los siguientes datos, tomados de algunas de ellas: una cosecha de 300.000 Kg en 4 hectáreas; de 60.000 Kg en 10 hectáreas; y otra que señala 2.000 Kg en 40 hectáreas.

Se ha observado que la mayor parte de las trilladoras han omitido tornar en cuenta la superficie sembrada y que las cifras que se han anotado en las libretas no tienen la exactitud requerida.

 

En Santa Fe, se ha confundido con frecuencia el quintal con el kilo, y en muchas libretas se descubre que los que las han anotado no tienen noción exacta del valor aritmético de los guarismos." 17

En 1907, a pesar del perfeccionamiento de los procedimientos y los controles del sistema, volvía a quejarse: " ... la errónea preocupación por parte de muchos trilladores de que los informes que suministran deben servir para la aplicación de impuestos, hace que rehúsen llenar las libretas de estadísticas o que las envíen con datos inexactos. . . "18 Sin embargo, el contraste con los métodos utilizados para obtener el primer cálculo de 1873 mostraba hasta qué punto había avanzado la estadística agrícola

Los distintos compradores de estadísticas coincidían muy pocas veces en sus resultados. Aun en el terreno relativamente poco complicado de la exportación, todavía en el 900 seguía siendo evidente cierta discrepancia. En el año 1904, por ejemplo, se registraba:

 

Departamento Nacional de Estadísticas              2.304.724 ton.

Ministerio de Agricultura                                       2.341.884

Compañía Comtelburo (agencia privada)            2.345.544

Times of Argentina (órgano naviero)                    2.247.331

Review of the River Plate                                     2.405.117

 

En el terreno más impreciso de la superficie y la producción, la oscilación entre las cifras nacionales, provinciales y privadas iba del 20 al 30 %. Pero para 1910 los cálculos del Ministerio, basados en informes de unos 3.000 corresponsales voluntarios de la zona cerealera, en las cifras relativas a la trilla y en la constante confrontación e inspección por parte de los agrónomos, eran quizá tan dignos de confianza como los de cualquier otra productora mundial de trigo.19

La predicción exacta de la producción era uno de los objetivos que inspiró la compilación de estadísticas agrícolas. Un servicio importante del Boletín, a pesar de sus fuentes dudosas, fue el cálculo anual de la cosecha prevista en Santa Fe y Entre Ríos. Cuando se constituyó el Ministerio de Agricultura, en 1898, Lahitte se hizo cargo de esta labor, y encabezó tina subdivisión especial, con personal reforzado. Al cabo de un año la división inició la publicación del Boletín mensual de estadística agrícola. Este y otros informes especiales del Ministerio eran seguidos con creciente interés por los mercados trigueros del mundo, pites proporcionaba cálculos bastante dignos de confianza acerca de la situación de la cosecha en etapas críticas de su desarrollo. En 1910 la división de Lahitte comenzó a publicar tres predicciones oficiales por año: tina en Septiembre u octubre, basada en la superficie sembrada; una en diciembre, con las modificaciones provocadas por la temporada de la maduración; y tina en febrero o marzo, cuando terminaba la cosecha.

Los problemas que surgían de la falta de clasificaciones o normas pata el trigo argentino ya han sido mencionados en el capítulo VI. Aunque esta situación lesionaba con frecuencia la reputación del trigo argentino en el exterior, el gobierno se mostró poco dispuesto a complicarse en problemas comerciales. Uno de los primeros decretos del Ministerio de Agricultura establecía un servicio de inspección en los principales puertos cerealeros, el cual debía poner su sello de aprobación en los embarques  de buena calidad. Pero una inspección tan limitada y totalmente voluntaria no floreció en un comercio que muy pronto sería dominado por los grandes exportadores de cereales. Para los compradores europeos, el sello de calidad era la reputación de Bunge y Born, o de alguna otra firma cuyo nombre tuviese significación, y no las desconocidas normas de un inspector argentino de cereales.

Por otra parte, las plagas, en especial la langosta, proporcionaron al gobierno una amplia zona de acción. Debido a los aprietos económicos las primeras medidas tomadas por el Departamento para combatir la langosta se limitaron a publicar de vez en cuando alguna noticia sobre la invasión del momento, en los Anales, El Plata Industrial y Agrícola o el Boletín Luego, durante la década del 80, la langosta desapareció misteriosamente del escenario. Pero en 1890 las invasiones reaparecieron con renovado vigor en Santa Fe y Entre Ríos. Ese año un decreto provincial de Santa Fe estableció comisiones locales que debían supervisar y coordinar los esfuerzos para la erradicación de la plaga. Las dificultades presupuestarias vinculadas con la depresión limitaron la actividad del Departamento de Agricultura a difundir un artículo publicado por primera vez en su Boletín, en 1878, intitulado "La historia natural de la langosta y los métodos para destruirla", y a lamentarse:

"Es en casos como el presente cuando se lamenta más que el Departamento de Agricultura no esté organizado con los elementos necesarios para dar a esta institución el prestigio y la acción que le corresponde en la defensa de los intereses de los productores. Esta Oficina debió ser prevenida desde el primer momento que se presentó la langosta, para poner en práctica un plan de defensa que siempre sería eficaz, contando para ejecutarlo con la acción combinada del pueblo y de las autoridades."20

Al año siguiente, 1891, el gobierno tomó algunas medidas, que se limitaron en gran parte a papeleos burocráticos. Una ley de fines de agosto autorizaba al presidente a actuar conjuntamente con las provincias para detener el avance de la langosta. Una comisión nacional, compuesta por Estanislao Zeballos, presidente entonces de la Sociedad Rural, Nicasio Oroño, director de Tierras y Colonias, y Victorica, fue designada para -coordinar las actividades, y se promulggó un vago decreto que ordenaba la destrucción de las langostas. En 1892 el gobierno federal proporcionó una muy escasa ayuda financiera a las provincias, que un crítico caracterizó como "... tan menguadas [...] e inútiles como tratar de extinguir un incendio con una jeringa."21

Semejante estado de cosas continuó sin una acción nacional o provincial eficaz, hasta que se produjo la alarmante invasión de 1896, en que las langostas trepaban literalmente por el cuello de los legisladores que sesionaban en Buenos Aires. En esa ocasión las medidas gubernamentales fueron por lo menos amplias, ya que no eficaces. Uno de los agrónomos del Departamento fue enviado inmediatamente a Santa Fe, con cincuenta mil pesos y la autoridad necesaria para utilizar tropas nacionales en los trabajos de erradicación. El Congreso votó una asignación de cuatro millones de pesos para la campaña. Los atemorizados decretos del gobierno de Santa Fe rayaban en lo ridículo: uno de ellos ordenaba que todos los ciudadanos llevasen diez kilos de huevos de langosta; otro exigía que los colonos abandonasen todas sus labores -precisamente en el momento en que comennzaba la cosecha- y exterminasen langostas. Otro problema permanente era el de los fondos del gobierno, tanto del nacional como de los provinciales, que a menudo se desviaban hacia bolsillos muy alejados de la zona de la langosta. La Nación se refirió a la distribución de fondos en provincias en que las langostas ni siquiera habían aparecido.22

Una comisión de comerciantes en cereales aburridos de las demoras oficiales, se dedicó a buscar una solución científica para combatir las invasiones de la langosta. Con la ayuda del ministro de Estados Unidos, la comisión obtuvo los servicios de Lawrence Bruner, entomólogo de amplia experiencia en Canadá, Estados Unidos y México. Después de un año de estudios, muy pronto complementados con los servicios de Jules d'llerculais, un entomólogo gubernamental traído de Europa, no se pudo encontrar solución sencilla para aniquilar las langostas.

Aunque otras leyes de 1897 autorizaban al presidente a adoptar todas las medidas necesarias para eliminar la plaga, y ordenaban a todos los ciudadanos de las zonas afectadas que participasen en la campaña, el interés oficial decayó en cuanto se redujo la intensidad de las invasiones. Durante los períodos de humedad e inundaciones de 1899 y 1900, los huevos se pudrían en el suelo, reduciendo la cantidad de langostas. Aun en los círculos más conscientes se comenzó a poner en duda la prudencia de una campaña general contra la plaga. Los estancieros observaban, con considerable justeza, que la eliminación de la langosta en una tierra tan vasta y desierta como la Argentina era un sueño ocioso. En resumidas cuentas, la plaga provocaba muy pocos daños a las pasturas, salvo en el caso de la alfalfa, y no perjudicaba al ganado. Casi todos los años las cosechas de trigo y lino alcanzaban la madurez antes que llegase la etapa más peligrosa: la de las saltonas. Por consiguiente, el maíz era el único producto que corría serios peligros. Su supervivencia podía basarse en el cultivo intensivo y en la cooperación entre los agricultores ores para contener a las saltonas mediante la única defensa eficaz encontrada hasta entonces: las chapas de metal acanalado colocadas en torno de los campos.23

