Suicidio en la Adolescencia

 

El suicidio de adolescentes ha pasado a constituir un problema importante de salud pública. Su incidencia se ha triplicado en los países occidentales en los últimos treinta años y está entre la segunda y tercer causa de muerte entre adolescentes y jóvenes de 15 a 19 años. En este trabajo de revisión se intentan identificar factores de riesgo demográficos y sociales y los procesos psicológicos que median en la conducta suicida. También se mencionan diferentes abordajes que se han realizado con adolescentes que presentaban tendencia hacia el suicidio. Por último se comentan algunas investigaciones que se están desarrollando actualmente.  

 Epidemiología del suicidio

 

El tema del suicidio en los adolescentes es un tema de vital importancia ya que, a nivel mundial, las cifras son alarmantes. Las estadísticas nacionales e internacionales muestran que el número de adolescentes que deciden quitarse la vida crece vertiginosamente. Se mencionan algunos datos sobre intentos de suicidio, suicidios consumados y diferencias entre varones y mujeres con respecto a este comportamiento.

 Cada año en Estados Unidos, entre 2000 y 2500 adolescentes debajo de los 20 años se suicidan (Shaffer y Craft, 1999). En el mismo país, la tasa de suicidio durante 1996 fue de 12.2 por cada 100.00 adolescentes. Como en los adultos, el suicidio entre adolescentes es más frecuente entre los varones (Hawton, 1998; National Institute of Mental Health, 1999).

Sin diferenciar edades, el Manual Merck (1998) sostiene que hay aproximadamente 200.000 intentos de suicidio en EE.UU. cada año, el 10 % de los cuales tiene éxito.

King (1999) estudiando a adolescentes estadounidenses observó que las mujeres tienen de 3 a 4 veces más intentosque los varones, mientras que los varones completan el suicidio de 4 a 5.5 más que las mujeres.

 Datos del National Center for Injury Prevention and Control (1999) muestran que en Estados Unidos mueren más personas por suicidio que por homicidio. Marcando cifras superiores al Manual Merck, muestra que en 1995 murieron 31.284 personas por suicidio (11.9 por cada 100.000), mientras que por homicidio fallecieron 22.552 individuos (8.58 por cada 100.000). Este mismo centro ubica al suicidio como la tercer causa de muerte en los jóvenes que tienen entre 15 y 24 años. Este último dato también lo confirman investigadores como Blumenthal (1990) e instituciones como la American Academy of Child & Adolescent Psychiatry (1999) y  la American Association of Suicidology (1999), agregando esta última el dato que el suicidio es la segunda causa de muerte en el grupo que va de los 15 a los 19 años (Kachur, Potter, James y Powell, 1995).

Según el National Vital Statistics System (1999), dentro del grupo que va de los 15 a los 24 años, las tres principales causas de muertes entre los años 1993 y 1995 han sido: accidentes (41,706%), homicidios (23,824%) y suicidios (14,589%).  

En una encuesta nacional realizada también en Estados Unidos con estudiantes del high school se observó que el 24% había pensado seriamente acerca de un intento de suicidio, mientras que un 17,7 % había hecho un plan específico acerca de cómo se suicidarían (Kann y otros, 1996).

En cuanto a Nueva Zelanda la tasa de suicidio en adolescentes que van de los 15 a los 19 años casi se ha triplicado en los últimos 20 años. En 1970 el promedio era de 5.8 cada 100.000 adolescentes, llegando en 1991 a 15.7 cada 100.000 (Drummond, 1997).

Pagliaro (1995) analizando datos sobre adolescentes canadienses desde 1986 a 1995, llega a estas conclusiones: las chicas tienen 4 veces más intentos de suicidio que los varones, pero sus métodos son menos letales y tienen una tasa alta de supervivencia.

Según datos de 1993 en Australia, la tasa de adolescentes que completan el suicidio es de 16.4 por cada 100.000, siendo la segunda causa de muerte entre las personas que tienen entre 15 y 24 años (Allison y otros, 1995).

