Preámbulo de Rayuela
 

Siempre que viene el tiempo fresco, o sea al medio del otonio, a mí me da la loca de pensar ideas de tipo eséntrico y esótico, como ser por egenplo que me gustaría venirme golondrina para agarrar y volar a los paíx adonde haiga calor, o ser hormiga para meterme bien adentro de una curva y comer los productos guardados en el verano o de ser una víbora como las del solojicO, que las tienen bien guardadas en una jaula de vidrio con calefación para que no se queden duras d frío, que es lo que les pasa a los pobres seres humanos que no pueden comprarse ropa con lo cara questá, ni pueden calentarse por la falta del querosén, la falta del carbón, la falta de lenia o la falta de plata, porque cuando uno anda con biyuya ensima puede entrar a cualquier boliche y mandarse una buena grapa que hay que ver lo que calienta, aunque no conbiene abusar, porque del abuso entra el visio y del visio la dejeneradés tanto del cuerpo como de las taras moral de cada cual, y cuando se viene abajo por la pendiente fatal de la falta de buena condupta en todo sentido, ya nadie ni nadies lo salva de acabar en el más espantoso tacho de basura del desprastijio humano, y nunca le van a dar una mano para sacarlo de adentro del fango enmundo entre el cual se rebuelca, ni mas ni meno que si fuera un cóndOr que cuando joven supo correr y volar por la punta de las altas montanias, pero que al ser viejo cayó parabajo como bombardero en picada que le falia el motor moral. ¡Y ojalá que lo que estoy escribiendo le sirbalguno para que mire bien su comportamiento y que no searrepienta cuando es tarde y ya todo se haiga ido al corno por culpa suya! 
César Bruto. Lo que me gustaría ser a mi si no fuera lo que soy (capítulo: Perro de San Bernardo). 
 

 
 
Capítulo uno
 

¿Encontraría a la Maga? Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo por la rue de Seine, al arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y olivo que flota sobre el río me dejaba distinguirlas formas, ya su silueta delgada se inscribía en el Pont des Arts, a veces andando de un lado a otro, a veces detenida en el pretil de hierro, inclinada sobre el agua. Y era tan natural cruzar la calle, subir los peldaños del puente, entrar en su delgada cintura y acercarme a la Maga que sonreía sin sorpresa, convencida como yo de que un encuentro casual era lo menos casual en nuestras vidas, y que la gente que se da cites precisas es la misma que necesita pape! rayado pare escribirse o que aprieta desde abajo el tubo de dentífrico. 

Pero ella no estaría ahora en el puente. Su fina cara de translúcida piel se asomaría a viejos portales en el ghetto del Marais, quizá estuviera charlando con una vendedora de papas fritas o comiendo una salchicha caliente en el boulevard de Sebastopol. De todas maneras subí hasta el puente, y la Maga no estaba. Ahora la Maga no estaba en mi camino, y aunque conocíamos nuestros domicilios, cada hueco de nuestras dos habitaciones de falsos estudiantes en París, cada tarjeta postal abriendo una ventanita Braque o Ghirlandaio o Max Ernst contra las molduras baratas y los papeles chillones, aun así no nos buscaríamos en nuestras casas. Preferíamos encontrarnos en el puente, en la terraza de un café, en un cine-club o agachados junto a un gato en cualquier patio del barrio latino. Andábamos sin buscarnos pero sabiendo que ansiábamos para encontrarnos. Oh Maga, en cada mujer parecida a vos se agolpaba como un silencio ensordecedor, una pausa filosa y cristalina que acababa por derrumbarse tristemente, como un paraguas mojado que se cierra. Justamente un paraguas, Maga, te acordarías quizá de aquel paraguas viejo que sacrificamos en un barranco del Parc Montsouris, un atardecer helado de marzo. Lo tiramos porque lo habías encontrado en la Place de la Concorde, ya un poco roto, y lo usaste muchísimo, sobre todo pera meterlo en las costillas de la gente en el metro y en los autobuses, siempre torpe y distraída y pensando en pájaros pinto o en un dibujito que hacían dos moscas en el techo del coche, y aquella tarde cayo un chaparrón y vos quisiste abrir orgullosa tu paraguas cuando entrábamos en el parque, y en tu mano se armó una catástrofe de relámpagos y nubes negras, jirones de tela destrozada cayendo entre destellos de varillas desencajadas, y nos reíamos como locos mientras nos empapábamos, pensando que un paraguas encontrado en una plaza debía morir dignamente en un parque, no podía entrar en el ciclo innoble del tacho de basura o del cordón de la vereda; entonces yo lo arrolle lo mejor posible, lo llevamos hasta lo alto del parque, cerca del puentecito sobre el ferrocarril, y desde allá lo tiró con todas mis fuerzas al fondo de la barranca de césped mojado mientras vos proferías un grito donde vagamente creí reconocer una imprecación de walkiria. Y en el fondo del barranco se hundió como un barco que sucumbe al agua verde, al agua verde y procelosa, a la mer qui est plus félonesse en été qu'en hiver, a la ola pórfida, Maga, según enumeraciones que detallamos largo rato, enamorados de Joinville y del parque, abrazados y semejantes a arboles mojados o a actores de cine de alguna pésima película húngara. Y quedo entre el pasto, mínimo y negro, como un insecto pisoteado. Y no se movió, ninguno de sus resortes se estiraba como antes. Terminado. Se acabo. Oh Maga, y no estábamos contentos. 

¿Qué venía yo a hacer al Pont des Arts? Me parece que ese jueves de diciembre tenía pensado cruzar a la villa derecha y beber vino en el cafecito de la rue des Lombards donde madame Leonie me mire la palma de la mano y me anuncia viajes y sorpresas. Nunca te lleve a que madame Leonie te mirara la palma de la mano, a lo mejor tuve miedo de que leyera en tu mano alguna verdad sobre mi, porque fuiste siempre un espejo terrible, una espantosa máquina de repeticiones, y lo que llamamos amarnos fue quizá que yo estaba de pie delante de vos, con una flor amarilla en la mano, y vos sostenías dos velas verdes y el tiempo soplaba contra nuestras caras una lenta lluvia de renuncias y despedidas y tickets de metro. De manera que nunca te lleve a que madame Leonie, Maga; y sí, porque me lo dijiste, que a vos no te gustaba que yo te viese entrar en la pequeña librería de la rue de Verneuil, donde un anciano agobiado trace miles de fiches y sabe todo lo que puede saberse sobre historiografía. Ibas allá a jugar con un gato, y el viejo te dejaba entrar y no te hacia preguntas, contento de que a veces le alcanzaras algún libro de los estantes mas altos. Y te calentabas en su estufa de gran cano negro y no te gustaba que yo supiera que ibas a ponerte al lado de esa estufa. Pero todo esto había que decirlo en su momento, solo que era difícil precisar el momento de una cosa, y aun ahora, acodado en e1 puente, viendo pasar una pinaza color borravino, hermosísima como una gran cucaracha reluciente de limpieza, con una mujer de delantal blanco que colgaba ropa en un alambre de la proa, mirando sus ventanillas pintadas de verde con cortinas Hansel y Gretel, aun ahora, Maga, me preguntaba si este rodeo tenía sentido, ya que pare llegar a la rue des Lombards me hubiera convenido más cruzar el Pont Saint-Michel y el Pont au Change. Pero si hubieras estado ahí esa noche, como tantas otras veces, yo habría sabido que el rodeo tenia un sentido, y ahora en cambio envilecía mi fracaso llamándolo rodeo. - Era cuestión, después de subirme el cuello de la canadiense, de seguir por los muelles hasta entrar en esa zona de grandes tiendas que se acaba en el Chatelet, pasar bajo la sombra violeta de la Tour Saint-Jacques y subir por mi calle pensando en que no te había encontrado y en madame Leonie. 

Sé que un día llegué a París, se que estuve un tiempo viviendo de prestado, haciendo lo que otros hacen y viendo lo que otros ven. Se que salías de un café de la rue du Cherche-Midi y que nos hablamos. Esa tarde todo anduvo mal, porque mis costumbres argentinas me prohibían cruzar continuamente de una vereda a otra para mirar las cosas más insignificantes en las vitrinas apenas iluminadas de unas calles que ya no recuerdo. Entonces te seguía de mala gana, encontrándote petulante y malcriada, hasta que te cansaste de no estar cansada y nos metíamos en un café del Boul Mich y de golpe, entre dos medialunas, me contaste un gran pedazo de tu vida. 

Cómo podía yo sospechar que aquello que parecía tan mentira era verdadero, un Figari con violetas de anochecer, con caras lívidas, con hambre y golpes en los rincones. Mas tarde te creí, mas tarde hubo razones, hubo madame Leonie que mirándome la mano que había dormido con tus senos me repitió casi tus mismas palabras. "Ella sufre en alguna parte. Siempre ha sufrido. Es muy alegre, adora el amarillo, su pájaro es el mirlo, su hora la noche, su puente el Pont des Arts." (Una pinaza color borravino, Maga, y por que no nos habremos ido en ella cuando todavía era tiempo.) 

