Lucas, su patriotismo

   De mi pasaporte me gustan las páginas de las renovaciones y los sellos de visados redondos / triangulares / verdes / cuadrados / negros / ovalados / rojos; de mi imagen de Buenos Aires el transbordador sobre el Riachuelo, la plaza Irlanda, los jardines de Agronomía, algunos cafés que acaso ya no están, una cama en un departamento de Maipú casi esquina Córdoba, el olor y el silencio del puerto a medianoche en verano, los arboles de la plaza Lavalle.
   
Del país me queda un olor de acequias mendocinas, los álamos de Uspallata, el violeta profundo del cerro de Velasco en La Rioja, las estrellas chaqueñas en Pampa de Guanacos yendo de Salta a Misiones en un tren del año cuarenta y dos, un caballo que monte en Saladillo, el sabor del Cinzano con ginebra Gordon en el Boston de Florida, el olor ligeramente alérgico de las plateas del Colón, el superpullman del Luna Park con Carlos Beulchi y Mario Díaz, algunas lecherías de la madrugada, la fealdad de la Plaza Once, la lecture de Sur en los años dulcemente ingenuos, las ediciones a cincuenta centavos de Claridad con Roberto Arlt y Castelnuovo, y también algunos patios, claro, y sombras que me callo, y muertos.




Lucas, su patiotismo

   El centro de la imagen serán los malvones, pero hay también glicinas, verano, mate a las cinco y media, la máquina de coser, zapatillas y lentas conversaciones sobre enfermedades y disgustos familiares, de golpe un polio dejando su firma entre dos sillas o el gato atrás de una paloma que lo sobra canchera. Todo eso huele a ropa tendida, a almidón azulado y a lejía, huele a jubilación, a factura surtida o tortas fritas, casi siempre a radio vecina con tangos y los avisos del Geniol, del aceite Cocinero que es de todos el primero, y a chicos pateando la pelota de trapo en el baldío del fondo, el Beto metió el gol de sobrepique.
   
Tan convencional todo, tan dicho que Lucas de puro pudor busca otras salidas, a la mitad del recuerdo decide acordarse de como a esa hora se encerraba a leer a Homero y Dickson Carr en su cuartito atorrante pare no escuchar de nuevo la operación del apéndice de la tía Pepa con todos los detalles luctuosos y la representación en vivo de las horribles náuseas de la anestesia, o la historia de la hipoteca de la calle Bulnes en la que el tío Alejandro se iba hundiendo de mate en mate hasta la apoteosis de los suspiros colectivos y todo va de mal en peor, Josefina, aquí trace falta un gobierno fuerte, carajo. Por suerte la Flora ahí para mostrar la foto de Clark Gable en el rotograbado de La Prensa y rememurmurar los momentos estelares de Lo que el vierto se llevó. A veces la abuela se acordaba de Francesca Bertini y el tío Alejandro de Barbara La Marr que era la mar de bárbara, vos y las vampiresas, ah los hombres, Lucas comprende que no hay nada que hacer, que ya está de nuevo en el patio, que la tarjeta postal sigue clavada pare siempre al borde del espejo del tiempo, pintada a mano con su franja de palomitas, con su leve borde negro.


 

Lucas, sus amigos

  La mesa es grande y variada, pero vaya a saber por qué ahora se le ocurre pensar especialmente en los Cedrón, y pensar en los Cedrón significa una tal cantidad de cosas que no sabe por dónde empezar. La única ventaja para Lucas es que no conoce a todos los Cedrón sino solamente a tres, pero anda a saber si al final es una ventaja. Tiene entendido que los hermanos se cifran en la modesta suma de seis o nueve, en todo caso él conoce a tres y agarrate Catalina que vamos a galopar.

Estos tres Cedrón consisten en el músico Tata (que en la partida de nacimiento se llama Juan, y de paso qué absurdo que estos documentos se llamen partida cuando son todo lo contrario), Jorge el cineasta y Alberto el pintor. Tratarlos por separado ya es cosa seria, pero cuando les da por juntarse y te invitan a comer empanadas entonces son propiamente la muerte en tres tomos.

