-
La "Muerte Roja" había devastado el país durante largo tiempo. Jamás
una peste había sido tan fatal y tan espantosa. La sangre era encarnación
y su sello: el rojo y el horror de la sangre. Comenzaba con agudos dolores,
un vértigo repentino, y luego los poros sangraban y sobrevenía la muerte.
Las manchas escarlata en el cuerpo y la cara de la víctima eran el bando
de la peste, que la aislaba de toda ayuda y de toda simpatía, y la invasión,
progreso y fin de la enfermedad se cumplían en media hora.
Pero el príncipe Próspero era feliz, intrépido y
sagaz. Cuando sus dominios quedaron semidespoblados llamó a su lado
a mil caballeros y damas de su corte, y se retiró con ellos al seguro
encierro de una de sus abadías fortificadas. Era ésta de amplia y magnífica
construcción y había sido creada por el excéntrico aunque majestuoso
gusto del príncipe. Una sólida y altísima muralla la circundaba. Las
puertas de la muralla eran de hierro. Una vez adentro, los cortesanos
trajeron fraguas y pesados martillos y soldaron los cerrojos. Habían
resuelto no dejar ninguna vía de ingreso o de salida a los súbitos impulsos
de la desesperación o del frenesí. La abadía estaba ampliamente aprovisionada.
Con precauciones semejantes, los cortesanos podían desafiar el contagio.
Que el mundo exterior se las arreglara por su cuenta; entretanto era
una locura afligirse. El príncipe había reunido todo lo necesario para
los placeres. Había bufones, improvisadores, bailarines y músicos; había
hermosura y vino. Todo eso y la seguridad estaban del lado de adentro.
Afuera estaba la Muerte Roja.
Al cumplirse el quinto o sexto mes de su reclusión,
y cuando la peste hacía los más terribles estragos, el príncipe Próspero
ofreció a sus mil amigos un baile de máscaras de la más insólita magnificencia.
Aquella mascarada era un cuadro voluptuoso, pero
permitidme que antes os describa los salones donde se celebraba. Eran
siete -una serie imperial de estancias-. En la mayoría de los palacios,
la sucesión de salones forma una larga galería en línea recta, pues
las dobles puertas se abren hasta adosarse a las paredes, permitiendo
que la vista alcance la totalidad de la galería. Pero aquí se trataba
de algo muy distinto, como cabía esperar del amor del príncipe por lo
extraño. Las estancias se hallaban dispuestas con tal irregularidad
que la visión no podía abarcar más de una a la vez. Cada veinte o treinta
metros había un brusco recodo, y en cada uno nacía un nuevo efecto.
A derecha e izquierda, en mitad de la pared, una alta y estrecha ventana
gótica daba a un corredor cerrado que seguía el contorno de la serie
de salones. Las ventanas tenían vitrales cuya coloración variaba con
el tono dominante de la decoración del aposento. Si, por ejemplo, la
cámara de la extremidad oriental tenía tapicerías azules, vívidamente
azules eran sus ventanas. La segunda estancia ostentaba tapicerías y
ornamentos purpúreos, y aquí los vitrales eran púrpura. La tercera era
enteramente verde, y lo mismo los cristales. La cuarta había sido decorada
e iluminada con tono naranja; la quinta, con blanco; la sexta, con violeta.
El séptimo aposento aparecía completamente cubierto de colgaduras de
terciopelo negro, que abarcaban el techo y la paredes, cayendo en pliegues
sobre una alfombra del mismo material y tonalidad. Pero en esta cámara
el color de las ventanas no correspondía a la decoración. Los cristales
eran escarlata, tenían un color de sangre.