Y mirá que apenas nos conocíamos y ya la vida urdía lo necesario pare desencontrarnos minuciosamente. Como no sabías disimular me di cuenta en seguida de que para verte como yo quería era necesario empezar por cerrar los ojos, y entonces primero cosas como estrellas amarillas (moviéndose en una jalea de terciopelo), luego saltos rojos del humor y de las horas, ingreso paulatino en un mundo - Maga que era la torpeza y la confusión pero también helechos con la firma de la arena Klee, el circo Miró, los espejos de ceniza Vieira da Silva, un mundo donde te movías como un caballo de ajedrez que se moviera como una torre que se moviera como un alfil. Y entonces en esos días íbamos a los cine-clubs a ver películas mudas, porque yo con mi cultura, no es cierto, y vos pobrecita no entendías absolutamente nada de esa estridencia amarilla convulsa previa a tu nacimiento, esa emulsión estriada donde corrían los muertos; pero de repente pasaba por ahí Harold Lloyd y entonces te sacudías el agua del sueño y al final te convencías de que todo había estado muy bien, y que Pabst y que Fritz Lang. Me hartabas un poco con tu manía de perfección, con tus zapatos rotos, con tu negativa a aceptar lo aceptable. Comíamos hamburgers en el Carrefour de l'Odeon, y nos íbamos en bicicleta a Montparnasse, a cualquier hotel a cualquier almohada. Pero otras veces seguíamos hasta la Porte d'Orleans, conocíamos cada vez mejor la zona de terrenos baldíos que hay mas allá del Boulevard Jourdan, donde a veces a medianoche se reunían los del Club de la Serpiente pare hablar con un vidente ciego, paradoja estimulante. Dejábamos las bicicletas en la calle y nos internábamos de a poco, parándonos a mirar el cielo porque esa es una de las pocas zonas de París donde el cielo vale mas que la sierra. Sentados en un montón de basuras fumábamos un rato, y la Maga me acariciaba el pelo o canturreaba melodías ni siquiera inventadas, melopeas absurdas cortadas por suspiros o recuerdos. Yo aprovechaba pare pensar en cosas inútiles, método que había empezado a practicar años atrás en un hospital y que cada vez me parecía mas fecundo y necesario. Con un enorme esfuerzo, reuniendo imágenes auxiliares, pensando en olores y caras, conseguía extraer de la nada un par de zapatos marrones que había usado en Olavarría en 1940. Tenían tacos de goma, suelas muy fines, y cuando llovía me entraba el agua hasta el alma. Con ese par de zapatos en la mano del recuerdo, el resto venia solo: la cara de done Manuela, por ejemplo, o el poeta Ernesto Morroni. Pero los rechazaba porque el juego consistía en recobrar tan solo lo insignificante, lo inostentoso, lo perecido. Temblando de no ser capaz de acordarme, atacado por la polilla que propone la prorroga, imbécil a fuerza de besar el tiempo, terminaba por ver al lado de los zapatos una latita de Te Sol que mi madre me había dado en Buenos Aires. Y la cucharita pare el te, cuchara-ratonera donde las lauchitas negras se quemaban vivas en la taza de agua lanzando burbujas chirriantes. Convencido de que el recuerdo lo guarda todo y no solamente a las Albertinas y a las grandes efemérides del corazón y los rincones, me obstinaba en reconstruir el contenido de mi mesa de trabajo en Floresta, la cara de una muchacha irrecordable llamada Gekrepten, la cantidad de plumas cucharita que había en mi caja de útiles de quinto grado, y acababa temblando de tal manera y desesperándome (porque nunca he podido acordarme de esas plumas cucharita, se que estaban en la caja de útiles, en un comportamiento especial, pero no me acuerdo de cuantas eran ni puedo precisar el momento justo en que debieron ser dos o seis), hasta que la Maga, besándome y echándome en la cara el humo del cigarrillo y su aliento caliente, me recobraba y nos reíamos, empezábamos a andar de nuevo entre los montones de basura en busca de los del Club. Ya pare entonces me había dado cuenta de que buscar era mi signo, emblema de los que salen de noche sin propósito fijo, razón de los matadores de brújulas. Con la Maga hablábamos de patafisica hasta cansarnos, porque a ella también le ocurría (y nuestro encuentro era eso, y tantas cosas oscuras como el fósforo) caer de continuo en las excepciones, verse metida en casillas que no eran las de la gente, y esto sin despreciar a nadie, sin creernos Maldorores en liquidación ni Melmoths privilegiadamente errantes. No me parece que la luciérnaga extraiga mayor suficiencia del hecho incontrovertible de que es una de las maravillas mas fenomenales de este circo, y sin embargo baste suponerle una conciencia pare comprender que cada vez que se le encandila la barriguita el bicho de luz debe sentir como una cosquilla de privilegio. De la misma manera a la Maga le encantaban los líos inverosímiles en que andaba metida siempre por cause del fracaso de las leyes en su vida. Era de las que rompen los puentes con solo cruzarlos, o se acuerdan llorando a gritos de haber visto en una vitrina el décimo de lotería que acaba de ganar cinco millones. Por mi parte ya me había acostumbrado a que me pasaran cosas modestamente excepcionales, y no encontraba demasiado horrible que al entrar en un cuarto a oscuras pare recoger un álbum de discos, sintiera bullir en la palma de la mano el cuerpo vivo de un ciempiés gigante que había elegido dormir en el lomo del álbum. Eso, y encontrar grandes pelusas grises o verdes dentro de un paquete de cigarrillos, u oír el silbato de una locomotora exactamente en el momento y el tono necesarios pare incorporarse ex oficio a un pasaje de una sinfonía de Ludwig van, o entrar a una pissottiere de la rue de Medicis y ver a un hombre que orinaba aplicadamente hasta el momento en que, apartándose de su comportamiento, giraba hacia mí y me mostraba, sosteniéndolo en la palma de la mano como un objeto litúrgico y precioso, un miembro de dimensiones y colores increíbles, y en el mismo instante darme cuenta de que ese hombre era exactamente igual a otro (aunque no era el otro) que veinticuatro horas antes, en la Salle de Geographic, había disertado sobre tótems y tabúes, y había mostrado al publico, sosteniéndolos preciosamente en la palma de la mano, bastoncillos de marfil, plumas de pájaro lira, monedas rituales, fósiles mágicos, estrellas de mar, pescados secos, fotografías de concubinas reales, ofrendas de cazadores, enormes escarabajos embalsamados que hacían temblar de asustada delicia a las infaltables señoras. 

En fin, no es fácil hablar de la Maga que a esta hora anda seguramente por Belleville o Pantin, mirando aplicadamente el suelo hasta encontrar un pedazo de genero rojo. Si no lo encuentra seguirá así toda la noche, revolverá en los tachos de basura, los ojos vidriosos, convencida de que algo horrible le va a ocurrir si no encuentra esa prenda de rescate, la señal del perdón o del aplazamiento. Se lo que es eso porque también obedezco a esas señales, tan bien hay veces en que me toca encontrar trapo rojo. Desde la infancia apenas se me cae algo al suelo tengo que levantarlo, sea lo que sea, porque si no lo hago va a ocurrir una desgracia, no a mi sino a alguien a quien amo y cuyo nombre empieza con la inicial del objeto caído. Lo peor es que nada puede contenerme cuando algo se me cae al suelo, ni tampoco vale que lo levante otro porque el maleficio obraría igual. He pasado muchas veces por loco a cause de esto y la verdad es que estoy loco cuando lo hago, cuando me precipito a juntar un lápiz o un trocito de papel que se me han ido de la mano, como la noche del terrón de azúcar en el restaurante de la rue Scribe, un restaurante bacán con montones de gerentes, putas de zorros plateados y matrimonios bien organizados. Estábamos con Ronald y Etienne, y a mi se me cayo un terrón de azúcar que fue a parar abajo de una mesa bastante lejos de la nuestra. Lo primero que me llamó la atención fue la forma en que el terrón se había alejado, porque en general los terrones de azúcar se plantan apenas tocan el suelo por razones paralelepípedas evidentes. Pero este se conducía como si fuera una bola de naftalina, lo cual aumentó mi aprensión, y llegue a creer que realmente me lo habían arrancado de la mano. Ronald, que me conoce, miro hacia donde había ido a parar el terrón y se empezó a reír Eso me dio todavía mas miedo, mezclado con rabia. Un mozo se acerco pensando que se me había caído algo precioso, una Parker o una dentadura postiza, y en realidad lo único que hacia era molestarme, entonces sin pedir permiso me tire al suelo y empece a buscar el terrón entre los zapatos de la gente que estaba llena de curiosidad creyendo (y con razón) que se trataba de algo importante. En la mesa había una gorda pelirroja, otra menos gorda pero igualmente putona, y dos gerentes o algo así. Lo primero que hice fue darme cuenta de que el terrón no estaba a la vista y eso que lo había visto saltar hasta los zapatos (que se movían inquietos como gallinas). Para peor el piso tenia alfombra, y aunque estaba asquerosa de usada el terrón se había escondido entre los pelos y no podía encontrarlo. E1 mozo se tiro del otro lado de la mesa y ya éramos dos cuadrúpedos moviéndonos entre los zapatos-gallina que allá arriba empezaban a cacarear como locas. E1 mozo seguía convencido de la Parker o el luis de oro, y cuando estabamos bien metidos debajo de la mesa, en una especie de gran intimidad y penumbra y el me preguntó y yo le dije, puso una cara que era como pare pulverizarla con un fijador, pero yo no tenia ganas de reír, el miedo me hacia una doble llave en la boca del estomago y al final me dio una verdadera desesperación (el mozo se había levantado furioso) y empece a agarrar los zapatos de las mujeres y a mirar si debajo del arco de la suela no estaría agazapado el azúcar, y las gallinas cacareaban, los gallos gerentes me picoteaban el lomo, oía las carcajadas de Ronald y de Etienne mientras me movía de una mesa a otra hasta encontrar el azúcar escondido detrás de una pata Segundo Imperio. Y todo el mundo enfurecido, hasta yo con el azúcar apretado en la palma de la mano y sintiendo como se mezclaba con el sudor de la piel, como asquerosamente se deshacía en una especie de venganza pegajosa, esa clase de episodios todos los días.


   
Capítulo 7
 

Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano por tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja. Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y nuestros ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mi como una luna en el agua.

 
 