Qué te cuento de la llegada, desde la calle se oye una especie de fragor en uno de los pisos altos. y si te cruzás con alguno de los vecinos parisienses les ves en la cara esa palidez cadavérica de quienes asisten a un fenómeno que sobrepasa todos los parámetros de esa gente estricta y amortiguada. Ninguna necesidad de averiguar en qué piso están los Cedrón porque el ruido te guía por las escaleras hasta una de las puertas que parece menos puerta ue las otras y además de la impresión de estar calentada al rojo por lo que pasa adentro, al punto que no conviene llamar muy seguido porque se te carbonizan los nudillos. Claro que en general la puerta está entornada ya que los Cedrón entran y salen todo el tiempo y además para qué se va a cerrar una puerta cuando permite una ventilación tan buena con la escalera.

Lo que pasa al entrar vuelve imposible toda descripción coherente, porque apenas se franquea el umbral hay una nena que te sujeta por las rodillas y te llena la gabardina de saliva, y al mismo tiempo un pibe que estaba subido a la biblioteca del zaguán se te tira al pescuezo como un kamikaze, de modo que si tuviste la peregrina idea de allegarte con una botella de tintacho, el instantáneo resultado es un vistoso charco en la  alfombra. Esto naturalmente no preocupa a nadie, porque en ese mismo momento aparecen desde diferentes habitaciones las mujeres de los Cedrón, y mientras una de ellas te desenreda los nenes de encima las otras absorben el malogrado borgoña con unos trapos que datan probablemente del tiempo de las cruzadas. Ya a todo esto Jorge te ha contado en detalle dos o tres novelas que tiene la intención de llevar a la pantalla, Alberto contiene a otros dos chicos armados de arco y flechas y lo que es peor dotados de singular puntería, y el Tata viene de la cocina con un delantal que conoció el blanco en sus orígenes y que lo envuelve majestuosamente de los sobacos para abajo, dándole una sorprendente semejanza con Marco Antonio o cualquiera de los tipos que vegetan en el Louvre o trabajan de estatuas en los parques. La gran noticia proclamada simultáneamente por diez o doce voces es que hay empanadas, en cuya confección intervienen la mujer de] Tata y el Tata himself, pero cuya receta ha sido considerablemente mejorada por Alberto, quien opina que dejarlos al Tata y a su mujer solos en la cocina sólo puede conducir a la peor de las catástrofes. En cuanto a Jorge, que no por nada rehusa quedarse atrás en lo que venga, ya ha producido generosas cantidades de vino y todo el mundo, una vez resueltos estos preliminares tumultuosos, se instala en la cama, en el suelo o donde no haya un nene llorando o haciendo pis que viene a ser lo mismo desde alturas diferentes.

           Una noche con los Cedrón y sus abnegadas señoras (pongo lo de abnegadas porque si yo fuera mujer y además mujer de uno de los Cedrón, hace rato que el cuchillo del pan habría puesto voluntario remate a mis sufrimientos, pero ellas no solamente no sufren sino que son todavía peores que los Cedrón, cosa que me regocija porque es bueno que alguien les remache el clavo de cuando en cuando, y ellas creo que se lo remachan todo el tiempo), una noche con los Cedrón es una especie de resumen sudamericano que explica y justifica la estupefacta admiración con que los europeos asisten a su música, a su literatura, a su pintura y a su cine o teatro. Ahora que pienso en esto me acuerdo de algo que me contaron los Quilapayún, que son unos cronopios tan enloquecidos como los Cedrón pero todos músicos, lo que no se sabe si es mejor o peor. Durante una gira por Alemania (la del Este pero creo que da igual a los efectos del caso) los Quilas decidieron hacer un asado al aire libre y a la chilena, pero para sorpresa general descubrieron que en ese país no se puede armar un picnic en el bosque sin permiso de las autoridades. El permiso no fue difícil, hay que reconocerlo, y tan en serio se lo tomaron en la policía que a la hora de encender la fogata y disponer los animalitos en sus respectivos asadores, apareció un camión del cuerpo de bomberos, el cual cuerpo se diseminó en las adyacencias del bosque y se pasó cinco horas cuidando de que el fuego no fuera a propagarse a los venerables abetos wagnerianos y otros vegetales que abundan en los bosques teutónicos. Si mi memoria es fiel, varios de esos bomberos terminamos morfando como corresponde al prestigio del gremio, y ese día hubo una confraternización poco frecuente entre uniformados y civiles. Es cierto que el uniforme de los bomberos es el menos hijo de puta de todos los uniformes, y que el día en que con ayuda de millones de Quilapayún y de Cedrones mandemos a la basura todos los uniformes sudamericanos, sólo se salvarán los de los bomberos e incluso les inventaremos modelos más vistosos para que los muchachos estén contentos mientras sofocan incendios o salvan a pobres chicas ultrajadas que han decidido tirarse al río por falta de mejor cosa.

