Durante
los años de la dictadura, Osvaldo Soriano compartió el exilio
con Julio Cortázar en París. Pero el vínculo entre
ambos se inició, débilmente, con un cuento primero, un reportaje
después y, finalmente, una cálida amistad. El autor de "Y
a sus plantas rendido un león" recuerda el impacto que produjo la
cuentística de Cortázar. Lo define como un modelo de intelectual
al tiempo que lo describe
-Hay
un episodio muy lindo, que usted ya ha contado e incluso escrito acerca
de su primer contacto con Cortázar.
-Sí, supongo que es el que se refiere a un cuento que le mandé
a París en 1967. Yo vivía en Tandil y empezaba a escribir
algunos cuentos horribles. Como todo el mundo tenía su dirección,
yo también. Y le envié el texto. Un mes después recibí
una carta. Se había tomado el trabajo de arrancar de La revista
de Occidente su cuento Una flor amarilla, uno de sus grandes cuentos,
por otra parte. Y nada más. Por supuesto, entendí bien que
esa no respuesta era una respuesta en sí misma, casi una gentileza.
-¿ Y cuándo fue que lo conoció personalmente?
-En 1973 yo trabajaba en La Opinión. El diario había
organizado, con la Editorial Sudamericana, un concurso de novela latinoamericana.
Los jurados eran Rodolfo Walsh, Augusto Roa Bastos, Juan Carlos Onetti
y Julio Cortázar. Pavada de delantera, ¿no? Lo cierto es
que Julio volvía al país después de muchos años.
En ese momento Cortázar estaba en Chile, donde fue recibido por
Salvador Allende. Entonces, Jacobo Timmerman me llamó para
preguntarme: "¿Si usted estuviera en el lugar de Cortázar,
qué haría, cómo llegaría al país?".
Le dije que me tomaría un avión, pero Timmerman me corrigió:
Recuerde que pasó parte de su vida en Mendoza. Yo creo que va a
ir en tren a esa provincia. Váyase allí y espérelo,
total no perdemos nada. Espérelo en el andén y a cada tren
que llegue, mire para arriba". Y así fue. Un día llegó.
Y la verdad es que no le gustó un carajo que lo hubiese encontrado.
Quería llegar en silencio, no me conocía y además
no se acordaba de aquel mal cuento que le había mandado. Me pareció
secote; era evidente que lo estaba molestando. Pero aceptó la propuesta.
Me dijo que me esperaba al día siguiente. Fue una larga entrevista
formal, que por otra parte fue pirateada mil veces y en algunos casos
hasta con otra firma, y volé a Buenos Aires para entregarla. Lo
que me quedó entonces fue la impresión de un tipo muy serio,
seguro de sí mismo y no extremadamente simpático.
-Y después volvieron a verse en París.
-No, no. Lo veía en las reuniones de jurado. Yo hacía
de coordinador del concurso, una especie de correo que llevaba y traía
las novelas presentadas porque Walsh, Onetti, Roa Bastos y Julio no se
juntaban mucho. Onetti me decía: "Decile a Julio que se deje de
hinchar las pelotas, que esa novela es una mierda". Y Julio le mandaba
a decir que seguía sosteniendo que era muy buena. En fin, que Julio
me agradaba por su vivacidad y su inteligencia. De hecho, la novela ganadora
fue la que él sostenía que debía ser premiada. Pertenecía
a Juan Carlos Martelli; si mal no recuerdo, se llamaba Los tigres de la
memoria.
-Más tarde leyó sus libros, supongo.
-Sí, incluso hizo el prólogo de la edición francesa
de Triste, solitario y final. Precisamente, en aquel 1973 le di el libro
aquí, en Buenos Aires. Se lo llevó y más tarde me
envió una hermosa carta, de esas con las que cualquier escritor
que recién empieza puede soñar. Y sobre todo si un tipo
como él se toma el trabajo, ¿no? Cuando Triste... salió
en Francia, él retocó el texto de esa carta y la transformó
en un prólogo que yo conservo en castellano como algo muy preciado.
Personalmente tenía y tengo por él gran admiración,
aunque ahora más atenuada por el paso del tiempo. Imagínese
que me formé no al calor de su estilo, sino de su influencia social.
Cuando le envié aquel cuento tandilense yo lo admiraba y lo imitaba,
por eso es que los cuentos eran malos. Pero él era una influencia
inevitable, como la de Borges. Quizás aprendí más
de él cuando me mandó aquel cuento suyo en lugar de un comentario
de compromiso. En cambio, me hizo observaciones menos entusiastas respecto
a No habrá más penas ni olvidos. Y entendí las razones.
No era su estilo y yo sabía que Triste... le gustaba por ese componente
lúdico que tiene, distinto de esa cosa más dura y violenta
de mi segunda novela. Respecto a ésta me mandó una esquela
en la que me decía que no necesitaba recortes (yo le había
pedido que los hiciera si lo creí, necesario) y agregaba: "Pero
no te oculto que Triste... sigue siendo mi preferida". Sin embargo, Cuarteles
de invierno también le gustó, acaso porque era una pintura
de la Argentina asfixiada, con tangueros y boxeadores, personajes que
él quería mucho y lo emocionaban.
