Algunos capítulos de "La vuelta al día en ochenta mundos", 1967. |
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Julios en acción |
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A lo largo del siglo XIX, el refugio
en la metafísica era el recurso mayor frente al timer mortis,
las miserias del hic et nunc y el sentimiento del absurdo por el
que nos definimos y definimos el mundo. Entonces vino Jules Laforgue, que
en un sentido se adelantó como cosmonauta al otro Jules, y mostró
un recurso más sencillo: ¿para qué la vaporosa metafísica
cuando teníamos a mano la física palpable? En una época
en que todo sentimiento operaba como un bumerang, Laforgue lanzó
el suyo como una jabalina contra el sol, contra el desesperante misterio
cósmico.
Espèce de soleil! tu songes:–Voyez-les,Dicho sea al pasar (pero es un paso privilegiado), en 1911 Marcel Duchamp hizo un dibujo para este poema, de donde habría de salir su Nu descendant un escalier. Normalísima secuencia patafísica. Que estaba en lo cierto lo ha probado
el tiempo: en el siglo XX nada puede curarnos mejor del antropocentrismo
autor de todos nuestros males que asomarse a la física de lo infinitamente
grande (o pequeño). Con cualquier texto de divulgación científica
se recobra vivamente el sentimiento del absurdo, pero esta vez es un sentimiento
al alcance de la mano, nacido de cosas tangibles o demostrables, casi consolador.
Ya no hay que creer porque es absurdo, sino que es absurdo porque hay que
creer.
Los cronopios sienten pasar
por sus orejas el viento del vértigo cuando leen al final de la
noticia: "Así, gracias a esa asimetría, podrá llegarse
quizá a la identificación de los cuerpos celestes compuestos
de antimateria, siempre que esos cuerpos existan como pretenden algunos
basándose en las irradiaciones que emiten." Y siempre el jueves,
siempre Le Monde, siempre algún Julio a tiro.
La plupart vit et meurt sans soupçonner l'histoire P.S. Cuando anoté: "Normalísima secuencia patafísica" luego de indicar ese enlace Laforgue-Duchamp, que de una manera u otra me envuelve siempre, no imaginaba que una vez más tendría pasaje al mundo de los grandes transparentes. La misma tarde (11/12/1966), después de trabajar en este texto, decidí visitar una exposición dedicada a Dada. El primer cuadro que vi al entrar fue el Nu descendant un escalier, enviado especialmente a París por el museo de Filadelfia. |
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Grave problema
argentino:
Querido amigo, estimado, o el nombre a secas |
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Usted se reirá, pero es uno
de los problemas argentinos más difíciles de resolver. Dado
nuestro carácter (problema central que dejamos por esta vez a los
sociólogos) el encabezamiento de las cartas plantea dificultades
hasta ahora insuperables. Concretamente, cuando un escritor tiene que escribirle
a un colega de quien no es amigo personal, y ha de combinar la cortesía
con la verdad, ahí empieza el crujir de plumas. Usted es novelista
y tiene que escribirle a otro novelista; usted es poeta, e ídem;
usted es cuentista. Toma una hermosa hoja de papel, y pone: "Señor
Oscar Frumento, Garabato 1787, Buenos Aires." Deja un buen espacio (las
cartas ventiladas son las más elegantes) y se dispone a empezar.
No tiene ninguna confianza con Frumento; no es amigo de Frumento; él
es novelista y usted también; en realidad usted es mejor novelista
que él, pero no cabe duda de que él piensa lo contrario.
A un señor que es un colega pero no un amigo no se le puede decir:
"Querido Frumento." No se le puede decir por la sencilla razón de
que usted no lo quiere a Frumento. Ponerle querido es casi lascivo, en
todo caso una mentira que Frumento recibirá con una sonrisa tetánica.
La gran solución argentina parece ser, en esos casos, escribir:
"Estimado Frumento." Es más distante, más objetivo, prueba
un sentimiento cordial y un reconocimiento de valores. Pero si usted le
escribe a Frumento para anunciarle que por paquete postal le envía
su último libro, y en el libro ha puesto una dedicatoria en la que
se habla de admiración (es de lo que más se habla en las
dedicatorias), ¿cómo lo va a tratar de estimado en la carta?
Estimado es un término que rezuma indiferencia, oficina, balance
anual, desalojo, ruptura de relaciones, cuenta del gas, cuota del sastre.
Usted piensa desesperadamente en una alternativa y no la encuentra; en
la Argentina somos queridos o estimados y sanseacabó. Hubo una época
(yo era joven y usaba rancho de paja) en que muchas cartas empezaban directamente
después del lugar y la fecha; el otro día encontré
una, muy amarillita la pobre, y me pareció un monstruo, una abominación.