                    A todo esto las empanadas disminuyen con una velocidad digna de quienes se miran con odio feroz porque éste siete y el otro solamente cinco y en una de esas se acaba el ir y venir de fuentes y algún desgraciado propone un café como si eso fuera un alimento. Los que parecen siempre menos interesados son los nenes, cuyo número seguirá siendo un enigma para Lucas pues apenas uno desaparece detrás de una cama o en el pasillo, otros dos irrumpen de un armario o resbalan por el tronco de un gomero hasta caer sentados en plena fuente de empanadas. Estos infantes fingen cierto desprecio por tan noble producto argentino, so pretexto de que sus respectivas madres ya los han nutrido precavidamente media hora antes, pero a juzgar por la forma en que desaparecen las empanadas hay que convencerse de que son un elemento importante en el metabolismo infantil, y que si Herodes estuviera ahí esa noche otro gallo nos cantara y Lucas en vez de doce empanadas hubiera podido comerse diecisiete, eso sí con los intervalos necesarios para mandarse a bodega un par de litros de vino que como se sabe asienta la proteína.

                    Por encima, por debajo y entre las empanadas cunde un clamor de declaraciones, preguntas, protestas, carcajadas y muestras generales de alegría y cariño, que crean una atmósfera frente a la cual un consejo de guerra de los tehuelches o de los mapuches parecería el velorio de un profesor de derecho de la avenida Quintana. De cuando en cuando se oyen golpes en el techo, en el piso y en las dos paredes medianeras, y casi siempre es el Tata (locatario del departamento) quien informa que se trata solamente de los vecinos, razón por la cual no hay que preocuparse en absoluto. Que ya sea la una de la mañana no constituye un índice agravante ni mucho menos, como tampoco que a las dos y media bajemos de a cuatro la escalera cantando que te abrás en las paradas /con cafishos milongueros. Ya ha habido tiempo suficiente para resolver la mayoría de los problemas del planeta, nos hemos puesto de acuerdo para jorobar a más de cuatro que se lo merecen y cómo, las libretitas se han llenado de teléfonos y direcciones y citas en cafés y otros departamentos, y mañana los Cedrón se van a dispersar porque Alberto se vuelve a Roma, el Tata sale con su cuarteto para cantar en Poitiers, y Jorge raja vaya a saber adónde pero siempre con el fotómetro en la mano y andá atajalo. No es inútil agregar que Lucas regresa a su casa con la sensación de que arriba de los hombros tiene una especie de zapallo lleno de moscardones, Boeings 707 y varios solos superpuestos de Max Roach. Pero qué le importa la resaca si abajo hay algo calentito que deben ser las empanadas, y entre abajo y arriba hay otra cosa todavía más calentita, un corazón que repite qué jodidos, qué jodidos, qué grandes jodidos, qué irreemplazables jodidos, puta que los parió.


 

Lucas, sus desconciertos

Allí por el año del gofio Lucas iba mucho a los conciertos y dale con Chopin, Zoltan Kodaly, Pucciverdi y pare que te cuento Brahms y Beethoven y hasta Ottorino Respighi en las épocas flojas.