 Yendo a nuestro país, según datos de la Facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires (Bazan, 1999), se afirma que la Argentina tiene la tasa más elevada de Latinoamérica en materia de suicidio adolescente y una de las más altas en el mundo.

 También encontraron al realizar una evaluación en dos escuelas públicas que 1 de cada 4 adolescentes presentan síntomas de depresión.

 Siguiendo dentro de los datos aportados por esta institución, se menciona información oficial del Ministerio de Salud y Acción Social, que reportó 353 suicidios concretados en jóvenes que tienen entre 15 y 24 años durante 1994 en nuestro país.

 En el IX Congreso Metropolitano de Psicología (González y otros, 1997), se presentó un estudio realizado en la provincia de Salta, Argentina. Allí se mencionó también información del mismo Ministerio: durante 1995, murieron 2449 adolescentes entre 13 y 19 años de los cuales el 7,15% se suicidó. Esto quiere decir que se cometió un suicidio cada dos días.

 En el estudio aludido se encuestaron a 2000 adolescentes de 13 a 19 años. El 14% había tenido algún intento de suicidio, distribuyéndose en 74 % de mujeres y 26% de hombres. La edad de mayor incidencia fue entre los 15 y los 17 años.

 

 Sub-registro de muertes por suicidio

Aún así, las cifras no han de ser exactas, porque existe un problema a la hora de obtener datos: el sub-registro de muertes por suicidio. Muchos intentos de autoeliminación se disfrazan y quedan encubiertos como accidentes en la vía pública o en el interior del hogar.

 “La constatación del suicidio de un joven implica en buena medida el fracaso de la familia, de la educación, del mundo adulto y de la sociedad en general, que no pudieron evitar que tal hecho se consumara. Certificar el suicidio de una persona joven implica asumir el fracaso. El estigma que se asocia al suicidio en algunas sociedades, la influencia de las creencias religiosas que condenan este acto y la legislación vigente en algunos países, pueden ser razones que expliquen el subregistro. Por lo tanto, es comprensible que en aquellos lugares donde existe un fuerte rechazo al suicidio, la autoridad que certifica la causa de muerte trate de evitar el veredicto de suicidio en los casos que existen dudas al respecto” (Perdomo y Constanzo, 1997).

 Madge y Harvey (1999) estudiaron los archivos de una oficina de un juez de Londres sobre un período de 17 años, con el propósito de evaluar en qué medida muchos de las muertes de jóvenes menores de 20 años consideradas como accidentales podrían tratarse de suicidios. Llegaron a la conclusión que en realidad la cantidad de suicidios debe multiplicarse por tres con respecto a los datos oficiales. Dan algunas razones como para entender este fenómeno: el rechazo de los familiares a la investigación policial, la incertidumbre acerca de las circunstancias que rodearon a la muerte, la renuencia frecuente de la familia a la denominación de “suicidio” para evitar ser etiquetados, entre otras.

 

 Mitos sobre el suicidio

King (1999) desarrolla 15 mitos sobre el suicidio adolescente. Se mencionan algunos:

 El suicidio adolescente es un problema que está decreciendo en Estados Unidos. En realidad, la tasa se ha triplicado desde 1950. Actualmente, la tasa de suicidio para los adolescentes y jóvenes que van de los 15 a los 24 años es de 13.8 por cada 100.000 habitantes.  

El homicidio adolescente es más común que el suicidio adolescente. Para los adolescentes que tienen entre 15 y 19 años el suicidio es la segunda causa de muerte, el homicidio es la tercera.

La mayoría de los suicidios adolescentes ocurren imprevistamente sin ninguna advertencia previa. Nueve de cada diez adolescentes que se suicidaron dieron pistas de antemano

El método más común para completar el suicidio es la sobredosis de droga. En 1994 el 67% de los suicidios completados fueron por pistolas, siendo el ahorcamiento el segundo método más utilizado con un 18%.