¿Cómo le vamos a escribir a Frumento sin identificarlo (Frumento)
y luego calificarlo (querido/estimado)? Se comprende que el sistema de
mensaje directo haya caído en desuso o quede reservado únicamente
para esas cartas que empiezan: "Un canalla como usted, etc.", o "Le doy
3 días para abonar el alquiler", cosas así. Más se
piensa, menos se ve la posibilidad de una tercera posición entre
querido y estimado; de algo hay que tratarlo a Frumento, y lo primero es
mucho y lo segundo frigidaire.
Variantes como "apreciado" y "distinguido" quedan descartadas por tilingas y cursis. Si uno lo llama "maestro" a Frumento, es capaz de creer que le está tomando el pelo. Por más vueltas que le demos, se vuelve a caer en querido o estimado. Che, ¿no se podría inventar otra cosa? Los argentinos necesitamos que nos desalmidonen un poco, que nos enseñen a escribir con naturalidad: "Pibe Frumento, gracias por tu último libro", o con afecto: "Ñato, qué novela te mandaste", o con distancia pero sinceramente: "Hermano, con las oportunidades que había en la fruticultura", entradas en materia que concilien la veracidad con la llaneza. Pero será difícil, porque todos nosotros somos o estimados o queridos, y así nos va. |
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De la seriedad en los velorios |
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Una vez
que volvía a Francia a bordo de uno de los copetones barquitos de
nuestra Flota Mercante del Estado (conozco el Río Bermejo
y el Río Belgrano, me acuerdo del capitán Locatelli
en begonias, del camarero Francisco que era un gallego como ya no se usan,
y de un barman en cuya escuela aprendí a preparar el Corazón
de Indio, cocktail que, como su nombre lo indica, es popularísimo
en Bélgica), tuve la suerte de compartir tres semanas de buen tiempo
con el doctor Alejandro Gancedo, su mujer y sus dos hijos, todos ellos
a cual más cronopio. Pronto se descubrió que Gancedo era
de la raza de Mansilla y de Eduardo Wilde, el causeur que frente
a una copa y un habano se vuelve su propia obra maestra y que, como el
otro Wilde, pone el genio en la vida aunque en sus libros no falte el talento.
De muchos relatos de Gancedo guardo un recuerdo que prueba la eficacia con que eran narrados (todo cuento es como se lo cuenta, la conciencia de que fondo y forma no son dos cosas es lo que hace al buen narrador oral, que no se diferencia así del buen escritor aunque los prejuicios y los editores estén a favor de este último). De entre esos relatos elijo, sabiendo que lo malogro, la historia de cómo unos conocidos de Gancedo que llamaré prudentemente Lucas Solano y Copitas, fueron a un velorio y lo que pasó en él. A Solano le tocó acarrear el pésame en nombre de los compañeros de oficina del difunto, changa que lo abrumó al punto de buscar apoyo moral en el mostrador de un bar de la calle Talcahuano donde ya estaba Copitas en abierta demostración de lo acertado del sobrenombre. A la sexta grapa Copitas condescendió a acompañar a Solano para levantarle el ánimo, y cayeron al velorio en alto grado de emoción etílica. Le tocó a Copitas entrar el primero en la capilla ardiente, y aunque en su vida había vista al muerto, se acercó al ataúd, lo contempló recogido, y volviéndose a Solano le dijo con ese tono que sólo suscitan y quizá oyen los finados: —Está idéntico. A Solano esto le produjo un tal ataque de hilaridad que sólo pudo disimularlo abrazándose estrechamente a Copitas, que a su vez lloraba de risa, y así se quedaron tres minutes, sacudidos los hombros por terribles estremecimientos, hasta que uno de los hermanos del difunto que conocía vagamente a Solano se les acercó para consolarlos. —Créanme, señores, jamás me hubiera imaginado que en la oficina lo querían tanto a Pedro —dijo—. Como no iba casi nunca... Canti di prigionia Con permiso de Dallapiccola éste es otro relato de Gancedo en que interviene Lucas Solano. En los tiempos de una dictadura militar, es decir cuando usted quiera, Solano y un grupo de amigos se reunían en una obra en construcción para tomar vino y charlar haste la madrugada. Por qué se juntaban allí no lo sé, pero sí que esa noche la policía lanzó una de esas redadas donde van a parar pescados de todas clases, aunque lo único que se buscaba era a los comunistas por un lado y a los nacionalistas católicos por el otro, que coincidían misteriosamente en desvelar al coronel de turno. En la volteada cayeron Solano y su barra, que no tenían la menor militancia política, y todo el mundo