Capítulo 23

Parado en una esquina, harto del cariz enrarecido de su reflexión (y eso que a cada momento, no sabía por qué, pensaba que el viejecito herido estaría en una cama de hospital, los médicos y los estudiantes y las enfermeras lo rodearían amablemente impersonales, le preguntarían nombre y edad y profesión, le dirían que no era nada, lo aliviarían de inmediato con inyecciones y vendajes), Oliveira se había puesto a mirar lo que ocurría en torno y que como cualquier esquina de cualquier ciudad era la ilustración perfecta de lo que estaba pensando y casi le evitaba el trabajo. En el café, protegidos del frío (iba a ser cosa de entrar y beberse un vaso de vino), un grupo de albañiles charlaba con el patrón del mostrador. Dos estudiantes leían y escribían en una mesa, y Oliveira los veía alzar la vista y mirar hacia el grupo de los albañiles, volver al libro o al cuaderno, mirar de nuevo. De una caja de cristal a otra, mirarse, aislarse, mirarse: eso era todo. Por encima de la terraza cerrada del café, una señora del primer piso parecía estar cosiendo o cortando un vestido junto a la ventana. Su alto peinado se movía cadencioso. Oliveira imaginaba sus pensamientos, las tijeras, los hijos que volverían de la escuela de un momento a otro, el marido terminando la jornada en una oficina o en un banco. Los albañiles, los estudiantes, la señora, y ahora un clochard desembocaba de una calle transversal, con una botella de vino tiento saliéndole del bolsillo, empujando un cochecito de niño lleno de periódicos viejos, latas, ropas deshilachadas y mugrientas, una muñeca sin cabeza, un paquete de donde salía una cola de pescado. Los albañiles, los estudiantes, la señora, el clochard, y en la casilla como para condenados a la picota, LOTERIE NATIONALE, una vieja de mechas irredentes brotando de una especie de papalina gris, las manos metidas en mitones azules, TIRAGE MERCREDI, esperando sin esperar al cliente, con un brasero de carbón a los pies, encajada en su ataúd vertical, quieta, semihelada, ofreciendo la suerte y pensando vaya a saber qué, pequeños grumos de ideas, repeticiones seniles, la maestra de la infancia que le regalaba dulces, un marido muerto e el Somme, un hijo viajante de comercio, por la noche la bohardilla sin agua corriente, la sopa para tres días, el boeuf bourguignon que cuesta menos que un bife, TIRAGE MERCREDI. Los albañiles, los estudiantes, el clochard, la vendedora de lotería, cada grupo, cada uno en su caja de vidrio, pero que un viejo cayera bajo un auto y de inmediato habría una carrera general hacia el lugar del accidente, un vehemente cambio de impresiones, de críticas, disparidades y coincidencias hasta que empezara a llover otra vez y los albañiles se volvieran al mostrador, los estudiantes a su mesa, los X a los X, los Z a los Z.
“Sólo viviendo absurdamente se podría romper alguna vez este absurdo infinito”, se repitió Oliveira. “Che, pero me voy a empapar, hay que meterse en alguna parte.” Vio los carteles de la Salle de Géographie y se refugió en la entrada. Una conferencia sobre Australia, continente desconocido. Reunión de los discípulos del Cristo de Montfavet. Concierto de piano de madame Berthe Trépat. Inscripción abierta para un curso sobre los meteoros. Conviértase en judoka en cinco meses. Conferencia sobre la urbanización de Lyon. El concierto de piano iba a empezar en seguida y costaba poca plata. Oliveira miró el cielo, se encogió de hombros y entró. Pensaba vagamente en ir a casa de Ronaldo o al taller de Etienne, pero era mejor dejarlo para la noche. No sabía por qué, le hacía gracia que la pianista se llamara Berthe Trépat. También le hacía gracia refugiarse en un concierto para escapar un rato de sí mismo, ilustración irónica de mucho de lo que había venido rumiando por la calle. “No somos nada, che”, pensó mientras ponía ciento veinte francos a la altura de los dientes de la vieja enjaulada en la taquilla. Le tocó la fila diez, por pura maldad de la vieja ya que el concierto iba a empezar y no había casi nadie aparte de algunos ancianos calvos, otros barbudos y otros las dos cosas, con aire de ser del barrio o de la familia, dos mujeres entre cuarenta y cuarenta y cinco con abrigos vetustos y paraguas chorreantes, unos pocos jóvenes, parejas en su mayoría y discutiendo violentamente entre empujones, ruido de caramelos y crujidos de las pésimas sillas de Viena. En total veinte personas. Olía a tarde de lluvia, la gran sala estaba helada y húmeda, se oía hablar confusamente detrás del telón de fondo. Un viejo había encendido la pipa, y Oliveira se apuró a sacar un Gauloise. No se sentía demasiado bien, le había entrado agua en un zapato, el olor a moho y a ropa mojada lo asqueaba un poco. Pitó aplicadamente hasta calentar el cigarrillo y estropearlo. Afuera sonó un timbre tartamudo, y uno de los jóvenes aplaudió co énfasis. La vieja acomodadora, boina de través y maquillaje con el que seguramente dormía, corrió la cortina de entrada. Recién entonces Oliveira se acordó de que le habían dado un programa. Era una hoja mal mimeografiada en la que con algún trabajo podía descifrarse que madame Berthe Trépat, medalla de oro, tocaría los “Tres movimientos discontinuos” de Rose Bob (primera audición), la “Pavana para el General leclerc”, de Alix Alix (primera audición civil), y la “Síntesis Délibes-Saint-Saëns”, de Délibes, Saint-Saëns y Berthe Trépat.
“Joder”, pensó Oliveira. “Joder con el programa”.
Sin que se supiera exactamente cómo había llegado, apareció detrás del piano un señor de papada colgante y blanca cabellera. Vestía de negro y acariciaba con una mano rosada la cadena que cruzaba el chaleco de fantasía. A Oliveira le pareció que el chaleco estaba bastante grasiento. Sonaron unos secos aplausos a cargo de una señorita de impermeable violeta y lentes con montura de oro. Esgrimiendo una voz extraordinariamente parecida a la de un guacamayo, el anciano de la papada inició una introducción al concierto, gracias a la cual el público se enteró de que Rose Bob era una ex alumna de piano de madame Berthe Trépat, de que la “Pavana” de Alix Alix había sido compuesta por un distinguido oficial del ejército que se ocultaba bajo tan modesto seudónimo, y que las dos composiciones aludidas utilizaban restringidamente los más modernos procedimientos de escritura musical. En cuanto a la “Síntesis Délibes-Saint-Saëns” (y aquí el anciano alzó los ojos con arrobo) representaba dentro de la música contemporánea una de las más profundas innovaciones que la autora, madame Trépat, había calificado de “sincretismo fatídico”. La caracterización era justa en la medida en que el genio musical de Délibes y de Saint-Saëns tendía a la ósmosis, a la interfusión e interfonía, paralizadas por el exceso individualista del Occidente y condenadas a no precipitarse en una creación superior y sintética de no mediar la genial intuición de madame Trépat. En efecto, su sensibilidad había captado afinidades que escapaban al común de los oyentes y asumido la noble aunque ardua misión de convertirse en puente mediúmnico a través del cual pudiera consumarse en encuentro de los dos grandes hijos de Francia. Era hora de señalar que madame Berthe Trépat, al margen de sus actividades de profesora de música, no tardaría en cumplir sus bodas de plata al servicio de la composición. El orador no se atrevía, en una mera introducción a un concierto que, bien lo apreciaba, era esperado con viva impaciencia por el público, a desarrollar como hubiera sido necesario el análisis de la obra musical de madame Trépat. De todos modos, y con objeto de que sirviera de pentagrama mental a quienes escucharían por primera vez las obras de Roso Bob y de madame Trépat, podía resumir su estética en la mención de construcciones antiestructurales, es decir, células sonoras autónomas, fruto de la pura inspiración, concatenadas en la intención general de la obra pero totalmente libres de moldes clásicos, dodecafónicos o atonales (las dos últimas palabras las repitió enfáticamente). Así por ejemplo, los “Tres movimientos discontinuos” de Rose Bob, alumna dilecta de madame Trépat, partían de la reacción provocada en el espíritu de la artista por el golpe de una puerta al cerrarse violentamente, y los treinta y dos acordes que formaban el primer movimiento eran otras tantas repercusiones de ese golpe en el plano estético; el orador no creía violar un secreto si confiaba a su culto auditorio que la técnica de composición de la “Síntesis-Saint-Saëns” entroncaba con las fuerzas más primitivas y esotéricas de la creación. Nunca olvidaría el alto privilegio de haber asistido a una fase de la síntesis, y ayudado a madame Berthe Trépat a operar con un péndulo rabdomántico sobre las partituras de los dos maestros a fin de escoger aquellos pasajes cuya influencia sobre el péndulo corroboraba la asombrosa intuición original de la artista. Y aunque mucho hubiera podido agregarse a lo dicho, el orador creía de su deber retirarse luego de saludar en madame Berthe Trépat a uno de los faros del espíritu francés y ejemplo patético del genio incomprendido por los grandes públicos.
La papada se agitó violentamente y en anciano, atragantado por la emoción y el catarro, desapareció entre bambalinas. Cuarenta manos descargaron algunos secos aplausos, varios fósforos perdieron la cabeza, Oliveira se estiró lo más posible en la silla y se sintió mejor. También el viejo del accidente debía sentirse mejor en la cama del hospital, sumido ya en la somnolencia que sigue al shock, interregno feliz en que se renuncia a ser dueño de sí mismo y la cama es como un barco, unas vacaciones pagas, cualquiera de las rupturas con la vida ordinaria. “Casi estaría por ir a verlo uno de estos días”, se dijo Oliveira. “Pero a lo mejor le arruino la isla desierta, me convierto e la huella del pie en la arena. Ché, qué delicado te estás poniendo”.
