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El contrato Social

Jean Jaques Rousseau

LIBRO PRIMERO

 

CAPITULO I: Asunto de este primer libro.

CAPÍTULO II: De las primeras sociedades.

CAPÍTULO III: Del derecho del más fuerte.

CAPÍTULO IV: De la esclavitud.

CAPÍTULO V: De cómo es preciso elevarse siempre a una primera convención.

CAPÍTULO VI: Del pacto social

CAPÍTULO VII: Del soberano.

CAPÍTULO VIII: Del estado civil

CAPÍTULO IX: Del dominio real

 

CAPITULO I

Asunto de este primer libro    

El hombre ha nacido libre y, sin embargo, por todas partes se encuentra encadenado. Tal cual se cree el amo de los demás, cuando, en verdad, no deja de ser tan esclavo como ellos. ¿Cómo se ha verificado este camino? Lo ignoro. ¿Qué puede 'hacerlo legítimo? Creo poder resolver esta cuestión.

Si no considerase más que la fuerza y el efecto que de ella se deriva, diría: mientras un pueblo se ve obligado a obedecer y obedece, hace bien; mas en el momento en que puede sacudir el yugo, y lo sacude, hace todavía mejor; porque recobrando su libertad por el mismo derecho que se le arrebató, o está fundado el recobrarla, o no lo estaba el "habérsela quitado". Pero el orden social es un derecho sagrado y sirve de base a todos los demás. Sin embargo, este derecho no viene de la Naturaleza; por consiguiente, está, pues, fundado sobre convenciones. Se trata de saber cuáles son estas convenciones. Mas antes de entrar en esto debo demostrar lo que acabo de anticipar.

CAPÍTULO II

De las primeras sociedades

La más antigua de todas las sociedades, y la única natural, es la de la familia, aun cuando los hijos no permanecen unidos al padre sino el tiempo en que necesitan de él para conservarse. En cuanto esta necesidad cesa, el lazo natural se deshace. Una vez libres los hijos de la obediencia que deben al padre, y el padre de los cuidados que debe a los hijos, recobran todos igualmente su independencia. Si continúan unidos luego, ya no lo es naturalmente, sino voluntariamente, y la familia misma no se mantiene sino, por convención.

Esta Libertad común es una consecuencia de la naturaleza del hombre. Su primera ley es velar por su propia conservación; sus primeros cuidados son los que se debe a sí mismo; tan pronto como llega a la edad de la razón, siendo él solo juez de los medios apropiados para conservarla, adviene por ello su propio señor.  

La familia es, pues, si se quiere, el primer modelo de las sociedades políticas: el jefe es la imagen del padre; el pueblo es la imagen de los hijos, y habiendo nacido todos iguales y libres, no enajenan su Libertad sino por su utilidad. Toda la diferencia consiste en que en la familia el amor del padre por sus hijos le remunera de los cuidados que les presta, y en el Estado el placer de mando sustituye a este amor que el jefe no siente por sus pueblos.

Grocio niega que todo poder humano sea establecido en favor de los que son gobernados, y cita como ejemplo la esclavitud. Su forma más constante de razonar consiste en establecer el derecho por el hecho [1]. Se podría emplear un método más consecuente.

Es, pues, dudoso para Grocio si el género humano pertenece a una centena de hombres o si esta centena de hombres pertenece al género humano, y en todo su libro parece inclinarse a la primera opinión; éste es también el sentir de Hobbes. Ved de este modo a la especie humana dividida en rebaños de ganado, cada uno de los cuales con un jefe que lo guarda para devorarlo.

Del mismo modo que un guardián es de naturaleza superior a la de su rebaño, así los pastores de hombres, que son sus jefes, son también de una naturaleza superior a la de sus pueblos. Así razonaba, según Pilón, el emperador Calígula, y sacaba, con razón, como consecuencia de tal analogía que los reyes eran dioses o que los pueblos eran bestias.

El razonamiento de Calígula se asemeja al de Hobbes y al de Grocio. Aristóteles, antes de ellos dos, había dicho también [2] que los hombres no son naturalmente iguales, sino que unos nacen para la esclavitud y otros para la dominación.

Aristóteles tenía razón; pero tomaba el efecto por la causa: todo hombre nacido en la esclavitud nace para la esclavitud, no hay nada más cierto. Los esclavos pierden todo en sus cadenas, hasta el deseo de salir de ellas; aman su servilismo, como los compañeros de Ulises amaban su embrutecimiento[3]; si hay, pues, esclavos por naturaleza es porque ha habido esclavos contra naturaleza. La fuerza ha hecho los primeros esclavos; su cobardía los ha perpetuado.