Y así continuaron las campañas, llevadas a cabo por las comisiones locales con una que otra asignación de los gobiernos provinciales y nacional. En 1901 la comisión fue abolida y se asignó la responsabilidad de supervisión a la sección de Agricultura y Ganadería del Ministerio de Agricultura. A la postre, la renovad  a agitación hizo que la Sociedad Rural y el Ministerio de Agricultura patrocinasen en 1906 una conferencia agrícola, de cuyas sesiones surgieron recomendaciones que posteriormente quedaron corporizadas en un decreto del gobierno. Para centralizar la labor de las comisiones locales se creó la Comisión de Defensa Agrícola, un cuerpo autónomo, semioficial. El problema principal consistía en impedir que los políticos y la corrupción neutralizaran la batalla contra la langosta. El comercio cerealero encabezado por Dreyfus obligó a renunciar a la comisión de1906, bajo la actuación de que había utilizado fondos con fines políticos. En 1907 y 1908, comisiones supuestamente apolíticas, constituidas por destacados comerciantes y administradores de ferrocarriles, trataron de remediar estas dificultades. Pero la vastedad de la labor, los considerables fondos, que entonces eran ya de diez millones de pesos por año, la incompetencia y arrogancia de los funcionarios locales, y la tendencia a la burocracia continuaron proporcionando blancos a las críticas del periodismo.24 Luego, cuando una disputa con el gobierno  en torno de las asignaciones culminó con la renuncia de la comisión, en 1909, las autoridades nacionales se abstuvieron simplemente de designar otra, y sus obligaciones fueron encargadas a un funcionario del Ministerio de Agricultura. En una década, la administración de la campaña contra la langosta había descrito un círculo completo, y en 1910 pasó a depender oficialmente del Ministerio. De todas las pendencias políticas, comerciales y científicas, las chapas metálicas surgieron como la única defensa práctica contra la saltona; las compras anuales del gobierno por sí solas equivalían a 20.000 kilómetros de las mismas. De tal modo, y a pesar de los políticos, el problema de la langosta fue mantenido dentro de ciertos límites

La burocracia y la ineficiencia constituían a mentido obstáculos para los esfuerzos tendientes a combatir otras plagas agrícolas. En 1905 una ley general concedía al Presidente autoridad para actuar contra cualquier plaga o parásito, e imponía a los ciudadanos la obligación de colaborar informando y combatiendo las plagas en cuestión. El objetivo era liberar al gobierno de la necesidad de consultar al Congreso cada vez que era preciso actuar contra las enfermedades o los parásitos. Pero la autorización no pareció apresurar las medidas del gobierno. Las liebres de Santa Fe, Buenos Aires y La Pampa son un ejemplo de ello. Después de haber declarado que constituían tina plaga, el gobierno no tomó otras medidas para erradicarlas. En 1908 se presentó en el Congreso un proyecto según el cual se pagaría diez centavos por cada cuero de liebre, pero corrió la suerte de la mayoría de los proyectos agrícolas. Los periódicos sugirieron sarcásticamente que el nuevo ejército de conscriptos fuese dejado en libertad de efectuar prácticas de tiro al blanco. Un tanto más eficaces resultaron los reducidos pedidos de una fábrica local de conserva de carne de liebre y de una de sombreros. Pero a despecho de las peticiones y, las quejas tic los chacareros, las liebres continuaron multiplicándose sin ser molestadas por el Ministerio de Agricultura.

En un país en que el nivel general de institución de los cultivadores de trigo era tan lamentablemente bajo, y en el cual se hacía virtualmente caso omiso de las técnicas de la agricultura, habría parecido que la educación agrícola ofrecía grandes posibilidades. Pero los institutos superiores de ciencias de la agricultura, las escuelas de agricultura práctica, las chacras y estaciones experimentales, la colaboración técnica extranjera, las publicaciones, exposiciones y competiciones sufrían de las familiares deficiencias de falta de interés, fondos y continuidad.

La experiencia de Santa Catalina, en la provincia de Buenos Aires, es indicativa de los problemas que encontraba la educación agrícola formal. En 1868, a instancias de Eduardo Olivera, uno de los fundadores de la Sociedad Rural, surgió en la legislatura provincial el germen de una escuela de agricultura. Sólo dos años después se obtuvieron tierras para la escuela, (mil hectáreas en Santa Catalina, a veinte kilómetros al sur de Buenos Aires). Una demora siguió a otra, pero a la postre la escuela abrió oficialmente sus puertas en Septiembre de 1874. Las visiones de grandeza evocadas en la legislatura de Buenos Aires se habían disipado para entonces. Faltaban fondos, entusiasma y hasta estudiantes. Se habían remendado unas antiguas ruinas para que sirviesen de dormitorios, se levantaron algunas cercas y se arrendaron dos tercios de las tierras para obtener tina magra renta. Veinte jóvenes, de trece a diecisiete años de edad, fueron pedidos al orfanato local para constituir el primer cuerpo de estudiantes.25 Dos años más tarde sólo quedaban dos o tres de ellos, y el ambicioso instituto fue cerrado. En 1878 volvió a ser abierto como escuela práctica para jardineros, pero, una vez más, no logró éxito. El auge de la década del 80 trajo una renovación del entusiasmo y, lo que es más importante, de los fondos. En 1883 se instaló el Instituto Agronómico Veterinario de Santa Catalina. Un nuevo edificio de dos pisos albergaba a diecisiete estudiantes, y bajo una enérgica dirección la inscripción se elevó a ochenta el segundo año Una revista de la escuela, La Revista Agrícola y Veterinaria, apareció a fines de 1884, y dos, arcos más tarde adquirió el título más imponente de Anales del Instituto La primera promoción de ocho estudiantes, la mayoría de los cuales dejarían sus huellas en la agricultura de la Nación como agrónomos del Departamento de Agricultura o del Ministerio de Agricultura, se graduó en 1888. Por último en 1890 el instituto fue elevado al rango de facultad y La Plata. Pero la depresión interrumpió esta expansión y la facultad fue incorporada a la Universidad de La Plata sólo en 1906.

El gobierno nacional se mostró tan negligente como el de Buenos Aires en lo referente a respaldar los estudios de agricultura. En 1870 el Congreso autorizó la enseñanza de la agronomía en las escuelas secundarias nacionales de Mendoza, Tucumán y Salta. En estas dos últimas provincias, los programas jamás fueron más allá de la etapa de planificación. Sólo en Mendoza la subdivisión de vitivinicultura produjo finalmente un grupo de graduados luego de siete años de innumerables dificultades. En 1881 el Departamento de Agricultura puso bajo su dependencia a los dos únicos establecimientos nacionales de enseñanza o investigación: la Escuela de Vitivinicultura de Mendoza y el jardín Experimental del Parque Tres de Febrero,  en Buenos Aires. Pero no había fondos para ampliarlos, y menos aún para utilizarlos con éxito. En la década del 80 se trajo de Francia a dos expertos para mejorar los viñedos de Mendoza, y varios argentinos fueron enviados al extranjero, con becas del gobierno, para estudiar agricultura en Bélgica e Italia. La crisis de 1890 terminó inclusive con estas limitadas medidas.

El presupuesto de 1896 permitió al Departamento realizar por primera vez planes para la instalación de estaciones agrícolas. En colaboración con los gobiernos provinciales se establecieron inmediatamente estaciones en Entre Ríos y Córdoba, y se esbozaron planes para otras en Santa Fe y Corrientes. A los funcionarios que trabajaban en dichas estaciones se les ocurrió muy pronto la idea más ambiciosa de convertirlas en escuelas de agricultura. En 1903 dos de éstas -en Casilda, Santa Fe, y en Córdoba- tenían noventa estudiantes inscritos, y otros noventa se encontraban dispersos en las seis estaciones experimentales "primarias" del país. Para no dejarse superar por el gobierno de Buenos Aires, las autoridades nacionales establecieron el Instituto Superior de Agronomía y Veterinaria en Chacarita, en la ciudad de Buenos Aires, en M El instituto fue un precursor de la Facultad de Agronomía Y Veterinaria de la Universidad de Buenos Aires. Pero una total ausencia de planificación realista, la tendencia a precipitarse hacia programas exagerados y abandonarlos con igual precipitación cuando decaía la inscripción o el interés, y la falta de personal experto en el país, constituían serios obstáculos para cualquier sistema educacional en escala nacionales.26

En un esfuerzo, por crear un sistema en medio del caos se designó, a fines de 1907, un consejo de educación agrícola, para que redactase un programa general. Una subdivisión del Ministerio asumió la dirección de la educación rural. Algunas escuelas se convirtieron en estaciones experimentales tales, aunque el Ministerio admitía la existencia de una constante lucha con los directores: "En el ejército agrícola revistan muchos jefes y oficiales, pero faltan en absoluto las clases que deben actuar directamente sobre la tropa."27 Otras se convirtieron en simples escuelas técnicas. Por debajo del 'nivel universitario, la instrucción secundaria se concentraba en tres escuelas: la Escuela de Vitivinicultura de Mendoza, la Escuela de Agricultura y Ganadería de Córdoba, y la Escuela de Arboricultura y Sacarotécnica de Tucumán. Durante un breve ricamente pareció inclusive que se podrían obtener fondos para hacer que tal reorganización tuviese algún significado. Pero por la depresión de 1914 los presupuestos de las instituciones de enseñanza agrícola se han disminuido hasta un límite verdaderamente insostenible"28 y hace que vuelvan a reducirse las posibilidades. Pero aunque no era, posible llevar a la práctica ni siquiera las medidas razonables, había un sinfín de proyectos ambiciosos o fantásticos: un programa de profesores viajeros para llevar la instrucción al campo, o la creación de zonas de educación técnica, con inspectores que difundirían el conocimiento de los métodos más modernos de cultivo y establecerían cooperativas.

