Los
nutrieros
Rodolfo Walsh |
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Renato oyó los tiros. Volaron patos y garzas, y en la lejanía una nubecilla de humo azul se desguedejó lentamente en la quietud infinita de la tarde.
Al filo de la noche volvió Chino Pérez, ceñudo y
silencioso. Traía a remolque un bote pintado de rojo, con las letras
blancas en el costado de babor: "San Felipe"
Lo encontré -explicó, sin mirar a Renato. Creo
que es de la estancia Y añadió al cabo de una pausa:
Se habrá cortado el amarre.
Renato se incorporó lentamente, fumando su pipa, y acercóse
a la orilla. Renato era bajo y escuálido. Sus ojos azules tenían
una fijeza de alucinado, que desmentía el diseño casi pueril
de la boca.
La cadena del bote era nueva, Renato vio que estaba intacta, pero no dijo
nada. En el fondo había flamantes aparejos de pesca y un rifle
calibre 22; en uno de los bancos, un "sweater" de lana a rayas multicolores.
¿Cazaste algo?preguntó Renato en voz baja.
No replicó su compañero. Y agregó con una
sonrisa torva: Gallaretas.
Oí los tirosdijo Renato. Chino Pérez no contestó.
Ensimismado y remoto sentóse en la orilla de la isleta; se sacó
las alpargatas y hundió los pies en el agua fría con la
mirada clavada en la distancia.
Aquella noche hubo desvelo de perros en la costa de la laguna; pisadas
y linternas; voces apagadas, que el viento traía y llevaba. Renato
dormía. Chino Pérez estuvo fumando, absorto y lejano, hasta
que el cielo empezó a clarear.
Chino Pérez terminó de cuerear las nutrias y estaqueó
los cueros. Renato lo observaba con sus ojos azules e impávidos.
Chino Pérez tapó con tierra el fogón, y luego tendió
la mirada a lo lejos. El agua había tomado un color plomizo, y
en el oro verde de los juncos se alargaban las primeras sombras. Por los
confines de la laguna, ensimismada en la quietud vesperal, entre las últimas
barreras de juncos, flotaban a ras del agua nubecillas de vapor.
Está bien, hermanito; esta noche es la vencida dijo
Chino Pérez sin volverse.
Los dos botes balanceábanse.en la orilla de la isleta. Las líneas
de pesca se sacudían a intervalos con breves convulsiones eléctricas.
"Dientudos", pensó Chino Pérez de mal humor. Todavía
no era la hora de las tarariras. Las tarariras se llevaban la línea
de un golpe, dejándola tensa y vibrante como una cuerda de violín.
Ya sé que querés irtedijo Chino Pérez.
Renato no contestó. Dejó que el silencio flotara entre ellos,
separándolos, restituyéndolos a sus mundos distintos, suavemente,
sin violencias.
Chino Pérez era de baja estatura, fornido, cetrina la faz, tallado
a cuchillo el entrecejo, hirsuto el pelambre, pétrea y estólida
la expresión.
A lo lejos, en el campo, encendióse una luz. Ladraron perros. Gorgoteaba
el agua.
"Ya sé que querés irtepensó Chino Pérez.
Yo también quiero irme"meditó mirando el bote de la
estancia. Las rayas coloridas del "sweater" se destacaban en la oscuridad.
Chino Pérez no había querido tocar nada. Un temor recóndito
le impedía poner la mano sobre cualquiera de esas cosas. "Ya te
vendrán a buscar", pensó con saña.
Luna llena: pila de monedas amarillas y temblonas sobre el paño
gris del agua.
En el fondo del juncal gritó la nutria; era un grito quejumbroso,
como el gemido de un ser humano. Chino Pérez se levantó
el cuello del saco, como si tuviera frío.
Ya puse las trampasdijo. Renato pensó que no hacía
falta decirlo. Lo había visto salir temprano, en el bote, con las
trampas, preparadas para ponerlas en los nidos y comederos.
Chino Pérez acercóse al fogón y se acuclilló,
frotándose las manos. Entonces advirtió que él mismo
había apagado el fuego y lamentó haberlo hecho. "Mañana
nos vamospensó. Para siempre". Tres meses durmiendo en
cualquier parte, sobre la tierra húmeda y podrida, sin encender
fuego de noche, sin mostrar el bulto de día. Tenía el gusto
del pescado pegado a la garganta. Escupió con asco.
¿Y qué vas a hacer, gringo, con la plata?
¿La plata?Renato parpadeó. Volveré
a la chacradijo a la vuelta de un largo rato. Su padre había
querido tener un tractor. Toda su vida había querido eso. Ahora
estaba muerto, en medio del campo, y los tractores pasaban por encima
de sus huesos. Muerto, para siempre, y sin estrellas. El espejismo había
renacido en el hijo, más torturado y violento: para hacerlo realidad
a la fuerza, se había metido a nutriero. En la estancia vecina
a la chacra de su padre había visto una vez un tractor de oruga,
un Caterpillar pintado de rojo... Renato, acaso sin saberlo, tenía
la tierra metida en todo el cuerpo, como sus padres y sus abuelos. Salió
de su ensoñación con algo parecido a un escalofrío.Si
la cobramos...agregó en voz baja.
