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Saignon (Vaucluse). 10 de mayo de 1967
A Roberto Fernández Retamar en La Habana
Mi querido Roberto:
Te debo una carta, y unas páginas para el número
de la Revista que tratará de la situación del intelectual latinoamericano
contemporáneo. Por lo que verás a renglón casi seguido, me resulta
más sencillo unir ambas cosas; hablando contigo, aunque sólo sea desde
un papel por encima del mar, me parece que alcanzaré a decir mejor algunas cosas
que se me almidonarían si les diera el tono del ensayo, y tú ya sabes que
el almidón y yo no hacemos buenas camisas. Digamos entonces que una vez más
estamos viajando en auto rumbo a Trinidad y que después de habernos apoderado
con gran astucia de los dos mejores asientos, con probable cólera de Mario,
Ernesto y Fernando apiñados en el fondo, reanudamos aquella conversación
que me valió pasar tres maravillosos días en enero último, y que de
alguna manera no se interrumpirá jamás entre tú y yo.
Prefiero este tono porque palabras como “intelectual” y “latinoamericano”
me hacen levantar instintivamente la guardia, y si además aparecen juntas me
suenan en seguida a disertación del tipo de las que terminan casi siempre encuadernadas
(iba a decir enterradas) en pasta española. Súmale a eso que llevo dieciséis
años fuera de Latinoamérica, y que me considero sobre todo como un cronopio
que escribe cuentos y novelas sin otro fin que el perseguido ardorosamente por todos
los cronopios, es decir su regocijo personal. Tengo que hacer un gran esfuerzo para
comprender que a pesar de esas peculiaridades soy un intelectual latinoamericano;
y me apresuro a decirte que si hasta hace pocos años esa clasificación
despertaba en mí el reflejo muscular consistente en elevar los hombros hasta
tocarme las orejas creo que los hechos cotidianos de esta realidad que nos agobia
(¿realidad esta pesadilla irreal, esta danza de idiotas al borde del
abismo?) obligan a suspender los juegos, y sobre todo los juegos de palabras. Acepto,
entonces, considerarme un intelectual latinoamericano, pero mantengo una reserva:
no es por serlo que diré lo que quiero decirte aquí. Si las circunstancias
me sitúan en ese contexto y dentro de él debo hablar, prefiero que se entienda
claramente que lo hago como un ente moral, digamos lisa y llanamente como un hombre
de buena fe, sin que mi nacionalidad y mi vocación sean las razones determinantes
de mis palabras. El que mis libros estén presentes desde hace años en Latinoamérica
no invalida el hecho deliberado e irreversible de que me marché de la Argentina
en 1951 y que sigo residiendo en un país europeo que elegí sin otro motivo
que mi soberana voluntad de vivir y escribir en la forma que me parecía más
plena y satisfactoria. Hechos concretos me han movido en los últimos cinco años
a reanudar un contacto personal con Latinoamérica, y ese contacto se ha hecho
por Cuba y desde Cuba; pero la importancia que tiene para mí ese contacto no
se deriva de mi condición de intelectual latinoamericano; al contrario, me apresuro
a decirte que nace de una perspectiva mucho más europea que latinoamericana,
y más ética que intelectual. Si lo que sigue ha de tener algún valor,
debe nacer de una total franqueza, y empiezo por señalarlo a los nacionalistas
de escarapela y banderita que directa o indirectamente me han reprochado muchas veces
mi “alejamiento” de mi patria o, en todo caso, mi negativa a reintegrarme físicamente
a ella.
En última instancia, tú y yo sabemos de sobra que
el problema del intelectual contemporáneo es uno solo, el de la paz fundada
en la justicia social, y que las pertenencias nacionales de cada uno sólo subdividen
la cuestión sin quitarle su carácter básico. Pero es aquí donde
un escritor alejado de su país se sitúa forzosamente en una perspectiva
diferente. Al margen de la circunstancia local, sin la inevitable dialéctica
del challenge and response cotidianos que representan los problemas políticos,
económicos o sociales del país, y que exigen el compromiso inmediato de
todo intelectual consciente, su sentimiento del proceso humano se vuelve por decirlo
así más planetario, opera por conjuntos y por síntesis, y si pierde
la fuerza concentrada en un contexto inmediato, alcanza en cambio una lucidez a veces
insoportable pero siempre esclarecedora. Es obvio que desde el punto de vista de
la mera información mundial, da casi lo mismo estar en Buenos Aires que
en Washington o en Roma, vivir en el propio país o fuera de él. Pero aquí
no se trata de información sino de visión. Como revolucionario cubano,
sabes de sobra hasta qué punto los imperativos locales, los problemas cotidianos
de tu país, forman por así decirlo un primer círculo vital en el que
debes obrar e incidir como escritor, y que ese primer círculo en el que se juega
tu vida y tu destino personal a la par de la vida y el destino de tu pueblo, es a
la vez contacto y barrera con el resto del mundo, contacto porque tu batalla es la
de la humanidad, barrera porque en la batalla no es fácil atender a otra cosa
que a la línea de fuego.