No he dicho nada del rey Adán ni del emperador Noé, padre de tres grandes monarcas, que se repartieron el universo como hicieron los hijos de Saturno, a quienes se ha creído reconocer en ellos. Yo espero que se me agradecerá esta moderación; porque, descendiendo directamente de uno de estos príncipes, y acaso de la rama del primogénito, ¿qué sé yo si, mediante la comprobación de títulos, no me encontraría con que era el legítimo rey del género humano? De cualquier modo que sea, no se puede disentir de que Adán no haya sido soberano del mundo, como Robinsón lo fue de su isla en tanto que único habitante, y lo que había de cómodo en el imperio de éste era que el monarca, asegurado en su trono, no tenía que temer rebelión ni guerras, ni a conspiraciones.

[1] "Las sabias investigaciones sobre el derecho público no son, a menudo, sino la historia de los antiguos abusos. Y se obstina. con poca fortuna. quien se esfuerza en estudiarlas demasiado" (Traité des intérlts de la France avec ses voisins. por el marqués de Argenson: imp. de Rey, Amsterdam). He aquí precisamente lo que ha hecho Grocio.

[2]Politic.. lib. I cap. V. (Ed.)

[3]Véase el tratado de Plutarco titulado "Que los animales usen la razón"

CAPÍTULO III

Del derecho del más fuerte 

El más fuerte no es nunca bastante fuerte para ser siempre el señor, si no transforma su fuerza en derecho y la obediencia en deber. De ahí, el derecho del más fuerte; derecho tomado irónicamente en apariencia y realmente establecido en principio. Pero ¿no se nos explicará nunca esta palabra? La fuerza es una potencia física; ¡no veo qué moralidad puede resultar de sus efectos! Ceder a la fuerza es un acto de necesidad, no de voluntad; es, a lo más, un acto de prudencia. ¿En qué sentido podrá esto ser un acto de deber? Supongamos por un momento este pretendido derecho. Yo afirmo que no resulta de él mismo un galimatías inexplicable; porque desde el momento en que es la fuerza la que hace el derecho, el efecto cambia con la causa: toda fuerza que sobrepasa a la primera sucede a su derecho. Desde el momento en que se puede desobedecer impunemente, se hace legítimamente; y puesto que el más fuerte tiene siempre razón, no se trata sino de hacer de modo que se sea el más fuerte. Ahora bien; ¿qué es un derecho que perece cuando la fuerza cesa? Si es preciso obedecer por la fuerza, no se necesita obedecer por deber, y si no se está forzado a obedecer, no se está obligado. Se ve, pues, que esta palabra el derecho no añade nada a la fuerza; no significa nada absolutamente.

Obedeced al poder. Si esto quiere decir ceded a la fuerza, el precepto es bueno, pero superfluo, y contesto que no será violado jamás. Todo poder viene de Dios, lo confieso; pero toda enfermedad viene también de Él; ¿quiere esto decir que esté prohibido llamar al médico? Si un ladrón me sorprende en el recodo de un bosque, es preciso entregar la bolsa a la fuerza; pero si yo pudiera sustraerla, ;estoy, en conciencia, obligado a darla? Porque, en último término, la pistola que tiene es también un poder.

Convengamos, pues, que fuerza no constituye derecho, y, que no se está obligado a obedecer sino a los poderes legítimos. De este modo, mi primitiva pregunta renace de continuo.

 CAPÍTULO IV

De la esclavitud 

Puesto que ningún hombre tiene una autoridad natural sobre sus semejantes, y puesto que la Naturaleza no produce ningún derecho, quedan, pues, las convenciones como base de toda autoridad legítima entre los hombres.

Si un particular -dice Grocio- puede enajenar su libertad y convertirse en esclavo de un señor, ¿por qué no podrá un pueblo entero enajenar la suya y hacerse súbdito de una vez? Hay en esto muchas palabras equívocas que necesitarían explicación; mas detengámonos en las de enajenar. Enajenar es dar o vender. Ahora bien; un hombre que se hace esclavo de otro no se da, sino que se vende, al menos, por su subsistencia; pero un pueblo, ¿por qué se vende?. No hay que pensar en que un rey proporcione a sus súbditos la subsistencia, puesto que es él quien saca de ellos la suya, y, según Rabelais, los reyes no viven poco. ¿Dan, pues, los súbditos su persona a condición de que se les tome también sus bienes? No veo qué es lo que conservan entonces.