Los aplausos le hicieron abrir los ojos y asistir a la trabajosa inclinación con que madame Berthe Trépat agradecía. Antes de verle bien la cara lo paralizaron los zapatos, unos zapatos tan de hombre que ninguna falda podía disimularlos. Cuadrados y sin tacos, un cintas inútilmente femeninas. Lo que seguía era rígido y ancho a la vez, una especie de gorda metida en un corsé implacable. Pero Berthe Trépat no era gorda, apenas si podía definírsela como robusta. Debía tener ciática o lumbago, algo que la obligaba a moverse en bloque, ahora frontalmente, saludando con trabajo, y después de perfil, deslizándose entre el taburete y el piano y plegándose geométricamente hasta quedar sentada. Desde allí la artista giró bruscamente la cabeza y saludó otra vez, aunque ya nadie aplaudía. “Arriba debe de haber alguien tirando de los hilos”, pensó Oliveira. Le gustaban las marionetas y los autómatas, y esperaba maravillas del sincretismo fatídico. Berthe Trépat miró una vez más al público, su redonda cara como enharinada pareció condensar de golpe todos los pecados de la luna, y la boca como una guinda violentamente bermellón se dilató hasta tomar la forma de una barca egipcia. otra vez de perfil, su menuda nariz de pico de loro consideró por un momento el teclado mientras las manos se posaban del do al si como dos bolsitas de gamuza ajada. Empezaron a sonar los treinta y dos acordes del primer movimiento discontinuo. Entre el primero y el segundo transcurrieron cinco segundos, entre el segundo y el tercero, quince segundos. Al llegar al decimoquinto acorde, Rose Bob había decretado una pausa de veinticinco segundos. Oliveira, que en un primer momento había apreciado el buen uso weberniano que hacía Rose Bob de los silencios, notó que la reincidencia lo degradaba rápidamente. Entre los acordes 7 y 8 restallaron toses, entre el 12 y el 13 alguien raspó enérgicamente un fósforo, entre el 14 y el 15 pudo oírse distintamente la expresión “¡Ah, merde alors!” proferida por una jovencita rubia. Hacia el vigésimo acorde, una de las damas más vetustas, verdadero pickle virginal, empuñó enérgicamente el paraguas y abrió la boca para decir algo que el acorde 21 aplastó misericordiosamente. Divertido, Oliveira miraba a Berthe Trépat sospechando que la pianista los estudiaba con eso que llamaban el rabillo del ojo. Por ese rabillo el mínimo perfil ganchudo de Berthe Trépat dejaba filtrar una mirada gris celeste, y a Oliveira se le ocurrió que a lo mejor la desventurada se había puesto a hacer la cuenta de las entradas vendidas. En el acorde 23 un señor de rotunda calva se enderezó indignado, y después de bufar y soplar salió de la sala clavando cada taco e el silencio de ocho segundos confeccionado por Rose Bob. A partir del acorde 24 las pausas empezaron a disminuir, y del 28 al 32 se estableció un ritmo como de marcha fúnebre que no dejaba de tener lo suyo. Berthe Trépat Sacó los zapatos de los pedales, puso la mano izquierda sobre el regazo, y emprendió el segundo movimiento. Este movimiento duraba solamente cuatro compases, cada uno de ellos con tres notas de igual valor. El tercer movimiento consistía principalmente en salir de los registros extremos del teclado y avanzar cromáticamente hacia el centro, repitiendo la operación de dentro hacia afuera, todo eso en medio de continuos tresillos y otros adornos. En un momento dado, que nada permitía prever, la pianista dejó de tocar y se enderezó bruscamente, saludando con un aire casi desafiante pero en el que a Oliveira le pareció discernir algo como inseguridad y hasta miedo. una pareja aplaudió rabiosamente, Oliveira se encontró aplaudiendo a su vez sin saber por qué (y cuando supo por qué le dio rabia y dejó de aplaudir). Berthe Trépat recobró casi instantáneamente su perfil y paseo por el teclado un dedo indiferente, esperando que se hiciera silencio. Empezó a tocar la “Pavana para el General Leclerc”.
En los dos o tres minutos que siguieron Oliveira dividió con algún trabajo su atención entre el extraordinario bodrio que Berthe Trépat descerrajaba a todo vapor, y la forma furtiva o resuelta con que viejos y jóvenes se mandaban mudar del concierto. Mezcla de Liszt y Rachmaninov, la “Pavana” repetía incansable dos o tres temas para perderse luego en infinitas variaciones, trozos de bravura (bastante mal tocados, con agujeros y zurcidos por todas partes) y solemnidades de catafalco sobre cureña, rotas por bruscas pirotecnias a las que el misterioso Alix Alix se entregaba con deleite. Una o dos veces sospechó Oliveira que el alto peinado a lo Salambó de Berthe Trépat se iba a deshacer de golpe, pero vaya a saber cuántas horquillas lo mantenían armado en medio del fragor y el temblor de la “Pavana”. Vinieron los arpegios orgiásticos que anunciaban el final, se repitieron sucesivamente los tres temas (uno de los cuales salía clavado del Don Juan de Strauss), y Berthe Trépat descargó una lluvia de acordes cada vez más intensos rematados por una histérica cita del primer tema y dos acordes en las notas más graves, el último de los cuales sonó marcadamente a falso por el lado de la mano derecha, pero eran cosas que podían ocurrirle a cualquiera y Oliveira aplaudió con calor, realmente divertido.
La pianista se puso de frente con uno de sus raros movimientos a resorte, y saludó al público. Como parecía contarlo con los ojos, no podía dejar de comprobar que apenas quedaban ocho o nueve personas. Digna, Berthe Trépat salió por la izquierda y la acomodadora corrió la cortina y ofreció caramelos.
Por un lado era cosa de irse, pero en todo ese concierto había una atmósfera que encantaba a Oliveira. Después de todo la pobre Trépat había estado tratando de presentar obras en primera audición, lo que siempre era un mérito en este mundo de gran polonesa, claro de luna y danza del fuego. Había algo de conmovedor en esa cara de muñeca rellena de estopa, de tortuga de pana, de inmensa bobalina metida en un mundo rancio con teteras desportilladas, viejas que habían oído tocar a Risler, reuniones de arte y poesía en salas con empapelados vetustos, de presupuestos de cuarenta mil francos mensuales y furtivas súplicas a los amigos para llegar a fin de mes, de culto al arte ver-da-de-ro estilo Academia Raymond Duzcan, y no costaba mucho imaginarse la facha de Alix Alix y de Rose Bob, los sórdidos cálculos antes de alquilar la sala para el concierto, el programa mimeografiado por algún alumno de buena voluntad, las listas infructuosas de invitaciones, la desolación entre bambalinas al ver la sala vacía y tener que salir lo mismo, medalla de oro y tener que salir lo mismo. Era casi un capítulo para Céline, y Oliveira se sabía incapaz de imaginar más allá de la atmósfera general, de la derrotada e inútil sobrevivencia de esas actividades artísticas para grupos igualmente derrotados e inútiles. “Naturalmente me tenía que tocar a mí meterme en este abanico apolillado”, rabió Oliveira. “Un viejo debajo de un auto, y ahora Trépat. Y no hablemos del tiempo de ratas que hace afuera, y de mí mismo. Sobre todo no hablemos de mí mismo.”
En la sala quedaban cuatro personas, y le pareció que lo mejor era ir a sentarse en primera fila para acompañar un poco más a la ejecutante. Le hizo gracia esa especie de solidaridad, pero lo mismo se instaló delante y esperó fumando. Inexplicablemente una señora decidió irse en el mismo momento en que reaparecía Berthe Trépat, que la miró fijamente antes de quebrarse con esfuerzo para saludar a la platea casi desierta. Oliveira pensó que la señora que acababa de irse merecía una enorme patada en el culo. De golpe comprobaba que todas sus reacciones derivaban de una cierta simpatía por Berthe Trépat, a pesar de la Pavana y de Rose Bob. “Hacía tiempo que no me pasaba esto”, pensó. “A ver si con los años me empiezo a ablandar”. Tantos ríos metafísicos y de golpe se sorprendía con ganas de ir al hospital a visitar al viejo, o aplaudiendo a esa loca encorsetada. Extraño. Debía ser el frío, el agua en los zapatos.
La “Síntesis Délibes-Saint-Saëns” llevaba ya tres minutos o algo así cuando la pareja que constituía el principal refuerzo del público restante se levantó y se fue ostensiblemente. Otra vez creyó atisbar Oliveira la mirada de soslayo de Berthe Trépat, pero ahora era como si de golpe empezaran a agarrotársele las manos, tocaba doblándose sobre el piano y con enorme esfuerzo, aprovechando cualquier pausa para mirar de reojo la platea donde Oliveira y un señor de aire plácido escuchaban con todas las muestras de una recogida atención. El sincretismo fatídico no había tardado en revelar su secreto, aun para un lego como Oliveira; a cuatro compases de Le Rouet d´Omphale seguían otros cuatro de Les Fillex de Cadix, luego la mano izquierda profería Mon coeur s´ovre à ta voix, la derecha intercalaba espasmódicamente el tema de las campanas de Lakmé, las dos juntas pasaban sucesivamente por la Danse Macabre y Coppélia, hasta que otros temas que el programa atribuía al Hymne à Victor Hugo, Jean de Nivelle y Sur les bords du Nil alternaban vistosamente con los más conocidos, y como fatídico era imposible imaginar nada más logrado, por eso cuando el señor de aire plácido empezó a reírse bajito y se tapó educadamente la boca con un guante, Oliveira tuvo que admitir que el tipo tenía derecho, no le podía exigir que se callara, y Berthe Trépat debía sospechar lo mismo porque cada vez erraba más notas y parecía que se le paralizaban las manos, seguía adelante sacudiendo los antebrazos y sacando los codos con un aire de gallina que se acomoda en el nido, Mon coeur s´ovre à ta voix, de nuevo Où va la jeune hindoue?, dos acordes sincréticos, un arpegio rabón Les filles de Cadix, tra-la-la-la, como un hipo, varias notas juntas a lo (sorprendentemente) Pierre Boulez, y el señor de aire plácido soltó una especie de berrido y se marchó corriendo con los guantes pegados a la boca, justo cuando Berthe Trépat bajaba las manos, mirando fijamente el teclado, y pasaba un largo segundo, un segundo sin término, algo desesperadamente vacío entre Oliveira y Berthe Trépat solos en la sala.
-Bravo -dijo Oliveira, comprendiendo que el aplauso hubiera sido incongruente-. Bravo, madame.
Sin levantarse, Berthe Trépat giró un poco en el taburete y puso el codo en un la natural. Se miraron. Oliveira se levantó y se acercó al borde del escenario.
-Muy interesante -dijo-. Créame, señora, he escuchado su concierto con verdadero interés.
Qué hijo de puta.
Berthe Trépat miraba la sala vacía. Le temblaba un poco un párpado. Parecía preguntarse algo, esperar algo. Oliveira sintió que debía seguir hablando.
-Un artista como usted conocerá de sobra la incomprensión y el snobismo del público. En el fondo yo sé que usted toca para usted misma.
-Para mí misma -repitió Berthe Trépat con una voz de guacamayo asombrosamente parecida a la del caballero que la había presentado.
-¿Para quién, si no? -dijo Oliveira, trepándose al escenario con la misma soltura que si hubiera estado soñando_. Un artista sólo cuenta con las estrellas, como dijo Nietzsche.
-¿Quién es usted, señor? -se sobresaltó .
-Oh, alguien que se interesa por las manifestaciones... -Se podía seguir enhebrando palabras, lo de siempre. Si algo contaba era estar ahí, acompañando un poco. Sin saber bien por qué.
Berthe Trépat escuchaba, todavía un poco ausente. Se enderezó con dificultad y miró la sala, las bambalinas.
-Sí -dijo-. Ya es tarde, tengo que volver a casa. -Lo dijo por ella misma, como si fuera un castigo o algo así.
-¿Puedo tener el placer de acompañarla un momento? -dijo Oliveira, cada vez más seguro de que soñaba y que le gustaba seguir soñando.
-Valentin puede hacer cosas mejores -dijo Berthe Trépat-. Y me parece repugnante de su parte... si, repugnante... marcharse así como si yo fuera un trapo.
-Habló de usted y de su obra con gran admiración.
-Por quinientos francos ése es capaz de hablar con admiración de un pescado muerto. ¡Quinientos francos! -repitió Berthe Trépat, perdiéndose en sus reflexiones.
“Estoy haciendo el idiota”, se dijo Oliveira. Si saludaba y se volvía a la platea, tal vez la artista ya no se acordara de su ofrecimiento. Pero la artista se había puesto a mirarlo y Oliveira vio que estaba llorando.