No se me escapa que hay escritores con plena responsabilidad
de su misión nacional que bregan a la vez por algo que la rebasa y la universaliza;
pero bastante más frecuente es el caso de los intelectuales que, sometidos a
ese condicionamiento circunstancial, actúan por así decirlo desde fuera
hacia adentro, partiendo de ideales y principios universales para circunscribirlos
a un país, a un idioma, a una manera de ser. Desde luego no creo en los universalismos
diluidos y teóricos, en las “ciudadanías del mundo” entendidas como un
medio para evadir las responsabilidades inmediatas y concretas “Vietnam, Cuba, toda
Latinoamérica” en nombre de un universalismo más cómodo por menos
peligroso; sin embargo, mi propia situación personal me inclina a participar
en lo que nos ocurre a todos, a escuchar las voces que entran por cualquier
cuadrante de la rosa de los vientos. A veces me he preguntado qué hubiera sido
de mi obra de haberme quedado en la Argentina; sé que hubiera seguido escribiendo
porque no sirvo para otra cosa, pero a juzgar por lo que llevaba hecho hasta el momento
de marcharme de mi país, me inclino a suponer que habría seguido la concurrida
vía del escapismo intelectual, que era la mía hasta entonces y sigue siendo
la de muchísimos intelectuales argentinos de mi generación y mis gustos.
Si tuviera que enumerar las causas por las que me alegro de haber salido de mi país
(y quede bien claro que hablo por mí solamente, y de manera a título de
parangón) creo que la principal sería el haber seguido desde Europa, con
una visión des-nacionalizada, la revolución cubana. Para afirmarme en esta
convicción me basta, de cuando en cuando, hablar con amigos argentinos que pasan
por París con la más triste ignorancia de lo que verdaderamente ocurre
en Cuba; me basta hojear los periódicos que leen veinte millones de compatriotas;
me basta y me sobra sentirme a cubierto de la influencia que ejerce la información
norteamericana en mi país y de la que no se salvan, incluso creyéndolo
sinceramente, infinidad de escritores y artistas argentinos de mi generación
que comulgan todos los días con las ruedas de molino subliminales de la United
Press y las revistas “democráticas” que marchan al compás de Time o
de Life.
Aquí ya puedo hablar en primera persona, puesto
que de eso se trata en los testimonios que nos has pedido. Lo primero que diré
es una paradoja que puede tener su valor si se la mide a la luz de los párrafos
anteriores en que he tratado de situarme y situarte mejor ¿No te parece en verdad
paradójico que un argentino casi enteramente volcado hacia Europa en su juventud,
al punto de quemar las naves y venirse a Francia, sin una idea precisa de su destino,
haya descubierto aquí, después de una década, su verdadera condición
de latinoamericano? Pero esta paradoja abre una cuestión más honda: la
de si no era necesario situarse en la perspectiva más universal del viejo mundo,
desde donde todo parece poder abarcarse con una especie de ubicuidad mental, para
ir descubriendo poco a poco las verdaderas raíces de lo latinoamericano sin
perder por eso la visión global de la historia y del hombre. La edad, la madurez,
influyen desde luego, pero no bastan para explicar ese proceso de reconciliación
y recuperación de valores originales; insisto en creer (y en hablar por mí
mismo y sólo por mí mismo) que, si me hubiera quedado en la Argentina,
mi madurez de escritor se hubiera traducido de otra manera, probablemente más
perfecta y satisfactoria para los historiadores de la literatura, pero ciertamente
menos incitadora, provocadora y en última instancia fraternal para aquellos
que leen mis libros por razones vitales y no con vistas a la ficha bibliográfica
o la clasificación estética. Aquí quiero agregar que de ninguna manera
me creo un ejemplo de esa “vuelta a los orígenes” –telúricos, nacionales,
lo que quieras– que ilustra precisamente una importante corriente de la literatura
latinoamericana, digamos Los pasos perdidos y, más circunscritamente,
Doña Bárbara. El telurismo como lo entiende entre ustedes un Samuel
Feijóo, por ejemplo, me es profundamente ajeno por estrecho, parroquial y hasta
diría aldeano; puedo comprenderlo y admirarlo en quienes no alcanzan, por razones
múltiples, una visión totalizadora de la cultura y de la historia, y concentran
todo su talento en una labor “de zona“, pero me parece un preámbulo a los peores
