Algunos capítulos de "La vuelta al día en ochenta mundos", 1967.


 
Julios en acción

A lo largo del siglo XIX, el refugio en la metafísica era el recurso mayor frente al timer mortis, las miserias del hic et nunc y el sentimiento del absurdo por el que nos definimos y definimos el mundo. Entonces vino Jules Laforgue, que en un sentido se adelantó como cosmonauta al otro Jules, y mostró un recurso más sencillo: ¿para qué la vaporosa metafísica cuando teníamos a mano la física palpable? En una época en que todo sentimiento operaba como un bumerang, Laforgue lanzó el suyo como una jabalina contra el sol, contra el desesperante misterio cósmico. 
encore a cet astre
Espèce de soleil! tu songes:–Voyez-les,
Ces pantins morphinés, buveurs de lait d'anêsse
Et de café; sans trêve, en vain, je leur caresse
L'échine de mes feux, ils vont étiolés!–

–Eh! c'est toi, qui n'as plus que des rayons gelés!
Nous, nous, mais nous crevons de santé, de jeunesse!
C'est vrai, la Terre n'est qu'une vaste kermesse,
Nous hourrahs de gaîté courbent au loin les blés.

Toi seul, claques des dents, car tes taches accrues
Te mangent, ô Soleil, ainsi que des verrues
Un vaste citron d'or, et bientôt, blond moqueur,

Après tant de couchants dans la pourpre et la goire,
Tu seras en risée aux étoiles sans coeur,
Astre jaune et grêlé, flamboyante écumaire!

   Dicho sea al pasar (pero es un paso privilegiado), en 1911 Marcel Duchamp hizo un dibujo para este poema, de donde habría de salir su Nu descendant un escalier. Normalísima secuencia patafísica.

Que estaba en lo cierto lo ha probado el tiempo: en el siglo XX nada puede curarnos mejor del antropocentrismo autor de todos nuestros males que asomarse a la física de lo infinitamente grande (o pequeño). Con cualquier texto de divulgación científica se recobra vivamente el sentimiento del absurdo, pero esta vez es un sentimiento al alcance de la mano, nacido de cosas tangibles o demostrables, casi consolador. Ya no hay que creer porque es absurdo, sino que es absurdo porque hay que creer. 
   Mis eruditas lecturas del correo científico de Le Monde (sale los jueves) tienen además la ventaja de que en vez de sustraerme al absurdo me incitan a aceptarlo como el modo natural en que se nos da una realidad inconcebible. Y esto ya no es lo mismo que aceptar la realidad aunque se la crea absurda, sino sospechar en el absurdo un desafío que la física ha recogido sin que pueda saberse cómo y en qué va a terminar su loca carrera por el doble túnel del tele y del microscopio (¿será realmente doble ese túnel?). 
   Quiero decir que un claro sentimiento del absurdo nos sitúa mejor y más lúcidamente que la seguridad de raíz kantiana según la cual los fenómenos son mediatizaciones de una realidad inalcanzable pero que de todas maneras les sirve de garantía por un año contra toda rotura. Los cronopios tienen desde pequeños una noción sumamente constructiva del absurdo, por lo cual les produce gran sobresalto ver cómo los famas se quedan tan tranquilos cuando leen una noticia como la siguiente: La nueva partícula elemental ("N. Asterisco 3245") posee una vida relativamente más larga que la de las otras partículas conocidas, aunque sólo alcanza a un milésimo de millonésimo de millonésimo de millonésimo de segundo.(Le Monde, jueves 7 de julio de 1966.) 
   –Che Coca–dice el fama después de leer esta información–, alcanzame los zapatos de gamuza que esta tarde tengo una reunión importantísima en la Sociedad de Escritores. Se va a discutir la cuestión de los juegos florales en Curuzú Cuatiá y ya estoy veinte minutes atrasado. 
   A todo esto varios cronopios se han excitado enormemente porque acaban de enterarse de que a lo major el universo es asimétrico, lo que va en contra de la más ilustre de todas las ideas recibidas. Un investigador llamado Paolo Franzini, y su mujer Juliet Lee Franzini (¿se ha advertido cómo a partir de un Julio que redacta y otro Julio que diseña se van incorporando a quí dos Jules y ahora una Juliet, a base de una noticia aparecida un 7 de julio?) saben muchísimo sobre el mesón eta neutro, que salió del anonimato poco ha y que tiene la curiosa particularidad de ser su propia anti-partícula. Apenas se lo descompone, el mesón produce tres pi-mesones de los cuales uno es neutro, pobrecito, y los otros dos son positivo y negativo respectivamente para enorme tranquilidad de todo el mundo. Hasta que (los Franzini de por medio) se descubre que la conducta de los dos pi-mesones no es simétrica; la armoniosa noción de que la antimateria es el reflejo exacto de la materia se pincha como un globito. ¿Qué va a ser de nosotros? Los Franzini no se han asustado en absoluto; está muy bien que los dos pi-mesones sean hermanos enemigos, porque eso ayuda a reconocerlos e identificarlos. Hasta la física tiene sus Talleyrand. 

 Los cronopios sienten pasar por sus orejas el viento del vértigo cuando leen al final de la noticia: "Así, gracias a esa asimetría, podrá llegarse quizá a la identificación de los cuerpos celestes compuestos de antimateria, siempre que esos cuerpos existan como pretenden algunos basándose en las irradiaciones que emiten." Y siempre el jueves, siempre Le Monde, siempre algún Julio a tiro. 
   En cuanto a los famas, ya lo dijo Laforgue desde una de sus cabinas espaciales: 

La plupart vit et meurt sans soupçonner l'histoire 
Du globe, sa misère en l'éternelle gloire, 
Sa future agonie au soleil moribond.

Vertiges d'univers, cieux à jamais en fête! 
Rien, ils n'auront rien su. Combien même s'en vont
Sans avoir seulement visité leur planète.


 

 P.S. Cuando anoté: "Normalísima secuencia patafísica" luego de indicar ese enlace Laforgue-Duchamp, que de una manera u otra me envuelve siempre, no imaginaba que una vez más tendría pasaje al mundo de los grandes transparentes. La misma tarde (11/12/1966), después de trabajar en este texto, decidí visitar una exposición dedicada a Dada. El primer cuadro que vi al entrar fue el Nu descendant un escalier, enviado especialmente a París por el museo de Filadelfia. 