Se dirá que el déspota asegura a sus súbditos la tranquilidad civil. Sea. Pero ¿qué ganan ellos si las guerras que su ambición les ocasiona, si su avidez insaciable y las vejaciones de su ministerio los desolan más que lo hicieran sus propias disensiones? ¿Qué ganan, si esta tranquilidad misma es una de sus miserias? También se vive tranquilo en los calabozos; ¿es esto bastante para encontrarse bien en ellos? Los griegos encerrados en el antro del Cíclope vivían tranquilos esperando que les llegase el tumo de ser devorados.

Decir que un hombre se da gratuitamente es decir una cosa absurda e inconcebible. Un acto tal es ilegítimo y nulo por el solo motivo de que quien lo realiza no está en su razón. Decir de un pueblo esto mismo es suponer un pueblo de locos, y la locura no crea derecho.

Aun cuando cada cual pudiera enajenarse a sí mismo, no puede enajenar a sus hijos: ellos nacen hombres libres, su libertad les pertenece, nadie tiene derecho a disponer de ellos sino ellos mismos. Antes de que lleguen a la edad de la razón, el padre puede, en su nombre, estipular condiciones para su conservación, para su bienestar, mas no darlos irrevocablemente y sin condición, porque una donación tal es contraria a los fines de la Naturaleza y excede a los derechos de la paternidad. Sería preciso, pues, para que un gobierno arbitrario fuese legítimo, que en cada generación el pueblo fuese dueño de admitirlo o rechazarlo; mas entonces este gobierno habría dejado de ser arbitrario.

Renunciar a la libertad es renunciar a la cualidad de hombres, a los derechos de humanidad e incluso a los deberes. No hay compensación posible para quien renuncia a todo. Tal renuncia es incompatible con la naturaleza del hombre, e implica arrebatar toda moralidad a las acciones el arrebatar la libertad a la voluntad. Por último, es una convención vana y contradictoria al reconocer, de una parte, una autoridad absoluta y, de otra, una obediencia sin límites. ¿No es claro que no se está comprometido a nada respecto de aquel de quien se tiene derecho a exigir todo? ¿Y esta sola condición, sin equivalencia, sin reciprocidad, no lleva consigo la nulidad del acto? Porque ¿qué derecho tendrá un esclavo sobre mí si todo lo que tiene me pertenece, y siendo su derecho el mío, este derecho mío contra mí mismo es una palabra sin sentido.

Grocio y los otros consideran la guerra un origen del pretendido derecho de esclavitud. El vencedor tiene, según ellos, el derecho de matar al vencido, y éste puede comprar su vida a expensas de su libertad; convención tanto más legítima cuanto que redunda en provecho de ambos.

Pero es claro que este pretendido derecho de dar muerte a los vencidos no resulta, en modo alguno, del estado de guerra. Por el solo hecho de que los hombres, mientras viven en su independencia primitiva, no tienen entre sí relaciones suficientemente constantes como para constituir ni el estado de paz ni el estado de guerra, ni son por naturaleza enemigos. Es la relación de las cosas y no la de los hombres la que constituye la guerra; y no pudiendo nacer ésta de las simples relaciones personales, sino sólo de las relaciones reales, la guerra privada o de hombre a hombre no puede existir, ni en el estado de naturaleza, en que no existe ninguna propiedad constante, ni en el estado social, en que todo se halla bajo la autoridad de las leyes.

Los combates particulares, los duelos, los choques, son actos y no constituyen ningún estado; y respecto a las guerras privadas, autorizadas por los Estatutos de Luis IX, rey de Francia, y suspendidas por la paz de Dios, son abusos del gobierno feudal, sistema absurdo como ninguno, contrario a los principios del derecho natural y a toda buena política.

La guerra no es, pues, una relación de hombre a hombre, sino una relación de Estado a Estado, en la cual los particulares sólo son enemigos incidentalmente, no como hombres, ni aun siquiera como ciudadanos [4], sino como soldados: no como miembros de la patria, sino como sus defensores. En fin, cada Estado no puede tener como enemigos sino otros Estados. y no hombres, puesto que entre cosas de diversa naturaleza no puede establecerse ninguna relación verdadera.