fue a parar al patio de una comisaría para eso que llaman identificación. —En seguida los comunistas se pusieron de un lado —le contaba después Solano a Gancedo— y los católicos del otro, de manera que nosotros nos quedamos en el medio. Como al rato ya circulaban rumores de paliza y de picana eléctrica, los comunistas se pusieron a cantar "La International". Apenas los oyeron, los católicos se largaron con "Oh María madre mía". —¿Y ustedes qué cantaban? —preguntó Gancedo. —¿Nosotros? Bueno, nosotros cantábamos "Percanta que me amuraste"... Más sobre la seriedad y otros velorios ¿Quién nos rescatará de la seriedad?, pregunto parafraseando un verso de Ricardo Molinari. La madurez nacional, supongo, que nos llevará a comprender por fin que el humor no tiene por qué seguir siendo el privilegio de anglosajones y de Adolfo Bioy Casares. Cito exprofeso a Bioy, porque su humor es de los que empiezan por admitir honestamente los límites de su literatura mientras que la seriedad se cree omnímoda desde el soneto hasta la novela, y segundo porque logra esa liviana eficacia que puede ir mucho más lejos (cuando la usa un Leopoldo Marechal, por ejemplo) que tanto tremendismo dostoievskiano al cuete que prolifera en nuestras playas. Por lo demás esas playas van mucho más allá de Mar del Plata: con Jean Cocteau, a su manera un Bioy Casares francés, ha ocurrido también que los "comprometidos" de cualquier bando y los serios de solemnidad como FranÁois Mauriac han pretendido relegarlo a esas cocinas del establecimiento feudal de la literatura donde hay el rincón de los bufones y los juglares. Y no hablemos de Jarry, de Desnos, de Duchamp... En su espasmódico Who's Afraid of Virginia Woolf?, Edward Albee le hace decir a alguien: "La más profunda señal de la malevolencia social es la falta de sentido del humor. Ninguno de los monolitos ha sido capaz de aceptar jamás una broma. Lea la historia. Conozco bastante bien la historia." También nosotros conocemos bastante bien la historia literaria para prever que Dargelos y Elizabeth vivirán más que Thérèse Desqueyroux, y que el padre Ubu tirará al pozo, con su chochet à nobles, a todos los héroes de Jean Anouilh y de Tennessee Williams. Esa pulga prodigiosa llamada Man Ray escribió una vez: "Si pudiéramos desterrar la palabra serio de nuestro vocabulario, muchas cosas se arreglarían." Pero los monolitos velan con su aire de tortugones amoratados, como tan bien los retrata José Lezama Lima. Oh, quién nos rescatará de la seriedad para llegar por fin a ser serios de veras en el plano de un Shakespeare, de un Robert Burns, de un Julio Verne, de un Charles Chaplin. ¿Y Buster Keaton? Ese debería ser nuestro ejemplo, mucho más que los Flaubert, los Dostoievski y los Faulkner en los que sólo reverenciamos la carga de profundidad mientras olvidamos a Bouvard y Pécuchet, olvidamos a Foma Fomich, olvidamos la sonrisa con que el caballero sureño respondió a una invitación de la Casa Blanca: "Un almuerzo a quinientas millas queda demasiado lejos para mí." En cada escuela latinoamericana debería haber una gran foto de Buster Keaton, y en las fiestas patrias el director pasaría películas de Chaplin y de Keaton para fomento de futuros cronopios, mientras las maestras recitarían "La morsa y el carpintero" o por lo menus algo de Guido y Spano, por ejemplo la versión al alemán de la Nenia, que empieza: Klage, klage, Urataú,Pero seamos serios y observemos que el humor, desterrado de nuestras letras contemporáneas (Macedonio, el primer Borges, el primer Nalé, César Bruto, Marechal a ratos, son outsiders escandalosos en nuestro hipódromo literario) representa mal que les pese a Los tortugones una constante del espíritu argentino en todos Los registros culturales o temperamentales que van de la afilada tradición de Mansilla, Wilde, Cambaceres y Payró hasta el humor sublime del reo porteño que en la plataforma del tranvía 85 más que completo, mandado a callar en sus protestas por su guarda masificado, le contesta: "¿Y qué querés? ¿Que muera en silencio?" Sin hablar de que a veces son los guardas los humoristas, como aquel del ómnibus 168 gritándole a un señor de aire importante que hacía tintinear interminablemente la campanilla para bajarse: "¡Acabala, che, que aquí estamo al ónibu, no a la iglesia!" ¿Por qué diablos hay entre nuestra vida y nuestra literatura una especie de "muro de la vergüenza"? En el momento de ponerse a trabajar en un cuento o una novela el escritor típico se calza el cuello duro y se sube