 
Grave problema argentino:

Querido amigo, estimado, o el nombre a secas


Usted se reirá, pero es uno de los problemas argentinos más difíciles de resolver. Dado nuestro carácter (problema central que dejamos por esta vez a los sociólogos) el encabezamiento de las cartas plantea dificultades hasta ahora insuperables. Concretamente, cuando un escritor tiene que escribirle a un colega de quien no es amigo personal, y ha de combinar la cortesía con la verdad, ahí empieza el crujir de plumas. Usted es novelista y tiene que escribirle a otro novelista; usted es poeta, e ídem; usted es cuentista. Toma una hermosa hoja de papel, y pone: "Señor Oscar Frumento, Garabato 1787, Buenos Aires." Deja un buen espacio (las cartas ventiladas son las más elegantes) y se dispone a empezar. No tiene ninguna confianza con Frumento; no es amigo de Frumento; él es novelista y usted también; en realidad usted es mejor novelista que él, pero no cabe duda de que él piensa lo contrario. A un señor que es un colega pero no un amigo no se le puede decir: "Querido Frumento." No se le puede decir por la sencilla razón de que usted no lo quiere a Frumento. Ponerle querido es casi lascivo, en todo caso una mentira que Frumento recibirá con una sonrisa tetánica. La gran solución argentina parece ser, en esos casos, escribir: "Estimado Frumento." Es más distante, más objetivo, prueba un sentimiento cordial y un reconocimiento de valores. Pero si usted le escribe a Frumento para anunciarle que por paquete postal le envía su último libro, y en el libro ha puesto una dedicatoria en la que se habla de admiración (es de lo que más se habla en las dedicatorias), ¿cómo lo va a tratar de estimado en la carta? Estimado es un término que rezuma indiferencia, oficina, balance anual, desalojo, ruptura de relaciones, cuenta del gas, cuota del sastre. Usted piensa desesperadamente en una alternativa y no la encuentra; en la Argentina somos queridos o estimados y sanseacabó. Hubo una época (yo era joven y usaba rancho de paja) en que muchas cartas empezaban directamente después del lugar y la fecha; el otro día encontré una, muy amarillita la pobre, y me pareció un monstruo, una abominación. ¿Cómo le vamos a escribir a Frumento sin identificarlo (Frumento) y luego calificarlo (querido/estimado)? Se comprende que el sistema de mensaje directo haya caído en desuso o quede reservado únicamente para esas cartas que empiezan: "Un canalla como usted, etc.", o "Le doy 3 días para abonar el alquiler", cosas así. Más se piensa, menos se ve la posibilidad de una tercera posición entre querido y estimado; de algo hay que tratarlo a Frumento, y lo primero es mucho y lo segundo frigidaire. 
    Variantes como "apreciado" y "distinguido" quedan descartadas por tilingas y cursis. Si uno lo llama "maestro" a Frumento, es capaz de creer que le está tomando el pelo. Por más vueltas que le demos, se vuelve a caer en querido o estimado. Che, ¿no se podría inventar otra cosa? Los argentinos necesitamos que nos desalmidonen un poco, que nos enseñen a escribir con naturalidad: "Pibe Frumento, gracias por tu último libro", o con afecto: "Ñato, qué novela te mandaste", o con distancia pero sinceramente: "Hermano, con las oportunidades que había en la fruticultura", entradas en materia que concilien la veracidad con la llaneza. Pero será difícil, porque todos nosotros somos o estimados o queridos, y así nos va.