Este principio se halla conforme con las máximas establecidas en todos los tiempos y por la práctica constante de todos los pueblos civilizados. Las declaraciones de guerras no son tanto advertencias a la potencia cuanto a sus súbditos. El extranjero, sea rey, particular o pueblo, que robe, mate o detenga a los súbditos sin declarar la guerra al príncipe, no es un enemigo; es un ladrón. Aun en plena guerra, un príncipe justo se apodera en país enemigo de todo lo que pertenece al público; mas respeta las personas y los bienes de los particulares: respeta los derechos sobre los cuales están fundados los suyos propios. Siendo el fin de la guerra la destrucción del Estado enemigo, se tiene derecho a dar muerte a los defensores en tanto tienen las armas en la mano; mas en cuanto entregan las armas y se rinden, dejan de ser enemigos o instrumentos del enemigo y vuelven a ser simplemente hombres, y ya no se tiene derecho sobre su vida. A veces se puede matar al Estado sin matar a uno solo de sus miembros. Ahora bien; la guerra no da ningún derecho que no sea necesario a su fin. Estos principios no son los de Grocio; no se fundan sobre autoridades de poetas, sino que se derivan de la naturaleza misma de las cosas y se fundan en la razón.

El derecho de conquista no tiene otro fundamento que la ley del más fuerte. Si la guerra no da al vencedor el derecho de matanza sobre los pueblos vencidos, este derecho que no tiene no puede servirle de base para esclavizarles. No se tiene el derecho de dar muerte al enemigo sino cuando no se le puede hacer esclavo; el derecho de hacerlo esclavo no viene, pues, del derecho de matarlo, y es, por tanto, un camino inicuo hacerle comprar la vida al precio de su libertad, sobre la cual no se tiene ningún derecho. Al fundar el derecho de vida y de muerte sobre el de esclavitud, y el de esclavitud sobre el de vida y de muerte, ¿no es claro que se cae en un círculo vicioso?

Aun suponiendo este terrible derecho de matar, yo afirmo que un esclavo hecho en la guerra, o un pueblo conquistado, sólo está obligado, para con su señor, a obedecerle en tanto que se siente forzado a ello. Buscando un beneficio equivalente al de su vida, el vencedor, en realidad, no le concede gracia alguna; en vez de matarle sin fruto, lo ha matado con utilidad. Lejos, pues, de haber adquirido sobre él autoridad alguna unida a la fuerza, subsiste entre ellos el estado de guerra como antes, y su relación misma es un efecto de ello; es más, el uso del derecho de guerra no supone ningún tratado de paz. Han hecho un convenio, sea; pero este convenio, lejos de destruir el estado de guerra, supone su continuidad.

Así, de cualquier modo que se consideren las cosas, el derecho de esclavitud es nulo, no sólo por ilegítimo, sino por absurdo y porque no significa nada. Estas palabras, esclavo y derecho, son contradictorias: se excluyen mutuamente. Sea de un hombre a otro, bien de un hombre a un pueblo, este razonamiento será igualmente insensato: "Hago contigo un convenio, completamente en tu perjuicio y completamente en mi provecho, que yo observaré cuando me plazca y que tú observarás cuando me plazca a mí también."

[4] Los romanos, que han entendido y respetado el derecho de la guerra más que ninguna otra nación del mundo, llevaban tan lejos los escrúpulos a este respecto, que no estaba permitido a un ciudadano servir como voluntario sin haberse comprometido antes a ir contra el enemigo y expresamente contra tal enemigo. Habiendo sido reformada una legión en que Catón, el hijo, hacía sus primeras armas bajo Popflio. Catón, el padre, escribió a éste que si deseaba que su hijo continuase bajo su servicio era preciso hacerle prestar un nuevo juramento militar: porque habiendo sido anulado el primero, no podía ya levantar las armas contra el enemigo. Y el mismo Catón escribía a su hijo que se guardara de presentarse al combate en tanto no hubiese prestado este nuevo juramento. Sé que se me podrá oponer el sitio de Cluriam y otros hechos particulares; mas yo cito leyes, usos. Los romanos son los que menos frecuentemente han transgredido sus leyes y los que han llegado a tenerlas más hermosas.

CAPÍTULO V

De cómo es preciso elevarse siempre a una primera convención

Aun cuando concediese todo lo que he refutado hasta aquí, los fautores del despotismo no habrán avanzado más por ello. Siempre habrá una gran diferencia entre someter una multitud y regir una sociedad. Que hombres dispersos sean subyugados sucesivamente a uno solo, cualquiera que sea el número en que se encuentren, no por esto dejamos de hallarnos ante un señor y esclavos, mas no ante un pueblo y su jefe; es, si se quiere, una agregación, pero no una asociación; no hay en ello ni bien Público ni cuerpo político. Este hombre, aunque haya esclavizado la mitad del mundo, no deja de ser un particular: su interés, desugado del de los demás, es un interés privado. Al morir este mismo hombre, queda disperso y sin unión su imperio, como una encina se deshace y cae en un montón de ceniza después de haberla consumido el fuego.