Los suicidios adolescentes sólo ocurren entre los adolescentes pobres. El problema se da en todos los niveles sociales. Las variables socioeconómicas no son predictores de conductas suicidas.

 

Alcohol, abuso de sustancias y suicidio

Según se afirma en el Manual Merck (1998), el alcohol predispone a los actos suicidas al agravar la intensidad de toda oscilación depresiva del estado de ánimo y al disminuir el autocontrol. Aproximadamente el 30 % de los pacientes que intentan el suicidio han consumido alcohol antes del acto, y alrededor de la mitad de éstos estaban embriagados en dicho momento.

Algunos investigadores afirman que el uso de alcohol etílico contribuye con el 15 al 50% de los suicidios, y que el 15% de los alcohólicos cometen suicidio, generalmente en fases tardías de la enfermedad (Blumenthal, 1988; Hawton, 1987; Murphy y Wetzel, 1990). Existen estudios que plantean que el riesgo de suicidio en alcohólicos es de 60 a 120 veces mayor que el de la población general (Murphy y Wetzel, 1990).

 Para Perdomo y Costanzo (1997) el consumo de sustancias estimulantes está asociado a la realización de actos suicidas: “en el 25% de los casos aproximadamente, el suicida recurre al alcohol para realizar el acto en estado de ebriedad”, y otro tipo de drogas propende a la asunción de conductas autodestructivas. Por otra parte, es frecuente la utilización de drogas y alcohol como elementos de autodestrucción lenta y, en ocasiones, cierto tipo de drogas suele ser el vehículo de autoeliminación".

En el Manual Merck, se plantea la relación entre alcohol, remordimiento y suicidio. Se afirma que existe una relación sentimientos de remordimiento y suicidio en aquel adolescente o adulto que consume alcohol. Dado que el alcoholismo mismo, sobre todo el "alcoholismo esporádico", causa muchas veces profundos sentimientos de remordimientos en los períodos en los que no se consume, los pacientes alcohólicos tienen una tendencia particular al suicidio, incluso cuando están sobrios. En un estudio controlado sobre alcohólicos, el 10 % de los pacientes cometió suicidio (Manual Merck, 1998).

En este sentido, será fundamental para bajar la tasa de suicidio adolescente, trabajar intensamente para aumentar la efectividad de los tratamientos orientados al problema del alcoholismo. Esto hace presuponer que una mejora de los programas de tratamiento de alcohólicos probablemente reduciría la cifra de suicidios  

A esto hay que sumarle que, en la gran mayoría de alcohólicos suicidas se encuentran trastornos afectivos como comorbilidad, especialmente depresión mayor (Torres, Posada y Rojas, 1993; Wiedenmann y Weyerer, 1993; Murphy y Wetzel, 1990).

 Murphy y Wetzel (1990) agregan que, en los suicidios, las asociaciones más fuertes se encontraron entre alcoholismo, abuso de sustancias y depresión mayor.

 Los efectos biológicos de la ingestión crónica de alcohol, incluyen depresión y disminución central de serotonina, ambos conocidos factores de riesgo de suicidio (Blumenthal, 1988).

 En relación con los drogadictos, se sabe que el riesgo de suicidio entre este grupo es muy alto. La tasa de suicidio es 20 veces mayor en adictos a la heroína, 7 veces mayor en adictos a la marihuana y la cocaína (Kaplan, Sadock y Grebb, 1994; Torres, Posada y Rojas, 1993; Hawton, 1983).

 El riesgo de intento de suicidio y el poli consumo están fuertemente relacionados, llegando este a producir un exceso de riesgo de 40 veces en los consumidores de 4 o más sustancias (Torres y otros, 1993). Entre los factores que predisponen a los drogadictos a desarrollar comportamiento suicida se encuentran: la disponibilidad de la cantidad letal de la sustancia, el uso intravenoso, la personalidad antisocial, la disforia, la impulsividad, la depresión y la intoxicación (Kaplan y otros, 1994).

Es importante la asociación entre dependencia de sustancias, depresión mayor y suicidio (Bukstein y otros, 1993; Madianos, Gefou- Madianou y Stefanis, 1994).