 
 De la seriedad en los velorios

     Una vez que volvía a Francia a bordo de uno de los copetones barquitos de nuestra Flota Mercante del Estado (conozco el Río Bermejo y el Río Belgrano, me acuerdo del capitán Locatelli en begonias, del camarero Francisco que era un gallego como ya no se usan, y de un barman en cuya escuela aprendí a preparar el Corazón de Indio, cocktail que, como su nombre lo indica, es popularísimo en Bélgica), tuve la suerte de compartir tres semanas de buen tiempo con el doctor Alejandro Gancedo, su mujer y sus dos hijos, todos ellos a cual más cronopio. Pronto se descubrió que Gancedo era de la raza de Mansilla y de Eduardo Wilde, el causeur que frente a una copa y un habano se vuelve su propia obra maestra y que, como el otro Wilde, pone el genio en la vida aunque en sus libros no falte el talento. 
   De muchos relatos de Gancedo guardo un recuerdo que prueba la eficacia con que eran narrados (todo cuento es como se lo cuenta, la conciencia de que fondo y forma no son dos cosas es lo que hace al buen narrador oral, que no se diferencia así del buen escritor aunque los prejuicios y los editores estén a favor de este último). De entre esos relatos elijo, sabiendo que lo malogro, la historia de cómo unos conocidos de Gancedo que llamaré prudentemente Lucas Solano y Copitas, fueron a un velorio y lo que pasó en él. 
   A Solano le tocó acarrear el pésame en nombre de los compañeros de oficina del difunto, changa que lo abrumó al punto de buscar apoyo moral en el mostrador de un bar de la calle Talcahuano donde ya estaba Copitas en abierta demostración de lo acertado del sobrenombre. A la sexta grapa Copitas condescendió a acompañar a Solano para levantarle el ánimo, y cayeron al velorio en alto grado de emoción etílica. Le tocó a Copitas entrar el primero en la capilla ardiente, y aunque en su vida había vista al muerto, se acercó al ataúd, lo contempló recogido, y volviéndose a Solano le dijo con ese tono que sólo suscitan y quizá oyen los finados: 
   —Está idéntico. 
    A Solano esto le produjo un tal ataque de hilaridad que sólo pudo disimularlo abrazándose estrechamente a Copitas, que a su vez lloraba de risa, y así se quedaron tres minutes, sacudidos los hombros por terribles estremecimientos, hasta que uno de los hermanos del difunto que conocía vagamente a Solano se les acercó para consolarlos. 
   —Créanme, señores, jamás me hubiera imaginado que en la oficina lo querían tanto a Pedro —dijo—. Como no iba casi nunca... 
    Canti di prigionia
    Con permiso de Dallapiccola éste es otro relato de Gancedo en que interviene Lucas Solano. En los tiempos de una dictadura militar, es decir cuando usted quiera, Solano y un grupo de amigos se reunían en una obra en construcción para tomar vino y charlar haste la madrugada. Por qué se juntaban allí no lo sé, pero sí que esa noche la policía lanzó una de esas redadas donde van a parar pescados de todas clases, aunque lo único que se buscaba era a los comunistas por un lado y a los nacionalistas católicos por el otro, que coincidían misteriosamente en desvelar al coronel de turno. En la volteada cayeron Solano y su barra, que no tenían la menor militancia política, y todo el mundo fue a parar al patio de una comisaría para eso que llaman identificación. 
   —En seguida los comunistas se pusieron de un lado —le contaba después Solano a Gancedo— y los católicos del otro, de manera que nosotros nos quedamos en el medio. Como al rato ya circulaban rumores de paliza y de picana eléctrica, los comunistas se pusieron a cantar "La International". Apenas los oyeron, los católicos se largaron con "Oh María madre mía". 
    —¿Y ustedes qué cantaban? —preguntó Gancedo. 
    —¿Nosotros? Bueno, nosotros cantábamos "Percanta que me amuraste"... 
    Más sobre la seriedad y otros velorios
¿Quién nos rescatará de la seriedad?, pregunto parafraseando un verso de Ricardo Molinari. La madurez nacional, supongo, que nos llevará a comprender por fin que el humor no tiene por qué seguir siendo el privilegio de anglosajones y de Adolfo Bioy Casares. Cito exprofeso a Bioy, porque su humor es de los que empiezan por admitir honestamente los límites de su literatura mientras que la seriedad se cree omnímoda desde el soneto hasta la novela, y segundo porque logra esa liviana eficacia que puede ir mucho más lejos (cuando la usa un Leopoldo Marechal, por ejemplo) que tanto tremendismo dostoievskiano al cuete que prolifera en nuestras playas. Por lo demás esas playas van mucho más allá de Mar del Plata: con Jean Cocteau, a su manera un Bioy Casares francés, ha ocurrido también que los "comprometidos" de cualquier bando y los serios de solemnidad como FranÁois Mauriac han pretendido relegarlo a esas cocinas del establecimiento feudal de la literatura donde hay el rincón de los bufones y los juglares. Y no hablemos de Jarry, de Desnos, de Duchamp... En su espasmódico Who's Afraid of Virginia Woolf?, Edward Albee le hace decir a alguien: "La más profunda señal de la malevolencia social es la falta de sentido del humor. Ninguno de los monolitos ha sido capaz de aceptar jamás una broma. Lea la historia. Conozco bastante bien la historia." También nosotros conocemos bastante bien la historia literaria para prever que Dargelos y Elizabeth vivirán más que Thérèse Desqueyroux, y que el padre Ubu tirará al pozo, con su chochet à nobles, a todos los héroes de Jean Anouilh y de Tennessee Williams. 
Esa pulga prodigiosa llamada Man Ray escribió una vez: "Si pudiéramos desterrar la palabra serio de nuestro vocabulario, muchas cosas se arreglarían." 
Pero los monolitos velan con su aire de tortugones amoratados, como tan bien los retrata José Lezama Lima. Oh, quién nos rescatará de la seriedad para llegar por fin a ser serios de veras en el plano de un Shakespeare, de un Robert Burns, de un Julio Verne, de un Charles Chaplin. ¿Y Buster Keaton? Ese debería ser nuestro ejemplo, mucho más que los Flaubert, los Dostoievski y los Faulkner en los que sólo reverenciamos la carga de profundidad mientras olvidamos a Bouvard y Pécuchet, olvidamos a Foma Fomich, olvidamos la sonrisa con que el caballero sureño respondió a una invitación de la Casa Blanca: "Un almuerzo a quinientas millas queda demasiado lejos para mí." En cada escuela latinoamericana debería haber una gran foto de Buster Keaton, y en las fiestas patrias el director pasaría películas de Chaplin y de Keaton para fomento de futuros cronopios, mientras las maestras recitarían "La morsa y el carpintero" o por lo menus algo de Guido y Spano, por ejemplo la versión al alemán de la Nenia, que empieza: 
Klage, klage, Urataú,
In den Zweigen des Yatay. War einmua ein Paraguay
Wo geboren Ich und du:
Klage, klage, Urataú!
    Pero seamos serios y observemos que el humor, desterrado de nuestras letras contemporáneas (Macedonio, el primer Borges, el primer Nalé, César Bruto, Marechal a ratos, son outsiders escandalosos en nuestro hipódromo literario) representa mal que les pese a Los tortugones una constante del espíritu argentino en todos Los registros culturales o temperamentales que van de la afilada tradición de Mansilla, Wilde, Cambaceres y Payró hasta el humor sublime del reo porteño que en la plataforma del tranvía 85 más que completo, mandado a callar en sus protestas por su guarda masificado, le contesta: "¿Y qué querés? ¿Que muera en silencio?" Sin hablar de que a veces son los guardas los humoristas, como aquel del ómnibus 168 gritándole a un señor de aire importante que hacía tintinear interminablemente la campanilla para bajarse: "¡Acabala, che, que aquí estamo al ónibu, no a la iglesia!" 
 ¿Por qué diablos hay entre nuestra vida y nuestra literatura una especie de "muro de la vergüenza"? En el momento de ponerse a trabajar en un cuento o una novela el escritor típico se calza el cuello duro y se sube a lo más alto del ropero. A cuántos conocí que si hubieran escrito como pensaban, inventaban o hablaban en las mesas de café o en las charlas después de un concierto o un match de box, habrían conseguido esa admiración cuya ausencia siguen atribuyendo a las razones deploradas con lágrimas y folletos por las sociedades de escritores: snobismo del público que prefiere a los extranjeros sin mirar lo que tiene en casa, alevosa perversidad de los editores, y no sigamos que va a llorar haste el nene. Hiato egipcio entre una escritura demótica y otra hierática: nuestro escriba sentado asume la solemnidad del que habita en el Louvre tan pronto le saca la fundita a la Remington, de entrada se le adivina el pliegue de la boca, la hamarga hexperiencia humana asomando en forma de rictus que, como es notorio, no se cuenta entre las muecas que faciliten la mejor prosa. Estos ñatos creen que la seriedad tiene que ser solemne o no ser; como si Cervantes hubiera side solemne, carajo. Descuentan que la seriedad deberá basarse en lo negativo, lo tremendo, lo trágico, lo Stavrogin, y que sólo desde ahí nuestro escritor accederá (en los dos sentidos del término) a los signos positivos, a un posible happy end, a algo que se asemeje un poco más a esta confusa vida donde no hay maniqueo que llegue a nada. Asomarse al gran misterio con la actitud de un Macedonio se les ocurre a muy pocos; a los humoristas les pagan de entrada la etiqueta para distinguirlos higiénicamente de los escritores serios. Cuando mis cronopios hicieron algunas de las suyas en Corrientes y Esmeralda, huna heminente hintelectual hexclamó: "¡Qué lástima, pensar que era un escritor tan serio!" Sólo se acepta el humor en su estricta jaulita, y ojo con trinar mientras suena la sinfónica porque lo dejamos sin alpiste para que aprenda. En fin, señora, el humor es all pervading o no es, como siempre lo supieron Juan Filloy, Shakespeare y Max Ernst; reducido a sus propias fuerzas, solo en la jaulita, dará Three Men on a Boat pero jamás Sancho en la ínsula, jamás mi tío Toby, jamás el velorio del pisador de barro Le aclaro entonces que el humor cuya alarmante carencia deploro en nuestras tierras reside en la situación física y metafísica del escritor que le permite lo que para otros serían errores de paralaje, por ejemplo ver las agujas del reloj del comedor en la una y media cuando apenas son las doce y veinticinco, y jugar con todo lo que brinca de esa fluctuante disponibilidad del mundo y sus criaturas, entrar sin esfuerzo en la ironía, el understatement, la ruptura de los clisés idiomáticos que contamina nuestras mejores prosas tan seguras de que son las doce y veinticinco como si las doce y veinticinco tuvieran alguna realidad fuera de la convención que las decidió con gran concurso de cosmógrafos y pendolistas de Maguncia y de Ginebra. Y esto de los clisés idiomáticos no es broma; se puede verificar el predominio de un lenguaje hierático en las letras sudamericanas, un lenguaje que en su más alto nivel da por ejemplo El siglo de las luces, mientras todo el resto se agruma en una prosa que más tiene que ver con la sémola que con la vida que pretende encarnar. En la Argentina hay índices de un divertido proceso; por reacción contra la prosa de los tortugones amoratados, unos cuantos escritores más jóvenes se han puesto a escribir "hablado", y aunque los mejores lo hacen muy bien la mayoría le ha errado al bochín y se está hundiendo todavía más que los acrisolados (palabra que éstos colocan siempre en alguna parte). A mí me parece que no es con pasar del calor del crisol al de la cancha de Rácing que haremos nuestra literatura. Un Roberto Arlt escribía idiomáticamente mal porque no estaba equipado para hacerlo de otra manera; pero tener una cultura de primera fuerza como suelen tenerla los argentinos y caer en una escritura de pizzería me parece a lo sumo una reacción de chiquilín que se decreta comunista porque el papá es socio del Club del Progreso.