Un pueblo -dice Grocio- puede entregarse a un rey. Esta misma donación es un acto civil; supone una deliberación pública. Antes de examinar el acto por el cual un pueblo elige- a un rey sería bueno examinar el acto por el cual un pueblo es tal pueblo; porque siendo este acto necesariamente anterior al otro, es el verdadero fundamento de la sociedad.

En efecto; si no hubiese convención anterior, ¿dónde radicaría la obligación para la minoría de someterse a la elección de la mayoría, a menos que la elección fuese unánime? Y ¿de dónde cierto que los que quieren un señor tienen derecho a votar por diez que no lo quieren?. La misma ley de la pluralidad de los sufragios es una fijación de convención y supone, al menos una vez, la previa unanimidad.

CAPÍTULO VI

Del pacto social

Supongo a los hombres llegados a un punto en que los obstáculos que perjudican a su conservación en el estado de naturaleza logran vencer, mediante su resistencia, a la fuerza que cada individuo puede emplear para mantenerse en dicho estado. Desde este momento, el estado primitivo no puede subsistir, y el género humano perecería si no cambiase de manera de ser.

Ahora bien; como los hombres no pueden engendrar nuevas fuerzas, sino unir y dirigir las que existen, no tienen otro medio de conservarse que formar por agregación una suma de fuerzas que pueda exceder a la resistencia, ponerlas en juego por un solo móvil y hacerlas obrar en armonía.

Esta suma de fuerzas no puede nacer sino del concurso de muchos; pero siendo la fuerza y la libertad de cada hombre los primeros instrumentos de su conservación, ¿cómo va a comprometerlos sin perjudicarse y sin olvidar los cuidados que se debe? Esta dificultad, referida' a nuestro problema, puede anunciarse en estos términos:

"Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja de toda fuerza común a la persona y a los bienes de cada asociado, y por virtud de la cual cada uno, uniéndose a todos, no obedezca sino a sí mismo y quede tan libre como antes." Tal es el problema fundamental, al cual da solución el Contrato social.

Las cláusulas de este contrato se hallan determinadas hasta tal punto por la naturaleza del acto, que la menor modificación las haría vanas y de efecto nulo; de suerte que, aun cuando jamás hubiesen podido ser formalmente enunciadas, son en todas partes las mismas y doquiera están tácitamente admitidas y reconocidas, hasta que, una vez violado el pacto social, cada cual vuelve a la posesión de sus primitivos derechos y a recobrar su libertad natural, perdiendo la convencional, por la cual renunció a aquélla.

Estas cláusulas, debidamente entendidas, se reducen todas a una sola, a saber: la enajenación total de cada asociado con todos sus derechos a toda la humanidad; porque, en primer lugar, dándose cada uno por entero, la condición es la misma para todos, y siendo la condición igual para todos, nadie tiene interés en hacerla onerosa a los demás.

Es más: cuando la enajenación se hace sin reservas, la unión llega a ser lo más perfecta posible y ningún asociado tiene nada que reclamar, porque si quedasen reservas en algunos derechos, los particulares, como no habría ningún superior común que pudiese fallar entre ellos y el público, siendo cada cual su propio juez en algún punto, pronto pretendería serlo en todos, y el estado de naturaleza subsistiría y la asociación advendría necesariamente tiránico o vana.

En fin, dándose cada cual a todos, no se da a nadie, y como no hay un asociado, sobre quien no se adquiera el mismo derecho que se le concede sobre sí, se gana el equivalente de todo lo que se pierde y más fuerza para conservar lo que se tiene.

Por tanto, si se elimina del pacto social lo que no le es de esencia, nos encontramos con que se reduce a los términos siguientes: "Cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general, y nosotros recibimos además a cada miembro como parte indivisible del todo." Este acto produce inmediatamente, en vez de la persona particular de cada contratante, un cuerpo moral y colectivo, compuesto de tantos miembros como votos tienen la asamblea, el cual recibe de este mismo acto su unidad, su yo común, su vida y su voluntad. Esta persona pública que así se forma, por la unión de todos los demás, tomaba en otro tiempo el nombre de ciudad [5] y toma ahora el de república o de cuerpo político, que es llamado por sus miembros Estado, cuando es pasivo; soberano, cuando es activo; poder, al compararlo a sus semejantes; respecto a los asociados, toman colectivamente el nombre de pueblo, y se llaman en particular ciudadanos, en cuanto son participantes de la autoridad soberana, y súbditos, en cuanto sometidos a las leyes del Estado. Pero estos términos se confunden frecuentemente y se toman unos por otros; basta con saberlos distinguir cuando se emplean en toda su precisión.