-¿Y usted, con respecto a su obra?
-Para el joven que yo era, Bestiario y Todos los fuegos el fuego
fueron un deslumbramiento. No tanto Rayuela, un libro complejo para mí.
Claro que hay que ubicar esto en el tiempo. Yo era un muchacho provinciano,
no un informado porteño. Eramos tres o cuatro amigos que nos intercambiábamos
libros. Lo que recibí fue el golpe de estar frente a algo que nunca
se había hecho. Los leí como algo nuevo en literatura, inéditos
en las letras argentinas. Volviendo a Rayuela, lo que nos deslumbraba
era la maestría en el dominio del texto largo, que es algo que
todo cuentista sueña con manejar, con ver si algún día
podrá. Todavía, cuando saco Rayuela y la hojeo, me doy cuenta
de que, leída desde hoy, joven, debe ser una novela totalmente
distinta. Los franceses dicen: "Cuando vos te morís vas al Purgatorio"
y calculan que eso dura diez años, hasta que después viene
el paso al Paraíso o al Infierno. Borges no fue al Purgatorio.
Murió y acrecentó su fama y su prestigio. En cambio, Julio
pasó por un purgatorio. Yo he leído notas francamente adversas
de tipos que decían haber vivido engañados respecto a Cortázar.
Era como para preguntarles: "¿Y vos qué tenés para
aportar?".
-A modo de disgresión: usted compartió con Cortázar
el amor por los gatos. Después de Teodoro W Adorno (un gato), Cortázar
tuvo a Franelle...
-Sí, Franelle, franela en franés. Tomasello solía
tenerla y fue estando con él que la gatita se murió. Yo
solía cuidársela también cuando él y Carol
viajaban a Nicaragua. Andaba por mi departamento, jugando con mi gato.
Cuando supe que se murió sentí como un presagio. El día
que Julio me dijo "¿Sabés que se murió Franelle?"
a mí me corrió un escalofrío por la espalda.
Lo mensajes de los gatos son así. Fue la primera de la familia
que se murió, unos meses antes de la muerte de Carol.
-¿Cuáles
eran los temas que más los atraían cuando se encontraban
?
-Yo diría que el que se nos imponía era el político.
Cuando me fui de Bruselas a París yo ya sabía de su preocupación
por los intelectuales argentinos que se habían quedado en el país.
Insistía en que hiciéramos lo posible por convencerlo a
Eduardo Galeano para que dejara el país. Pero Eduardo estaba aferrado
a la revista Crisis, hasta que tres meses después del golpe tuvo
que irse. Cuando yo iba a su casa y él venía a la mía,
seguramente el tema era la Argentina. Temíamos, claro, que iba
a ser una catástrofe. Él lo razonaba de una manera entre
poética y política. Decía que la mayoría de
la gente cercana a la cultura corría peligro y que la situación
iba a ser muy asfixiante como para poder resistir activamente desde adentro.
Hay que recordar que, en ese momento, Rodolfo Walsh todavía
estaba vivo y era un militante al que resultaba muy difícil sugerirle
que abandonara todo. Por esos días lo mataron a Haroldo Conti.
En fin, que la literatura, el boxeo, los gatos, esas cosas eran introductorias.
Nos acechaba siempre el tema político, la actualidad. Solíamos
analizar si hacíamos o no revistas, recibíamos informaciones
de lo que sucedía en el país, casetes que venían
grabados con cinco minutos iniciales de tango, en el medio información
y los últimos minutos con otro tanguito. Con Rodolfo Mattarolo,
Carlos Gabetta y Solari Yrigoyen hicimos una revista y por cierto que
aunque todos poníamos el poco dinero que a veces sobraba, quien
llenaba esos agujeros económicos era Julio, y lo hacía
sin ostentación. En este sentido él fue un militante activo.
Cortázar era un estilo y una voluntad. Puso muchísima plata
en estos emprendimientos gráficos en los que tratábamos
de dar a conocer lo que pasaba en la Argentina. Tenía pudor: no
decía que iba a poner dinero, decía "hagámosla igual".
Por eso entregó los derechos de El libro de Manuel a los presos
políticos tal como yo entregué los de Triste... para la
resistencia chilena. En fin, se usaba eso. Hoy, el que lo hace sería
tomado por un loco o un boludo insigne. Ya no es una categoría,
como en aquella época.
-¿Alguna vez conversaron sobre el llamado caso Padilla?
-Sí, y Julio siempre se mantuvo en su posición. En
honor a la verdad y para no caer en idealizaciones, él era muy
ortodoxo. Una vez, recién llegado de Cuba, fui a casa. Recuerdo
que le dije que había visto cosas jodidas. Pero Julio insistía
en que no había que darle pasto a las fieras. Se lo discutí
un poco, argumentando que no podíamos vendernos bolazos entre nosotros.