avances del nacionalismo negativo cuando se convierte en el credo de escritores que,
casi siempre por falencias culturales, se obstinan en exaltar los valores del terruño
contra los valores a secas, el país contra el mundo, la raza (porque en eso
se acaba) contra las demás razas. ¿Podrías tú imaginarte a un
hombre de la latitud de un Alejo Carpentier convirtiendo la tesis de su novela citada
en una inflexible bandera de combate? Desde luego que no, pero los hay que lo hacen,
así como hay circunstancias de la vida de los pueblos en que ese sentimiento
del retorno, ese arquetipo casi junguiano del hijo pródigo, de Odiseo al final
de periplo, puede derivar a una exaltación tal de lo propio que, por contragolpe
lógico, la vía del desprecio más insensato se abra hacia todo lo demás.
Y entonces ya sabemos lo que pasa, lo que pasó hasta 1945, lo que puede volver
a pasar.
Quedamos, entonces, para volver a mí que soy desganadamente
el tema de estas páginas, que la paradoja de redescubrir a distancia lo latinoamericano
entraña un proceso de orden muy diferente a una arrepentida y sentimental vuelta
al pago. No solamente no he vuelto al pago sino que Francia, que es mi casa, me sigue
pareciendo el lugar de elección para un temperamento como el mío, para
mis gustos y, espero, para lo que pienso todavía escribir antes de dedicarme
a la vejez, tarea complicada y absorbente como es sabido. Cuando digo que aquí
me fue dado descubrir mi condición de latinoamericano, indico tan sólo
una de las consecuencias de una evolución más compleja y abierta. Ésta
no es una autobiografía, y por eso resumiré esa evolución en el mero
apunte de sus etapas. De la Argentina se alejó un escritor para quien la realidad,
como lo imaginaba Mallarmé, debía culminar en un libro; en París nació
un hombre para quien los libros deberán culminar en la realidad. Ese proceso
comportó muchas batallas, derrotas, traiciones y logros parciales. Empecé
por tener conciencia de mi prójimo, en un plano sentimental y por decirlo así
antropológico; un día desperté en Francia a la evidencia abominable
de la guerra de Argelia, yo que de muchacho había seguido la guerra de España
y más tarde la guerra mundial como una cuestión en la que lo fundamental
eran principios e ideas en lucha. En 1957 empecé a tomar conciencia de lo que
pasaba en Cuba (antes había noticias periodísticas de cuando en cuando,
vaga noción de una dictadura sangrienta como tantas otras, ninguna participación
afectiva a pesar de la adhesión en el plano de los principios). El triunfo de
la revolución cubana, los primeros años del gobierno, no fueron ya una
mera satisfacción histórica o política; de pronto sentí otra
cosa, una encarnación de la causa del hombre como por fin había llegado
a concebirla y desearla. Comprendí que el socialismo, que hasta entonces me
había parecido una corriente histórica aceptable e incluso necesaria, era
la única corriente de los tiempos modernos que se basaba en el hecho humano
esencial, en el ethos tan elemental como ignorado por las sociedades en que
me tocaba vivir, en el simple, inconcebiblemente difícil y simple principio
de que la humanidad empezará verdaderamente a merecer su nombre el día
en que haya cesado la explotación del hombre por el hombre. Más allá
no era capaz de ir, porque, como te lo he dicho y probado tantas veces, lo ignoro
todo de la filosofía política, y no llegué a sentirme un escritor
de izquierda a consecuencia de un proceso intelectual sino por el mismo mecanismo
que me hace escribir como escribo o vivir como vivo, un estado en el que la intuición,
la participación al modo mágico en el ritmo de los hombres y las cosas,
decide mi camino sin dar ni pedir explicaciones. Con una simplificación demasiado
maniquea puedo decir que así como tropiezo todos los días con hombres que
conocen a fondo la filosofía marxista y actúan sin embargo con una conciencia
reaccionaria en el plano personal, a mí me sucede estar empapado por el peso
de toda una vida en la filosofía burguesa, y sin embargo me interno cada vez
más por las vías del socialismo. Y no es fácil, y ésa es precisamente
mi situación actual por la que se pregunta en esta encuesta. Un texto
mío que publicaste hace poco en la revista “Casilla del camaleón” puede
mostrar una parte de ese conflicto permanente de un poeta con el mundo, de un escritor
con su trabajo.