[5] El verdadero sentido de esta palabra se ha perdido casi por completo modernamente: la mayor parte toman una aldea por una ciudad y un burgués por un ciudadano. No saben que las casas forman la aldea: pero que los ciudadanos constituyen la ciudad. Este mismo error costó caro en otro tiempo a los cartagineses. No he leído que el título de cives haya sido dado nunca al súbdito de un príncipe, ni aun antiguamente a los macedonios, ni en nuestros días a los ingleses. aunque se hallen más próximos a la libertad que los demás. Tan sólo los franceses toman todos familiarmente este nombre de ciudadanos. porque no tienen una verdadera idea de él. como puede verse en sus diccionarios, sin lo cual caerían, al usurparlo, en el delito de ¡esa majestad; este nombre, entre ellos, expresa una virtud y no un derecho. Cuando Bodino ha querido hablar de nuestros ciudadanos y burgueses, ha cometido un error tomando a unos por otros. N. d'Aumbert no se ha equivocado. y ha distinguido bien, en su, artículo Genéve. las cuatro clases de hombres -hasta cinco. contando a los extranjeros- que se encuentran en nuestra ciudad, y de las cuales solamente dos componen la República. Ningún otro autor francés, que yo sepa, ha comprendido el verdadero sentido de la palabra ciudadano.

 CAPÍTULO VII

Del soberano

Se ve por esta fórmula que el acto de asociación encierra un compromiso recíproco del público con los particulares, y que cada individuo, contratando, por decirlo así, consigo mismo, se encuentra comprometido bajo una doble relación, a saber: como miembro del soberano, respecto a los particulares, y como miembro del Estado, respecto al soberano. Mas no puede aplicarse aquí la máxima del derecho civil de que nadie se atiene a los compromisos contraídos consigo mismo; porque hay mucha diferencia entre obligarse con uno mismo o con un todo de que se forma parte.

Es preciso hacer ver, además, que la deliberación pública, que puede obligar a todos los súbditos respecto al soberano, a causa de las dos diferentes relaciones bajo las cuales cada uno de ellos es considerado, no puede por la razón contraria obligar al soberano para con él mismo, y, por tanto, que es contrario a la naturaleza del cuerpo político que el soberano se imponga una ley que no puede infringir. No siéndole dable considerarse más que bajo una sola y misma relación, se encuentra en el caso de un particular que contrata consigo mismo; de donde se ve que no hay ni puede haber ninguna especie de ley fundamental obligatoria para el cuerpo del pueblo, ni siquiera el contrato social. Lo que no significa que este cuerpo no pueda comprometerse por completo con respecto a otro, en lo que no derogue este contrato; porque, en lo que respecta al extranjero, es un simple ser, un individuo.

Pero el cuerpo político o el soberano, no derivando su ser sino de la santidad del contrato, no puede nunca obligarse, ni aun respecto a otro, a nada que derogue este acto primitivo, como el de enajenar alguna parte de sí mismo o someterse a otro soberano. Violar el acto por el cual existe sería aniquilarlo, y lo que no es nada no produce nada.

Tan pronto como esta multitud se ha reunido así en un cuerpo, no se puede ofender a uno de los miembros ni atacar al cuerpo, ni menos aún ofender al cuerpo sin que los miembros se resistan. Por tanto, el deber, el interés, obligan igualmente a las dos partes contratantes a ayudarse mutuamente, y los mismos hombres deben procurar reunir bajo esta doble relación todas las ventajas que dependan de ella.

Ahora bien; no estando formado el soberano sino por los particulares que lo componen, no hay ni puede haber interés contrario al suyo; por consiguiente, el poder soberano no tiene ninguna necesidad de garantía con respecto a los súbditos, porque es imposible que el cuerpo quiera perjudicar a todos sus miembros, y ahora veremos cómo no puede perjudicar a ninguno en particular. El soberano, sólo por ser lo que es, es siempre lo que debe ser.

Mas no ocurre lo propio con los súbditos respecto al soberano, de cuyos compromisos, a pesar del interés común, nada respondería si no encontrase medios de asegurarse de su fidelidad.