 
 

De otra máquina célibe 

Fabriquées à partir du langage, les machines sont cette
fabrication en acte; elles sont leur propre naissance répétée
en elles-mêmes; entre leurs tubes, leurs roues dentées, leurs
systèmes de métal, I'écheveau de leurs fils, elles emboîtent
le procedé dans lequel elles sont emboîtés.
Michel Foucault, Raymond Roussel
N'est-ce pas des Indes que Raymond Roussel envoya un
radiateur électrique à une amie qui lui demandait un
souvenir rare de là-bas?
Roger Vitrac, Raymond Rousse
Michel Sanouillet, Marchand du sel
Le Terrain Vague, París, 1958, p.7
   No tengo a mano los medios de comprobarlo, pero en el libro de Michel Sanouillet sobre Marcel Duchamp se afirma que el marchand du sel estuvo en Buenos Aires en 1918. Por misterioso que parezca, ese viaje debió responder a la legislación de lo arbitrario cuyas cloves seguimos indagando algunos irregulares de la literatura, y por mi parte estoy seguro de que su fatalidad la prueba la primera página de las Impressions d'Afrique: "El 15 de marzo de 19..., con la intención de hacer un largo viaje por las curiosas regiones de la América del Sud, me embarqué en Marsella a bordo del Lyncée, rápido paquebote de gran tonelaje destinado a la línea de Buenos Aires." Entre los pasajeros que llenarían con la poesía de lo excepcional el libro incomparable de Raymond Roussel, no podía faltar Duchamp que debió viajar de incógnito pues jamás se habla de él, pero que sin duda jugó al ajedrez con Roussel y habló con la bailarina Olga Tchewonenkoff cuyo primo, establecido desde joven en la República Argentina, acababa de morir dejándole una pequeña fortuna amasada con plantaciones de (sic) café. Tampoco cube dudar de que Duchamp trabara amistad con personas tales como Balbet, campeón de pistola y esgrima, con La Ballandière-Maisonnial, inventor de un florete mecánico, y con Luxo, pirotécnico que iba a Buenos Aires para lanzar en las bodas del joven barón Ballesteros un fuego artificial que desplegaría la imagen del novio en el espacio, idea que según Roussel denunciaba el rastacuerismo del millonario argentino pero que, agrega, no carecía de originalidad. Menos probable me parece que se relacionara con los miembros de la compañía de operetas o con la trágica italiana Adinolfa, pero es seguro que habló largamente con el escultor Fuxier, creador de imágenes de humo y de bajorrelieves líquidos; en resumen, no es difícil deducir que buena parte de los pasajeros del Lyncée debieron interesar a Duchamp y beneficiarse a su vez del contacto con alguien que de alguna manera los contenía virtualmente a todos.

 
 

Jean Schuster, Marcel Duchamp, vite,
en Bizarre, No. 34/5, 1964

   Como es lógico, la crítica seria sabe que todo esto no es posible, primero porque el Lyncée era un navío imaginario, y segundo porque Duchamp y Roussel no se conocieron nunca (Duchamp cuenta que vio una sola vez a Roussel en el café de La Régence, el del poema de César Vallejo, y que el autor de Locus Solus jugaba al ajedrez con un amigo. "Creo que omití presentarme", agrega Duchamp). Pero hay otros para quienes esos inconvenientes físicos no desmienten una realidad más digna de fe. No solamente Duchamp y Roussel viajaron a Buenos Aires, sino que en esta ciudad habría de manifestarse una réplica futura enlazada con ellos por razones que tampoco la crítica seria tomaría demasiado en cuenta. Juan Esteban Fassio abrió el terreno preparatorio inventando en pleno Buenos Aires una máquina para leer las Nouvelles impressions d'Afrique en la misma época en que yo, sin conocerlo, escribía los primeros monólogos de Persio en Los premios apoyándome en un sistema de analogías fonéticas inspirado por el de Roussel; años más tarde Fassio se aplicaría a crear una nueva máquina destinada a la lectura de Rayuela, completamente ajeno al hecho de que mis trabajos más obsesionantes de esos años en París eran los raros textos de Duchamp y las obras de Roussel. Un doble impulso abierto convergía poco a poco hacia el vértice austral donde Roussel y Duchamp volverían a encontrarse en Buenos Aires cuando un inventor y un escritor que quizá años atrás también se habían mirado de lejos en algún café del centro, omitiendo presentarse, coincidieran en una máquina concebida por el primero para facilitar la lectura del segundo. Si el Lyncée naufragó en las costas africanas, algunos de sus prodigios llegaron a estas tierras y la prueba está en lo que sigue, que se explicará como en broma para despistar a los que buscan con cara solemne el acceso a los tesoros. 
Cronopios, vino tinto y cajoncitos
   Por Paco y Sara Porrúa, dos lados del indefinible polígono que va urdiendo mi vida con otros lados que se llaman Fredi Guthmann, Jean Thiercelin, Claude Tarnand y Sergio de Castro (puede haber otros que ignoro, partes de la figura que se manifestarán algún día o nunca), conocí a Juan Esteban Fassio en un viaje a la Argentina, creo que hacia 1962. Todo empezó como debía, es decir en el café de la estación de Plaza Once, porque cualquiera que tenga un sentimiento sagaz de lo que es el café de una estación ferroviaria comprenderá que allí los encuentros y los desencuentros tenían que darse de entrada en un territorio marginal, de tránsito, que eran cosa de borde. Esa tarde hubo como una oscura voluntad material y espesa, un alquitrán negativo contra Sara, Paco, mi mujer y yo que debíamos encontrarnos a esa hora y nos desencontramos, nos telefoneamos, buscamos en las mesas y los andenes y acabamos por reunirnos al cabo de dos horas de interminables complicaciones y una sensación de estar abriéndonos paso los unos hacia los otros como en las peores pesadillas en que todo se vuelve postergación y goma. El plan era ir desde allí a la casa de Fassio, y si en el momento no sospeché el sentido de la resistencia de las cosas a esa cita y a ese encuentro, más tarde me pareció casi fatal en la medida en que todo orden establecido se forma en cuadro frente a una sospecha de ruptura y pone sus peores fuerzas al servicio de la continuación. Que todo siga como siempre es el ideal de una realidad a la medida burguesa y burguesa ella misma (por ser de medida); Buenos Aires y especialmente el café del Once se coaligaron sordamente para evitar un encuentro del que no podía salir nada bueno para la República. Pero lo mismo llegamos a la calle Misiones (hay nombres que...), y antes de las ocho de la noche estábamos bebiendo el primer vaso de vino tinto con el Proveedor Propagador en la Mesembrinesia Americana, Administrador Antártico y Gran Competente OGG, además de regente de la cátedra de trabajos prácticos rousselianos. Tuve en mis manes la máquina para leer las Nouvelles impressions d'Afrique, y también la valija de Marcel Duchamp; Fassio, que hablaba poco, servía en cambio unos sándwiches de tamaño natural y mucho vino tinto, y acabó sacando una kodak del tiempo de los pterodáctilos con la que nos fotografió a todos debajo de un paraguas y en otras actitudes dignas de las circunstancias. Poco después volví a Francia, y dos años más tarde me llegaron los documentos, anunciados sigilosamente por Paco Porrúa que había participado con Sara en la etapa experimental de la lectura mecánica de Rayuela. No me parece inútil reproducir ante todo el membrete y encabezamiento de la trascendental comunicación: 
Instituto de Altos Estudios Patafisicos de Bs.As.