En el campo más vasto de la educación informal, la amplitud misma de los problemas conspiraba para frustrar todos los esfuerzos. La ignorancia de los chacareros, su pobreza, su carencia de horizontes intelectuales, un sistema de posesión de la tierra que anulaba en gran medida toda esperanza de progreso, y las escasas comunicaciones, combinados con las enormes distancias en las zonas rurales: todo ello servía para aislarlos de las pocas fuentes de instrucción existentes. Los distintos Boletines y Anales llegaban muy pocas veces hasta ese público. Anales de la Sociedad Rural, con su ocasional tratado sobre cultivo del trigo, comentaba en 1872: "No negaremos que había uno que otro sembrador de trigos que se extasíe al tropezar con algún ensayo sobre siembras, arados, trillas, etc.; pero es indudable, que el bien que derivan de esta publicación los chacareros de San Isidro si ya no los de Chivilcoy, es parecido al que les resultaría si los Anales se publicasen en el planeta Urano."29 Las primeras Exposiciones Rurales de Buenos Aires, realizadas en 1858 y 1859, luego de distribuir unas cuantas medallas de plata por muestras de trigo admitieron las mismas dificultades:

"Si la Exposición debe considerarse como una escuela y un estímulo á las artes y a la agricultura para que rindiera todo el beneficio que merecen sus laudables esfuerzos, convendría que no quedasen como excluidos la masa de agricultores. Puede asegurarse que apenas un 10 por 100 de  estos saben leer, y para tales gentes á quienes no llega noticia de la Exposición, un premio honorífico sin ver su respectiva conveniencia pecuniaria, no excitará sus inteligencias ni sus esfuerzos á la mejor producción."30

Las competiciones y las exposiciones continuaban pasando por alto a la masa de los chacareros En 1883 una progresista ley de Córdoba establecía premios agrícolas, pero exigía un mínimo de ochenta a ciento veinte hectáreas cultivadas para la inscripción, en una época en que la mayoría de los agricultores cultivaba un máximo de treinta y cinco hectáreas. En 1886 una Exposición Rural Internacional, realizada en Buenos Aires bajo los auspicios de la Sociedad Rural, contó con la siguiente participación: "En la Sección la, Cereales, dos muestras de trigo, una de cebada y una de maíz, de un solo expositor de San Juan, y una muestra de cebada y una de maíz de la provincia de Buenos Aires."31

 ¡Y eso fue todo! La Sociedad Rural, que con tan excelentes resultados se había dedicado a mejorar las industrias pastoriles desde su primera muestra ganadera, en 1875, trató de infundir el mismo espíritu en su primera Exposición Agrícola de 1903. Pero los propios Anales tuvieron que admitir que sí bien tales exhibiciones eran muy importantes, carecían del colorido o el interés de las muestras ganaderas. Y es preciso agregar que quienes participaban en estas exhibiciones no eran el pequeño arrendatario o el colono, tan desesperadamente necesitados de aliento y estímulo, sino el terrateniente establecido, educado y próspero. Al gobierno no le fue mucho mejor. En 1902 el Ministerio de Agricultura estableció cuatro regiones trigueras con los magníficos premios de 100, 50 y 30 pesos para las mejores muestras cultivadas en cada región. No podía esperarse que incentivos tan magros afectaran y menos aun debilitasen las prácticas de agricultura extensiva de los arrendatarios conservadores y materialistas de la Argentina.

Las deficiencias del Departamento de Agricultura o del Ministerio no recaen sobre los agrónomos o los servidores públicos que se esforzaron por despertar a una burocracia sólo interesada en sí misma y a una Nación indiferente, y hacerles adquirir conciencia del potencial rural de la Argentina. Los problemas del crédito y las cooperativas rurales, de las estadísticas, de las campañas contra la langosta y de la educación agrícola eran vastos, y en algunos casos insolubles. La conclusión principal que surge de un examen de la política del gobierno respecto de la agricultura es que la Argentina, como Nación, no se preocupó por la situación del campo o de los chacareros. La riqueza que el cultivo del trigo había dado al país era aceptada de la misma manera como se había recibido el ganado salvaje o el rico suelo: como un factor de la economía que no necesitaba ni merecía atención oficial. Unos pocos hombres conscientes, empezando por Oldendorff, Victorica, Alsitia y Lahitte, lucharon para mejorar la posición del chacarero en la agricultura y en la Nación; en el Departamento y el Ministerio, y en las publicaciones de éstos, fueron los únicos voceros del agricultor, Pero no lograron modificar el pensamiento y las actitudes de la Nación. El espíritu de Laissez - faire, las industrias pastoriles y los intereses comerciales continuaban dominando en la Argentina.

 

 

Capítulo IX

CONSECUENCIAS POLÍTICAS

Los CAPÍTULOS precedentes han indicado que el agricultor de la Argentina muy pocas veces tuvo poder o influencia políticos.

Sólo el gran terrateniente con intereses agrícolas contaba con una organización o grupo de presión que lo representara. Aunque la Sociedad Rural era Principalmente una organización ganadera, tenía una preocupación periférica por la agricultura y a menudo era consultada por el gobierno en los asuntos rurales. Del seno de la Sociedad Rural surgió en 1900 un Sindicato de Consumos Agrícolas que debía dedicarse específicamente a los problemas del campo. En 1892 varios grandes terratenientes y hombres de negocios habían formado la Sociedad Agraria para proteger sus intereses en forma similar a la de la Sociedad Rural. Pero estos grupos eran organizaciones de terratenientes.

No representaban a los colonos, arrendatarios o trabajadores rurales, y muy poco se ocupaban de ellos.

Durante muchos años el pequeño agricultor fue apolítico. El aislamiento, el analfabetismo y la inestabilidad dificultaban la organización o la acción políticas, cuando no las hacían imposibles. El agricultor inmigrante tendía a aferrarse a su nacionalidad anterior y a evitar enredarse en el campo traicionero e incomprensible de la política local. Su principal aspiración era que lo dejaran en paz. Su origen lo hacía temer a los que ocupaban puestos de autoridad. Había llegado a la Argentina para lograr un objetivo material: reunir suficiente dinero para comprar una chacra, establecerse en un pueblo o ciudad, o regresar a su patria con las ganancias acumuladas, y no para reformar o modificar la estructura política.

Como consecuencia de ello el chacarero tuvo poco éxito en lo referente a hacer sentir sus necesidades o representar un papel cívico en la Argentina. Las pocas ocasiones en que hacía escuchar su voz eran en gran medida el resultado de una reacción momentánea contra medidas o impuestos injustos, y carecían de la continuidad y la fuerza necesarias para crear una organización o un interés permanentes. Tales fueron los movimientos que tuvieron como centro las colonias de Santa Fe en la década del 90. En 1892 se reunió en Esperanza un congreso espontáneo para discutir problemas rurales. Luego de una semana de conferencias se disolvió sin adoptar medida alguna y sin dejar establecidas convocatorias de congresos posteriores. Al año siguiente la Unión Cívica Radical, recientemente formada, que era un movimiento de la clase media y profesional urbana, llevó a cabo una rebelión militar, en Buenos Aires y Santa Fe, contra las autoridades nacionales. Los radicales se granjearon el apoyo de los agricultores, no porque éstos entendieran los problemas políticos o conocieran a las personalidades participantes, o porque les interesara entenderlos o conocerlas, sino porque se sentían encolerizados ante la corrupción de las autoridades rurales y las recientes actitudes del gobierno provincial de Santa Fe: había sido anulado el derecho de voto de los extranjeros en las elecciones municipales, y se cobraba a los chacareros un impuesto cerealero provincial. Los colonos suizos y alemanes tomaron entonces las armas para derribar a los titulares, y una unidad de cien tiradores suizos de Esperanza se distinguió en una escaramuza en las afueras de la ciudad de Santa Fe, para desconcierto de las fuerzas del gobierno. Aunque el alzamiento radical fue aplastado al cabo de un mes, los centros de colonos de Santa Fe siguieron siendo baluartes de la oposición radical, pero, es preciso reiterarlo, no porque simpatizaran con ese movimiento reformista urbano o lo entendieran sino por la resistencia que simbolizaba contra el gobierno provincial existente. Cuando el gobernador de la provincia concurri6 a una ceremonia para la colocación de la piedra fundamental de un hospital en Esperanza, en 1895, "los hoteles y tiendas cerraron sus puertas, no fue posible obtener coches para los integrantes del grupo, y la función transcurrió sin la colaboración o la presencia de los esperancinos."1

La primera organización que refleja los sentimientos de los chacareros cae fuera de los marcos de este estudio. La denominada "cuestión agraria" de 1912 no fue otra cosa que el resultado de las dificultades acumuladas por malas cosechas y  arriendos excesivos.2 Pero los problemas se agravaron con la posterior depresión y sirvieron para consolidar la posición de una organización campesina, la Federación Agraria. La situación que imperaba en Alcorta, Santa Fe, era típica de zonas en las cuales la tierra se había vuelto valiosa y en las que demasiados arrendatarios competían para ocupar parcelas:

“Los colonos [arrendatarios] pagan al propietario el 33 % de la cosecha con granos elegidos, trillados, embolsados y entregados en la estación del ferrocarril; sólo se les permite trillar sus cosechas con máquinas proporcionadas por el terrateniente, le compran las bolsas y no pueden vender su producto a terceros sin su consentimiento; caso contrario tienen que vendérselo a él. Sólo pueden utilizar el 10 % del campo para pasturaje, que pagan a razón de $ 30 por cuadra y por año, y si necesitan más tierras de pastos deben pagar el doble. Todas las provisiones tienen que ser obtenidas en el almacén que indica el dueño. De los cuatro cerdos que se les permite tener, uno es entregado al dueño; éste lo elige por sí mismo, con la garantía de que no debe pesar menos de 120 kilos. Ahora los colonos piden que el arriendo se reduzca al 25 % de la cosecha y que puedan entregarlo al pie de la trilladora, embolsado y de tipo exportación; que se les permita vender la cosecha a quien les plazca, concediendo preferencia al dueño en condiciones similares, y que éste debe recibirla ocho días después de la trilla. Además, libertad para comprar las bolsas donde les parezca, como así las provisiones, y que se les permita usar el 6 del campo, gratuitamente, para pastura."3

Los chacareros recurrieron a huelgas y se negaron a arar o sembrar hasta que los arriendos fueran rebajados. El representante de algunos de ellos, un abogado rosarino llamado Francisco Netri, organizó la Federación Agraria para dar unidad al movimiento. Al comienzo las huelgas se limitaron a las zonas maiceras del norte de Buenos Aires, Santa Fe y Córdoba, donde ya no era posible seguir pagando los arriendos, a pesar del rendimiento más elevado del maíz. En 1913 los altos costos de la mano de obra y los nuevos fracasos de las cosechas estimularon la extensión del movimiento hacia las regiones predominantemente trigueras del sur de Buenos Aires y La Pampa. Pero a despecho de la declaración de la huelga general, en marzo de 1913, por la Federación, la mayor parte de los contratos fueron firmados individualmente, entre arrendatarios y terratenientes.