En efecto; cada individuo puede como hombre tener una voluntad particular contraria o disconforme con la voluntad general que tiene como ciudadano; su interés particular puede hablarle de un modo completamente distinto de como lo hace el interés común; su existencia, absoluta y naturalmente independiente, le puede llevar a considerar lo que debe a la causa común, como una contribución gratuita, cuya pérdida será menos perjudicial a los demás que oneroso es para él el pago, y considerando la persona moral que constituye el Estado como un ser de razón, ya que no es un hombre, gozaría de los derechos del ciudadano sin querer llenar los deberes del súbdito, injusticia cuyo progreso causaría la ruina del cuerpo político.

Por tanto, a fin de que este pacto social no sea una vana fórmula, encierra tácitamente este compromiso: que sólo por sí puede dar fuerza a los demás, y que quienquiera se niegue a obedecer la voluntad general será obligado a ello por todo el cuerpo. Esto no significa otra cosa sino que se le obligará a ser libre, pues es tal la condición, que dándose cada ciudadano a la patria le asegura de toda dependencia personal; condición que constituye el artificio y el juego de la máquina política y que es la única que hace legítimos los compromisos civiles, los cuales sin esto serían absurdos, tiránicos y estarían sujetos a los más enormes abusos.

 CAPÍTULO VIII

Del estado civil

Este tránsito del estado de naturaleza al estado civil produce en el hombre un cambio muy notable, al sustituir en su conducta la justicia al instinto y al dar a sus acciones la moralidad que antes les faltaba. Sólo cuando ocupa la voz del deber el lugar del impulso físico y el derecho el del apetito es cuando el hombre, que hasta entonces no había mirado más que a sí mismo, se ve obligado a obrar según otros principios y a consultar su razón antes de escuchar sus inclinaciones. Aunque se prive en este estado de muchas ventajas que le brinda la Naturaleza, alcanza otra tan grande al ejercitarse y desarrollarse sus facultades, al extenderse sus ideas, al ennoblecerse sus sentimientos; se eleva su alma entera a tal punto, que si el abuso de esta nueva condición no lo colocase frecuentemente por bajo de aquella de que procede, debería bendecir sin cesar el feliz instante que le arrancó para siempre de ella, y que de un animal estúpido y limitado hizo un ser inteligente y un hombre.

Reduzcamos todo este balance a términos fáciles de comparar: lo que el hombre pierde por el contrato social es su libertad natural y un derecho ilimitado a todo cuanto le apetece y puede alcanzar: lo que gana es la libertad civil y la propiedad de todo lo que posee. Para no equivocarse en estas complicaciones es preciso distinguir la libertad natural, que no tiene más límite que las fuerzas del individuo, de la libertad civil, que está limitada por la voluntad general, y la posesión, que no es sino el efecto de la fuerza o el derecho del primer ocupante, de la propiedad, que no puede fundarse sino sobre un título positivo.

Según lo que precede, se podría agregar a lo adquirido por el estado civil la libertad moral, la única que verdaderamente hace al hombre dueño de sí mismo, porque el impulso exclusivo del apetito es esclavitud, y la obediencia a la ley que se ha prescrito es la libertad; mas ya he dicho demasiado sobre este particular y sobre el sentido filosófico de la palabra libertad, que no es aquí nuestro tema.

CAPÍTULO IX

Del dominio real

Cada miembro de la comunidad se da a ella en el momento en que se forma tal como se encuentra actualmente; se entrega él con sus fuerzas, de las cuales forman parte los bienes que posee. No es que por este acto cambie la posesión de naturaleza al cambiar de mano y advenga propiedad en las del soberano; sino que, como las fuerzas de la ciudad son incomparablemente mayores que las de un particular, la posesión pública es también, de hecho, más fuerte y más irrevocable, sin ser más legítima, al menos para los extraños; porque el Estado, con respecto a sus miembros, es dueño de todos sus bienes por el contrato social, el cual, en el Estado, es la base a todos los derechos; pero no lo es frente a las demás potencias sino por el derecho de primer ocupante, que corresponde a los particulares.

El derecho de primer ocupante, aunque más real que el del más fuerte, no adviene un verdadero derecho sino después del establecimiento del de propiedad. Todo hombre tiene, naturalmente, derecho a todo aquello que le es necesario; mas el acto positivo que le hace propietario de algún bien lo excluye de todo lo demás. Tomada su parte, debe limitarse a ella, y no tiene ya ningún derecho en la comunidad. He aquí por qué el derecho del primer ocupante, tan débil en el estado de naturaleza, es respetable para todo hombre civil. Se respeta menos en este derecho lo que es de otro que lo que no es de uno mismo.