A pesar de la profusión de ornamentos de oro que
aparecían aquí y allá o colgaban de los techos, en aquellas siete estancias
no había lámparas ni candelabros. Las cámaras no estaban iluminadas
con bujías o arañas. Pero en los corredores paralelos a la galería,
y opuestos a cada ventana se alzaban pesados trípodes que sostenían
un ígneo brasero cuyos rayos se proyectaban a través de los cristales
teñidos e iluminaban brillantemente cada estancia. Producían en esa
forma multitud de resplandores tan vivos como fantásticos. Pero en la
cámara del poniente, la cámara negra, el fuego que a través de los cristales
de color de sangre, se derramaba sobre las sombrías colgaduras, producía
un efecto terriblemente siniestro, y daba una coloración tan extraña
a los rostros de quienes penetraban en ella, que pocos eran lo bastante
audaces para poner allí los pies. En este aposento, contra la pared
del poniente, se apoyaba un gigantesco reloj de ébano. Su péndulo se
balanceaba con un resonar sordo, pesado, monótono; y cuando el minutero
había completado su circuito y la hora iba a sonar, de las entrañas
de bronce del mecanismo nacía un tañido claro y resonante, lleno de
música; mas su tono y su énfasis eran tales que, a cada hora, los músicos
de la orquesta se veían obligados a interrumpir momentáneamente su ejecución
para escuchar el sonido, y las parejas danzantes cesaban por fuerza
sus evoluciones; durante un momento, en aquella alegre sociedad reinaba
el desconcierto; y, mientras aún resonaban los tañidos del reloj, era
posible observar que los más atolondrados palidecían y los de más edad
y reflexión se pasaban la mano por la frente, como si se entregaran
a una confusa meditación o a un ensueño. Pero apenas los ecos cesaban
del todo, livianas risas nacían en la asamblea; los músicos se miraban
entre sí, como sonriendo de su insensata nerviosidad, mientras se prometían
en voz baja que el siguiente tañido del reloj no provocaría en ellos
una emoción semejante. Mas, al cabo de sesenta y tres mil seiscientos
segundos del Tiempo que huye, el reloj daba otra vez la hora, y otra
vez nacían el desconcierto, el temblor y la meditación.
Pese a ello, la fiesta era alegre y magnífica. El
príncipe tenía gustos singulares. Sus ojos se mostraban especialmente
sensibles a los colores y sus efectos. Desdeñaba los caprichos de la
mera moda. Sus planes eran audaces y ardientes, sus concepciones brillaban
con bárbaro esplendor. Algunos podrían haber creído que estaba loco.
Sus cortesanos sentían que no era así. Era necesario oírlo, verlo y
tocarlo para tener la seguridad de que no lo estaba. El príncipe se
había ocupado personalmente de gran parte de la decoración de las siete
salas destinadas a la gran fiesta, su gusto había guiado la elección
de los disfraces.
Grotescos eran éstos, a no dudarlo. Reinaba en ellos
el brillo, el esplendor, lo picante y lo fantasmagórico. Veíanse figuras
de arabesco, con siluetas y atuendos incongruentes, veíanse fantasías
delirantes, como las que aman los locos. En verdad, en aquellas siete
cámaras se movía, de un lado a otro, una multitud de sueños. Y aquellos
sueños se contorsionaban en todas partes, cambiando de color al pasar
por los aposentos, y haciendo que la extraña música de la orquesta pareciera
el eco de sus pasos.
Mas otra vez tañe el reloj que se alza en el aposento
de terciopelo. Por un momento todo queda inmóvil; todo es silencio,
salvo la voz del reloj. Los sueños están helados, rígidos en sus posturas.
Pero los ecos del tañido se pierden -apenas han durado un instante-
y una risa ligera, a medias sofocada, flota tras ellos en su fuga. Otra
vez crece la música, viven los sueños, contorsionándose al pasar por
las ventanas, por las cuales irrumpen los rayos de los trípodes. Mas
en la cámara que da al oeste ninguna máscara se aventura, pues la noche
avanza y una luz más roja se filtra por los cristales de color de sangre;
aterradora es la tiniebla de las colgaduras negras; y, para aquél cuyo
pie se pose en la sombría alfombra, brota del reloj de ébano un ahogado
resonar mucho más solemne que los que alcanzan a oír las máscaras entregadas
a la lejana alegría de las otras estancias.
Congregábase densa multitud en estas últimas, donde
afiebradamente latía el corazón de la vida. Continuaba la fiesta en
su torbellino hasta el momento en que comenzaron a oírse los tañidos
del reloj anunciando la medianoche. Calló entonces la música, como ya
he dicho, y las evoluciones de los que bailaban se interrumpieron; y
como antes, se produjo en todo una cesacion angustiosa. Mas esta vez
el reloj debía tañer doce campanadas, y quizá por eso ocurrió que los
pensamientos invadieron en mayor número las meditaciones de aquellos
que reflexionaban entre la multitud entregada a la fiesta. Y quizá también
por eso ocurrió que, antes de que los últimos ecos del carrillón se
hubieran hundido en el silencio, muchos de los concurrentes tuvieron
tiempo para advertir la presencia de una figura enmascarada que hasta
entonces no había llamado la atención de nadie. Y, habiendo corrido
en un susurro la noticia de aquella nueva presencia, alzóse al final
un rumor que expresaba desaprobación, sorpresa y, finalmente, espanto,
horror y repugnancia. En una asamblea de fantasmas como la que acabo
de describir es de imaginar que una aparición ordinaria no hubiera provocado
semejante conmoción. El desenfreno de aquella mascarada no tenía límites,
pero la figura en cuestión lo ultrapasaba e iba incluso más allá de
lo que el liberal criterio del príncipe toleraba. En el corazón de los
más temerarios hay en cuerdas que no pueden tocarse sin emoción. Aún
el más relajado de los seres, para quien la vida y la muerte son igualmente
un juego, sabe que hay cosas con las cuales no se puede jugar. Los concurrentes
parecían sentir en lo más hondo que el traje y la apariencia del desconocido
no revelaban ni ingenio ni decoro. Su figura, alta y flaca, estaba envuelta
de la cabeza a los pies en una mortaja. La máscara que ocultaba el rostro
se parecía de tal manera al semblante de un cadáver ya rígido, que el
escrutinio más detallado se habrían visto en dificultades para descubrir
el engaño. Cierto, aquella frenética concurrencia podía tolerar, si
no aprobar, semejante disfraz. Pero el enmascarado se había atrevido
a asumir las apariencias de la Muerte Roja. Su mortaja estaba salpicada
de sangre, y su amplia frente, así como el rostro, aparecían manchados
por el horror escarlata.