El fracaso de la cosecha en 1914, y la circunstancia de que gran parte de la tierra volvió a ser utilizada con fines pastoriles durante la Primera Guerra Mundial, hicieron que muchos agricultores se dirigiesen a las ciudades, y se atenuara por el momento la "cuestión agraria". Pero la Federación Agraria siguió siendo una expresión del sentimiento de los chacareros, Y durante la década del 20, con una nueva generación de hijos de inmigrantes, la Federación, y su periódico, La Tierra, proporcionarían el estímulo para la acción política y para cierta reforma agraria.

La actitud y las acciones de las autoridades provinciales respecto del agricultor constituyeron otros tantos indicios de que éste carecía de poder o influencia políticos. Si el gobierno nacional había hecho muy poco para ayudarlo, los gobiernos provinciales vacilaron muy pocas veces en acosarlo por intermedio de sus funcionarios subalternos, agobiarlo con impuestos y aun perseguirlo.

La política fiscal era quizás el elemento más irritante. Todos los gobiernos argentinos, en especial los de ciudades y provincias, tenían siempre apremiantes necesidades de fondos para mantener su creciente burocracia. Había muy pocas fuentes a las que pudiese cobrárseles impuestos sin despertar resentimientos ni amenazar la estabilidad del gobierno mismo. Así, cuando los industriosos colonos y arrendatarios, gringos sin influencia o ambición política- comenzaron a obtener ganancias de la tierra en la que antes sólo pastaban unas pocas vacas flacas, la avidez de las autoridades locales despertó inmediatamente. Ahí tenían, por primera vez, una fuente de ingresos que podía utilizarse sin temor de represalias. Los gobiernos municipales impusieron onerosas exigencias a los chacareros. Los impuestos locales sobre los productos, sobre los carros y animales, y sobre la maquinaria sumaron una carga que en ocasiones representaba el 12 % del producto bruto del agricultor.4

Las guías, o impuestos provinciales nominales, se venían cobrando desde hacía tiempo sobre los productos pastoriles trasportados de una localidad a otra. Esta forma de gravamen se había aplicado también a los cereales en las estaciones ferroviarias. Luego, en 1891, Santa Fe, seguida rápidamente por Entre Ríos, impuso una contribución mucho más severa sobre los cereales: diez centavos por cada cien kilos de trigo o semilla de lino producidos. En Santa Fe el impuesto era vendido a tanto alzado a un político local. En teoría debía ser cobrado en la chacra, pero los cobradores descubrieron muy pronto que resultaba más saludable no acercarse siquiera a las colonias. Como era menos probable que se resistieran por medios extralegales, se cargó el impuesto a los comerciantes en granos. Durante más de un año la legalidad del impuesto fue discutida en los tribunales, pero en marzo de 1893 la Suprema Corte de la Nación lo declaró constitucional. A medida que se expandía el cultivo del trigo, los gobiernos provinciales dependían cada vez más del impuesto sobre el cereal para sus rentas. En Santa Fe, los ingresos procedentes de dicho impuesto eran casi iguales a los de todas las cargas territoriales juntas.

A la vuelta del siglo Emilio Lahitte terminó dos estudios sobre la política impositiva provincial y municipal, que revelaron que las exigencias fiscales que recaían sobre el agricultor estaban anulando sus actividades en la zona cerealera.5 La legislatura de Buenos M res se sintió tan impresionada, que en el acto ordenó a las municipalidades dejasen de cobrar impuestos a los agricultores. Por supuesto, nada se hizo para reducir las contribuciones provinciales, y las municipalidades hicieron oídos sordos a la decisión de las autoridades de La Plata. Pero el gobierno nacional también se mostró impresionado por las conclusiones de Lahitte. En enero de 1901 un decreto nacional descargaba a los ferrocarriles de la responsabilidad de confirmar si las mercancías que cargaban habían pagado las guías. Un segundo golpe cayó en 1902 cuando la Suprema Corte declaró legales las guías de Corriente.  Santa Fe y Buenos Aires. Como los chacareros continuaban siendo excelentes fuentes de rentas para las provincias, la cuestión consistía simplemente en saber cómo se cobrarían esos impuestos. Las autoridades de Buenos Aires elaboraron un impuesto sobre la producción", pero en 1904 la Suprema Corte lo declaró inconstitucional. Por último, en 1905, otra versión, que sólo difería en sus tecnicismos, soportó con éxito el estudio del alto tribunal. Varias otras provincias remplazaron los ingresos de las guías con nuevos "impuestos a la producción", con impuestos territoriales e impuestos por licencias para los empleados de las firmas cerealeras. Pero el que pagaba en definitiva era el agricultor.

Así como éste era la fuente lógica de dinero para los funcionarios del presupuesto que actuaban en una distante capital de provincia, o para las más cercanas autoridades municipales, así también se convirtió en la presa de los funcionarios subalternos, y aun de los elementos del campo argentino que actuaban al margen de la ley. El comisario  y el juez de paz locales eran constantemente los "villanos" en dramas rurales que, con frecuencia, llegaban a adquirir proporciones trágicas. Los funcionarios de esas regiones exhibían muy pocas veces una disposición benévola o paternal. Por lo general eran analfabetos, pobres y perezosos. En su localidad su nombramiento les había concedido poderes casi absolutos. El abuso de dichos poderes condujo con frecuencia a incidentes tales como el que se conoció en 1876 en San Carlos, Santa Fe, donde un juez de paz se extralimitó en sus funciones y expulsó a una familia de arrendatarios. Durante el procedimiento mató a tiros al padre y al hijo, que no ofrecían resistencia; la madre murió de la conmoción que ello le produjo.6 Esos funcionarios tenían muy poca simpatía o comprensión hacia los extranjeros que hablaban otro idioma, que tenían costumbres distintas y con frecuencia una religión diferente, y que a menudo se encontraban en mejor situación económica que la masa de los campesinos argentinos. El soborno y la corrupción, predominantes en los niveles superiores del gobierno, eran igualmente desenfrenados allí. El propio terrateniente poderoso sobornaba a menudo a las autoridades locales, para no sufrir el acoso y las molestias que representaban sus mezquinos decretos, órdenes y latrocinios. En verdad, la Sociedad Agraria nació en 1892, principalmente porque los estancieros sintieron la necesidad de reformar la designación y conducta de esos funcionarios rurales. Si el terrateniente experimentaba esa presión, es fácil imaginar cuán pesada era la carga que caía sobre el colono y el arrendatario.

En ocasiones los agricultores actuaban por su cuenta, en especial cuando se habían agrupado en colonias. Como ya se ha señalado, la participación de los colonos en la rebelión del partido Radical, en 1893, fue provocada en gran medida por la corrupción del gobierno rural. Antes de ese año los colonos de Bolívar habían hecho fuego, en defensa propia, contra las autoridades locales. En Humboldt los integrantes de una colonia expulsaron a un piquete de policía. Pero estos casos de resistencia eran raros, y cuando se producían, las autoridades provinciales, y aun las nacionales, se mostraban muy dispuestas a intervenir y enjuiciar al gringo por Inmiscuirse en política.

Como el juez de paz era el árbitro inmediato de la legislación rural, el chacarero resultaba muy poco beneficiado por las altisonantes frases sobre igualdad y libertad que se lanzaban en el plano nacional. Una sentencia favorable estaba casi invariablemente vinculada con el soborno entregado al juez. Un indicio de ello es el hecho de que el nombramiento era muy codiciado, “... y a pesar del exiguo sueldo con que están rentados, aquellos alcanzan a llevar una vida holgada y hasta adquirir fortuna, especialmente en las regiones colonizadas."7

La compañía inevitable de semejante actitud hacía la ley eran los elementos más delictuosos de las provincias. El abigeato, que afectaba a los estancieros, era desde hacía tiempo un problema de los distritos rurales, y con frecuencia los aventureros se encontraban en connivencia con la policía rural, Con el aumento del valor del ganado después de 1900 y el rápido desarrollo de nuevas zonas en el territorio de La Pampa, el robo de ganado se convirtió en un negocio organizado. Los estancieros que dejaban de pagar un tributo descubrían que su ganado desaparecía con rapidez. El chacarero también sufrió las consecuencias de las actividades de los bandoleros. El colono y el arrendatario no hacían depósitos en los bancos, y era casi seguro que en la época de la cosecha llevaban encima tina considerable suma de dinero o la tenían guardada en el rancho. Atacar, robar y asesinar a los habitantes de una chacra aislada era bastante sencillo para una banda de hombres armados, y aun citando el suceso atrajese alguna atención de la prensa, no era probable que las autoridades locales tomaran el asunto en serio. El sentimiento público de justicia sólo despertaba cuando los chacareros se hacían justicia por su propia mano. Citando dos asesinos fueron atrapados y linchados en 1893 en Carcarañá, Santa Fe, se arrestó inmediatamente a veintidós colonos y el juez pidió la pena de muerte para diecisiete de ellos. Aunque eventualmente los prisioneros fueron puestos en libertad, la preocupación del gobierno provincial no era la represión del crimen. En verdad, debían transcurrir muchos años antes que el orden y. la seguridad comenzaran a penetrar en las zonas rurales. Cuando los colonos austríacos de Firmat, Santa Fe, se quejaron en 1908, a su representante, de la situación de ilegalidad que imperaba en el campo y su protesta fue desviada por tortuosos carrales diplomáticos, el senador de su distrito les aconsejó con franqueza que el único recurso que les quedaba era el de ir armados a sus campos.8

 De tal modo, los esfuerzos de las autoridades provinciales, municipales y nacionales estaban dirigidos, no a ayudar al chacarero, sino más bien a descubrir los medios más efectivos de despojarlo de su dinero. La arbitrariedad, los robos y las persecuciones, tanto por, los funcionarios subalternos como por los criminales, agregaron otra carga a la vida del agricultor en la Argentina e hicieron la existencia rural menos atractiva para el inmigrante y el habitante de las ciudades por igual.