-Valentin es un canalla. Todos... había más de doscientas personas, usted las vio, más de doscientas. Para un concierto de primeras audiciones es extraordinario, ¡no le parece? Y todos pagaron la entrada, no vaya a creer que habíamos enviado billetes gratuitos. Más de doscientos, y ahora solamente queda usted, Valentin se ha ido, yo..
-Hay ausencias que representan un verdadero triunfo -articuló increíblemente Oliveira.
-¿Pero por qué se fueron? ¿Usted los vio irse? Más de doscientos, le digo, y personas notables, estoy segura de haber visto a madame de Roche, al doctor Lacour, a Montellier, el profesor del último gran premio de violín... Yo creo que la Pavana no les gustó demasiado y que se fueron por eso, ¿no le parece? Porque se fueron antes de mi Síntesis, eso es seguro, lo vi yo misma.
-Por supuesto -dijo Oliveira-. Hay que decir que la Pavana...
-No es en absoluto una pavana -dijo Berthe Trépat-. Es una perfecta mierda. La culpa la tiene Valentin, ya me habían prevenido que Valentín se acostaba con Alix Alix. ¿Por qué tengo yo que pagar por un pederasta, joven? Yo, medalla de oro, ya le mostraré mis críticas, unos triunfos, en Grenoble, en el Puy...
Las lágrimas le corrían hasta el cuello, se perdían entre las ajadas puntillas y la piel cenicienta. Tomó del brazo a Oliveira, lo sacudió. De un momento a otro iba a tener una crisis histérica.
-¿Por qué no va a buscar su abrigo y salimos? -dijo presurosamente Oliveira-. El aire de la calle le va a hacer bien, podríamos beber alguna cosa, para mí será un verdadero...
-Beber alguna cosa -repitió Berthe Trépat-. Medalla de oro.
-Lo que usted desee- dijo incongruentemente Oliveira. Hizo un movimiento para soltarse, pero la artista le apretó el brazo y se la acercó aún más. Oliveira olió el sudor del concierto mezclado con algo entre natfalina y benjuí (también pis y lociones baratas). Primero Rocamadour y ahora Berthe Trépat, era para no creerlo. “Medalla de oro”, repetía la artista, llorando y tragando. De golpe un gran sollozo la sacudió como si descargara un acorde en el aire. “Y todo es lo de siempre...”, alcanzó a entender Oliveira, que luchaba en vano para evadir las sensaciones personales, para refugiarse en algún río metafísico, naturalmte. Sin resistir, Berthe Trépat se dejó llevar hacia las bambalinas donde la acomodadora los miraba linterna en mano y sombrero con plumas.
-¿Se siente mal la señora?
-Es la emoción -dijo Oliveira-. Ya se le está pasando. ¿Dónde está su abrigo?
Entre vagos tableros, mesas derrengadas, un arpa y una percha, había una silla de donde colgaba un impermeable verde. Oliveira ayudó a Berthe Trépat, que había agachado la cabeza pero ya no lloraba. Por una puertecita y un corredor tenebroso salieron a la noche del boulevard. Lloviznaba.
_No será fácil conseguir un taxi -dijo Oliveira que apenas tenía trescientos francos-. ¿Vive lejos?
-No, cerca del Panthéon, en realidad prefiero caminar.
-Sí, será mejor.
Berthe Trépat avanzaba lentamente, moviendo la cabeza a un lado y otro. Con la caperuza del impermeable tenía un aire guerrero y Ubu Roi. Oliveira se enfundó en la canadiense y se subió bien el cuello. El aire era fino, empezaba a tener hambre.
-Usted es tan amable -dijo la artista-. No debería molestarse. ¿Qué le pareció mi “Síntesis”?
-Señora, yo soy un mero aficionado. A mí la música, por así decir...
-No le gustó -dijo Berthe Trépat.
-Una primera audición...
-Hemos trabajado meses con Valentin. Noches y días, buscando la conciliación de los genios.
-En fin, usted reconocerá que Délibes...
-Un genio -repitió Berthe Trépat-. Erik Satie lo afirmó un día en mi presencia. Y por más que el doctor Lacour diga que Satie me estaba... cómo decir. Usted sabrá sin duda cómo era el viejo... Pero yo sé leer en los hombres, joven, y sé muy bien que Satie estaba convencido, sí, convencido. ¿De qué país viene usted, joven?
-De la Argentina, señora, y no soy nada joven dicho sea de paso.
-Ah, la Argentina. Las pampas... ¿Y allá cree usted que se interesarían por mi obra?
-Estoy seguro, señora.
-Tal vez usted podría gestionarme una entrevista con el embajador. Si Thibaud iba a la Argentina y a Montevideo, ¿por qué no yo, que toco mi propia música? Usted se habrá fijado e eso, que es fundamental: mi propia música. Primeras audiciones casi siempre.
-¿Compone mucho? -preguntó Oliveira, que se sentía como un vómito.
-Estoy en mi opus ochenta y tres... no, veamos... Ahora que me acuerdo hubiera debido hablar con madame Nolet antes de salir... Hay una cuestión de dinero que arreglar, naturalmente. Doscientas personas, es decir... -Se perdió en un murmullo, y Oliveira se preguntó si no sería más piadoso decirle redondamente la verdad, pero ella la sabía, por supuesto que la sabía.
-Es un escándalo - dijo Berthe Trépat-. Hace dos años que toqué en la misma sala, Poulenc prometió asistir... ¿Se da cuenta? Poulenc, nada menos. Yo estaba inspiradísima esa tarde, una lástima que un compromiso de última hora le impidió... pero ya se sabe con los músicos de moda... Y esa vez la Nolet me cobró la mitad menos -agregó rabiosamente-. Exactamente la mitad. Claro que lo mismo, calculando doscientas personas...
-Señora -dijo Oliveira, tomándola suavemente del codo para hacerla entrar por la rue de Seine-, la sala estaba casi a oscuras y quizá usted se equivoca calculando la asistencia.
-Oh, no -dijo Berthe Trépat-. Estoy segura de que no me equivoco, pero usted me ha hecho perder la cuenta. Permítame, hay que calcular... -Volvió a perderse en un aplicado murmullo, movía continuamente los labios y los dedos, por completo ausente del itinerario que le hacía seguir Oliveira, y quizá hasta de su presencia. Todo lo que decía en alta voz hubiera podido decírselo a sí misma, parís estaba lleno de gentes que hablaban solas por la calle, el mismo Oliveira no era una excepción, en realidad lo único excepcional era que estuviese haciendo el cretino al lado de la vieja, acompañando a su casa a esa muñeca desteñida, a ese pobre globo inflado donde la estupidez y la locura bailaban la verdadera pavana de la noche. “Es repugnante, habría que tirarla contra un escalón y meterle el pie en la cara, aplastarla como a una vinchuca, reventarla como un piano que se cae del décimo piso. La verdadera caridad sería sacarla del medio, impedirle que siga sufriendo como un perro metida en sus ilusiones que ni siquiera cree, que fabrica para no sentir el agua en los zapatos, la casa vacía o con ese viejo inmundo del pelo blanco. Le tengo asco, yo me rajo en la esquina que viene, total ni se va a dar cuenta. Qué día, mi madre, qué día”.
Si se cortaba rápido por la rue Lobineau, que le echaran un galgo, total la vieja lo mismo encontraría el camino hasta su casa. Oliveira miró hacia atrás, esperó el momento sacudiendo vagamente el brazo como si le molestara un peso, algo colgado subrepticiamente de su codo. Pero era la mano de Berthe Trépat, el peso se afirmó resueltamente, Berthe Trépat se apoyaba con todo su peso en el brazo de Oliveira que miraba hacia la rue Lobineau y al mismo tiempo ayudaba a la artista a cruzar la calle, seguía con ella por la rue de Tournon.
-Seguramente habrá encendido el fuego -dijo Berthe Trépat-. No es que haga tanto frío, en realidad, pero el fuego es el amigo de los artistas, ¿no le parece? Usted subirá a tomar una copita con Valentin y conmigo.
-Oh, no, señora -dijo Oliveira-. De ninguna manera, para mí ya es suficiente honor acompañarla hasta su casa. Y además...
-No sea tan modesto, joven. Porque usted es joven, ¿no es cierto? Se nota que usted es joven, en su brazo, por ejemplo... -Los dedos se hincaban un poco en la tela de la canadiense-. Yo parezco mayor de lo que soy, usted sabe, la vida del artista...
-De ninguna manera -dijo Oliveira-. En cuanto a mí ya pasé bastante de los cuarenta, de modo que usted me halaga.
Las frases le salían así, no había nada que hacer, era absolutamente el colmo. Colgada de su brazo Berthe Trépat hablaba de otros tiempos, de cuando en cuando se interrumpía en mitad de una frase y parecía reanudar mentalmente un cálculo. Por momentos se metía un dedo en la nariz, furtivamente y mirando de reojo a Oliveira; para meterse el dedo en la nariz se quitaba rápidamente el guante, fingiendo que le picaba la palma de la mano, se la rascaba con la otra mano (después de desprenderla con delicadeza del brazo de Oliveira) y la levantaba con un movimiento sumamente pianístico para escarbarse por una fracción de segundo un agujero de la nariz. Oliveira se hacía el que miraba para otro lado, y cuando giraba la cabeza Berthe Trépat estaba otra vez colgada de su brazo y con el guante puesto. Así iban bajo la lluvia hablando de diversas cosas. Al flanquear el Luxemburgo discurrían sobre la vida en París cada día más difícil, la competencia despiadada de jóvenes tan insolentes como faltos de experiencia, el público incurablemente snob, el precio del biftec a precios razonables. Dos o tres veces Berthe Trépat había preguntado amablemente a Oliveira por su profesión, sus esperanzas y sobre todo sus fracasos, pero antes de que pudiera contestarle todo giraba bruscamente hacia la inexplicable desaparición de Valentin, la equivocación que había sido tocar la Pavana de Alix Alix nada más que por debilidad hacia Valentin, pero era la última vez que le sucedería. “Un pederasta”, murmuraba Berthe Trépat, y Oliveira sentía que su mano se crispaba en la tela de la canadiense. “Por esa porquería de individuo, yo, nada menos, teniendo que tocar una mierda sin pies ni cabeza mientras quince obras mías esperan todavía su estreno...” Después se detenía bajo la lluvia, muy tranquila dentro de su impermeable (pero a Oliveira le empezaba a entrar el agua por el cuello de la canadiense, el cuello de piel de conejo o de rata olía horriblemente a jaula de jardín zoológico, con cada lluvia era lo mismo, nada que hacerle), y se quedaba mirándolo como esperando una respuesta. Oliveira le sonreía amablemente, tirando un poco para arrastrarla hacia la rue de Médicis.
-Usted es demasiado modesto, demasiado reservado -decía Berthe Trépat-. Hábleme de usted, vamos a ver. usted debe ser poeta, ¿verdad? Ah, también Valentin cuando éramos jóvenes... La “Oda Crepuscular”, un éxito en el Mercure de France... Una tarjeta de Thibaudet, me acuerdo como si hubiera llegado esta mañana. Valentin lloraba en la cama, para llorar siempre se ponía boca abajo en la cama, era conmovedor.
Oliveira trataba de imaginarse a Valentin llorando boca abajo en la cama, pero lo único que conseguía era ver a un Valentin pequeñito y rojo como un cangrejo, en realidad veía a Rocamadour llorando boca abajo en la cama y a la Maga tratando de ponerle un supositorio y Rocamadour resistiéndose y arqueándose, hurtando el culito a las manos torpes de la Maga. Al vejo del accidente también le habrían puesto algún supositorio en el hospital, era increíble la forma en que estaban de moda, habría que analizar filosóficamente esa sorprendente reinvindicación del ano, su exaltación a segunda boca, a algo que ya no se limita a excretar sino que absorbe y deglute los perfumados aerodinámicos pequeños obuses rosa verde y blanco. Pero Berthe Trépat no lo dejaba concentrarse, otra vez quería saber de la vida de Oliveira y le apretaba el brazo con una mano y a veces con las dos, volviéndose un poco hacia él con un gesto de muchacha que aún en plena noche lo estremecía. Bueno, él era un argentino que llevaba un tiempo en parís, tratando de... Vamos a ver, ¿qué era lo que trataba de? Resultaba espinoso explicarlo así de buenas a primeras. Lo que él buscaba era...