   Seguían diversos diagramas, proyectos y diseños, y una hojita con la explicación general del funcionamiento de la máquina, así como fotos de los cientificos de las Subcomisiones Electrónica y de Relaciones Patabrownianas en plena labor. Personalmente nunca entendí demasiado la máquina, porque su creador no se dignó facilitarme explicaciones complementarias, y como no he vuelto a la Argentina sigo sin comprender algunos detalles del delicado mecanismo. Incluso sucumbo a esta publicación quizá prematura e inmodesta con la esperanza de que algún lector ingeniero descifre los secretes de la RAYUEL-O-MATIC, como se denomina la máquina en uno de los diseños que, lo diré abiertamente, me parece culpable de una frívola tendencia a introducirla en el comercio, sobre todo por la nota que aparece al pie: 

RAYUEL-O-MATIC

   Se habrá advertido que la verdadera máquina es la que aparece a la izquierda; el mueble con aire de triclinio es desde luego un aflténtico triclinio, puesto que Fassio comprendió desde un comienzo que Rayuela es un libro para leer en la cama a fin de no dormirse en otras posiciones de luctuosas consecuencias. Los diseños 4 y 5 ilustran admirablemente esta ambientación favorable, sobre todo el número 5 donde no faltan ni el mate ni el porrón de ginebra ( juraría que también hay una tostadora eléctrica, lo que me parece una pituquería): 

triclinioRAYUEL-O-MATIC
En una referencia complementaria se alude a un botón G, que el lector apretará en un caso extremo, y que tiene por función hacer saltar todo el aparato
 
 

 

   Nunca entenderé por qué algunos diseños venían numerados mientras otros se dejaban situar en cualquier parte, que he imitado respetuosamente. Pienso que éste dará una idea general de la máquina:
La maquina

   No hay que ser Werner von Braun para imaginar lo que guardan las gavetas, pero el inventor ha tenido buen cuidado de agregar las instrucciones siguientes: 
A — Inicia el funcionamiento a partir del capítulo73 (sale la gaveta 73 ); al cerrarse ésta se abre la No. l, y así sucesivamente. Si se desea interrumpir la lectura, por ejemplo en mitad del capítulo 16, debe apretarse el botón antes de cerrar esta gaveta. 
B — Cuando se quiera reiniciar la lectura a partir del momento en que se ha interrumpido, bastará apretar este botón y reaparecerá la gaveta No. 16, continuándose el proceso. 
C — Suelta todos los resortes, de manera que pueda elegirse cualquier gaveta con sólo tirar de la perilla. Deja de funcionar el sistema eléctrico. 
D — Botón destinado a la lectura del Primer Libro, es decir, del capítulo 1 al 56 de corrido. Al cerrar la gaveta No. 1, se abre la No. 2, y así sucesivamente. 
E — Botón para interrumpir el funcionamiento en el momento que se quiera, una vez llegado al circuito final: 58 - 131 - 58 - 131 - 58, etcétera. 
F — En el modelo con cama, este botón abre la parte inferior, quedando la cama preparada. 
 

   Los diseños 1, 2 y 3 permiten apreciar el modelo con cama, así como la forma en que sale y se abre esta última apenas se aprieta el botón F. 
   Atento a las previsibles exigencies estéticas de los consumidores de nuestras obras, Fassio ha previsto modelos especiales de la máquina en estilo Luis XV y Luis XVI. 

El mobiliario


   En la imposibilidad de enviarme la máquina por razones logísticas, aduaneras e incluso estratégicas que el Colegio de Patafisíca no está en condiciones ni en ánimo de estudiar, Fassio acompañó los diseños con un gráfico de la lectura de Rayuela (en la cama o sentado). 
Diagrama de lectura

   La interpretación general no es difícil: se indican claramente los puntos capitales comenzando por el de partida (73), el capítulo emparedado (55) y Los dos capítulos del ciclo final (58 y 131). De la lectura surge una proyección gráfica bastante parecida a un garabato, aunque quizá los técnicos puedan explicarme algún día por qué los pesos se amontonan tanto hacia los capítulos 54 y 64. El análisis estructural utilizará con provecho estas proyecciones de apariencia despatarrada; yo le deseo buena suerte. 


 


 