 Sobre el consumo según el sexo, en un estudio realizado en Finlandia (Ohberg, Vuori y Ojanperra, 1996), sobre 1348 suicidios, el alcohol fue detectado en los varones el doble de frecuencia que en las mujeres.

 

 Suicidio y depresión

Si bien existe un mito acerca de que todo suicidio es causa de la depresión, y se ha demostrado que la afirmación no es exacta, las investigaciones encuentran a la depresión como un factor de riesgo para la conducta suicida.  

En jóvenes canadienses, la depresión fue reportada como el factor de riesgo más frecuente en los intentos suicidas de adolescentes durante 1990-1995 (Pagliaro, 1995).

  Rittner, Smith y Wodarski (1995) hallaron una alta correlación entre conducta suicida y depresión moderada o severa.

 Así también, tanto Pfeffer y otros (1994) como Lester y Gatto (1989), demostraron que uno de los factores que incrementa el riesgo suicida es la depresión.  

Se ha demostrado reiteradamente cómo la depresión multiplica el riesgo suicida. La depresión está asociada a un riesgo de suicidio 13 a 30 veces mayor que entre la población normal, y se calcula que el 15% de varones y mujeres depresivos se quitan la vida (Álvarez Nolazco, 1999).  Otros autores afirman que, aproximadamente, el 15% de los pacientes con trastornos afectivos cometen suicidio, lo que representa un riesgo de 30 veces el de la población general (Hawton, 1987; Isometsä y otros, 1994).

Los pensamientos suicidas son un síntoma central de la depresión, y hay evidencia de que los inhibidores selectivos de recaptura de serotonina resultan particularmente efectivos a la hora de reducir su aparición(Álvarez Nolazco, 1999).

Las alteraciones del afecto son las entidades más comúnmente asociadas con suicidio; se dice que la depresión es su principal causa (Kaplan y otros, 1994; Rihmer, Rutz y Barsi, 1993). El riesgo de suicidio aumenta en fases tempranas de la enfermedad y es mayor en varones que en mujeres, aunque la depresión es más común en las mujeres (Isometsä y otros, 1994).

 Según Blumenthal (1988), la comorbilidad de depresión con trastornos de la conducta, personalidad antisocial, o personalidad fronteriza, representa un factor de riesgo determinante.

 Wolfersdorf (1996) señala que los pensamientos de inutilidad, insuficiencia y culpa, actitudes de desesperanza e impotencia en relación con tener chances de mejorar en el futuro son la razón de que el paciente depresivo desarrolle fuertes tendencias suicidas en comparación con otros grupos. Aquí se plantea cómo la visión pesimista acerca del futuro es otro factor de riesgo para el suicidio adolescente.

En todas las edades se encuentra esta relación entre depresión y suicidio. El suicidio y los trastornos mentales están estrechamente asociados en todas las edades (Black y Winokur, 1990).  

En estudios de suicidios adolescentes basados en reportes de datos (por ejemplo, archivos judiciales), la frecuencia de sintomatología depresiva, abuso de sustancias o sintomatología psiquiátrica general alcanzan, aproximadamente, del 50% al 90% de los casos (Cosand, Bourque y Kraus, 1982; Graham y Burvill, 1992; Hoberman y Garfinkel, 1988; Poteet, 1987; Thompson, 1987).

 Mosquera y otros (1999) sostienen que los trastornos afectivos, más específicamente la depresión mayor, son el factor de riesgo más significativo para el suicidio completo en adolescentes. Agregan, en consonancia con Wolfersdorf (1996) que la desesperanza, o expectativa negativa del futuro, aparece como uno de los factores más importantes que conducen al suicidio en los pacientes deprimidos.  

Ulloa (1993), por su parte, se diferencia de los datos anteriores afirmando que la mayoría de las tentativas de suicidio en adolescentes se presentan en ausencia de un trastorno psiquiátrico específico, siendo más bien expresión de problemas psicopatológicos del medio que rodea al sujeto.