-La belleza, la exaltación, la rama de oro -dijo Berthe Trépat-. No me diga nada, lo adivino perfectamente. Yo también vine a parís desde Pau, hace ya algunos años, buscando la rama de oro. Pero he sido débil, joven, he sido... ¿Pero cómo se llama usted?
-Oliveira -dijo Oliveira.
-Oliveira... Des olives, el Mediterráneo... Yo también soy del Sur, somos pánicos, joven, somos pánicos los dos. No como Valentin que es de Lille. Los del Norte, fríos como peces, absolutamente mercuriales. ¿Usted cree en la Gran Obra? Fulcanelli, usted me entiende... No diga nada, me doy cuenta de que es un iniciado. Quizá no alcanzó todavía las realizaciones que verdaderamente cuentan, mientras que yo.. Mire la Síntesis, por ejemplo. Lo que dijo Valentin es cierto, la radiestesia me mostraba las almas gemelas, y creo que eso se transparenta en la obra. ¿O no?
-Oh sí.
-Usted tiene mucho karma, se advierte enseguida... -la mano apretaba con fuerza, la artista ascendía a la meditación y para eso necesitaba apretarse contra Oliveira que apenas se resistía, tratando solamente de hacerla cruzar la plaza y entrar por la rue Soufflot. “Si me llegan a ver Etienne o Wong se va a armar una del demonio”, pensaba Oliveira. por qué tenía que importarle ya lo que pensaran Etienne o Wong, como si después de los ríos metafísicos mezclados con algodones sucios el futuro tuviese alguna importancia. “Ya es como si no estuviera en parís y sin embargo estúpidamente atento a lo que me pasa, me molesta que esta pobre vieja empiece a tirarse el lance de la tristeza, el manotón de ahogado después de la pavana y el cero absoluto del concierto. Soy peor que un trapo de cocina, peor que los algodones sucios, yo en realidad no tengo nada que ver conmigo mismo.” Porque eso le quedaba, a esa hora y bajo la lluvia y pegado a Berthe Trépat, le quedaba sentir, como una última luz que se va apagando en una enorme casa donde todas las luces se extinguen una por una, le quedaba la noción de que él no era eso, de que en alguna parte estaba como esperándose, de que ese que andaba por el barrio latino arrastrando a una vieja histérica y quizá ninfomaníaca era apenas un doppelgänger mientras el otro, el otro... “¿Te quedaste allá en tu barrio de Almagro? ¿O te ahogaste en el viaje, en las camas de las putas, en las grandes experiencias, en el famoso desorden necesario? Todo me suena a consuelo, es cómodo creerse recuperable aunque apenas se lo crea ya, el tipo al que cuelgan debe seguir creyendo que algo pasará a último minuto, un terremoto, la soga que se rompe por dos veces u hay que perdonarlo, el telefonazo del gobernador, el motín que lo va a liberar. Ahora que a esta vieja ya le va faltando muy poco para empezar a tocarme la bragueta.”
Pero Berthe Trépat se perdía en convulsiones y didascalias, entusiasmada se había puesto a contar su encuentro con Germaine Tailleferre en la Care de Lyon y cómo Tailleferre había dicho que el Preludio para rombos naranja era sumamente interesante y que le hablaría a Marguerite Long para que lo incluyera en un concierto.
-Hubiera sido un éxito, señor Oliveira, una consagración. Pero los empresarios, usted lo sabe, la tiranía más desvergonzada, hasta los mejores intérpretes son víctimas... Valentin piensa que uno de los pianistas jóvenes, que no tienen escrúpulos, podría quizá... Pero están tan echados a perder como los viejos, son todos la misma pandilla.
-Tal vez usted misma, en otro concierto...”
-No quiero tocar más -dijo Berthe Trépat, escondiendo la cara aunque Oliveira se cuidaba de mirarla-. Es una vergüenza que yo tenga que aparecer todavía en un escenario para estrenar mi música, cuando en realidad debería ser la musa, comprende usted, la inspiradora de los ejecutantes, todos deberían venir a pedirme que les permitiera tocar mis cosas, a suplicarme, sí, a suplicarme. Y yo consentiría, porque creo que mi obra es una chispa que debe incendiar la sensibilidad de los públicos, aquí en Estados Unidos, en Hungría... Sí, yo consentiría, pero antes tendrían que venir a pedirme el honor de interpretar mi música.
Apretó con vehemencia el brazo de Oliveira que sin saber por qué había decidido tomar por la rue Saint-Jacques y caminaba arrastrando gentilmente a la artista. Un viento helado los topaba de frente metiéndoles el agua por los ojos y la boca, pero Berthe Trépat parecía ajena a todo meteoro, colgada del brazo de Oliveira se había puesto a farfullar algo que terminaba cada tantas palabras con un hipo o una breve carcajada de despecho o de burla. No, no vivía en la rue Saint-Jacques. No, pero tampoco importaba nada dónde vivía. Le daba lo mismo seguir caminando así toda la noche, más de doscientas personas para el estreno de la Synthèse.
-Valentin se va a inquietar si usted no vuelve -dijo Oliveira manoteando mentalmente algo que decir, un timón para encaminar esa bola encorsetada que se movía como un erizo bajo la lluvia y el viento. De un largo discurso entrecortado parecía desprenderse que Berthe Trépat vivía en la rue de l´Estrapade. Medio perdido, Oliveira se sacó el agua de los ojos con la mano libre, se orientó como un héroe de Conrad en la proa del barco. De golpe tenía tantas ganas de reírse (y le hacía mal en el estómago vacío, se le acalambraban los músculos, era extraordinario y penoso y cuando se lo contara a Wong apenas le iba a creer). No de Berthe Trépat, que proseguía un recuento de honores en Montpellier y en Pau, de cuando en cuando con mención de la medalla de oro. Ni de haber hecho la estupidez de ofrecerle su compañía. No se daba bien cuenta de dónde le venían las ganas de reírse, era por algo anterior, más atrás, no por el concierto mismo aunque hubiera sido la cosa más risible del mundo. Alegría, algo como una forma física de la alegría. Aunque le costara creerlo, alegría. Se hubiera reído de contento, de puro y encantador e inexplicable contento. “Me estoy volviendo loco”, pensó. “Y con esta chiflada del brazo, debe ser contagioso.” No había la menor razón para sentirse alegre, el agua le estaba entrando por la suela de los zapatos y el cuello, Berthe Trépat se le colgaba cada vez más del brazo y de golpe se estremecía como arrasada por un gran sollozo, cada vez que nombraba a Valentin se estremecía y sollozaba, era una especie de reflejo condicionado que d ninguna manera podía provocarle alegría a nadie, ni a un loco. Y Oliveira hubiera querido reírse a carcajadas, sostenía con el mayor cuidado a Berthe Trépat y la iba llevando despacio hacia la rue de l´Estrapade, hacia el número cuatro, y no había razones para pensarlo y mucho menos para entenderlo pero todo estaba bien así, llevar a Berthe Trépat al cuatro de la rue de l´Estrapade evitando en lo posible que se metiera en los charcos de agua o que pasara exactamente debajo de las cataratas que vomitaban las cornisas en la esquina de la rue Clotilde. La remota mención de un trago en casa (con Valentin) no le parecía nada mala Oliveira, habría que subir cinco o seis pisos remolcando a la artista, entrar en una habitación donde probablemente Valentin no habría encendido la estufa (pero sí, habría una salamandra maravillosa, una botella de coñac, se podrían sacar los zapatos y poner los pies cerca del fuego, hablar de arte, de la medalla de oro). Y a lo mejor alguna otra noche él podría volver a casa de Berthe Trépat y de Berthe Trépat trayendo una botella de vino, y hacerles compañía, darles ánimo. Era un poco como ir a visitar al viejo en el hospital, ir a cualquier sitio donde hasta ese momento no se le hubiera ocurrido ir, al hospital o a la rue de l´Estrapade. Antes de la alegría, de eso que le acalambraba horrorosamente el estómago, una mano prendida por dentro de la piel como una tortura deliciosa (tendría que preguntarle a Wong, una mano prendida por dentro de la piel).
-¿El cuatro, verdad?
-Sí, esa casa con el balcón -dijo Berthe Trépat-. Una mansión del siglo dieciocho. Valentín dice que Ninon de Lenclos vivió en el cuarto piso. Miente tanto. Ninon de Lenclos. Oh, sí, Valentín miente todo el tiempo. Casi no llueve, ¿verdad?
-Llueve un poco menos -concedió Oliveira-. Crucemos ahora, si quiere.
-Los vecinos -dijo Berthe Trépat, mirando hacia el café de la esquina-. Naturalmente la vieja del ocho... No puede imaginarse lo que bebe. ¿La ve ahí, en la mesa del costado? Nos está mirando, ya verá mañana la calumnia...
-Por favor, señora -dijo Oliveira- Cuidado con ese charco.
-Oh, yo la conozco, y al patrón también. Es por Valentin que me odian. Valentin, hay que decirlo, les ha hecho algunas... No puede aguantar a la vieja del ocho, y una noche que volvía bastante borracho le untó la puerta con caca de gato, de arriba abajo, hizo dibujos... No me olvidaré nunca, un escándalo... Valentin metido en la bañera, sacándose la caca porque él también se había untado por puro entusiasmo artístico, y yo teniendo que aguantarme a la policía, a la vieja, todo el barrio... No sabe las que he pasado, y yo, con mi prestigio... Valentin es terrible, como un niño.
Oliveira volvía a ver al señor de cabellos blancos, la papada, la cadena de oro. Era como un camino que se abriera de golpe en mitad de la pared: bastaba adelantar un poco un hombro y entrar, abrirse paso por la piedra, atravesar la espesura, salir a otra cosa. La mano le apretaba el estómago hasta la náusea. Era inconcebiblemente feliz.
-Si antes de subir yo me tomara una fine à l´eau -dijo Berthe Trépat, deteniéndose en la puerta y mirándolo-. Este agradable paseo me ha dado un poco de frío, y además la lluvia...
-Con mucho gusto -dijo Oliveira, decepcionado-. Pero quizá sería mejor que subiera y se quitara enseguida los zapatos, tiene los tobillos empapados.
-Bueno, en el café hay bastante calefacción -dijo Berthe Trépat, deteniéndose en la puerta y mirándolo-. Yo no sé si Valentin habrá vuelto, es capaz de andar por ahí buscando a sus amigos. En estas noches se enamora terriblemente de cualquiera, es como un perrito, créame.
-Probablemente habrá llegado y la estufa estará encendida -fabricó habilidosamente Oliveira-. Un buen ponche, unas medias de lana... Usted tiene que cuidarse, señora.
-Oh, yo soy como un árbol. Eso sí, no he traído dinero para pagar en el café. Mañana tendré que volver a la sala de conciertos para que me entreguen mi cachet... de noche no es seguro andar con tanto dinero en los bolsillos, este barrio, desgraciadamente...