En el sentido más amplio, ¿qué significado tenía el desarrollo de la economía triguera argentina para la formación política del país? ¿Cuál fue el resultado de la existencia de millares de inmigrantes, de una exportación que valía millones de pesos, de vastas tierras vírgenes puestas en cultivo y de la creación de nuevas actividades?

Así corno muy pocos elementos nuevos habían penetrado en la economía argentina antes de 1860, así también se hablan producido muy pocos cambios fundamentales en la estructura política desde el período colonial. La economía se basaba en el ganado nativo; el gobierno, en una pequeña élite de terratenientes, abogados y militares. La única corrección significativa de principios del siglo XIX fue el desplazamiento cada vez mayor del poder político y económico hacia el litoral, y hacia la provincia y ciudad de Buenos Aires.

El desarrollo económico de fines del siglo XIX sentó las bases para una nueva Argentina. Pero era una Argentina de ciudades, y en especial de la ciudad de Buenos Aires (véase Mapa 3 para el desplazamiento de la población entre 1869 y 1914). La revolución producida en la pampa había creado riqueza y prosperidad, pero eran una riqueza y una prosperidad que sólo adquirían realidad en el ambiente urbano. Los arrendatarios trabajaban en la pampa; no establecían hogares. Los estancieros refinaban su ganado pero vivían en Buenos Aires o París. El cereal y la carne provenían de la pampa, pero en términos sociales y políticos ésta se mantuvo in conquistada, aislada y remota, no colonizada.

El cultivo del trigo fue un importante catalizador en la trasformación económica de la Argentina. Proporcionó un nuevo empleo para las fértiles llanuras que se extendían desde las ciudades de la costa. Atrajo a los inmigrantes. Constituyó un complemento de las industrias pastoriles, al refinar las pasturas. Pero el impacto político producido por ese crecimiento económico se registró, no en el campo, sino en las ciudades. En 1870 las exportaciones totales de la Argentina juntaban 30.000.000 de pesos oro, casi el 100 % de productos de la ganadería. En 1890 eran de 100.000.000 de pesos oro, y el trigo representaba el 10 %, de las mismas. En 1910 el total había ascendido a casi 400.000.000, y el trigo contribuía anualmente con casi una quinta parte de las exportaciones (Cuadro 7). El paso de este comercio por los puertos costeros fue lo que estimuló el crecimiento de Buenos Aires, de 187.000 habitantes en 1869 a 1.577.000 en 1914; el de Rosario, de 23.000 a 223.000; el de Santa Fe, de 11.000 a 60.000; el de Bahía Blanca, de 1.000 a 62.000. Y en ese crecimiento urbano -y no en el campo- es donde hay que buscar las amplias consecuencias políticas del cultivo del trigo.

Luego de medio siglo de luchas políticas entre terratenientes y grupos militares en el interior y en las provincias de la costa, Buenos Aires impuso a la postre su hegemonía sobre el país y formó un gobierno nacional en 1862. Hubo luego cuatro grandes presidentes, Mitra, Sarmiento, Avellaneda y Roca, hombres todos de extraordinaria cultura y visión. Pero a medida que iba desapareciendo la amenaza de guerras exteriores e internas, a medida que el poder se concentraba cada vez más en manos del gobierno nacional y a medida que la Nación comenzaba a progresar económicamente, se desarrolló un monopolio burocrático y económico sobre los procesos de gobierno. Los políticos y los terratenientes consolidaron su dominio, y en la década del 80 surgieron como la "oligarquía" de la nueva Argentina.9 Dicha década presenció también la expansión de otros elementos políticamente activos de la población. El monopolio del gobierno y la corrupción concomitante provocaron el resentimiento de los argentinos nativos, en especial en los grupos de la clase media urbana, entre los estudiantes universitarios, los comerciantes, los hombres de negocios, ciertos oficiales militares y algunos profesionales. Aunque los inmigrantes no habían penetrado aún en la lucha política, acentuaron el espíritu de fermento económico y social en las ciudades. Y así se formaron los movimientos urbanos de protesta y reforma: los partidos Radical y Socialista se constituyeron formalmente a principios de la década del 90.

Los pequeños grupos de la clase media que engendraron esos movimientos reformistas habrían logrado muy poco a no ser por el rápido crecimiento económico de la Argentina a principios de siglo. Si bien fueron inicialmente atraídos hacia la Argentina por las oportunidades agrícolas, el grueso de los inmigrantes europeos se estableció en las ciudades de la costa. Allí ellos -o sus hijos- podían obtener propiedades, gozar de la sociabilidad, la seguridad, la educación o el progreso que tan a menudo les había negado el campo. La lista de ocupaciones urbanas creadas bajo el estímulo de la agricultura es interminable: estibadores, almaceneros, lecheros, mecánicos, empleados, sastres, albañiles, panaderos, carreros, sirvientes, gerentes de oficina, capataces. A medida que las ciudades se extendían, en especial con el crecimiento del Gran Buenos Aires después de 1900, se produjo una descentralización de los comercios y los servicios, y un consiguiente aumento de las ocupaciones en los comercios y talleres de los barrios. La industria y la construcción proporcionaron gran cantidad de puestos: para 102.000 trabajadores, o sea, el 37 7, de la población activa de Buenos Aires en 1895, y para 273.000 trabajadores, es decir, el 43 % en 1914.10 Y estos recién llegados a las ciudades, y en particular los hijos de los inmigrantes que habían llegado a la Argentina en la década del 80, fueron atraídos cada vez más por los partidos Radical y Socialista. Cosa significativa, los éxitos de los movimientos reformistas se dieron en los años en que esta segunda generación llegaba a su mayoría de edad: la entrega del poder por la "oligarquía", con la ley Sáenz Peña de 1912, que establecía el voto secreto y obligatorio para los varones, y la elección de un radical, Hipólito Irigoyen, como presidente en 1916.

Aunque el estímulo ejercido por la agricultura sobre las ciudades fue en buena medida lo que permitió que estos- movimientos de protesta de la clase media se desarrollaran y finalmente llegaran al poder, ni el partido Radical ni el Socialista tuvieron nunca una base agraria permanente, ni exhibieron una preocupación perdurable por los problemas del campo. Su contacto con los agricultores se limitó a llamamientos oportunistas, como en la revolución radical de 1893 o en la agitación socialista de la "cuestión agraria" en 1912. En ese sentido reflejaban al mismo tiempo su orientación urbana y la tradicional falta de preocupación argentina por los problemas de la agricultura.

En tal forma, el impacto de la economía triguera argentina sobre la estructura política se limitó en gran parte a las ciudades. La prosperidad comercial y los efectos de la revolución producida en la pampa atrajeron y mantuvieron a centenares de miles de recién llegados en las ciudades de la costa. Los inmigrantes constituyeron allí una creciente clase media y una gran fuerza de trabajo, y en su segunda generación habían hecho suyo un nuevo y agresivo espíritu de nacionalismo. Sus exigencias de emancipación política dieron fuerza a las demandas reformistas de las clases medias intelectuales y profesionales urbanas, y terminaron al cabo con el monopolio de la "oligarquía". Pero de este proceso de democratización urbana los arrendatarios, en constante movimiento y carentes de derechos políticos, no recibieron beneficio alguno.

Al mismo tiempo, el cultivo del trigo estimulaba la centralización del poder político y económico en las ciudades de la costa. Los productos de la economía agrícola y ganadera afluían a Europa, y los estímulos comerciales o industriales que proporcionaban eran concentrados en los puertos que manipulaban y elaboraban las materias primas, El interior, otrora tan importante por sus tejidos, sus artículos de cuero y otras manufacturas locales, había quedado muy retrasado respecto de la costa en materia de población, cultura y oportunidades. Aun en la región costera, la inestabilidad y el aislamiento de la agricultura cultura incitaron a los argentinos a mirar hacia la ciudad, y en particular hacia la metrópoli de Buenos Aires, y, más allá, hacia Europa. El hombre no se había arraigado en la pampa. En ésta no existían ciudades importantes, centros comerciales o industriales. No había una clase agraria establecida y próspera que consumiera al mismo tiempo que producía. Los ferrocarriles proporcionaban un admirable medio de trasporte, pero tenían una orientación única: la de llevar la riqueza de la tierra a los puertos. Nadie quería permanecer en el campo. Los estancieros podían construir espléndidas casas de campo, pero sólo pasaban unas pocas semanas o fines de semana en sus fincas, y estaban mucho más familiarizados con las calles de Buenos Aires o París, y las playas de Mar del Plata, que con la tierra que los enriquecía. Y lo mismo sucedía a todo lo largo de la cadena, desde el comerciante rural, el cura, el jefe de la estación local y el molinero hasta el chacarero. Todos aspiraban a trasladarse, y siempre hacia la costa y hacia la ciudad. Pites sólo allí era posible encontrar lo que tan evidentemente faltaba en la pampa: instituciones sociales, gente, oportunidades económicas.