Hay que ser realmente idiota para


   Hace años que me doy cuenta y no me importa, pero nunca se me ocurrió escribirlo porque la idiotez me parece un tema muy desagradable, especialmente si es el idiota quien lo expone.
Puede que la palabra idiota sea demasiado rotunda, pero prefiero ponerla de entrada y calentita sobre el plato aunque los amigos la crean exagerada, en vez de emplear cualquier otra como tonto, lelo o retardado y que después los mismos amigos opinen que uno se ha quedado corto. En realidad no pasa nada grave pero ser idiota lo pone a uno completamente aparte, y aunque tiene sus cosas buenas es evidente que de a ratos hay como una nostalgia, un deseo de cruzar a la vereda de enfrente donde amigos y parientes están reunidos en una misma inteligencia y comprensión, y frotarse un poco contra ellos para sentir que no hay diferencia apreciable y que todo va benissimo. Lo triste es que todo va malissimo cuando uno es idiota, por ejemplo en el teatro, yo voy al teatro con mi mujer y algún amigo, hay un espectáculo de mimos checos o de bailarines tailandeses y es seguro que apenas empiece la función voy a encontrar que todo es una maravilla. Me divierto o me conmuevo enormemente, los diálogos o los gestos o las danzas me llegan como visiones sobrenaturales, aplaudo hasta romperme las manos y a veces me lloran los ojos o me río hasta el borde del pis, y en todo caso me alegro de vivir y de haber tenido la suerte de ir esa noche al teatro o al cine o a una exposición de cuadros, a cualquier sitio donde gentes extraordinarias están haciendo o mostrando cosas que jamás se habían imaginado antes, inventando un lugar de revelación y de encuentro, algo que lava de los momentos en que no ocurre nada más que lo que ocurre todo el tiempo. 
     Y así estoy deslumbrado y tan contento que cuando llega el intervalo me levanto entusiasmado y sigo aplaudiendo a los actores, y le digo a mi mujer que los mimos checos son una maravilla y que la escena en que el pescador echa el anzuelo y se ve avanzar un pez fosforecente a media altura es absolutamente inaudita. Mi mujer también se ha divertido y ha aplaudido, pero de pronto me doy cuenta (ese instante tiene algo de herida, de agujero ronco y húmedo) que su diversión y sus aplausos no han sido como los míos, y además casi siempre hay con nosotros algún amigo que también se ha divertido y ha aplaudido pero nunca como yo, y también me doy cuenta de que está diciendo con suma sensatez e inteligencia que el espectáculo es bonito y que los actores no son malos, pero que desde luego no hay gran originalidad en las ideas, sin contar que los colores de los trajes son mediocres y la puesta en escena bastante adocenada y cosas y cosas. Cuando mi mujer o mi amigo dicen eso --lo dicen amablemente, sin ninguna agresividad-- yo comprendo que soy idiota, pero lo malo es que uno se ha olvidado cada vez que lo maravilla algo que pasa, de modo que la caída repentina en la idiotez le llega como al corcho que se ha pasado años en el sótano acompañando al vino de la botella y de golpe plop y un tirón y no es mas que corcho. Me gustaría defender a los mimos checos o a los bailarines tailandeses, porque me han parecido admirables y he sido tan feliz con ellos que las palabras inteligentes y sensatas de mis amigos o de mi mujer me duelen como por debajo de las uñas, y eso que comprendo perfectamente cuánta razón tienen y cómo el espectáculo no ha de ser tan bueno como a mí me parecía (pero en realidad a mí no me parecía que fuese bueno ni malo ni nada, sencillamente estaba transportado por lo que ocurría como idiota que soy, y me bastaba para salirme y andar por ahí donde me gusta andar cada vez que puedo, y puedo tan poco). Y jamás se me ocurriría discutir con mi mujer o con mis amigos porque sé que tienen razón y que en realidad han hecho muy bien en no dejarse ganar por el entusiasmo, puesto que los placeres de la inteligencia y la sensibilidad deben nacer de un juicio ponderado y sobre todo de una actitud comparativa, basarse como dijo Epicteto en lo que ya se conoce para juzgar lo que se acaba de conocer, pues eso y no otra cosa es la cultura y la sofrosine. De ninguna manera pretendo discutir con ellos y a lo sumo me limito a alejarme unos metros para no escuchar el resto de las comparaciones y los juicios, mientras trato de retener todavía las últimas imágenes del pez fosforecente que flotaba en mitad del escenario, aunque ahora mi recuerdo se ve inevitablemente modificado por las críticas inteligentísimas que acabo de escuchar y no me queda más remedio que admitir la mediocridad de lo que he visto y que sólo me ha entusiasmado porque acepto cualquier cosa que tenga colores y formas un poco diferentes. Recaigo en la conciencia de que soy idiota, de que cualquier cosa basta para alegrarme de la cuadriculada vida, y entonces el recuerdo de lo que he amado y gozado esa noche se enturbia y se vuelve cómplice, la obra de otros idiotas que han estado pescando o bailando mal, con trajes y coreografías mediocres, y casi es un consuelo pero un consuelo siniestro el que seamos tantos los idiotas que esa noche se han dado cita en esa sala para bailar y pescar y aplaudir. Lo peor es que a los dos días abro el diario y leo la crítica del espectáculo, y la crítica coincide casi siempre y hasta con las mismas palabras con o que tan sensata e inteligentemente han visto y dicho mi mujer o mis amigos. Ahora estoy seguro de que no ser idiota es una de las cosas más importantes para la vida de un hombre, hasta que poco a poco me vaya olvidando, porque lo peor es que al final me olvido, por ejemplo acabo de ver un pato que nadaba en uno de los lagos del Bois de Boulogne, y era de una hermosura tan maravillosa que no pude menos que ponerme en cuclillas junto al lago y quedarme no sé cuánto tiempo mirando su hermosura, la alegría petulante de sus ojos, esa doble línea delicada que corta su pecho en el agua del lago y que se va abriendo hasta perderse en la distancia. Mi entusiasmo no nace solamente del pato, es algo que el pato cuaja de golpe, porque a veces puede ser una hoja seca que se balancea en el borde de un banco, o una grúa anaranjada, enormísima y delicada contra el cielo azul de la tarde, o el olor de un vagón de tren cuando uno entra y se tiene un billete para un viaje de tantas horas y todo va a ir sucediendo prodigiosamente, el sándwich de jamón, los botones para encender o apagar la luz (una blanca y otra violeta), la ventilación regulable, todo eso me parece tan hermoso y casi tan imposible que tenerlo ahí a mi alcance me llena de una especie de sauce interior, de una verde lluvia de delicia que no debería terminar más. Pero muchos me han dicho que mi entusiasmo es una prueba de inmadurez (quieren decir que soy idiota, pero eligen las palabras) y que no es posible entusiasmarse así por una tela de araña que brilla al sol, puesto que si uno incurre en semejantes excesos por una tela de araña llena de rocío, ¿qué va a dejar para la noche en que den King Lear? A mí eso me sorprende un poco, porque en realidad el entusiasmo no es una cosa que se gaste cuando uno es realmente idiota, se gasta cuando uno es inteligente y tiene sentido de los valores y de la historicidad de las cosas, y por eso aunque yo corra de un lado a otro del Bois de Boulogne para ver mejor el pato, eso no me impedirá esa misma noche dar enormes saltos de entusiasmo si me gusta como canta Fischer Dieskau. Ahora que lo pienso la idiotez debe ser eso: poder entusiasmarse todo el tiempo por cualquier cosa que a uno le guste, sin que un dibujito en una pared tenga que verse menoscabado por el recuerdo de los frescos de Giotto en Padua. La idiotez debe ser una especie de presencia y recomienzo constante: ahora me gusta esta piedrita amarilla, ahora me gusta "L'année dernière à Marienbad", ahora me gustas tú, ratita, ahora me gusta esa increíble locomotora bufando en la Gare de Lyon, ahora me gusta ese cartel arrancado y sucio. Ahora me gusta, me gusta tanto, ahora soy yo, reincidentemente yo, el idiota perfecto en su idiotez que no sabe que es idiota y goza perdido en su goce, hasta que la primera frase inteligente lo devuelva a la conciencia de su idiotez y lo haga buscar presuroso un cigarrillo con manos torpes, mirando al suelo, comprendiendo y a veces aceptando porque también un idiota tiene que vivir, claro que hasta otro pato u otro cartel, y así siempre.


 
Razones de la cólera

Fauna y flora del río
Este río sale del cielo y se acomoda para durar,
estira las sábanas hasta el pescuezo, y duerme
delante de nosotros que vamos y venimos. 
El río de la plata es esto que de día 
nos empapa de viento y gelatina, y es 
la renuncia al levante, porque el mundo 
acaba con los farolitos de la costanera.

Más acá no discutas, lee estas cosas 
preferentemente en el café, cielito de monedas,
refugiado del fuera, del otro día hábil, 
rondado por los sueños, por la baba del río.
Casi no queda nada; sí, el amor vergonzoso
entrando en los buzones para llorar, o andando 
solo por las esquinas (pero lo ven igual 
guardando sus objetos dulces, sus fotos y leontinas 
y pañuelitos 
guardándolos en la región de la vergüenza, 
la zona de bolsillo donde una pequeña noche murmura 
entre pelusas y monedas.

Para algunos todo es igual, mas yo 
no quiero a Rácing, no me gusta 
la aspirina, resiento 
la vuelta de los días, me deshago en esperas, 
puteo algunas veces, y me dicen qué le pasa amigo,
viento norte, carajo.