-Tendré el mayor gusto en ofrecerle lo que quiera beber -dijo Oliveira. Había conseguido meter a Berthe Trépat bajo el vano de la puerta, y del corredor de la casa salía un aire tibio y húmedo con olor a moho y quizá a salsa de hongos. El contento se iba poco a poco como si siguiera andando solo por la calle en vez de quedarse con él bajo el portal. Pero había que luchar contra eso, la alegría había durado apenas unos momentos pero había sido tan nueva, tan otra cosa, y ese momento en que a la mención de Valentin metido en la bañera y untado de caca de gato había respondido una sensación como de poder dar un paso adelante, un paso de verdad, algo sin pies y sin piernas, un paso en mitad de una pared de piedra, y poder meterse ahí y avanzar y salvarse de lo otro, de la lluvia en la cara y el agua en los zapatos. Imposible comprender todo eso, como siempre que hubiera sido tan necesario comprenderlo. Una alegría, una mano debajo de la piel apretándole el estómago, una esperanza -si una palabra sí podía pensarse, si para él era posible que algo inasible y confuso se agolpara bajo una noción de esperanza, era demasiado idiota, era increíblemente hermoso y ya se iba, se alejaba bajo la lluvia porque Berthe Trépat no lo invitaba a subir a su casa, lo devolvía al café de la esquina, reintegrándolo al orden del Día, a todo lo que había sucedido a lo largo del día, Crevel, los muelles del Sena, las ganas de irse a cualquier lado, el viejo en la camilla, el programa mimeografiado, Rose Bob, el agua en los zapatos. Con un gesto tan lento que era como quitarse una montaña de los hombros, Oliveira señaló hacia los dos cafés que rompían la oscuridad de la esquina. Pero Berthe Trépat no parecía tener una preferencia especial, de golpe se olvidaba de sus intenciones, murmuraba alguna cosa sin soltar el brazo de Oliveira, miraba furtivamente hacia el corredor en sombras.
-Ha vuelto -dijo bruscamente, clavando en Oliveira unos ojos que brillaban de lágrimas-. Está ahí arriba, lo siento. Y está con alguno, es seguro, cada vez que me ha presentado en los conciertos ha corrido a acostarse con alguno de sus amiguitos.
Jadeaba, hundiendo los dedos en el brazo de Oliveira y dándose vuelta a cada instante para mirar en la oscuridad. Desde arriba les llegó un maullido sofocado, una carrera afelpada rebotando en el caracol de la escalera. Oliveira no sabía qué decir y esperó, sacando un cigarrillo y encendiéndolo trabajosamente.
-No tengo la llave -dijo Berthe Trépat en voz tan baja que casi no la oyó-. Nunca me deja la llave cuando va a acostarse con alguno.
-Pero usted tiene que descansar, señora.
-A él qué le importa si yo descanso o reviento. Habrán encendido el fuego, gastando el poco carbón que me regaló el doctor Lemoine. Y estarán desnudos, desnudos. Sí, en mi cama, desnudos, asquerosos. Y mañana yo tendré que arreglar todo, y Valentin habrá vomitado en la colcha, siempre... mañana, como pasa siempre. Yo. Mañana.
-¿No vive por aquí algún amigo, alguien donde pasar la noche? -dijo Oliveira.
-No -dijo Berthe Trépat, mirándolo de reojo-. Créame, joven, la mayoría de mis amigos viven en Neuilly. Aquí solamente están esas viejas inmundas, los argelinos del ocho, la peor ralea.
-Si le parece yo podría subir y pedirle a Valentin que le abra -dijo Oliveira-. Tal vez si usted esperara en el café todo se podría arreglar.
-Qué se va arreglar -dijo Berthe Trépat arrastrando la voz como si hubiera bebido-. No le va a abrir, lo conozco muy bien. Se quedarán callados, a oscuras. ¿Para qué quieren luz, ahora? La encenderán más tarde, cuando Valentin esté seguro de que me he ido a un hotel o a un café a pasar la noche.
-Si les golpeo la puerta se asustarán. No creo que a Valentin le guste que se arme un escándalo.
-No le importa nada, cuando anda así no le importa absolutamente nada. Sería capaz de ponerse mi ropa y meterse en la comisaría de la esquina cantando la Marsellesa. Una vez casi lo hizo, Robert el del almacén lo agarró a tiempo y lo trajo a casa. Robert era un buen hombre, él también había tenido sus caprichos y comprendía.
-Déjeme subir -insistió Oliveira-. Usted se va al café de la esquina y me espera. Yo arreglaré las cosas, usted no se puede quedar así toda la noche.
La luz del corredor se encendió cuando Berthe Trépat iniciaba una respuesta vehemente. Dio un salto y salió a la calle, alejándose ostensiblemente de Oliveira que se quedó sin saber qué hacer. Una pareja bajaba a la carrera, pasó a su lado sin mirarlo, tomó hacia la rue Thouin. Con una ojeada nerviosa hacia atrás, Berthe Trépat volvió a guarecerse en la puerta. Llovía a baldes.
Sin la menor gana, pero diciéndose que era lo único que podía hacer, Oliveira se internó en busca de la escalera. No había dado tres pasos cuando Berthe Trépat lo agarró del brazo y lo tironeó en dirección de la puerta. Mascullaba negativas, órdenes, súplicas, todo se mezclaba en una especie de cacareo alternado que confundía las palabras y las interjecciones. Oliveira se dejó llevar, abandonándose a cualquier cosa. La luz se había apagado pero volvió a encenderse unos segundos después, y se oyeron voces de despedida a la altura del segundo o tercer piso. Berthe Trépat soltó a Oliveira y se apoyó en la puerta, fingiendo abotonarse el impermeable como si se dispusiera a salir. No se movió hasta que los dos hombres que bajaban pasaron a su lado, mirando sin curiosidad a Oliveira y murmurando el pardon de todo cruce en los corredores. Oliveira pensó por un segundo en subir sin más vueltas la escalera, pero no sabía en qué piso vivía la artista. Fumó rabiosamente, envuelto de nuevo en la oscuridad, esperando que pasara cualquier cosa o que no pasara nada. A pesar de la lluvia los sollozos de Berthe Trépat le llegaban cada vez más claramente. Se le acercó, le puso la mano en el hombro.
-Por favor, madame Trépat, no se aflija así. Dígame qué podemos hacer, tiene que haber una solución.
-Déjeme, déjeme -murmuró la artista.
-Usted está agotada, tiene que dormir. En todo caso vayamos a un hotel, yo tampoco tengo dinero pero me arreglaré con el patrón, le pagaré mañana. Conozco un hotel en la rue Valette, no es lejos de aquí.
-Un hotel -dijo Berthe Trépat, dándose vuelta y mirándolo.
-Es malo, pero se trata de pasar la noche.
-Y usted pretende llevarme a un hotel.
-Señora, yo la acompañaré hasta el hotel y hablaré con el dueño para que le den una habitación.
-Un hotel, usted pretende llevarme a un hotel.
-No pretendo nada -dijo Oliveira perdiendo la paciencia-. No puedo ofrecerle mi casa por la sencilla razón de que no la tengo. usted no me deja subir para que Valentin abra la puerta. ¿Prefiere que me vaya? En ese caso, buenas noches.
Pero quién sabe si todo eso lo decía o solamente lo pensaba. Nunca había estado más lejos de esas palabras que en otro momento hubieran sido las primeras en saltarle a la boca. No era así como tenía que obrar. No sabía cómo arreglarse, pero así no era. Y Berthe Trépat lo miraba, pegada a la puerta. No, no había dicho nada, se había quedado inmóvil junto a ella, y aunque era increíble todavía deseaba ayudar, hacer alguna cosa por Berthe Trépat que lo miraba duramente y levantaba poco a poco la mano, y de golpe la descarga sobre la cara de Oliveira que retrocedió confundido, evitando la mayor parte del bofetón pero sintiendo el latigazo de unos dedos muy finos, el roce instantáneo de las uñas.
-Un hotel -repitió Berthe Trépat-. ¿Pero ustedes escuchan esto, lo que acaba de proponerme?
Miraba hacia el corredor a oscuras, revolviendo los ojos, la boca violentamente pintada removiéndose como algo independiente, dotado de vida propia, y en su desconcierto Oliveira creyó ver de nuevo las manos de la Maga tratando de ponerle el supositorio a Rocamadour, y Rocamadour que se retorcía y apretaba las nalgas entre berridos horribles, y Berthe Trépat removía la boca de un lado a otro, los ojos clavados en un auditorio invisible en la sombra del corredor, el absurdo peinado agitándose con los estremecimientos cada vez más intensos de la cabeza.
-Por favor -murmuró Oliveira, pasándose una mano por el arañazo que sangraba un poco-. Cómo puede creer eso.
Pero sí podía creerlo, porque (y esto lo dijo a gritos, y la luz del corredor volvió a encenderse) sabía muy bien qué clase de depravados la seguían por las calles como a todas las señoras decentes, pero ella no iba a permitir (y la puerta del departamento de la portera empezó a abrirse y Oliveira vio asomar una cara como d una gigantesca rata, unos ojillos que miraban ávidos) que un monstruo, que un sátiro baboso la atacara en la puerta de su casa, para eso estaba la policía y la justicia -y alguien bajaba a toda carrera, un muchacho de pelo ensortijado y aire gitano se acodaba en el pasamanos de la escalera para mirar y oír a gusto-, y si los vecinos no la protegían ella era muy capaz de hacerse respetar, porque no era la primera vez que un vicioso, que un inmundo exhibicionista...
En la esquina de la rue Tournefort, Oliveira se dio cuenta de que llevaba todavía el cigarrillo entre los dedos, apagado por la lluvia y medio deshecho. Apoyándose contra un farol, levantó la cara y dejó que la lluvia lo empapara del todo. Así nadie podría darse cuenta, con la cara cubierta de agua nadie podría darse cuenta. Después se puso a caminar despacio, agachado, con el cuello de la canadiense abotonado contra el mentón; como siempre, la piel del cuello olía horrendamente a podrido, a curtiembre. No pensaba en nada, se sentía caminar como si hubiera estado mirando un gran perro negro bajo la lluvia, algo de patas pesadas, de lanas colgantes y apelmazadas moviéndose bajo la lluvia. De cuando en cuando levantaba la mano y se la pasaba por la cara, pero al final dejó que le lloviera, a veces sacaba el labio y bebía algo salado que le corría por la piel. Cuando, mucho más tarde y cerca del jardín des Plantes, volvió a la memoria del día, a un recuento aplicado y minucioso de todos los minutos de ese día, se dijo que al fin y al cabo no había sido tan idiota sentirse contento mientras acompañaba a la vieja a su casa. Pero como de costumbre había pagado por ese contento insensato. Ahora empezaría a reprochárselo, a desmontarlo poco a poco hasta que no quedara más que lo de siempre, un agujero donde soplaba el tiempo, un continuo impreciso sin bordes definidos. “No hagamos literatura”, pensó buscando un cigarrillo después de secarse un poco las manos con el calor de los bolsillos del pantalón. “No saquemos a relucir las perras palabras, las proxenetas relucientes. Pasó así y se acabó. Berthe Trépat... Es demasiado idiota, pero hubiera sido tan bueno subir a beber una copa con ella y con Valentin, sacarse los zapatos al lado del fuego. En realidad por lo único que yo estaba contento era por eso, por la idea de sacarme los zapatos y que se me secaran las medias. Te falló, pibe, qué le vas a hacer. Dejemos las cosas así, hay que irse a dormir. No había ninguna otra razón, no podía haber otra razón. Si me dejo llevar soy capaz de volverme a la pieza y pasarme la noche haciendo de enfermero del chico.” De donde estaba a la rue du Sommerard había para veinte minutos bajo el agua, lo mejor era meterse en el primer hotel y dormir. Empezaron a fallarle los fósforos uno tras otro. Era para reírse.