Ese impulso hacia los centros urbanos tuvo consecuencias políticas, Era frecuente que el inmigrante recién llegado no saliera de la ciudad costera, o bien que volviese a ella tan rápidamente como le resultara posible. Los hombres más ambiciosos y capaces del campo se desplazaban hacia la ciudad. Era inevitable que los talentos y las capacidades de la Nación se concentrasen en las zonas urbanas, y especialmente en Buenos Aires. Antes que una frontera, la Argentina tenía una ciudad. En lugar de volcar el país hacía sus zonas rurales, la agricultura había acentuado el desarrollo urbano.

 

 

EPÍLOGO

 

HACIA 1910 se había realizado una revolución en la pampa. La morada del ganado cimarrón, de los indios y los gauchos era ya una región de campos cultivados y ricos pastizales. Una tierra que antes sólo producía ovinos y vacunos flacos era en ese momento una de las principales exportadoras mundiales de trigo, maíz, carne vacuna y ovina, y lana. En cincuenta años las exportaciones de la Argentina habían multiplicado su valor por diecisiete. Un país que antes sólo tenía una dispersa población de españoles y mestizos podía jactarse ahora de una metrópoli de casi 1.500.000 habitantes y una población de 8.000.000, casi la tercera parte de ellos nacidos en Europa.

Estos eran cambios importantes, y el cultivo del trigo había representado un papel decisivo en todos ellos. Los cimientos del campo argentino actual, así como de gran parte de la Argentina urbana, descansaban sobre el desarrollo de la economía del trigo y la carne. Pero el crecimiento no fue el único factor del cambio. La revolución operada en la pampa introdujo o reforzó algunas otras características nacionales: la dominación porteña  y urbana de un gobierno y una economía; la propiedad de la tierra, en gran escala, por quienes pocas veces la trabajaban; la apatía del gobierno y el pueblo respecto de sus recursos humanos y naturales.

El cuadro rural que surgió como resultado de esta revolución no cambió fundamentalmente después de 1910. Durante la década del 20 el chacarero se hizo escuchar por intermedio de la Federación Agraria y de su periódico, La Tierra. Hubo en Buenos Aires algunos esfuerzos para realizar la reforma agraria, y un aumento en el número de elevadores y de cooperativas rurales. El trigo y los cereales en general se recuperaron de la recesión de la Primera Guerra Mundial, y alcanzaron una vez más a las industrias pastoriles. La década del 30 trajo consigo la superproducción, que una depresión mundial tornó crítica, y, como consecuencia de ello, el control de la producción y del mercado por parte del gobierno. A medida que el trigo perdía su importancia dominante en la economía nacional, su lugar era ocupado por otros productos del agro. Pero los controles cada vez más acentuados y el descenso de la producción en las décadas siguientes no solucionaron problema alguno.

La Argentina actual sigue recogiendo los frutos de su revolución en la pampa, Buenos Aires y las ciudades de la costa, antes que el campo, recibieron el grueso de la población, el comercio y los capitales que una economía agrícola atrajo. El desarrollo rural no estimuló una fuerza política o una vitalidad económica independientes que equilibrasen o complementasen el predominio de los centros urbanos. Si bien la empresa privada y la inmigración sin restricciones habían desarrollado la riqueza de la pampa, a comienzos del siglo xx, sin ayuda del gobierno, la indiferencia pública y oficial hacia los asuntos rurales continuó, lamentablemente, en las décadas más complejas de depresión mundial y de industrialización subsidiada. Los gobiernos conservadores de la década del 30 y el régimen peronista, después de la Segunda Guerra Mundial, demostraron, una vez más, el dominio de ciertos grupos o centros urbanos en las decisiones políticas, y la ausencia total de una economía agraria en la Argentina. A consecuencia de ello, el arrendatario es hoy el denominador común en la Argentina rural. El chacarero lleva una vida miserable, muy alejada de la mayoría de los beneficios de la sociedad o la industria. El aflujo de inmigrantes casi se ha interrumpido, y su pérdida está agravada por la migración interna a las ciudades. Y el gobierno y el pueblo siguen trágicamente negligentes en relación con una de las más grandes riquezas de la nación: su agricultura y su población rural.

 

 

 

 

 



* En castellano en el original. [En adelante toda palabra en bastardilla seguida de un asterisco indica que está en castellano en el original, N. del T.]

1 Benjamín Vicuña Mackenna, La Argentina en el año 1855, Pág. 133.

2 Samuel G. Arnold, Viaje Por América del Sur, 1817-1848, Pág. 189.

 

3 Bartolomé Mitre a Pastor Obligado, 12 de Junio de l855; en, los archivos privados de la señora Justa B. de Zemborain, Buenos Aires.

4 Richard A. Seymour, Pioneering in the Pampas, pig. 54. [Citamos la trad. castellana de Justo P. Sáenz, Un poblador de las pampas, Bs. As. , 1947, Pág. 100.1 - Pág. 100]

5 Nathaniel H. Bíshop, A Tbousand Miles' Walk Across South America, Págs. 103-104.

6 Calculado según costos tonelada-legua citados por Miron Burgin, Economic Aspects of Argentine Federalism, Pág. 117. [Hay versión castellana en esta misma Colección "El Pasado Argentino"]

7 Calculado según estadísticas dadas por Thomas.  J. Mutchinson, Buenos Ayres and Argentine Gleanings, Págs. 37, 60. [Hay versión castellana.]

8 B. Vicuña Mackenna, ob. cit., Pág. 133

9 Ibid. , Págs., 120-121; Wilfrid Latham, The States of the River Plate, Págs. 182-183.

10  William MacCann, Two Thousand Miles' Ride Through the Argentine Provinces, t. I, pág. 275. [Hay versión castellana; una reedición está en prensa para esta misma Colección.]

11 Bishop, A. Thousand Miles' Walk Across South America, Pág. 82m

12 Calculado según datos que figuran en MacCann Ob. Cit., t. I, pág. 99.

13 Federico Daus, Geografía de la República Argentina. t. 1, pág. 132,

14 Francisco de Aparicio y Horacio A. Difrieri (eds.), La Argentina. Suma de Geografía (en adelante citado corno Suma de Geografía), t. 1, Págs. 406-407; Preston james, Latin America, Págs. 328-329; Daus, Geografía de la República Argentina t. 1, pág. 44, 55-63.

15 Aparicio y Difrieri, Suma de Geografía, t. IV, Págs. 62-70, 73-96.

 

16 Vicuña Mackenna, ob. Cit., pág. 145.

17 Aparicio y. Difrieri, ob. Cit., t. 1, Págs. 423-428: Daus, Ob. Cit., t. 1, Págs. 132-138; James, Latin America Págs. 329-330; Pierre Denis, The Argentine Republic, Págs. 167-173. La clasificación de Daus es preferible a la de James y Denis.

18 Daus, Ob. Cit., t. 1, Págs. 242-247, 261-265.

19 Walter G. Davis, "Clima de la República Argentina", en Censo agropecuario nacional de la República Argentina en 1908, t. 111, Págs. 6,17-648.

 

20 Aparicio y Difrieri, Ob. Cit., t. 11, Págs. 70-78; Denis, The Argentine Republic, Pág. 162.

 

21 Aparicio y Difrieri, Ob. Cit., t. II, Págs. 30-34.

 

22 Ibíd. , t. IV, Págs. 121-138; Denis, ob. Cit., págs. 173-175. [El autor se refiere a la gran zona de erosión eólica que en Estados Unidos se llamé dust bowI (olla de polvo). [N. del E.]

23 Latham, The States of The River Plate, Págs. 28-29.  

 

24 Daus, ob. Cit., t. I, Pág. 337.

 

25 Thomas Hinchliff, South American Sketches, pág. 58. [Hay versión castellana en esta misma Colección].

 

1 Victor Martin de Moussy, Description géogaphique el statistique de la Confèdèration Argentine, t. II, pág. 234.

 

2 Calculado según estadísticas que figuran en Juan A. Alsina, La inmigración en el primer siglo de la pág. 22.

 

3 SVIMEZ "Associazione per lo sviluppo  nel Mezzogiorno", statistiche sul d'Italia pág. 117.

 

4 Williams Perkins, The Colonies of Santa Fe. Their origin, progress and present conditions with general observations on emigration to the Argentine Republic, pág. 19.

 

5 Guillermo Wilcken, Las colonias. Informe sobre el estado actual de las colonias agrícolas de la República Argentina, Apéndice, Cuadro I.

6 Ibíd. , Cuadro 2.

 

7 Ibíd, págs. 147-183.

 

8 Jonás Larguía, Informe del inspector de colonias de la provincia de Santa Fe, 1876, pág. 37.

 

9 Estanislao S. Zeballos, Descripción amena de la República Argentina, II, La región del trigo (1883), pág. 245.

 

10 Unas 2.500 hectáreas (N. del E)

 

10 b Alois E. Fliess, La producción agrícola y ganadera de la República Argentina en el año 1891, pág. 320.

 

11 Horacio C. E. Giberti, Historia económica de la ganadería argentina, pág. 161.

 

12 Ibíd. , Pág. '71.

 

13 Benigno del Carril, "Praderas de alfalfa en la República Argentina", Anales de la Sociedad Rural, Vol. XXVI (1892), nº 11 pág. 274.