Ahora no va nunca y se las arregla con los discos y la radio o silbando recuerdos, Menuhin y Friedrich Gulda y Marian Anderson, cosas un poco paleolíticas en estos tiempos acelerados, pero la verdad es que en los conciertos le iba de mal en peor hasta que hubo un acuerdo de caballeros entre Lucas que dejó de ir y los acomodadores y parte del publico que dejaron de sacarlo a patadas. ¿A que se debía tan espasmódica discordancia? Si le preguntás, Lucas se acuerda de algunas cosas, por ejemplo la noche en el Colón cuando un pianista a la hora de los bises se lanzó con las manos armadas de Khatchaturian contra un teclado por completo indefenso, ocasión aprovechada por el público pare concederse una crisis de histeria cuya magnitud corresponda exactamente al estruendo alcanzado por el artista en los paroxismos finales, y ahí lo tenemos a Lucas buscando alguna cosa por el suelo entre las plateas y manoteando pare todos lados.

- ¿Se le perdió algo, señor? - inquirió la señora entre cuyos tobillos proliferaban los dedos de Lucas

- La música, señora - dijo Lucas, apenas un segundo antes de que el senador Poliyatti le zampara la primera patada en el culo.

Hubo asimismo la velada de lieder en que una dame aprovechaba delicadamente los pianissimos de Lotte Lehman pare emitir una tos digna de las bocinas de un templo tibetano, razón por la cual en algún momento se oyó la voz de Lucas diciendo: "Si las vacas tosieran, toserían como esa señora", diagnóstico que determinó la intervención patriótica del doctor Chucho Belaustegui y el arrastre de Lucas con la cara pegada al suelo hasta su liberación final en el cordón de la vereda de la calle Libertad.

Es difícil tomarle gusto a los conciertos cuando pasan cosas así, se esta mejor at home.


 

Lucas, sus estudios sobre la sociedad de consumo

Como el progreso no conoce límites, en España se venden paquetes que contienen treinta y dos cajas de fósforos (léase cerillas)cada una de las cuales reproduce vistosamente una pieza de un juego completo de ajedrez:

Velozmente un señor astuto ha lanzado a la venta un juego de ajedrez cuyas treinta y dos piezas pueden servir como tazas de café; casi de inmediato el Bazar Dos Mundos ha producido tazas de café que permiten a las señoras más bien blandengues una gran variedad de corpiños lo suficientemente rígidos, tras de lo cual Ives St. Laurent acaba de suscitar un corpiño que permite servir dos huevos pasados por agua de una manera sumamente sugestiva.

Lástima que hasta ahora nadie ha encontrado una aplicación diferente a los huevos pasados por agua, cosa que desalienta a los que los comen entre grandes suspiros; así se cortan ciertas cadenas de la felicidad que se quedan solamente en cadenas y bien catas dicho sea de paso.


 

Lucas, sus largas marchas

Todo el mundo sabe que la Tierra está separada de los otros astros por una cantidad variable de años luz. Lo que pocos saben (en realidad, solamente yo) es que Margarita está separada de mí por una cantidad considerable de años caracol.

Al principio pensé que se trataba de años tortuga, pero he tenido que abandonar esa unidad de medida demasiado halagadora. Por poco que camine una tortuga, yo hubiera terminado por llegar a Margarita, pero en cambio Osvaldo, mi caracol preferido, no me deja la menor esperanza. Vaya a saber cuando se inici o la marcha que lo fue distanciando imperceptiblemente de mi zapato izquierdo, luego que lo hube orientado con extrema precisión hacia el tumbo que lo llevara a Margarita. Repleto de lechuga fresca, cuidado y atendido amorosamente, su primer avance fue promisorio, y me dije esperanzadamente que antes de que el pino del patio sobrepasara la altura del tejado, los plateados cuernos de Osvaldo entrarían en el campo visual de Margarita pare llevarle mi mensaje simpático; entretanto, desde aquí podía ser feliz imaginando su alegría al verlo llegar, la agitación de sus trenzas y sus brazos.