a lo más alto del ropero. A cuántos conocí que si hubieran escrito como pensaban, inventaban o hablaban en las mesas de café o en las charlas después de un concierto o un match de box, habrían conseguido esa admiración cuya ausencia siguen atribuyendo a las razones deploradas con lágrimas y folletos por las sociedades de escritores: snobismo del público que prefiere a los extranjeros sin mirar lo que tiene en casa, alevosa perversidad de los editores, y no sigamos que va a llorar haste el nene. Hiato egipcio entre una escritura demótica y otra hierática: nuestro escriba sentado asume la solemnidad del que habita en el Louvre tan pronto le saca la fundita a la Remington, de entrada se le adivina el pliegue de la boca, la hamarga hexperiencia humana asomando en forma de rictus que, como es notorio, no se cuenta entre las muecas que faciliten la mejor prosa. Estos ñatos creen que la seriedad tiene que ser solemne o no ser; como si Cervantes hubiera side solemne, carajo. Descuentan que la seriedad deberá basarse en lo negativo, lo tremendo, lo trágico, lo Stavrogin, y que sólo desde ahí nuestro escritor accederá (en los dos sentidos del término) a los signos positivos, a un posible happy end, a algo que se asemeje un poco más a esta confusa vida donde no hay maniqueo que llegue a nada. Asomarse al gran misterio con la actitud de un Macedonio se les ocurre a muy pocos; a los humoristas les pagan de entrada la etiqueta para distinguirlos higiénicamente de los escritores serios. Cuando mis cronopios hicieron algunas de las suyas en Corrientes y Esmeralda, huna heminente hintelectual hexclamó: "¡Qué lástima, pensar que era un escritor tan serio!" Sólo se acepta el humor en su estricta jaulita, y ojo con trinar mientras suena la sinfónica porque lo dejamos sin alpiste para que aprenda. En fin, señora, el humor es all pervading o no es, como siempre lo supieron Juan Filloy, Shakespeare y Max Ernst; reducido a sus propias fuerzas, solo en la jaulita, dará Three Men on a Boat pero jamás Sancho en la ínsula, jamás mi tío Toby, jamás el velorio del pisador de barro Le aclaro entonces que el humor cuya alarmante carencia deploro en nuestras tierras reside en la situación física y metafísica del escritor que le permite lo que para otros serían errores de paralaje, por ejemplo ver las agujas del reloj del comedor en la una y media cuando apenas son las doce y veinticinco, y jugar con todo lo que brinca de esa fluctuante disponibilidad del mundo y sus criaturas, entrar sin esfuerzo en la ironía, el understatement, la ruptura de los clisés idiomáticos que contamina nuestras mejores prosas tan seguras de que son las doce y veinticinco como si las doce y veinticinco tuvieran alguna realidad fuera de la convención que las decidió con gran concurso de cosmógrafos y pendolistas de Maguncia y de Ginebra. Y esto de los clisés idiomáticos no es broma; se puede verificar el predominio de un lenguaje hierático en las letras sudamericanas, un lenguaje que en su más alto nivel da por ejemplo El siglo de las luces, mientras todo el resto se agruma en una prosa que más tiene que ver con la sémola que con la vida que pretende encarnar. En la Argentina hay índices de un divertido proceso; por reacción contra la prosa de los tortugones amoratados, unos cuantos escritores más jóvenes se han puesto a escribir "hablado", y aunque los mejores lo hacen muy bien la mayoría le ha errado al bochín y se está hundiendo todavía más que los acrisolados (palabra que éstos colocan siempre en alguna parte). A mí me parece que no es con pasar del calor del crisol al de la cancha de Rácing que haremos nuestra literatura. Un Roberto Arlt escribía idiomáticamente mal porque no estaba equipado para hacerlo de otra manera; pero tener una cultura de primera fuerza como suelen tenerla los argentinos y caer en una escritura de pizzería me parece a lo sumo una reacción de chiquilín que se decreta comunista porque el papá es socio del Club del Progreso. |
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De otra máquina célibe |
Fabriquées
à partir du langage, les machines sont cette
fabrication
en acte; elles sont leur propre naissance répétée
en elles-mêmes;
entre leurs tubes, leurs roues dentées, leurs
systèmes
de métal, I'écheveau de leurs fils, elles emboîtent
le procedé
dans lequel elles sont emboîtés.
Michel Foucault,
Raymond Roussel
N'est-ce
pas des Indes que Raymond Roussel envoya un
radiateur
électrique à une amie qui lui demandait un
souvenir
rare de là-bas?