Pero para hablar de mi situación como escritor que ha
decidido asumir una tarea que considera indispensable en el mundo que lo rodea, tengo
que completar la síntesis de ese camino que llegó a su fin con mi nueva
conciencia de la revolución cubana. Cuando fui invitado por primera vez a visitar
tu país, acababa de leer Cuba, isla profética, de Waldo Frank, que
resonó extrañamente en mí, despertándome a una nostalgia, a un
sentimiento de carencia, a un no estar verdaderamente en el mundo de mi tiempo aunque
en esos años mi mundo parisiense fuera tan pleno y exaltante como lo había
deseado siempre y lo había conseguido después de más de una década
de vida en Francia. El contacto personal con las realizaciones de la revolución,
la amistad y el diálogo con escritores y artistas, lo positivo y lo negativo
que vi y compartí en ese primer viaje actuaron doblemente en mí; por un
lado tocaba otra vez la realidad latinoamericana de la que tan alejado me había
sentido en el terreno personal, y por otro lado asistía cotidianamente a la
dura y a veces desesperada tarea de edificar el socialismo en un país tan poco
preparado en muchos aspectos y tan abierto a los riesgos más inminentes. Pero
entonces sentí que esa doble experiencia no era doble en el fondo, y ese brusco
descubrimiento me deslumbró. Sin razonarlo, sin análisis previo, viví
de pronto el sentimiento maravilloso de que mi camino ideológico coincidiera
con mi retorno latinoamericano; de que esa revolución, la primera revolución
socialista que me era dado seguir de cerca, fuera una revolución latinoamericana.
Guardo la esperanza de que en mi segunda visita a Cuba, tres años más tarde,
te haya mostrado que ese deslumbramiento y esa alegría no se quedaron en mero
goce personal. Ahora me sentía situado en un punto donde convergían y se
conciliaban mi convicción en un futuro socialista de la humanidad y mi regreso
individual y sentimental a una Latinoamérica de la que me había marchado
sin mirar hacia atrás muchos años antes.
Cuando regresé a Francia luego de esos dos viajes, comprendí
mejor dos cosas. Por una parte, mi hasta entonces vago compromiso personal e intelectual
con la lucha por el socialismo entraría, como ha entrado, en un terreno de definiciones
concretas, de colaboración personal allí donde pudiera ser útil. Por
otra parte, mi trabajo de escritor continuaría el rumbo que le marca mi manera
de ser, y aunque en algún momento pudiera reflejar ese compromiso (como algún
cuento que conoces y que ocurre en tu tierra) lo haría por las mismas razones
de libertad estética que ahora me están llevando a escribir una novela
que ocurre prácticamente fuera del tiempo y del espacio histórico. A riesgo
de decepcionar a los catequistas y a los propugnadores del arte al servicio de las
masas, sigo siendo ese cronopio que, como lo decía al comienzo, escribe para
su regocijo o su sufrimiento personal, sin la menor concesión, sin obligaciones
“latinoamericanas” o “socialistas” entendidas como a prioris pragmáticos.
Y es aquí donde lo que traté de explicar al principio encuentra, creo,
su justificación más profunda. Sé de sobra que vivir en Europa y escribir
“argentino” escandaliza a los que exigen una especie de asistencia obligatoria a
clase por parte del escritor. Una vez que para mi considerable estupefacción
un jurado insensato me otorgó un premio en Buenos Aires, supe que alguna célebre
novelista de esos pagos había dicho con patriótica indignación que
los premios argentinos deberían darse solamente a los residentes en el país.