Chino Pérez, cabizbajo, pateó el suelo húmedo. Oyóse
un chapoteo en el agua, y una de las líneas quedó bruscamente
tirante. Empezó a retirarla, despacio, con acompasados movimientos
de ambas manos. Cabresteaba la tararira, veloz y frenética al extremo
de la línea, mordiendo el hilo reforzado con alambre. Con un último
tirón la sacó a la orilla. Brillaban en la boca del pescado
los dientes amarillos y fuertes, y sus ojos tenían una fijeza azulina
y viscosa. Chino Pérez la sujetó con el pulgar y el índice
por las agallas y la golpeó dos veces en la cabeza con el mango
de un rebenque. Después le sacó el anzuelo. Silbó
en el aire la plomada de tuercas y hundióse en el agua.
Renato
apagó la pipa y se puso en pie.
Voy a recorrer las trampasdijo.
Dejá; voy yoreplicó Chino Pérez. Su acento
se dulcificó. Mejor que duermas un poco, hermano. Mañana
hay que caminar mucho.
Renato obedeció. Acostóse sobre unas lonas, con la ropa
puesta; y antes de quedarse dormido, vio por última vez la silueta
de su compañero, erguido sobre el bote, remando a la luz de la
luna.
Chino Pérez hundía el remo silencioso y el bote quebraba
el espejo terso y pulido del agua. Dormía la laguna profunda de
ecos y rumores. Las cejas de los juncales se destacaban nítidas
y oscuras.
Chino Pérez no siguió el camino de costumbre. Un miedo supersticioso
y agudo le aleteaba en la sangre. No estaba acostumbrado al miedo. Pugnaba
por sacudírselo, como un perro a un tábano. Al llegar frente
a la isleta de espadañas, dejó de remar.
En el recodo de la isleta, la tarde anterior se le había aparecido
el hijo del mayordomo en el bote de la estancia. Chino Pérez lo
había visto una sola vez, de lejos, recorriendo el campo, pero
lo reconoció en seguida. Al ver al nutriero, un gesto de hombría
le había curvado los dedos en torno al rifle. No mediaron palabras,
ni hacían falta. Con ese mismo gesto viril en el rostro adolescente
se había doblado y había caído por la bordaun
tiro en la garganta, entre las ásperas ortigas de agua.
Chino Pérez no quiso pasar por allí. En la isleta dejaba
dos buenas trampas. "Que se quede con ellas el mayordomo", pensó
torvamente.
El viento soplaba de la costa, peinando los juncos. Un cencerro trasudaba
gotas de sonido en las manos heladas del aire.
Y se hizo de pronto, a lo lejos, la noche de los perros, de los tiros,
del odio desatado como una llamarada. Chino Pérez oyó las
voces sordas que el encono aceraba. Se las traía el viento, acres
y feroces como mordeduras.
Después fue el silencio, más súbito, más grande
y terrible que antes. El silencio de la laguna, preñado de misterio.
De lejos lo ventearon los perros. Chino Pérez arrastrábase
por el pajonal, sigiloso como un gato, en dirección al Molino Grande,
en desuso desde que las aguas del cuadro se tornaron salobres.
Al pie del molino los peones de la estancia habían encendido una
fogata. A su cárdeno resplandor se destacaba en silueta la figura
del mayordomo, sombrío como la noche, los brazos cruzados, separadas
las piernas, desafiando a la noche a que le quitara su venganza.
A la luz de la luna giraba la rueda del Molino Grande, como una enorme
flor blanca. Giraba lentamente, deteniéndose a ratos; y amarrado
a las aspas chorreando sangre, con los ojos vidriados de dolor y espanto,
giraba el cuerpo torturado de Renato. El viento traía y llevaba
sus gemidos, y la rueda giraba lentamente bajo el cielo tachonado de estrellas.
A doscientos pasos del molino se detuvo Chino Pérez para tomar
aliento. Quemábanle en las manos las pinchaduras de los abrojos.
Los perros se revolvieron, inquietos, recrudeciendo el coro exasperado
de ladridos. Siguió avanzando. A intervalos le llegaba el quejido
estertoroso de Renato.
Paciencia, hermanito. Paciencia.
Se detuvo a cien pasos del molino.
Chino Pérez no erraba nunca un tiro. A veinte metros de distancia
mataba una nutria con un tiro en el ojo, para no perforar el cuero.
Paciencia, hermano.
Alzó el winchester, despacio, muy despacio. Las miras se clavaron
en el semblante taciturno del mayordomo, vacilaron un instante, después
siguieron subiendo por el bruñido esqueleto del molino. La rueda
dio media vuelta más y se detuvo chirriando, dejando a Renato vertical,
de pie en lo alto, suspendido y solo, con los ojos azules extraviados.
Chino
Pérez apretó el gatillo.
"Los nutrieros" fue publicado originalmente en Leoplán
el 20 de junio de 1951 y posteriormente en "Cuento para tahúres
y otros relatos policiales". |
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