Roger Vitrac,
Raymond Roussel
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Michel Sanouillet, Marchand
du sel
Le Terrain Vague, París, 1958, p.7 |
No tengo a mano los medios de comprobarlo, pero en el libro de Michel Sanouillet sobre Marcel Duchamp se afirma que el marchand du sel estuvo en Buenos Aires en 1918. Por misterioso que parezca, ese viaje debió responder a la legislación de lo arbitrario cuyas cloves seguimos indagando algunos irregulares de la literatura, y por mi parte estoy seguro de que su fatalidad la prueba la primera página de las Impressions d'Afrique: "El 15 de marzo de 19..., con la intención de hacer un largo viaje por las curiosas regiones de la América del Sud, me embarqué en Marsella a bordo del Lyncée, rápido paquebote de gran tonelaje destinado a la línea de Buenos Aires." Entre los pasajeros que llenarían con la poesía de lo excepcional el libro incomparable de Raymond Roussel, no podía faltar Duchamp que debió viajar de incógnito pues jamás se habla de él, pero que sin duda jugó al ajedrez con Roussel y habló con la bailarina Olga Tchewonenkoff cuyo primo, establecido desde joven en la República Argentina, acababa de morir dejándole una pequeña fortuna amasada con plantaciones de (sic) café. Tampoco cube dudar de que Duchamp trabara amistad con personas tales como Balbet, campeón de pistola y esgrima, con La Ballandière-Maisonnial, inventor de un florete mecánico, y con Luxo, pirotécnico que iba a Buenos Aires para lanzar en las bodas del joven barón Ballesteros un fuego artificial que desplegaría la imagen del novio en el espacio, idea que según Roussel denunciaba el rastacuerismo del millonario argentino pero que, agrega, no carecía de originalidad. Menos probable me parece que se relacionara con los miembros de la compañía de operetas o con la trágica italiana Adinolfa, pero es seguro que habló largamente con el escultor Fuxier, creador de imágenes de humo y de bajorrelieves líquidos; en resumen, no es difícil deducir que buena parte de los pasajeros del Lyncée debieron interesar a Duchamp y beneficiarse a su vez del contacto con alguien que de alguna manera los contenía virtualmente a todos. | ||
Jean Schuster, Marcel Duchamp, vite,
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Como es
lógico, la crítica seria sabe que todo esto no es posible,
primero porque el Lyncée era un navío imaginario,
y segundo porque Duchamp y Roussel no se conocieron nunca (Duchamp cuenta
que vio una sola vez a Roussel en el café de La Régence,
el del poema de César Vallejo, y que el autor de Locus Solus
jugaba al ajedrez con un amigo. "Creo que omití presentarme", agrega
Duchamp). Pero hay otros para quienes esos inconvenientes físicos
no desmienten una realidad más digna de fe. No solamente Duchamp
y Roussel viajaron a Buenos Aires, sino que en esta ciudad habría
de manifestarse una réplica futura enlazada con ellos por razones
que tampoco la crítica seria tomaría demasiado en cuenta.
Juan Esteban Fassio abrió el terreno preparatorio inventando en
pleno Buenos Aires una máquina para leer las Nouvelles impressions
d'Afrique en la misma época en que yo, sin conocerlo, escribía
los primeros monólogos de Persio en Los premios apoyándome
en un sistema de analogías fonéticas inspirado por el de
Roussel; años más tarde Fassio se aplicaría a crear
una nueva máquina destinada a la lectura de Rayuela, completamente
ajeno al hecho de que mis trabajos más obsesionantes de esos años
en París eran los raros textos de Duchamp y las obras de Roussel.
Un doble impulso abierto convergía poco a poco hacia el vértice
austral donde Roussel y Duchamp volverían a encontrarse en Buenos
Aires cuando un inventor y un escritor que quizá años atrás
también se habían mirado de lejos en algún café
del centro, omitiendo presentarse, coincidieran en una máquina concebida
por el primero para facilitar la lectura del segundo. Si el Lyncée
naufragó en las costas africanas, algunos de sus prodigios llegaron
a estas tierras y la prueba está en lo que sigue, que se explicará
como en broma para despistar a los que buscan con cara solemne el acceso
a los tesoros.
Cronopios, vino tinto y cajoncitos Por Paco y Sara Porrúa, dos lados del indefinible polígono que va urdiendo mi vida con otros lados que se llaman Fredi Guthmann, Jean Thiercelin, Claude Tarnand y Sergio de Castro (puede haber otros que ignoro, partes de la figura que se manifestarán algún día o nunca), conocí a Juan Esteban Fassio en un viaje a la Argentina, creo que hacia 1962. Todo empezó como debía, es decir en el café de la estación de Plaza Once, porque cualquiera que tenga un sentimiento sagaz de lo que es el café de una estación ferroviaria comprenderá que allí los encuentros y los desencuentros tenían que darse de entrada en un territorio marginal, de tránsito, que eran cosa de borde. Esa tarde hubo como una oscura voluntad material y espesa, un alquitrán negativo contra Sara, Paco, mi mujer y yo que debíamos encontrarnos a esa hora y nos desencontramos, nos telefoneamos, buscamos en las mesas y los andenes y acabamos por reunirnos al cabo de dos horas de interminables complicaciones y una sensación de estar abriéndonos paso