En general, para autorizar sobre cualquier porción de terreno el derecho del primer ocupante son precisas las condiciones siguientes: primera, que este territorio no esté aún habitado por nadie; segunda, que no se ocupe de él sino la extensión de que se tenga necesidad para subsistir, y en tercer lugar, que se tome posesión de él, no mediante una vana ceremonia, sino por el trabajo y el cultivo, único signo de propiedad que, a falta de títulos jurídicos, debe ser respetado por los demás.

En efecto; conceder a la necesidad y al trabajo el derecho de primer ocupante, ¿no es darle la extensión máxima de que es susceptible? ¿Puede no ponérsele límites a este derecho? ¿Será suficiente poner el pie en un terreno común para considerarse dueño de él? ¿Bastará tener la fuerza necesaria para apartar un momento a los demás hombres, para quitarles el derecho de volver a él? ¿Cómo puede un hombre o un pueblo apoderarse de un territorio inmenso y privar de él a todo el género humano sin que esto constituya una usurpación punible, puesto que quita al resto de los hombres la habitación y los alimentos que la Naturaleza les da en común? ¿Era motivo suficiente que Núñez de Balboa tomase posesión, en la costa del mar del Sur, de toda la América meridional, en nombre de la corona de Castilla, para desposeer de ellas a todos los habitantes y excluir de las mismas a todos los príncipes del mundo? De modo análogo se multiplicaban vanamente escenas semejantes, y el rey católico no tenía más que tomar posesión del universo entero de un solo golpe, exceptuando tan sólo de su Imperio lo que con anterioridad poseían los demás príncipes.

Se comprende cómo las tierras de los particulares reunidas y contiguas se convierten en territorio público, y cómo el derecho de soberanía, extendiéndose desde los súbditos al terreno, adviene a la vez real y personal. Esto coloca a los poseedores en una mayor dependencia y hace de sus propias fuerzas la garantía de su fidelidad: ventaja que no parece haber sido bien apreciada por los antiguos monarcas, quienes, llamándose reyes de los persas, de los escitas, de los macedonios, parecían considerase más como jefes de los hombres que como señores de su país. Los de hoy se llaman, más hábilmente, reyes de Francia, de España, de Inglaterra, etc.; dominando así el territorio, están seguros de dominar a sus habitantes.

Lo que hay de singular en esta enajenación es que, lejos de despojar la comunidad a los particulares de sus bienes, al aceptarlos, no hace sino asegurarles la legítima posesión de los mismos, cambiar la usurpación en un verdadero derecho y el disfrute en propiedad. Entonces, siendo considerados los poseedores como depositarios del bien público, respetados los derechos de todos los miembros del Estado y mantenidos con todas sus fuerzas el extranjero, por una cesión ventajosa al público, y más aún a ellos mismos, adquieren, por decirlo así, todo lo que han dado; paradoja que se aplica fácilmente a la distinción de los derechos que el soberano y el propietario tienen sobre el mismo fundo, como a continuación se verá.

Puede ocurrir también que los hombres comiencen a unirse antes de poseer nada y que, apoderándose enseguida de un territorio suficiente para todos, gocen de él en común o lo repartan entre ellos, ya por igual, ya según proporciones establecidas por el soberano. De cualquier modo que se haga esta adquisición, el derecho que tiene cada particular sobre el mismo fundo está siempre subordinado al derecho que la comunidad tiene sobre todos, sin lo cual no habría ni solidez en el vínculo social ni fuerza real en el ejercicio de la soberanía.

Terminaré este capítulo y este libro con una indicación que debe servir de base a todo el sistema social, a saber: que en lugar de destruir la igualdad natural, el pacto fundamental sustituye, por el contrario, con una igualdad moral y legítima lo que la Naturaleza había podido poner de desigualdad física entre los hombres, y que, pudiendo ser desiguales en fuerza o en talento, advienen todos iguales por convención y derecho [6].

[6] Bajo los malos gobiernos, esta igualdad es exclusivamente aparente e ilusoria: sólo sirve para mantener al pobre en su miseria y al rico en su usurpación. De hecho, las leyes son siempre útiles para los que poseen algo y perjudiciales para los que nada tienen. De donde se sigue que el estado social no es ventajoso a los hombres sino en tanto que poseen todos algo y que ninguno de ellos tiene demasiado.