Tal vez los años luz son todos iguales, pero no los años caracol, y Osvaldo ha cesado de merecer mi confianza. No es que se detenga, pues me ha sido posible verificar por su huella argentada que prosigue su marcha y que mantiene la buena dirección, aunque esto suponga pare el subir y bajar incontables paredes o atravesar íntegramente una f ábrica de fideos. Pero más me cuesta a mí comprobar esa meritoria exactitud, y dos veces he sido arrestado por guardianes enfurecidos a quienes he tenido que decir las peores mentiras puesto que la verdad me hubiera valido una lluvia de trompadas. Lo triste es que Margarita, sentada en su sillón de terciopelo tosa, me espera del otro lado de la ciudad. Si en vez de Osvaldo yo me hubiera servido de los años luz, ya tendríamos nietos; pero cuando se ama largo y dulcemente, cuando se quiere llegar al termino de una paulatina esperanza, es lógico que se elijan los años caracol. Es tan difícil, después de todo, decidir cuales son las ventajas y cuales los inconvenientes de estas opciones.


 

Lucas, sus pudores

En los departamentos de ahora ya se sabe, el invitado va al baño y los otros siguen hablando de Biafra y de Michel Foucault, pero hay algo en el aire como si todo el mundo quisiera olvidarse de que tiene oídos y al mismo tiempo las orejas se orientan hacia el lugar sagrado que naturalmente en nuestra sociedad encogida está apenas a tres metro del lugar donde se desarrollan estas conversaciones de alto nivel, y es seguro que a pesar de los esfuerzos que hará el invitado ausente para no manifestar sus actividades, y los de los contertulios para activar el volumen del diálogo, en algún momento reverberará uno de esos sordos ruidos que oir se dejan en las circunstancias menos indicadas, o en el mejor de los casos el rasguido patético de un papel higiénico de calidad ordinaria cuando se arranca una hoja del rollo rosa o verde.
Si el invitado que va al baño es Lucas, su horror sólo puede compararse a la intensidad del cólico que lo ha obligado a encerrarse en el ominoso reducto. En ese horor no hay neurosis ni complejos, sino la certidumbre de un comportamiento intestinal recurrente, es decir que todo empezará lo mas bien, suave silencioso, pero ya al final, guardando la misma relación de la pólvora con los perdigones en un cartucho de caza, una detonación más bein horrenda hará temblar los cepillos de dientes en sus soportes y agitarse la cortina de plástico de la ducha.
Nada puede hacer Lucas para evitarlo; ha probado todos los métodos, tales como inclinarse hasta tocar el suelo con la cabeza, echarse hacia atrás al punto de que los pies rozan la pared de enfrente, ponerse de costado e incluso, recurso supremo, agarrarse las nalgas y separarlas lo más posible para aumentar el diámetro del conducto proceloso. Vana es la multiplicación de silenciadores tales como echarse sobre los muslos todas las toallas al alcance y hasta las salidas de baño de los dueños de casa; prácticamente siempre, al término de lo que hubiera podido ser una agradable transferencia, el pedo final prorrumpe tumultuoso.
Cuando le toca a otro ir al baño, Lucas sufre por él pues está seguro que de un segundo a otro resonará el primer halalí de la ignominia; lo asombra un poco que la gente no parezca preocuparse demasiado por cosas así, aunque es evidente que no están desatentas de lo que ocurre e incluso lo cubren con choques de cucharitas en las tazas y corrimientos de sillones totalmente inmotivados. Cuando no sucede nada, Lucas se siente feliz y pide de inmediato otro coñac, al punto que termina por traicionarse y todo el mundo se da cuenta de que había estado tenso y angustiado mientras la señora de Broggi cumplimentaba sus urgencias. Cuán distinto, piensa Lucas, de la simplicidad de los niños que se acercan a la mejor reunión y anuncian: Mamá, quiero caca. Qué bienaventurado, piensa a continuación Lucas, el poeta anónimo que compuso aquella cuarteta donde se proclama que no hay placer más exquisito / que cagar bien despacito / ni placer más delicado / que despues de haber cagado. Para remontarse a tales alturas ese señor debía estar excento de todo peligro de ventosidad intempestiva o tempestuosa, a menos que el baño de su casa estuviera en el piso de arriba o fuera esa piecita de chapas de zinc separada del rancho por una buena distancia.
Ya instalado en el terreno poético, Lucas se acuerda del verso del Dante en el que los condenados avevan dal cul fatto trombetta, y con esta remisón mental a la más alta cultura se considera un tanto disculpado de meditaciones que poco tienen que ver con lo que está diciendo el docotor Berenstein a propósito de la ley de alquileres.

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