los unos hacia los otros como en las peores pesadillas en que todo se vuelve postergación y goma. El plan era ir desde allí a la casa de Fassio, y si en el momento no sospeché el sentido de la resistencia de las cosas a esa cita y a ese encuentro, más tarde me pareció casi fatal en la medida en que todo orden establecido se forma en cuadro frente a una sospecha de ruptura y pone sus peores fuerzas al servicio de la continuación. Que todo siga como siempre es el ideal de una realidad a la medida burguesa y burguesa ella misma (por ser de medida); Buenos Aires y especialmente el café del Once se coaligaron sordamente para evitar un encuentro del que no podía salir nada bueno para la República. Pero lo mismo llegamos a la calle Misiones (hay nombres que...), y antes de las ocho de la noche estábamos bebiendo el primer vaso de vino tinto con el Proveedor Propagador en la Mesembrinesia Americana, Administrador Antártico y Gran Competente OGG, además de regente de la cátedra de trabajos prácticos rousselianos. Tuve en mis manes la máquina para leer las Nouvelles impressions d'Afrique, y también la valija de Marcel Duchamp; Fassio, que hablaba poco, servía en cambio unos sándwiches de tamaño natural y mucho vino tinto, y acabó sacando una kodak del tiempo de los pterodáctilos con la que nos fotografió a todos debajo de un paraguas y en otras actitudes dignas de las circunstancias. Poco después volví a Francia, y dos años más tarde me llegaron los documentos, anunciados sigilosamente por Paco Porrúa que había participado con Sara en la etapa experimental de la lectura mecánica de Rayuela. No me parece inútil reproducir ante todo el membrete y encabezamiento de la trascendental comunicación: Seguían diversos diagramas, proyectos y diseños, y una hojita con la explicación general del funcionamiento de la máquina, así como fotos de los cientificos de las Subcomisiones Electrónica y de Relaciones Patabrownianas en plena labor. Personalmente nunca entendí demasiado la máquina, porque su creador no se dignó facilitarme explicaciones complementarias, y como no he vuelto a la Argentina sigo sin comprender algunos detalles del delicado mecanismo. Incluso sucumbo a esta publicación quizá prematura e inmodesta con la esperanza de que algún lector ingeniero descifre los secretes de la RAYUEL-O-MATIC, como se denomina la máquina en uno de los diseños que, lo diré abiertamente, me parece culpable de una frívola tendencia a introducirla en el comercio, sobre todo por la nota que aparece al pie: Se habrá advertido que la verdadera máquina es la que aparece a la izquierda; el mueble con aire de triclinio es desde luego un aflténtico triclinio, puesto que Fassio comprendió desde un comienzo que Rayuela es un libro para leer en la cama a fin de no dormirse en otras posiciones de luctuosas consecuencias. Los diseños 4 y 5 ilustran admirablemente esta ambientación favorable, sobre todo el número 5 donde no faltan ni el mate ni el porrón de ginebra ( juraría que también hay una tostadora eléctrica, lo que me parece una pituquería): |
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En una referencia complementaria
se alude a un botón G, que el lector apretará en un caso
extremo, y que tiene por función hacer saltar todo el aparato
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Nunca entenderé
por qué algunos diseños venían numerados mientras
otros se dejaban situar en cualquier parte, que he imitado respetuosamente.
Pienso que éste dará una idea general de la máquina:
No hay que ser Werner
von Braun para imaginar lo que guardan las gavetas, pero el inventor ha
tenido buen cuidado de agregar las instrucciones siguientes:
Los diseños 1,
2 y 3 permiten apreciar el modelo con cama, así como la forma en
que sale y se abre esta última apenas se aprieta el botón
F.
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Hay que ser realmente idiota para |
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Hace
años que me doy cuenta y no me importa, pero nunca se me ocurrió
escribirlo porque la idiotez me parece un tema muy desagradable, especialmente
si es el idiota quien lo expone.
Puede que la palabra idiota sea demasiado rotunda, pero prefiero ponerla de entrada y calentita sobre el plato aunque los amigos la crean exagerada, en vez de emplear cualquier otra como tonto, lelo o retardado y que después los mismos amigos opinen que uno se ha quedado corto. En realidad no pasa nada grave pero ser idiota lo pone a uno completamente aparte, y aunque tiene sus cosas buenas es evidente que de a ratos hay como una nostalgia, un deseo de cruzar a la vereda de enfrente donde amigos y parientes están reunidos en una misma inteligencia y comprensión, y frotarse un poco contra ellos para sentir que no hay diferencia apreciable y que todo va benissimo. Lo triste es que todo va malissimo cuando uno es idiota, por ejemplo en el teatro, yo voy al teatro con mi mujer y algún amigo, hay un espectáculo de mimos checos o de bailarines tailandeses y es seguro que apenas empiece la función voy a encontrar que todo es una maravilla. Me divierto o me conmuevo enormemente, los diálogos o los gestos o las danzas me llegan como