 

14 Reimpreso en Review of the River Plate, 24 de Marzo de 1894, pág. 26.

 

15 Ibíd. , 7 de Abril de 1900, págs. 5-6.

 

16 Argentina, Dirección de Estadística y Economía Rural del Ministerio de Agricultura, Datos estadísticos. Cosecha 189911900 (Bs. As. , 1900), págs. VII - VIII.

 

17 Review of the River Plate, 16 de mayo de 1896, pág. 5.

 

18 Argentina, Dirección de Estadística y Economía Rural del Ministerio de Agricultura, Estadística agrícola, 1909-1910, ( Bs. As. , 1910), págs. 80-83.

 

19 Para los fines de este estudio, el término "colono" se limita a denotar sólo al primer prototipo de Santa Fe, aunque en la bibliografía argentina relaciona a con el tema, colono representa a veces una variación de “arrendatario”.

 

20 Estanislao S. Zeballos, "Problemas conexos con la inmigración", t. XV, págs. 544 -552.

 

21 Anales de la Sociedad Rural, Enero - Febrero de 1900, págs. 10 -11.

 

22 Emilio Lahitte, La cuestión agraria. Informe, pág. 16.

 

23 A. Dumas, La crisis agrícola, pág. 9.

 

24 Roberto Campolieti, La chacra argentina, págs. 118-119, Raúl A. Lastra, El cultivo del trigo y del maíz, págs. 12-13.

 

25 Herbert Gibson, The Land We Live On, pág. 11.

 

26 Ricardo Pillado, "El comercio de carnes en la República Argentina", en Censo Agropecuario Nacional de la República Argentina en 19081 t. III, pág. 366.

 

1 Anales de la Sociedad Rural, 1872, págs. 60-61.

 

2 SVIMEZ, Statistiche sul mezzogiorno d'talia 1861-1953, pág. 117.

 

3 Emilio Lahitte Crédito agrícola. La cooperación rural, pág. 35.

 

4 Charles Derbyshire, My life in the Argentine Republic, págs. 102-103, con referencia a experiencias en colonias trigueras en 1893-1894.

5 Annuario statistico italiano, 1916, pág. 46.

6 Charles E. Akers, Argentine, Patagonian and Chilian Sketches, pág. 66.

7 Aparicio y Difrieri, Ob. Cit. , t. VII, págs.521 - 541 y otras.

 

8 Roberto Campolieti, "La crisis del trigo", Anales de la Sociedad Rural, 1903, págs. 1005-1008, 1215-1219.

 

9 Reimpreso en Review of the River Plate. 2 de Marzo de 1902. Pág. 601.

 

1 Manuel Bernárdez, "Literatura de chacra", Anales de la Sociedad Rural, Enero de 1905, pág. 62.

 

2 La Noción, 11 de Noviembre de 1871, pág. 1.

 

3 Jakob Huber, 15 de Julio de 1856, en Juan Schobinger, Inmigración y Colonización suizas en la República Argentina en el siglo XIX, pág. 196.

 

4 Alfred Martin "Informe del inspector agrónomo en su visita técnica a las colonias de Santa Fe", Boletín del Departamento Nacional de Agricultura, 1884, pág. 63.

 

5 Review of the River Plate, 17 de Enero de 1908, págs. 165, 167.

6 0 Ibíd. , 5 de Septiembre de 1896, pág. 18, y 10 de Octubre de 1896, pág. 5.

7 Ibíd. , 23 de Octubre de 1897, pág. 27.

8 Robert F. Foester The Italian Emigration of Our Times págs, 81-82, 115-116.

 

9 Pedro Beco, "El trigo en la República Argentina", Revista zootécnica, Vol. V, 1914, pág. 562.

 

10 Ibíd. , Pág. 572. 

11 Gran Bretaña Cámara de los Comunes, Sessional Papers, 1895, Vol. 102, pág. 32, informes sobre temas de interés general y comercial, Series Varias, núm. 369, "Informe sobre la situación agrícola y ganadera, y sobre las perspectivas de la República Argentina”.

 

12 La Agricultura, 15 de Julio de 1904, pág. 376.

13 Calculado con datos de Ricardo J. Huergo, Investigación agrícola en la región septentrional de la provincia de Buenos Aires, pág. 183, y Frank W. Bícknell, Wheat Production and Farm Life in Argentine, pág. 62.

 

14 Seymour, Pioneering in the Pampas, pág. 166; Juan 1. Gschwind Historia de San Carlos, Pág. 114.

 

15 Eduardo T. Larguía, La economía rural en la provincia, El bajo, págs, 36-61 y otras.

 

16 Argentina, Ministerio de Agricultura, Memoria, 1907-1910, pág. S.

 

17 Huergo, Investigación agrícola... de Buenos Aires, pág. 210; Eduardo  S. Raña, Investigación agrícola de la provincia de Entre Ríos, Págs. 115, 131.

18 La Prensa, 12 de Abril de 1915, pág. 5.

19 Harspers Weekly, 3 de Noviembre de 1894, Vol. 38, pág. 1035.

20 Departamento de Agricultura de Estados Unidos, Yearbook (1911),

Págs. 530-531.

1 Carlos D. Girola, Estudio sobre el cultivo del trigo en la provincia de Buenos Aires, pág. 11.

2 Anales de la Sociedad Rural, 1899, págs. 37-39.

3 La Nación, 29 de Enero de 1915, pág. 8.

4 Anales de la Sociedad Rural, 31 de Agosto de 1904, págs. 358-341; Review of the River Plate, 31 de Marzo de 1905, pág. 631.

 

* Warrant: Certificado de depósito. (N. Del T.)

5 Rodolfo Medina, Warrants, Datos sobre su legislación en la República Argentina y el extranjero, pág. 3.

 

6 Review of the River Plate, 29 de Noviembre de 1911: pág. 861. 6 Review of the River Plate, 29 de Noviembre de 1911 pág. 861.

7 Ibíd. , 11 de Mayo  de 1906, pág. 1083.

8 Ibíd. , 18 de Agosto de 18%, págs. 5-6; Boletín del Ministerio de Agricultura, Vol. I, núms. 4-6, págs. 479-499.

9 Review of the River Plate, 18 de Agosto de 1894, págs. 5-6.

 

10 Ibíd. ,  de Noviembre de 1896, pág. 5.

11 Ricardo M. Ortiz, Historia económica de la Argentina, 1850-1930, t. 1, págs. 261-262, 266-267.

 

12 Emilio Lahitte, La producción agrícola y los impuestos era las provincias de Buenos Aires, Santa Fe, Córdoba y Entre Ríos, pág. 2; repetido en Julio López Mañan, El actual problema agrario, págs. 23-25.

13 Robert R. Kuczynski, "Treight Rates on Argentine and North American Wheat", Journal of Political Economy, vol. X, NI? 3, Junio de 1902, págs. 333-360.

14 Cifras del Ministerio de Agricultura, citadas en Review of the River Plate, 3 de Noviembre de 1904, pág. 476.

 

15 Revista económica del Río de la Plato, 7 de Agosto de 1870, págs. 13-14.

16 Emilio A. Coni, El mercado ordenado de trigo argentino, págs. 89-102.

17 Se ha publicado muy poco material en este sentido. La exposición que se ofrece aquí ha sido reconstruida sobre la base de  entrevistas con comerciantes en cereales, molineros y miembros de la Bolsa de Comercio y Bolsa de Cereales que desarrollaron su actividad durante esa década; de artículos de La Agricultura, Review of the River Plate, El Diario, La Producción Argentina y La semana rural; de Gert Holm, "Mercado de Cereales a Término de Buenos Aires", The Standard, número centenario especial, Agosto de 1916, pág. 156: de La cámara gremial de cereales de la Bolsa de Comercio en su cincuentenario, 1905-26 de Mayo -1955 (Buenos Aires, 1955): La Bolsa de Comercio de Buenos Aires en su centenario, 1854-10 de Julio1954 (Buenos Aires, 1954); la Revista de la Bolsa de Cereales, número centenario especial, 1954, y Femando A. Bidabehere, Bolsas y mercados de comercio en la República Argentina.

18 La Agricultura 8 de Junio de 1899, pág. 459.

19 Bidabehere, Bolsas y mercados de comercio, págs. 127-137. a una casa exportadora un día en que el precio de

20 Review of the River Plate, 15 de Junio de 1906, pág. 1433.

21 Ibíd. , 19 de Marzo de 1909, pág. 769.

22 Argentina, Ministerio de Agricultura, Memoria 1904-1905, pág. 91.

23 El paso de las exportaciones de trigo embolsado a las exportaciones

24 Boletín del Departamento Nacional de Agricultura 1880, págs. 150 - 51.

25 Sessional Papers, 1892. Vol. 81, pág. 13, Informes Diplomáticos y Consulares sobre Comercio y Finanzas Serie anual núm. 983, "Informe pala el año 1891, sobre la situación agrícola de la República Argentina".

26 La Nación, 8 de Enero de le 1890, pág. 1.

27 Review of the River Plate, 6 de Febrero de1892, pág. 5.

 

28 Fliess, La producción agrícola y ganadera, pág. 187.

29 "La situación de la clase industrial y la emigración a la República Argentina", Phipps, nota adjunta de Macdonell a Granville 15 de Julio de 1871, Gran Bretaña, Public Record Office, Foreign Office Records, Correspondencia general 6, Vol. 304, núm. 79.

