Entre escuelas y balazos
Por Osvaldo Bayer

Mi nieta Paula, de 20 años y que vive en Alemania, terminó sus estudios secundarios allá y, antes de comenzar Medicina, resolvió dedicar un año de su juventud al trabajo social. Para eso aceptó formar parte de un proyecto de la Iglesia Evangélica Alemana, en la ciudad bonaerense de Quilmes, dedicado a un Jardín de Infantes de niños carenciados. Claro, sus primeras impresiones fueron desoladoras acerca del contorno que rodea a esas poblaciones. Hace poco leí en mi computadora una carta que ella escribió a sus maestros, allá. Todo es sorpresa. Sorpresa de cómo una sociedad pueda hacer padecer tantas carencias no ya a parte de sus habitantes sino principalmente a los niños. Estos llegan con hambre y alegría al comedor de todos los días que le ofrece esa iglesia y traen consigo lo que llevan en sus cabezas todos los niños del mundo: “Aunque los de aquí son más fuertes, rápidos y gordos”. Piojos. Debe ser la práctica de décadas. Pero eso fue lo de menos. Para Paula, palpar esa miseria le causó una impresión tan dolorosa que recurrió al ejercicio de ponerse a trabajar y preguntar después. “No puede ser” era la única explicación racional. “No puede ser.” Pero es, en la República Argentina sí, sí, el granero del mundo para los europeos del siglo pasado, el país de los zumos, las mieles, los frutos de las Hespérides. Sí, niños con hambre a media hora de la Casa de Gobierno, con gobernantes que pierden el tiempo poniendo cara de bronce y hablándonos de patria, democracia, futuro, nobleza argentina y otras pamplinas en el tiempo del hambre de 14 millones de pobres.
La Congregación Evangélica Argentino-Germana Buenos Aires Sur es la que sostiene al Jardín Maternal “Los Angelitos” y al Jardín de Infantes “El Arca de los Niños”, de Quilmes, donde los pibes están hasta diez horas por día y reciben allí tres comidas, cuidado de salud e higiene, actividades pedagógicas y recreativas. Además, los chicos reciben la enseñanza preescolar para comenzar la escuela lo mejor posible. Con desesperación, casi con lágrimas, mi nieta Paula me dice que todo eso se está por derrumbar. Desde 1982, el proyecto fue apoyado financieramente por iglesias hermanas de Alemania, pero éstas ya han dicho que con motivo de la reunificación alemana y de la ayuda a pueblos más pobres, como los países del Africa, quitarán el apoyo económico, de manera que no se sabe qué ocurrirá en el 2002. Urgen a que de los gastos se haga cargo el apoyo estatal argentino. Y éste mira para otro lado. Ante tal perspectiva, las humildes madres de los niños concurrentes le han escrito a la señora María Isabel Zapatero de Ruckauf, esposa del gobernador, pero hasta ahora no se ha aflojado ni siquiera algún patacón arrugado.
Desde hace más de ocho años, la representante legal de la Confederación Evangélica, Claudia Lohff, se dirigió a la Dirección General de Escuelas bonaerense pidiendo la subvención de sueldos docentes. Pero hasta ahora no pasó nada. La carta de la Confederación Evangélica dice textualmente: “Pero a pesar de trabajar para una población especialmente necesitada y cumplir por eso, además de la estrictamente pedagógica, una eminente función social, nuestra solicitud se ha visto postergada una y otra vez”. (La cosa está clara: si los niños no votan, ¿para qué se va a tirar el dinero? Hay que guardarlos para la clientela en los tiempos de elecciones. Así de sencillo.)
Por eso: niños, no. Alberto Morlachetti, hombre dedicado a los derechos humanos de los niños, acaba de publicar un cuaderno sublime, doloroso hasta la sangre, donde se explaya sobre los menores fusilados por la policía de Ruckauf. Sesenta apenas adolescentes fueron acribillados por la Policía Bonaerense en supuestos enfrentamientos. Muchos de ellos habían denunciado torturas y amenazas por parte de los mismos policías que los ejecutaron. Y Morlachetti derrama el dolor y la vergüenza: “Hace rato que la Verdad está disponible. No así la Justicia: no hay culpables, no hay condenas, mientras el dolor y la muerte se dan prisa por las calles de la miseria”.