Milonga
Extraño la Cruz del Sur 
cuando la sed me hace alzar la cabeza 
para beber tu negro vino medianoche.
Y extraño las esquinas con almacenes dormilones 
donde el perfume de la yerba tiembla en la piel del aire.

Comprender que eso está siempre allá 
como un bolsillo donde a cada rato 
la mano busca una moneda el cortapluma el peine 
la mano infatigable de una oscura memoria 
que recuenta sus muertos.

La Cruz del Sur el mate amargo.
Y las voces de amigos 
usándose con otros.
 

1950 año del Libertador, etc.

Y si el llanto te viene a buscar...
De un tango
Y si el llanto te viene a buscar
agarrálo de frente, bebé entero
el copetín de lágrimas legítimas.
Llorá, argentino, llorá por fin un llanto
de verdad, cara al tiempo
que escamoteabas ágilmente,
llorá las desgracias que creías ajenas,
la soledad sin remisión al pie de un río,
la culpa de la paz sin mérito,
la siesta de barrigas rellenas de pan dulce.
Llorá tu infancia envilecida por el cine y la radio,
tu adolescencia en las esquinas del hastío, la patota, el amor sin recompensa,
llorá el escalafón, el campeonato, el bife vuelta y vuelta,
llorá tu nombramiento o tu diploma
que te encerraron en la prosperidad o la desgracia
que en la llanura más inmensa te estaquearon
a un terrenito que pagaste
en cuotas trimestrales.

La patria
Esta tierra sobre los ojos,
este paño pegajoso, negro de estrellas impasibles,
esta noche continua, esta distancia.
Te quiero, país tirado más abajo del mar, pez panza arriba,
pobre sombra de país, lleno de vientos,
de monumentos y espamentos,
de orgullo sin objeto, sujeto para asaltos,
escupido curdela inofensivo puteando y sacudiendo banderitas,
repartiendo escarapelas en la lluvia, salpicando
de babas y estupor canchas de fútbol y ringsides.

Pobres negros.

Te estás quemando a fuego lento, y dónde el fuego,
dónde el que come los asados y te tira los huesos.
Malandras, cajetillas, señores y cafishos,
diputados, tilingas de apellido compuesto,
gordas tejiendo en los zaguanes, maestras normales, curas, escribanos,
centroforwards, livianos, Fangio solo, tenientes 
primeros, coroneles, generales, marinos, sanidad, carnavales, obispos,
bagualas, chamamés, malambos, mambos, tangos,
secretarías, subsecretarías, jefes, contrajefes, truco,
contraflor al resto. Y qué carajo,
si la casita era su sueño, si lo mataron en 
pelea, si usted lo ve, lo prueba y se lo lleva.

Liquidación forzosa, se remata hasta lo último.

Te quiero, país tirado a la vereda, caja de fósforos vacía,
te quiero, tacho de basura que se llevan sobre una cureña
envuelto en la bandera que nos legó Belgrano,
mientras las viejas lloran en el velorio, y anda el mate 
con su verde consuelo, lotería del pobre, 
y en cada piso hay alguien que nació haciendo discursos
para algún otro que nació para escucharlos y pelarse las manos.
Pobres negros que juntan las ganas de ser blancos, 
pobres blancos que viven un carnaval de negros,
qué quiniela, hermanito, en Boedo, en la Boca,
en Palermo y Barracas, en los puentes, afuera,
en los ranchos que paran la mugre de la pampa,
en las casas blanqueadas del silencio del norte,
en las chapas de zinc donde el frío se frota,
en la Plaza de Mayo donde ronda la muerte trajeada de Mentira.
Te quiero, país desnudo que sueña con un smoking,
vicecampeón del mundo en cualquier cosa, en lo que salga,
tercera posición, energía nuclear, justicialismo, vacas,
tango, coraje, puños, viveza y elegancia.
Tan triste en lo más hondo del grito, tan golpeado
en lo mejor de la garufa, tan garifo a la hora de la autopsia.
Pero te quiero, país de barro, y otros te quieren, y algo
saldrá de este sentir. Hoy es distancia, fuga,
no te metás, qué vachaché, dale que va, paciencia.
La tierra entre los dedos, la basura en los ojos,
ser argentino es estar triste,
ser argentino es estar lejos.
Y no decir: mañana,
porque ya basta con ser flojo ahora.
Tapándome la cara
(el poncho te lo dejo, folklorista infeliz)
me acuerdo de una estrella en pleno campo,
me acuerdo de un amanecer de puna,
de Tilcara de tarde, de Paraná fragante,
de Tupungato arisca, de un vuelo de flamencos
quemando un horizonte de bañados.
Te quiero, país, pañuelo sucio, con tus calles
cubiertas de carteles peronistas, te quiero
sin esperanza y sin perdón, sin vuelta y sin derecho,
nada más que de lejos y amargado y de noche.
 



 
Viaje a un país de Cronopios

La embajada de los cronopios

    Los cronopios viven en diversos países, rodeados de una gran cantidad de famas y de esperanzas, pero desde hace un tiempo hay un país donde los cronopios han sacado las tizas de colores que siempre llevan consigo y han dibujado un enorme SE ACABÓ en las paredes de los famas, y con letra más pequeña y compasiva la palabra DECÍDETE en las paredes de las esperanzas, y como consecuencia de la conmoción que han provocado estas inscripciones, no cabe la menor duda de que cualquier cronopio tiene que hacer todo lo posible para ir inmediatamente a conocer ese país. 
    Cuando se ha decidido ir inmediatamente a conocer ese país, lo primero que sucede es que la embajada del país de los cronopios comisiona a varios de sus empleados para que faciliten el viaje del cronopio explorador, y por lo regular este cronopio se presenta a la embajada donde tiene lugar el diálogo siguiente, a saber: 
    ­-Buenas salenas cronopio cronopio. 
    ­-Buenas salenas, usted saldrá en el avión del jueves. Favor llenar estos cinco formularios, favor cinco fotos de frente. 
    El cronopio viajero agradece, y de vuelta en su casa llena fervorosamente los cinco formularios que le resultan complicadísimos, aunque por suerte una vez llenado el primero no hay más que copiar las mismas equivocaciones en los cuatro restantes. Después este cronopio va a un Fotomatón y se hace retratar en la forma siguiente: las cinco primeras fotos muy serio, y la última sacando la lengua. Esta última el cronopio se la guarda para él y está contentísimo con esa foto. 
    El jueves el cronopio prepara las valijas desde temprano, es decir que pone dos cepillos de dientes y un calidoscopio, y se sienta a mirar mientras su mujer llena las valijas con las cosas necesarias, pero como su mujer es tan cronopio como él, olvida siempre lo más importante a pesar de lo cual tienen que sentarse encima para poder cerrarlas, y en ese momento suena el teléfono y la embajada avisa que ha habido una equivocación y que deberían haber tomado el avión del domingo anterior, con lo cual se suscita un diálogo lleno de cortaplumas entre el cronopio y la embajada, se oye el estallido de las valijas que al abrirse dejan escapar osos de felpa y estrellas de mar disecadas, y al final el avión saldrá el próximo domingo y favor cinco fotos de frente. 
    Sumamente perturbado por el cariz que toman los acontecimientos, el cronopio concurre a la embajada y apenas le han abierto la puerta grita con todas las amígdalas que él ya ha entregado las cinco fotos junto con los cinco formularios. Los empleados no le hacen mayor caso y le dicen que no se inquiete puesto que en realidad las fotos no son tan necesarias, pero que en cambio hay que conseguir en seguida un visado checoslovaco, novedad que sobresalta violentamente al cronopio viajero. Como es sabido, los cronopios son propensos a desanimarse por cualquier cosa, de manera que grandes lágrimas ruedan por sus mejillas mientras suspira: 
    ­-¡Cruel embajada! Viaje malogrado, preparativos inútiles, favor devolverme las fotos. 
    Pero no es así, y dieciocho días más tarde el cronopio y su mujer despegan en Orly y se posan en Praga después de un viaje donde lo más sensacional es como de costumbre la bandeja de plástico recubierta de maravillas que se comen y se beben, sin contar el tubito de mostaza que el cronopio guarda en el bolsillo del chaleco como recuerdo. 
    En Praga cunde una modesta temperatura de quince bajo cero, por lo cual el cronopio y su mujer casi ni se mueven del hotel de tránsito donde personas incomprensibles circulan por pasillos alfombrados. De tarde se animan y toman un tranvía que los lleva hasta el puente de Carlos, y todo está tan nevado y hay tantos niños y patos jugando en el hielo que el cronopio y su mujer se toman de las manos y bailan tregua y bailan catala diciendo así: 
    -­¡Praga, ciudad legendaria, orgullo del centro de Europa! 
    Después vuelven al hotel y esperan ansiosamente que vengan a buscarlos para seguir el viaje, cosa que por milagro no sucede dos meses más tarde sino al otro día. 