visiones sobrenaturales, aplaudo hasta romperme las manos y a veces me lloran los ojos o me río hasta el borde del pis, y en todo caso me alegro de vivir y de haber tenido la suerte de ir esa noche al teatro o al cine o a una exposición de cuadros, a cualquier sitio donde gentes extraordinarias están haciendo o mostrando cosas que jamás se habían imaginado antes, inventando un lugar de revelación y de encuentro, algo que lava de los momentos en que no ocurre nada más que lo que ocurre todo el tiempo. Y así estoy deslumbrado y tan contento que cuando llega el intervalo me levanto entusiasmado y sigo aplaudiendo a los actores, y le digo a mi mujer que los mimos checos son una maravilla y que la escena en que el pescador echa el anzuelo y se ve avanzar un pez fosforecente a media altura es absolutamente inaudita. Mi mujer también se ha divertido y ha aplaudido, pero de pronto me doy cuenta (ese instante tiene algo de herida, de agujero ronco y húmedo) que su diversión y sus aplausos no han sido como los míos, y además casi siempre hay con nosotros algún amigo que también se ha divertido y ha aplaudido pero nunca como yo, y también me doy cuenta de que está diciendo con suma sensatez e inteligencia que el espectáculo es bonito y que los actores no son malos, pero que desde luego no hay gran originalidad en las ideas, sin contar que los colores de los trajes son mediocres y la puesta en escena bastante adocenada y cosas y cosas. Cuando mi mujer o mi amigo dicen eso --lo dicen amablemente, sin ninguna agresividad-- yo comprendo que soy idiota, pero lo malo es que uno se ha olvidado cada vez que lo maravilla algo que pasa, de modo que la caída repentina en la idiotez le llega como al corcho que se ha pasado años en el sótano acompañando al vino de la botella y de golpe plop y un tirón y no es mas que corcho. Me gustaría defender a los mimos checos o a los bailarines tailandeses, porque me han parecido admirables y he sido tan feliz con ellos que las palabras inteligentes y sensatas de mis amigos o de mi mujer me duelen como por debajo de las uñas, y eso que comprendo perfectamente cuánta razón tienen y cómo el espectáculo no ha de ser tan bueno como a mí me parecía (pero en realidad a mí no me parecía que fuese bueno ni malo ni nada, sencillamente estaba transportado por lo que ocurría como idiota que soy, y me bastaba para salirme y andar por ahí donde me gusta andar cada vez que puedo, y puedo tan poco). Y jamás se me ocurriría discutir con mi mujer o con mis amigos porque sé que tienen razón y que en realidad han hecho muy bien en no dejarse ganar por el entusiasmo, puesto que los placeres de la inteligencia y la sensibilidad deben nacer de un juicio ponderado y sobre todo de una actitud comparativa, basarse como dijo Epicteto en lo que ya se conoce para juzgar lo que se acaba de conocer, pues eso y no otra cosa es la cultura y la sofrosine. De ninguna manera pretendo discutir con ellos y a lo sumo me limito a alejarme unos metros para no escuchar el resto de las comparaciones y los juicios, mientras trato de retener todavía las últimas imágenes del pez fosforecente que flotaba en mitad del escenario, aunque ahora mi recuerdo se ve inevitablemente modificado por las críticas inteligentísimas que acabo de escuchar y no me queda más remedio que admitir la mediocridad de lo que he visto y que sólo me ha entusiasmado porque acepto cualquier cosa que tenga colores y formas un poco diferentes. Recaigo en la conciencia de que soy idiota, de que cualquier cosa basta para alegrarme de la cuadriculada vida, y entonces el recuerdo de lo que he amado y gozado esa noche se enturbia y se vuelve cómplice, la obra de otros idiotas que han estado pescando o bailando mal, con trajes y coreografías mediocres, y casi es un consuelo pero un consuelo siniestro el que seamos tantos los idiotas que esa noche se han dado cita en esa sala para bailar y pescar y aplaudir. Lo peor es que a los dos días abro el diario y leo la crítica del espectáculo, y la crítica coincide casi siempre y hasta con las mismas palabras con o que tan sensata e inteligentemente han visto y dicho mi mujer o mis amigos. Ahora estoy seguro de que no ser idiota es una de las cosas más importantes para la vida de un hombre, hasta que poco a poco me vaya olvidando, porque lo peor es que al final me olvido, por ejemplo acabo de ver un pato que nadaba en uno de los lagos del Bois de Boulogne, y era de una hermosura tan maravillosa que no pude menos que ponerme en cuclillas junto al lago y quedarme no sé cuánto tiempo mirando su hermosura, la alegría petulante de sus ojos, esa doble línea delicada que corta su pecho en el agua del lago y que se va abriendo hasta perderse en la distancia. Mi entusiasmo no nace solamente del pato, es algo que el pato cuaja de golpe, porque a veces puede ser una hoja seca que se balancea en el borde de un banco, o una grúa anaranjada, enormísima y delicada contra el cielo azul de la tarde, o el olor de un vagón de tren cuando uno entra y se tiene un billete para un viaje de tantas horas y todo va a ir sucediendo prodigiosamente, el sándwich de jamón, los botones para encender o apagar la luz (una blanca y otra