Cuando los ojos del príncipe Próspero cayeron sobre
la espectral imagen (que ahora, con un movimiento lento y solemne como
para dar relieve a su papel, se paseaba entre los bailarines), convulsionóse
en el primer momento con un estremecimiento de terror o de disgusto;
pero inmediatamente su frente enrojeció de rabia. -¿Quién se atreve
-preguntó, con voz ronca, a los cortesanos que lo rodeaban-, quién se
atreve a insultarnos con esta burla blasfematoria? ¡Apoderaos de él
y desenmascaradlo, para que sepamos a quién vamos a ahorcar al alba
en las almenas!
Al pronunciar estas palabras, el príncipe Próspero
se hallaba en el aposento del este, el aposento azul. Sus acentos resonaron
alta y claramente en las siete estancias, pues el príncipe era hombre
temerario y robusto, y la música acababa de cesar a una señal de su
mano.
Con un grupo de pálidos cortesanos a su lado hallábase
el príncipe en el aposento azul. Apenas hubo hablado, los presentes
hicieron un movimiento en dirección al intruso, quien, en ese instante,
se hallaba a su alcance y se acercaba al príncipe con paso sereno y
cuidadoso. Mas la indecible aprensión que la insana apariencia de enmascarado
había producido en los cortesanos impidió que nadie alzara la mano para
detenerlo; y así, sin impedimentos, pasó éste a un metro del príncipe,
y, mientras la vasta concurrencia retrocedía en un solo impulso hasta
pegarse a las paredes, siguió andando ininterrumpidamente pero con el
mismo y solemne paso que desde el principio lo había distinguido. Y
de la cámara azul pasó la púrpura, de la púrpura a la verde, de la verde
a la anaranjada, desde ésta a la blanca y de allí, a la violeta antes
de que nadie se hubiera decidido a detenerlo. Mas entonces el príncipe
Próspero, enloquecido por la ira y la vergüenza de su momentánea cobardía,
se lanzó a la carrera a través de los seis aposentos, sin que nadie
lo siguiera Por el mortal terror que a todos paralizaba. Puñal en mano,
acercóse impetuosamente hasta llegar a tres o cuatro pasos de la figura,
que seguía alejándose, cuando ésta, al alcanzar el extremo del aposento
de terciopelo, se volvió de golpe y enfrentó a su perseguidor. Oyóse
un agudo grito, mientras el puñal caía resplandeciente sobre 1 negra
alfombra, y el príncipe Próspero se desplomaba muerto. Poseídos por
el terrible coraje de la desesperación, numerosas máscaras se lanzaron
al aposento negro; pero, al apoderarse del desconocido, cuya alta figura
permanecía erecta e inmóvil a la sombra del reloj de ébano, retrocedieron
con inexpresable horror al descubrir que el sudario y la máscara cadavérico
que con tanta rudeza habían aferrado no contenían ninguna figura tangible.
Y entonces reconocieron la presencia de la Muerte
Roja. Había venido como un ladrón en la noche. Y uno por uno cayeron
los convidados en las salas de orgía manchadas de sangre y cada uno
murió en la desesperada actitud de su caida. Y la vida del reloj de
ébano se apagó con la del último de aquellos alegres seres. Y las llamas
de los trípodes expiraron. Y las tinieblas, y la corrupción, y la Muerte
Roja lo dominaron todo.
EDGARD
ALLAN POE "OBRAS COMPLETAS"
|