El avión de los cronopios

    Lo primero que se nota al entrar en el avión de los cronopios es que estos cronopios tienen muy pocos aviones y se ven obligados a aprovechar lo más posible el espacio, con lo cual este avión se parece más bien a un ómnibus, pero eso no impide que a bordo prolifere una gran alegría porque casi todos los pasajeros son cronopios y algunas esperanzas que regresan a su país, y los otros son cronopios extranjeros que al principio contemplan bastante estupefactos el entusiasmo de los que vuelven a su país hasta que al final aprenden a divertirse a la manera de los otros cronopios y en el avión reina un clima de conversatorio sólo comparable al estrépito de sus venerables motores que es propiamente la muerte en tres tomos. 
    A todo esto pasa que el avión tiene que despegar a las veintiuna, pero apenas los pasajeros se han instalado y están temblando como suele y debe hacerse en esos casos, aparece una lindísima aeromoza que da a conocer el discurso siguiente, a saber: 
    -­Manda decir el capi que abajo todos y que hay retraso de dos horas. 
    Es un hecho conocido que los cronopios no se preocupan por cosas así, puesto que en seguida piensan que la compañía les va a servir grandes vasos de jugos de diferentes colores en el bar del aeropuerto, sin contar que podrán seguir comprando tarjetas postales y enviándolas a otros cronopios, y no solamente sucede todo eso sino que además la compañía les manda servir una cena suculenta a las once de la noche y los cronopios pueden así cumplir uno de los sueños de su vida, que es comer con una mano mientras escriben tarjetas postales con la otra. Luego vuelven al avión que tiene un aire de querer volar, y en seguida la aeromoza les trae mantas azules y verdes y hasta los arropa con sus lindas manos y apaga la luz a ver si se callan un poco, cosa que sucede bastante más tarde con gran indignación de las esperanzas y de unos cuantos cronopios extranjeros que están acostumbrados a dormirse apenas les apagan la luz en cualquier parte. 
    Desde luego el cronopio viajero ya ha ensayado todos los botones y palanquitas a su alcance, porque eso le produce una gran felicidad, pero vano es su deseo de que al apretar el botón correspondiente venga la aeromoza a traerle otro poco de jugo o a arroparlo mejor en la manta verde que le ha tocado, porque muy pronto se comprueba que la aeromoza está durmiendo como un osito a lo largo de los tres asientos que con gran astucia siempre se reservan las aeromozas en esas circunstancias. Apenas el cronopio ha decidido resignarse y dormir, se encienden todas las luces y un camarero se pone a distribuir bandejas, con lo cual el cronopio y su mujer se frotan las manos y dicen así, a saber: 
    -­Nada comparable a un buen desayuno después de un sueño reparador, sobre todo si viene con tostadas. Tan comprensibles ilusiones se ven cruelmente diezmadas por el camarero, que empieza a distribuir bebidas con nombres misteriosos y poéticos tales como añejo en la roca, que hace pensar en una estampa con un viejo pescador japonés, o mojito, que también hace pensar en algo japonés. En todo caso al cronopio le parece extraordinario que los hayan arrancado del sueño con el solo objeto de sumirlos inmediatamente en el delirio alcohólico, pero no tarda en comprender que todavía es peor puesto que la aeromoza aparece con bandejas donde entre otras cosas hay una tortilla, un helado de almendra y un plátano de aplastantes dimensiones. Como apenas hacen cinco horas que la compañía les ha servido una cena completa en el aeródromo, al cronopio esta comida le parece más bien innecesaria, pero el camarero le explica que nadie podía prever que cenarían tan tarde y que si no le gusta no la coma, cosa que el cronopio considera inadmisible, y así tras de absorber la tortilla y el helado con gran perseverancia, se guarda el plátano en el bolsillo interior izquierdo del saco, mientras su mujer hace lo mismo en el bolso. Esta clase de episodios tiene la virtud de acortar los viajes en el avión de los cronopios, y es así que después de una escala en Gander donde no sucede nada digno de mención, porque el día en que suceda algo en un sitio como Gander será tan insólito como si una marmota ganara un torneo de ajedrez, el avión de los cronopios entra en cielos muy azules, y por debajo hay un mar todavía más azul, y todo se pone tan azul por todas partes que los cronopios saltan entusiasmados, y de pronto se ve un palmar y uno de los cronopios grita que ya no le importa si el avión se cae, proclamación patriótica recibida con cierta reserva por parte de los cronopios extranjeros y sobre todo de las esperanzas, y así es como se llega al país de los cronopios. 
    Desde luego el cronopio viajero visitará el país y un día, cuando regrese al suyo, escribirá las memorias de su viaje en papelitos de diferentes colores y las distribuirá en la esquina de su casa para que todos puedan leerlas. A los famas les dará papelitos azules, porque sabe que cuando los famas las lean se pondrán verdes, y nadie ignora que a un cronopio le gusta muchísimo la combinación de estos dos colores. En cuanto a las esperanzas, que se ruborizan mucho al recibir un obsequio, el cronopio les dará papelitos blancos y así las esperanzas podrán apantallarse las mejillas y el cronopio desde la esquina de su casa verá diversos y agradables colores que se van dispersando en todas direcciones llevándose las memorias de su viaje.

Extraído de "La vuelta al día en ochenta mundos" de Julio Cortázar, publicado en 1967 por Siglo XXI. ©
 


Volver a página de Cortázar                                                                                            Ir a página principal