Esta anécdota sintetiza en su considerable estupidez una actitud que alcanza
a expresarse de muchas maneras pero que tiende siempre al mismo fin; incluso en Cuba,
donde poco podría importar si habito en Francia o en Islandia, no han faltado
los que se inquietan amistosamente por ese supuesto exilio. Como la falsa modestia
no es mi fuerte, me asombra que a veces no se advierta hasta qué punto el eco
que han podido despertar mis libros en Latinoamérica se deriva de que proponen
una literatura cuya raíz nacional y regional está como potenciada por una
experiencia más abierta y más compleja, y en la que cada evocación
o recreación de lo originalmente mío alcanza su extrema tensión gracias
a esa apertura sobre y desde un mundo que lo rebasa y en último extremo lo elige
y lo perfecciona. Lo que entre ustedes ha hecho un Lezama Lima, es decir, asimilar
y cubanizar por vía exclusivamente libresca y de síntesis mágico-poética
los elementos más heterogéneos de una cultura que abarca desde Parménides
hasta Serge Diaghilev, me ocurre a mí hacerlo a través de experiencias
tangibles, de contactos directos con una realidad que no tiene nada que ver con la
información o la erudición pero que es su equivalente vital, la sangre
misma de Europa. Y si de Lezama puede afirmarse, como acaba de hacerlo Vargas Llosa
en un bello ensayo aparecido en la revista Amaru, que su cubanidad se afirma
soberana por esa asimilación de lo extranjero a los jugos y a la voz de su tierra,
yo siento que también la argentinidad de mi obra ha ganado en vez de perder
por esa ósmosis espiritual en la que el escritor no renuncia a nada, no traiciona
nada sino que sitúa su visión en un plano desde donde sus valores originales
se insertan en una trama infinitamente más amplia y más rica y por eso
mismo –como de sobra lo sé yo aunque otros lo nieguen– ganan a su vez en amplitud
y riqueza, se recobran en lo que pueden tener de más hondo y de más
valedero.
Por todo esto, comprenderás que mi “situación”
no solamente no me preocupa en el plano personal sino que estoy dispuesto a seguir
siendo un escritor latinoamericano en Francia. A salvo por el momento de toda coacción,
de la censura o la autocensura que traban la expresión de los que viven en medios
políticamente hostiles o condicionados por circunstancias de urgencia, mi problema
sigue siendo, como debiste sentirlo al leer Rayuela, un problema metafísico,
un desgarramiento continuo entre el monstruoso error de ser lo que somos como individuos
y como pueblos en este siglo, y la entrevisión de un futuro en el que la sociedad
humana culminaría por fin en ese arquetipo del que el socialismo da una visión
práctica y la poesía una visión espiritual. Desde el momento en que
tomé conciencia del hecho humano esencial, esa búsqueda representa mi compromiso
y mi deber. Pero ya no creo, como pude cómodamente creerlo en otro tiempo, que
la literatura de mera creación imaginativa baste para sentir que me he cumplido
como escritor, puesto que mi noción de esa literatura ha cambiado y contiene
en sí el conflicto entre la realización individual como la entendía
el humanismo, y la realización colectiva como la entiende el socialismo, conflicto
que alcanza su expresión quizá más desgarradora en el Marat-Sade
de Peter Weiss. Jamás escribiré expresamente para nadie, minorías
o mayorías, y la repercusión que tengan mis libros será siempre un
fenómeno accesorio y ajeno a mi tarea; y sin embargo hoy sé que escribo
para, que hay una intencionalidad que apunta a esa esperanza de un lector
en el que reside ya la semilla del hombre futuro. No puedo ser indiferente al hecho
de que mis libros hayan encontrado en los jóvenes latinoamericanos un eco vital,
una confirmación de latencias, de vislumbres, de aperturas hacia el misterio
y la extrañeza y la gran hermosura de la vida. Sé de escritores que me
superan en muchos terrenos y cuyos libros, sin embargo, no entablan con los hombres
de nuestras tierras el combate fraternal que libran los míos. La razón
es simple, porque si alguna vez se pudo ser un gran escritor sin sentirse partícipe
del destino histórico inmediato del hombre, en este momento no se puede escribir
sin esa participación que es responsabilidad y obligación, y sólo
las obras que la trasunten, aunque sean de pura imaginación, aunque inventen
la infinita gama lúdica de que es capaz el poeta y el novelista, aunque jamás
apunten directamente a esa participación, sólo ellas contendrán de
alguna indecible manera ese temblor, esa presencia, esa atmósfera que las hace
reconocibles y entrañables, que despierta en el lector un sentimiento de contacto
y cercanía.