Pero él no se movía de su postura. Y lo digo, insisto, para
evitar la imagen idealizada. A él le contamos lo que nos había
pasado en un congreso de intelectuales y artistas latinoamericanos que
se hizo en La Habana en 1981 y se reía mucho, pero yo no le escuché
críticas.
-¿Y qué fue lo que pasó?
-Hago una síntesis. Sencilla, pero gravemente, diría,
al final de ese congreso había que producir una declaración
final de condena a las dictaduras latinoamericanas. Éramos trece
argentinos y desgraciadamente sólo recuerdo a David Viñas
y a Pablo Piacentini. De todos, uno solo perteneciente al Partido Comunista
Argentino. El caso es que cuando nosotros queríamos que se incluyera
el proceso como una dictadura, nos votaban en contra. Recordar esto me
resulta vergonzoso. Era la alianza que en aquella época tenía
el PC con el gobierno de entonces y que Isidoro Gílbert cuenta
en su libro. Nosotros hablábamos de dictadura y ellos corregían:
autoridades militares. Fue una batalla feroz. Tanto, que hoy nos reírnos
de que, con Viñas, nos turnábamos para ir a mear, porque
si íbamos juntos, al volver a la sala de sesiones el párrafo
de condena a la dictadura argentina había desaparecido. Desgraciadamente
no recuerdo a los demás integrantes del grupo, pero estoy seguro
que Viñas tiene que acordarse porque fue él, en forma brillante,
el que terminó con eso poniendo sobre la mesa la figura del Che
para decir que si él hubiese estado ahí habría roto
a patadas el congreso.
N. de la R.: En sendas comunicaciones telefónicas con David
Viñas en Buenos Aires y Pablo Piacentini en Roma, fue posible reconstruir
parte de la lista de asistentes argentinos a ese congreso. Fueron Horacio
Carpani, Julio Le Parc, León Ferrari, el abogado cordobés
Gustavo Roca, (hijo de Deodoro, redactor de la Reforma Universitaria de
1918) y Julio Huasi. Ninguno de los consultados recordó quién
era el integrante del PC Argentino.
-Por alguna razón es posible conectar la descripción
política que usted hace de Cortázar, con el episodio que
comentábamos hace un rato, sin grabador de por medio, sobre la
visita de Cortázar a Buenos Aires, en 1983, en la que no fue recibida
por el doctor Alfonsín.
-Sí, se conecta, claro. Creo que el verano pasado el diario
La Nación publicó una nota en el cuerpo central del diario
donde se afirma que la secretaría de Alfonsín, Margarita
Ronco, se olvidó de agendar la cita con Julio. La sociedad se ha
boludizado, en general, pero esto es el colmo. Yo conozco una gran parte
de ese affaire. Personalmente le di el teléfono de Cortázar
a un asesor directo de Alfonsín porque decía que no podía
encontrarlo. Naturalmente, esa persona pasó años sin hablarme.
Otra parte de la verdad la conoce Hipólito Solarí Yrigoyen,
quien nunca desmintió lo que yo escribí sobre el tema. Él
también participó en el intento de hacer que Alfonsín
enviara un telegrama de condolencias cuando Cortázar murió,
telegrama por cierto muy miserable que tardaron veinticuatro horas en
enviar. Este es un aspecto del Julio que vino aquí en el 83. A
él no le importaba que lo recibieran, nunca tuvo esa cosa del figurón.
Como buen antiperonista, estaba contento del triunfo alfonsinista y le
hubiera gustado hablar con el Presidente porque tenía de él
la idea de que era un hombre sensible. Julio no pidió la entrevista,
pero le parecía interesante equilibrar o contrarrestar la presencia
de los Sabato y de los extremadamente moderados en el gobierno, o de gente
que había estado durante la dictadura. La idea era que alguien
que había estado afuera, en el centro de la famosa campaña
antiargentina, pudiera ser recibido por el flamante Presidente como una
señal de que esto iba a ser una cosa abierta.. De ahí el
fuerte significado político de este episodio, que todavía
no ha sido investigado a cabalidad. Recuerdo la última madrugada
de Julio en Buenos Aires. Esquina de San Martín y Tucumán,
paraditos, la cara triste de Solari que, abochornado, no había
conseguido no sólo que recibieran a Julio, sino que ni siquiera
le hubiesen mandado un mensaje, alguien que le diera la mano en nombre
del Presidente. Por lo tanto, fue un rechazo total. No querían
mezclar nada, no querían recibirlo. Era patético ver a Julio
consolando a Solarí: "No es nada, hombre, visita más o menos,
lo que quisiera es que le fuera bien, que maneje bien el gobierno...",
etcétera. Solarí había compartido el exilio en París
y entendía bien el significado de este episodio.
-Me imagino el odio que le debe haber producido la situación.
-No lo creo, no lo creo. A Julio nunca lo oí expresar odio,
sí despreciar y de un modo sutil. Se notaba en su tono el menosprecio.
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