violeta), la ventilación regulable, todo eso me parece tan hermoso y casi tan imposible que tenerlo ahí a mi alcance me llena de una especie de sauce interior, de una verde lluvia de delicia que no debería terminar más. Pero muchos me han dicho que mi entusiasmo es una prueba de inmadurez (quieren decir que soy idiota, pero eligen las palabras) y que no es posible entusiasmarse así por una tela de araña que brilla al sol, puesto que si uno incurre en semejantes excesos por una tela de araña llena de rocío, ¿qué va a dejar para la noche en que den King Lear? A mí eso me sorprende un poco, porque en realidad el entusiasmo no es una cosa que se gaste cuando uno es realmente idiota, se gasta cuando uno es inteligente y tiene sentido de los valores y de la historicidad de las cosas, y por eso aunque yo corra de un lado a otro del Bois de Boulogne para ver mejor el pato, eso no me impedirá esa misma noche dar enormes saltos de entusiasmo si me gusta como canta Fischer Dieskau. Ahora que lo pienso la idiotez debe ser eso: poder entusiasmarse todo el tiempo por cualquier cosa que a uno le guste, sin que un dibujito en una pared tenga que verse menoscabado por el recuerdo de los frescos de Giotto en Padua. La idiotez debe ser una especie de presencia y recomienzo constante: ahora me gusta esta piedrita amarilla, ahora me gusta "L'année dernière à Marienbad", ahora me gustas tú, ratita, ahora me gusta esa increíble locomotora bufando en la Gare de Lyon, ahora me gusta ese cartel arrancado y sucio. Ahora me gusta, me gusta tanto, ahora soy yo, reincidentemente yo, el idiota perfecto en su idiotez que no sabe que es idiota y goza perdido en su goce, hasta que la primera frase inteligente lo devuelva a la conciencia de su idiotez y lo haga buscar presuroso un cigarrillo con manos torpes, mirando al suelo, comprendiendo y a veces aceptando porque también un idiota tiene que vivir, claro que hasta otro pato u otro cartel, y así siempre. |
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Razones de la cólera |
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Fauna y flora del río
Este río sale del cielo y se acomoda para durar, estira las sábanas hasta el pescuezo, y duerme delante de nosotros que vamos y venimos. El río de la plata es esto que de día nos empapa de viento y gelatina, y es la renuncia al levante, porque el mundo acaba con los farolitos de la costanera. Más acá no discutas,
lee estas cosas
Para algunos todo es igual, mas
yo
Milonga
Comprender que eso está
siempre allá
La Cruz del Sur el mate amargo.
1950 año del Libertador, etc. Y si el llanto te
viene a buscar...
De un tango
Y si el llanto te viene a buscar
agarrálo de frente, bebé entero el copetín de lágrimas legítimas. Llorá, argentino, llorá por fin un llanto de verdad, cara al tiempo que escamoteabas ágilmente, llorá las desgracias que creías ajenas, la soledad sin remisión al pie de un río, la culpa de la paz sin mérito, la siesta de barrigas rellenas de pan dulce. Llorá tu infancia envilecida por el cine y la radio, tu adolescencia en las esquinas del hastío, la patota, el amor sin recompensa, llorá el escalafón, el campeonato, el bife vuelta y vuelta, llorá tu nombramiento o tu diploma que te encerraron en la prosperidad o la desgracia que en la llanura más inmensa te estaquearon a un terrenito que pagaste en cuotas trimestrales. La patria
Pobres negros. Te estás quemando a fuego
lento, y dónde el fuego,
Liquidación forzosa, se remata hasta lo último. Te quiero, país tirado
a la vereda, caja de fósforos vacía,
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Viaje a un país de Cronopios |
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La embajada de los cronopios
Los cronopios
viven en diversos países, rodeados de una gran cantidad de famas
y de esperanzas, pero desde hace un tiempo hay un país donde los
cronopios han sacado las tizas de colores que siempre llevan consigo y
han dibujado un enorme SE ACABÓ en las paredes de los famas, y con
letra más pequeña y compasiva la palabra DECÍDETE
en las paredes de las esperanzas, y como consecuencia de la conmoción
que han provocado estas inscripciones, no cabe la menor duda de que cualquier
cronopio tiene que hacer todo lo posible para ir inmediatamente a conocer
ese país.
El avión de los cronopios Lo primero que
se nota al entrar en el avión de los cronopios es que estos cronopios
tienen muy pocos aviones y se ven obligados a aprovechar lo más
posible el espacio, con lo cual este avión se parece más
bien a un ómnibus, pero eso no impide que a bordo prolifere una
gran alegría porque casi todos los pasajeros son cronopios y algunas
esperanzas que regresan a su país, y los otros son cronopios extranjeros
que al principio contemplan bastante estupefactos el entusiasmo de los
que vuelven a su país hasta que al final aprenden a divertirse a
la manera de los otros cronopios y en el avión reina un clima de
conversatorio sólo comparable al estrépito de sus venerables
motores que es propiamente la muerte en tres tomos.
Extraído de "La vuelta al día en ochenta
mundos" de Julio Cortázar, publicado en 1967 por Siglo XXI. ©
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