Si esto no es aún suficientemente claro, déjame
completarlo con un ejemplo. Hace veinte años veía yo en un Paul Valéry
el más alto exponente de la literatura occidental. Hoy continúo admirando
al gran poeta y ensayista, pero ya no representa para mí ese ideal. No puede
representarlo quien, a lo largo de toda una vida consagrada a la meditación
y a la creación, ignoró soberanamente (y no sólo en sus escritos)
los dramas de la condición humana que en esos mismos años se abrían
paso en la obra epónima de un André Malraux y, desgarrada y contradictoriamente
pero de una manera admirable precisamente por ese desgarramiento y esas contradicciones,
en un André Gide. Insisto en que a ningún escritor le exijo que se haga
tribuno de la lucha que en tantos frentes se está librando contra el imperialismo
en todas sus formas, pero sí que sea testigo de su tiempo como lo querían
Martínez Estrada y Camus, y que su obra o su vida (¿pero cómo separarlas?)
den ese testimonio en la forma que les sea propia. Ya no es posible respetar como
se respetó en otros tiempos al escritor que se refugiaba en una libertad mal
entendida para dar la espalda a su propio signo humano, a su pobre y maravillosa
condición de hombre entre hombres, de privilegiado entre desposeídos y
martirizados.
Para mí, Roberto, y con esto terminaré, nada de
eso es fácil. El lento, absorbente, infinito y egoísta comercio con la
belleza y la cultura, la vida en un continente donde unas pocas horas me ponen frente
a los frescos de Giotto o los Velázquez del Prado, en la curva del Rialto del
Gran Canal o en esas salas londinenses donde se diría que las pinturas de Turner
vuelven a inventar la luz, la tentación cotidiana de volver como en otros tiempos
a una entrega total y fervorosa a los problemas estéticos e intelectuales, a
la filosofía abstracta, a los altos juegos del pensamiento y de la imaginación,
a la creación sin otro fin que el placer de la inteligencia y de la sensibilidad,
libran en mí una interminable batalla con el sentimiento de que nada de todo
eso se justifica éticamente si al mismo tiempo no se está abierto a los
problemas vitales de los pueblos, si no se asume decididamente la condición
de intelectual del tercer mundo en la medida en que todo intelectual, hoy en día,
pertenece potencial o efectivamente al tercer mundo puesto que su sola vocación
es un peligro, una amenaza, un escándalo para los que apoyan lenta pero seguramente
el dedo en el gatillo de la bomba. Ayer, en Le Monde, un cable de la UPI
transcribía declaraciones de Robert McNamara. Textualmente, el secretario norteamericano
de la defensa (¿de qué defensa?) dice esto: “Estimamos que la explosión
de un número relativamente pequeño de ojivas nucleares en cincuenta centros
urbanos de China destruiría la mitad de la población urbana (más de
cincuenta millones de personas) y más de la mitad de la población industrial.
Además, el ataque exterminaría a un gran número de personas que ocupan
puestos clave en el gobierno, en la esfera técnica y en la dirección de
las fábricas, así como una gran proporción de obreros especializados.”
Cito ese párrafo porque pienso que, después de leerlo, un escritor digno
de tal nombre no puede volver a sus libros como si no hubiera pasado nada, no puede
seguir escribiendo con el confortable sentimiento de que su misión se cumple
en el mero ejercicio de una vocación de novelista, de poeta o de dramaturgo.
Cuando leo un párrafo semejante, sé cuál de los dos elementos de mi
naturaleza ha ganado la batalla. Incapaz de acción política, no renuncio
a mi solitaria vocación de cultura, a mi empecinada búsqueda ontológica,
a los juegos de la imaginación en sus planos más vertiginosos; pero todo
eso no gira ya en sí mismo y por sí mismo, no tiene ya nada que ver con
el cómodo humanismo de los mandarines de occidente. En lo más gratuito
que pueda yo escribir asomará siempre una voluntad de contacto con el presente
histórico del hombre, una participación en su larga marcha hacia lo mejor
de sí mismo como colectividad y humanidad. Estoy convencido de que sólo
la obra de aquellos intelectuales que respondan a esa pulsión y a esa rebeldía
se encarnará en las conciencias de los pueblos y justificará con su acción
presente y futura este oficio de escribir para el que hemos nacido.
Un abrazo muy fuerte de tu
JULIO
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