Después nos habla de los pibes que conocieron la villa; luego de pedir limosna, vivían de raterías: “Antes de cualquier culpa, los sentenciaron a la pobreza. Les cambiaron su parcela en la tierra de todos por el desabrigo de barrios donde habita la pobreza. Les sustituyeron el pan por el dolor de cada día. Como una porfía desde el silencio, nos hiere algún nombre: Piti, el Monito, Fabián, Kitty, Juan”.
Quisiéramos salir ya y escribir en algún largo muro los nombres de los sesenta pibes fusilados por Ruckauf, por De la Rúa, por Cavallo.
Les niegan la comida, les niegan la educación, les niegan el techo, les niegan la niñez; pero, eso sí, les meten balas. Para eso están Patti, Rico y Bussi, en la espera. Y ahora Rattín, que perdió la gloria de Wembley al buscar de padrino al cobarde torturador Patti. Cuando la televisión lo muestre a Rattín en Wembley, todos lo veremos en calzoncillos. Al Monito lo mató de once balazos la cobardía de la policía de monseñor Ruckauf. Buen candidato a presidente, mi gobernador. Pero Morlachetti no da un paso atrás y nos regala el bello verso de Vallejo: “Ya va a llegar el día; pongámonos el alma”. Gracias, sembrador. Yo, por mi parte, juro por Piti, el Monito, Fabián, Kitty y Juan que, cada vez que pase por una comisaría bonaerense, voy a escupir en el suelo así alguno de los culos gordos de la guardia ruckaufiana se resbala hacia el infierno.
En su informe “Defenderse contra la pobreza; volver a la dignidad humana”, la representante de la Congregación Evangélica Argentino-Germana pone el ejemplo de dos mujeres de las villas. Las mujeres sufren tanto o más que los niños cuando se ven enfrentadas con la pobreza. Dora, por ejemplo, tiene 39 años y es santiagueña. Comenzó a trabajar cuidando niños a los 7 años. Ella y sus nueve hermanos se criaron en la más desoladora pobreza. A los 18 años llegó con su primer hombre a Buenos Aires. Ya estaba embarazada de su primera hija. Un año después nació su hijo Oscar y al otro año, su hija Jorgelina. Durante 18 años, Dora trabajó como sirvienta. Hasta el año pasado. Su sueldo era la única entrada para la familia. El hombre le era infiel y castigaba a la familia. Hasta que la abandonó. Dora tuvo entonces otro amigo que se jugaba todo el dinero que ganaba ella. Y, por supuesto, vino el primer hijo de los dos, Axel. Ella se quedó sin trabajo y ahora es planchadora. Vive en una especie de casilla en Villa del Monte, una gigantesca villa de emergencia. Axel va al jardín de infantes de los evangélicos alemanes. Ella, la madre, tiene ahí un círculo con otras madres de la villa y conversan, tratan de resolver los problemas y se apoyan entre sí.
El otro caso es el de Patricia. Vive con su compañero Roberto, a la orilla del río, y su cabaña se inunda unas diez veces por año. Roberto perdió su trabajo de portero y se dedica ahora a armar rejas de hierro. Pero muy pocos son los encargos, de manera que la vida es difícil. Hace rejas y las cambia por alimentos, una especie de canje al que han recurrido casi todos los habitantes de la villa. Ella ayuda a los chicos del barrio en los deberes escolares y le pagan con verduras. En verano, cuando vienen los bañistas, el matrimonio tiene un pequeño quiosco por la ventana de la casilla. “Los políticos –dice Roberto– sólo aparecen en las elecciones y nos dan una chapa de cinc o colchones. Después desaparecen.” Democracia argentina.
Todos los días, empezar de nuevo. Todos los días llegan más habitantes a las villas. Un empezar todas las mañanas sin esperanzas. La miseria siempre presente. Año tras año. El único lugar de reunión y de esperanza es el jardín infantil donde llevan a su hijo. Allí se reúnen y hay caras amigas. El lugar es verde, con árboles y palmeras, un oasis comparado conlas villas de donde vienen: grises, marrones como detritus, amarillas de tierra pisada.
Mi nieta Paula cree firmemente que vendrá el dinero para continuar la obra de dar alimento y escuela a los niños pobres. Aunque las esperanzas son pocas. La estampa argentina que llevará al regreso a Alemania será por sobre todo ésa, la de los niños pobres de Quilmes. Pero ante todo el rostro de esos niños, sus sonrisas, su expresión simpática de “no nos abandones, a nosotros también nos gusta que nos acaricien”.

 

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