Capítulo 68
 

Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que él procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las arnillas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado caer unas fílulas de cariaconcia. Y sin embargo era apenas el principio, porque en un momento dado ella se tordulaba los hurgalios, consintiendo en que él aproximara suavemente sus orfelunios. Apenas se entreplumaban, algo como un ulucordio los encrestoriaba, los extrayuxtaba y paramovía, de pronto era el clinón, la esterfurosa convulcante de las mátricas, la jadehollante embocapluvia del orgumio, los esproemios del merpaso en una sobrehumítica agopausa. ¡Evohé! ¡Evohé! Volposados en la cresta del murelio, se sentían balpamar, perlinos y márulos. Temblaba el troc, se vencían las marioplumas, y todo se resolviraba en un profundo pínice, en niolamas de argutendidas gasas, en carinias casi crueles que los ordopenaban hasta el límite de las gunfias.

 
Capítulo 71
 

Morelliana 

¿Qué es en el fondo esa historia de encontrar un reino milenario, un edén, un otro mundo? Todo lo que se escribe en estos tiempos y que vale la pena leer está orientado hacia la nostalgia. Complejo de la Arcadia, retorno al gran útero, back to Adam, le bon sauvage (y van...), Paraíso perdido, perdido por buscarte, yo, sin luz para siempre... Y dale con las islas (cf. Musil) o con los gurús (si se tiene plata para el avión Paris-Bombay) o simplemente agarrando una tacita de café y mirándola por todos lados, no ya como una taza sino como un testimonio de la inmensa burrada en que estamos metidos todos, creer que ese objeto es nada mas que una tacita de café cuando el mas idiota de los periodistas encargados de resumirnos los quanta, Planck y Heisenberg, se mate explicándonos a tres columnas que todo vibra y tiembla y está como un gato a la espera de dar el enorme salto de hidrógeno o de cobalto que nos va a dejar a todos con las patas pare arriba. Grosero modo de expresarse, realmente. 

La tacita de café es blanca, el buen salvaje es marrón, Planck era un alemán formidable. Detrás de todo eso (siempre es detrás, hay que convencerse de que es la idea clave del pensamiento moderno) el Paraíso, el otro mundo, la inocencia hollada que oscuramente se busca llorando, la sierra de Hurqalya. De una manera u otra todos la buscan, todos quieren abrir la puerta pare ir a jugar. Y no por el Edén, no tanto por el Edén en si, sino solamente por dejar a la espalda los aviones a chorro, la cara de Nikita o de Dwight o de Charles o de Francisco, el despertar a campanilla, el ajustarse a termómetro y ventosa, la jubilación a patadas en el culo (cuarenta años de fruncir el baste pare que duela menos, pero lo mismo duele, lo mismo la punta del zapato entra cada vez un poco mas, a cada patada desfonda un momentito mas el pobre culo del cajero o del subteniente o del profesor de literatura o de la enfermera), y decíamos que el homo sapiens no busca la puerta para entrar en el reino milenario (aunque no estaría nada mal, nada mal realmente) sino solamente para poder cerrarla a su espalda y menear el culo como un perro contento sabiendo que el zapato de la puta vida se quedo atrás, reventándose contra la puerta cerrada, y que se puede ir aflojando con un suspiro el pobre botón del culo, enderezarse y empezar a caminar entre las florcitas del jardín y sentarse a mirar una nube nada mas que cinco mil años, o veinte mil si es posible y si nadie se enoja y si hay una chance de quedarse en el jardín mirando las florcitas. 

De cuando en cuando entre la legión de los que andan con el culo a cuatro manos hay alguno que no solamente quisiera cerrar la puerta para protegerse de las patadas de las tres dimensiones tradicionales, sin contar las que vienen de las categorías del entendimiento, del mas que podrido principio de razón suficiente y otras pajolerias infinitas, sino que además estos sujetos creen con otros locos que no estamos en el mundo, que nuestros gigantes padres nos han metido en un corso a contramano del que habrá que salir si no se quiere acabar en una estatua ecuestre o convertido en abuelo ejemplar, y que nada esta perdido si se tiene por fin el valor de proclamar que todo esta perdido y que hay que empezar de nuevo como los famosos obreros que en 1907 se dieron cuenta una mañana de agosto de que el túnel del Monte Brasco estaba mal enfilado y que acabarían saliendo a mas de quince metros del túnel que excavaban los obreros yugoslavos viniendo de Dublivna. ¿Qué hicieron los famosos obreros? Los famosos obreros dejaron como estaba su túnel, salieron a la superficie, y después de varios días y noches de deliberaron en diversas cantinas del Piemonte, empezaron a excavar por su cuenta y riesgo en otra parte del Brasco, y siguieron adelante sin preocuparse de los obreros yugoslavos, llegando después de cuatro meses y cinco días a la parte sur de Dublivna, con no poca sorpresa de un maestro de escuela jubilado que los vio aparecer a la altura del cuarto de baño de su casa. Ejemplo loable que hubieran debido seguir los obreros de Dublivna (aunque preciso es reconocer que los famosos obreros no les habían comunicado sus intenciones) en vez de obstinarse en empalmar con un tunel inexistente, como es el caso de tantos poetas asomados con mas de medio cuerpo a la ventana de la sale de estar, a altas horas de la noche. 

Y así uno puede reírse, y creer que no esta hablando en serio, pero si se esta hablando en serio, la risa ella sola ha cavado mas túneles útiles que todas las lágrimas de la tierra, aunque mal les sepa a los cogotudos empecinados en creer que Melp6mene es mas fecunda que Queen Mab. De una vez por todas seria bueno ponernos de desacuerdo en esta materia. Hay quizá una salida, pero esa salida debería ser una entrada. Hay quizá un reino milenario, pero no es escapando de una carga enemiga que se tome por asalto una fortaleza. Hasta ahora este siglo se escape de montones de cosas, busca las puertas y a veces las desfonda. Lo que ocurre después no se sabe, algunos habrán alcanzado a ver y han perecido, borrados instantáneamente por el gran olvido negro, otros se han conformado con el escape chico, la casita en las afueras, la especializaci6n literaria o científica, el turismo. Se planifican los escapes, se los tecnologiza, se los arma con el Modulor o con la Regla de Nylon. Hay imbéciles que siguen creyendo que la borrachera puede ser un metodo, o la mescaline o la homosexualidad, cualquier cosa magnifica o inane en sí pero estúpidamente exaltada a sistema, a llave del reino. Puede ser que haya otro mundo dentro de este, pero no lo encontraremos recortando su silueta en el tumulto fabuloso de los diez y las vidas, no lo encontraremos ni en la atrofia ni en la hipertrofia. Ese mundo no existe, hay que crearlo como el fénix. Ese mundo existe en este, pero como el agua existe en el oxigeno y el hidrogeno, o como en las paginas 78, 457, 3, 271, 688, 75 y 456 del diccionario de la Academia Española esta lo necesario pare escribir un cierto endecasílabo de Garcilaso. Digamos que el mundo es una figure, hay que leerla. Por leerla entendamos generarla. ¿A quién le importa un diccionario por el diccionario mismo? Si de delicadas alquimias, osmosis y mezclas de simples surge por fin Beatriz a orillas del río, ¿cómo no sospechar maravilladamente lo que a su vez podría nacer de ella? Que inútil tarea la del hombre, peluquero de si mismo, repitiendo hasta la nausea el recorte quincenal, tendiendo la misma mesa, rehaciendo la misma cosa, comprando el mismo diario, aplicando los mismos principios a las mismas coyunturas. Puede ser que haya un reino milenario, pero si alguna vez llegamos a el, si somos el, ya no se llamara así. Hasta no quitarle al tiempo su látigo de historia, hasta no acabar con la hinchazón de tantos hasta, seguiremos tomando la belleza por un fin, la paz por un desideratum, siempre de este lado de la puerta donde en realidad no siempre se esta mal, donde mucha gente encuentra una vida satisfactoria, perfumes agradables, buenos sueldos, literatura de alta calidad, sonido estereofónico, y por qué entonces inquietarse si probablemente el mundo es finito, la historia se acerca al punto optimo, la raza humana sale de la edad media pare ingresar en la era cibernética. Tout va tres bien, madame la Marquise, tout va tres bien, tout va tres bien. 

Por lo demás hay que ser imbécil, hay que ser poeta, hay que estar en la luna de Valencia para perder mas de cinco minutos con estas nostalgias perfectamente liquidables a corto plazo. Cada reunión de gerentes internacionales, de hombres-de-ciencia, cada nuevo satélite artificial, hormona o reactor atómico aplastan un poco mas estas falaces esperanzas. E1 reino será de material plástico, es un hecho. Y no que el mundo haya de convertirse en una pesadilla orwelliana o huxleyana; será mucho peor, sera un mundo delicioso, a la medida de sus habitantes, sin ningún mosquito, sin ningún analfabeto, con gallinas de enorme tamaño y probablemente dieciocho patas, exquisitas todas ellas, con cuartos de baño telecomandados, agua de distintos colores según el día de la semana, una delicada atención del servicio nacional de higiene, con televisión en cada cuarto, por ejemplo grandes paisajes tropicales pare los habitantes del Reijavik, vistas de igloos pare los de La Habana, compensaciones sutiles que conformaran sodas las rebeldías, etcétera. 

Es decir un mundo satisfactorio pare gentes razonables. 

¿Y quedará en el alguien, uno solo, que no sea razonable? 

En algún rincón, un vestigio del reino olvidado. En alguna muerte violenta, el castigo por haberse acordado del reino. En alguna risa, en alguna lagrima, la sobrevivencia del reino. En el fondo no parece que el hombre acabe por matar al hombre. Se le va a escapar, le va a agarrar el timón de la maquina electrónica, del cohete sideral, le va a hacer una zancadilla y después que le echen un galgo. Se puede matar todo menos la nostalgia del reino, la llevamos en el color de los ojos, en cada amor, en todo lo que profundamente atormenta y desata y engaña. Wishful thinking, quizá; pero esa es otra definición posible del bípedo implume.


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