30 Review of the River Plate, 26 de Junio de 1908, pág. 1625. y 10 de Julio de 1908, pág. 85

31 Ortiz, Historia económica, t. 11, pág, 102.

32 Emilio Lahitte, " La industria harinera", en Tercer censo nacional del la República Argentina, Vol. VII, Censo de las industrias (1917), pág. 498.

33 Anales de la Sociedad Rural 1899, pág. 184,

34 Review of the River Plate, 26 de Febrero de 1909, pág. 575.

1 Giberti, Historia económica de la ganadería argentina, pág. 47.

[2] El Plata Industrial y Agrícola, 10 de Mayo  de 1876, pág. 9.

[3] Informe de 1872, pág LXVI.

[4] Anales de la Sociedad Rural, 30 de Abril de 1881, págs. 99-101.

[5] Ibíd. , 31 de Diciembre de 1884, pág. 585.

[6] La obra clásica sobre legislación de la tierra sigue siendo: Miguel A. Cárcano, Evolución histórica del régimen de la tierra pública, 1810-1916. También hay valiosos resúmenes en Ramón M. Bóveda, Legislación rural argentina, y José P. Podestá, "La pequeña propiedad rural en la República Argentina", en Investigaciones de seminario de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos Aires, t. 111 (1923), págs. 3-144.

 

[7] Argentina, Ministerio de Agricultura, Memoria, 1901 - 4902, pág. 86.

[8] El Diario, 26 de Septiembre de 1889, pág. 1.

[9] Ibíd. , 18 de Diciembre de 1883, pág. 1. Véase también el Informe Consular, E. L. Baker, 17 de Diciembre de 1886, Informes de los cónsules de Estados Unidos, Vol. 23, núm. 82, pág. 310.

[10] Akers, Argentine, Patagonian and Chilian Sketches, pág. 59. Véase también: Buenos Aires, Provincia de, Memoria del Ministerio de Obras Públicas, 1894-1895, Págs. XI - XVI para comentarios acerca del fracaso de esta ley.

[11] Sessional Papers, 1895, Vol. 102, pág. 34, Informe sobre temas de interés general y comercial, Series varias, núm. 369, "Informe sobre la situación agrícola y pastoril, y las perspectivas de la República Argentina".

[12] Review of the River Plate, 17 de Junio de 1899, pág. 7.

[13] Ibíd. , 25 tic noviembre de 1910, págs. 1369, 1411.

[14] La Nación, 6 y 14 de enero, y 25 de diciembre de 1872, pág. 1.

[15] "La situación de las clases industriales y la emigración a la República Argentina", Phipps, adjunto de Macdonell a Granville, 15 de Julio de 1871, loc. Cit.

[16] La Nación, 4 de Agosto de 1870, pág. 1.

[17] Calculado según estadísticas de Juan A. Alsina, Población, tierras y producción, pág. 48.

[18] Juan A. Alsina, "inmigración- Colonias", en el Segundo Censo de la República Argentina de 1895, t. 1, pág. 649.

[19] Review of the River Plate, 3 de Agosto de 1895, págs. 5-6.

[20] La Agricultura, 20 de Agosto de 1896, pág. 620.

[21] Review of the River Plate, 10 de noviembre de 1911, pág. 1241.

[22] Ibíd. , 24 de Julio de 1897, págs. 4-5.

[23] La Nación, 18 de enero de 1871, pág. 1.

[24] Argentina, Cámara de Diputados, Diario de Sesiones de 1875, Vol. 11, págs. 1123 -1140, y otras.

 

[25] Argentina, División de Comercio del Ministerio de Agricultura, Cuadro sinóptico de la ley de aduana en los años 1883 a 1906 (Buenos Aires, 1906), págs. 22-23, 36-37. Técnicamente, el trigo y la harina no fueron incluidos en la lista de artículos libres de impuestos hasta 1913. Se eliminaron las tasas específicas, pero no se los clasificó como artículos exentos de impuestos, y por consiguiente debían pagar el impuesto general del 27 % del valor. El problema se planteó sólo en 1913, cuando la Argentina quiso aprovechar la reciente legislación norteamericana que concedía el libre ingreso del trigo, el maíz, la harina y la semolina (utilizados para fabricar macarrones y otras pastas comestibles similares) de países que no cobraban impuestos sobre esos productos. Un estudio de la legislación argentina por el Departamento de Comercio de Washington, D.C., reveló la discrepancia. El Congreso corrigió apresuradamente las cláusulas tarifarias argentinas y clasificó a los productos en cuestión en la lista de los libres de impuestos.

 

[26] Francisco Seeber, "Argentina, Canadá, Australia. Lecciones de progreso comparado. Inferioridad relativa de la Argentina", Anales de la Sociedad Rural, 1908, págs. 97-101; Emilio Frers, El prohibicionismo y la política comercial argentina. Cartas de un hombre de Estado.

 

[27] Review of the River Plate, 18 de Octubre de 1812, pág. 977.

 

1 Argentina, Departamento de Agricultura, Informe de 1876, págs. XXXVI - XLI.

2 El Economista, 15 de diciembre de 1873, pág. 553

3 Boletín del Departamento Nacional de Agricultura, 1879, págs. 222-224.

4 Boletín del Departamento Nacional de Agricultura, 1888, págs. 538 - 542.

5 La Nación, 1 de Febrero de 1890, pág. 1.

6 Gustavo Niederlein, " Reorganización del Departamento Nacional de Agricultura", Boletín del Departamento Nacional de Agricultura, 1891, págs. 97-100.

7 Review of the River Plate, 17 de junio de 1899, pág. 7.

8 Esta estructura fue algo modificada por decreto del 6 de Febrero de 1900, cuando se creó la de meteorología  como subdivisión separada, y la  s de Zoología y entomología fueron incluidas en la subdivisión científica.

 

9 Anales de la Sociedad Rural, 1899, págs. 255-258.

10 Argentina, Ministerio de Agricultura, Memoria 1901-1902, págs. 4-5.

11 Emilio Lahitte, La situación agrícola. Sociedades cooperativas, pág. 8.

12 El Diario, 31 de enero de 1897, pág. 1; Review of the River Plate, 13 de marzo de 1897, pág. 17.

 

13 Emilio Lahitte, Crédito agrícola, pág. 57.

14 Argentina, Departamento de Agricultura, Informe de 1873, págs. 299-301.

15 Ibíd. , Informe de 1873.

16 Inclusive el Departamento de Agricultura padeció de estos defectos, como lo demuestra el Boletín del Departamento Nacional de Agricultura, 1888, págs. 182-183.

17 Argentina. Ministerio de Agricultura, Memoria, 1898, pág. 122.

18 Boletín del Ministerio de Agricultura, julio-agosto de 1907, pág. 101.

19 Review of the River Plate, 13 de Mayo de 1900, pág. 1165.

20 Boletín del Departamento Nacional de Agricultura, 1890, pág. 672.

21 Review of the River Plate, 24 de Noviembre de 1892, pág. 9.

22 La Nación, 31 de Enero de 1897, pág. 4.

23 Review of the River Plate 18 de febrero y 4 de Marzo de 1899, Pág. 5.

24 La Prensa, 21 de Octubre (pág. 5), 23 (pág. 5), 24 (pág. 9), 25 (págs. 7-8). 26 (pág. 6), de 1907; carta de un estanciero no identificado de Santa Fe, en Review of the River Plate, 17 de Enero de 1907, págs. 161-162.

25 Argentina, Departamento de Agricultura, Informe de 1874, págs. 154-157; Anales de agricultura, 1 de octubre de 1874, pág. 183.

 

26 "¿Por qué no progresan las escuelas de agricultura en el país?". Anales de la Sociedad Rural, 30 de Junio de 1901, pág. 250.

27 Argentina Ministerio de Agricultura, 1905-1907. Pág. 96.

28 Tomás Amadeo “La enseñanza y la experimentación agrícolas en la República Argentina”, pág. 11.

29 "El desarrollo de la agricultura", Anales de la Sociedad Rural, 31 de Diciembre de 1872, pág. 391.

30 Exposición agrícola - rural argentina <le 1859 (Buenos Aires, 1859), pág. 25.

31 Boletín del Departamento Nacional de Agricultura, 1886, pág. 300.

1 Review of the River Plate, 15 de Junio de 1895, pág. 29.

2 En Plácido Grela, “El grito de Alcorta. Historia de la rebelión campesina de 1912”, se dan detalles de este movimiento.

3 Review of the River Plate, 5 de Julio de 1912, pág. 15.

4 Emilio Lahitte, “Los impuestos en la provincia de Buenos Aires. Apuntes estadísticos” (Bs. As. , 1900), pág. 22.

5 Emilio Lahitte, La producción agrícola y los impuestos en las provincias de Buenos Aires, Santa Fe, Córdoba y Entre Ríos, y Los impuestos en la provincia de Buenos Aires. Apuntes estadísticas,

 

6 La Nación, 28 de Enero de 1876, pág. 1.

7 Leopoldo Velasco, "El éxodo hacia Buenos Aires", Revista Argentina de Ciencias Políticas, Vol. XVI (1918), pág. 347. La Nación, 21 de Mayo de 1900, pág. 3, y El Diario, 30 de Diciembre de 1903, pág. 1, citan la falta de justicia rural como la causa principal para que tan pocos inmigrantes llegaran a la Argentina, en comparación con el número de los que se dirigían a Estados Unidos o Australia.

8 Review of the River Plate, 29 de Enero de 1909, pág. 271.

9 Véase el excelente capítulo de Thomas F. McGann, "The Generation of Eighty: Politics", en su Argentina, the United States and the Inter American System, 1880-1914, págs. 20-34. (Hay versión castellana).

 

10 Aparicio y Difrieri, Ob. Cit., t. VII, págs. 239-240.