 Solo en 20 a 25% de los casos encuentra asociación entre tentativas autodestructivas y trastornos psiquiátricos, tales como desordenes afectivos, conducta antisocial y abuso de alcohol o drogas.

 Más allá de los datos aportados por este último autor mencionado, queda claramente demostrado la inmensa influencia que ejerce un cuadro depresivo en cuanto al riesgo suicida.

 

Suicidio y trastornos de la personalidad

Mosquera y otros (1999), tomando la clasificación de los ttrastornos de la personalidad, según el DSM IV, afirman sobre la base de los datos con los que disponen que este tipo de trastornos es relativamente común entre los suicidas. Dicen lo siguiente: “se sabe que por lo menos el 10% de los suicidas sufren trastorno antisocial de la personalidad y el 5% sufren de personalidad fronteriza. El riesgo de suicidio aumentado se explica por los impulsos auto-destructivos, la poca tolerancia a la frustración y la disminución de controles internos”.  

Además sostienen que otros trastornos asociados con mayor riesgo de suicidio son la personalidad esquizoide y la personalidad evitativa; estos pacientes descargan la agresividad en comportamientos auto-destructivos, dado su gran aislamiento social.

 El comportamiento antisocial entre los adolescentes se ha asociado con ideación y comportamiento suicida, especialmente cuando coexiste con abuso de sustancias (Bukstein, Brent, Perper y otros, 1993; Rotheram-Borus, 1993; Marttunen, Aro, Henriksson, Lönnqvist, 1994; Brent, Kolko, wartella, 1993).  

Sin hablar de una categorización desde el DSM IV, otros autores plantean cómo ciertas debilidades en la constitución de la personalidad potencian el riesgo suicida.

 Ulloa (1993) alude a ciertas características psicosociales disfuncionales presentes en gran parte de los adolescentes suicidas: sentimientos de desesperanza, dificultades en el control de impulsos, escasas habilidades sociales de resolución de problemas y  escasa habilidad de modulación afectiva.

 Rittner, Smith y Wodarski (1995) encontraron, al evaluar a adolescentes con conductas suicidas, una alta correlación entre su tendencia y ciertos factores: uso de sustancias, conflictos en la orientación sexual, depresión moderada o severa, impulsividad, intentos previos de suicidio, ideación suicida, mayor presencia de enfermedades psiquiátricas, baja autoestima, déficit en la resolución de problemas, desesperanza, pensamientos circulares y otras distorsiones cognitivas.  

Dentro de esta lista, surge un factor (déficit en la resolución de problemas) que muchos investigadores lo consideran como una falencia muy poderosa en el riesgo suicida.

Recientes investigaciones han mostrado que el déficit en las habilidades para resolver problemas es un importante factor de riesgo en conductas suicidas (Evans, Williams, O’Louglin y Howells, 1992; Fremmouw, Callahan y Kashden, 1993; Ivanoff, Smyth, Grochowski, Jang y Klein, 1992; Priester y Clum, 1993; Rudd, Rajab y Dahm, 1994; Wilson y otros, 1995). Esta tendencia en la cual el foco de la investigación es identificar las características cognitivas que aumentan la vulnerabilidad hacia la conducta suicida, se ha desarrollado en la última década y aparece produciendo algunos indicios prometedores para comprender la conducta suicida. En esta línea de trabajo se enfatiza en las características cognitivas, en cómo el sujeto procesa la información.

 Según Pollock y Williams (1998), las investigaciones futuras deberían apuntar a tres áreas: la distinción entre resolución activa y pasiva del problema,  la evaluación del déficit en la resolución como estado o como rasgo distintivo del individuo, y qué  aspecto del procesamiento de la información sustenta normalmente la resolución de problemas, haciendo particularmente foco en la función de la memoria autobiográfica.  

Estudios sobre la resolución de problemas han mostrado que aquellos que intentan suicidarse tienden a ser más dependientes de su contexto (Levenson, 1974; Patsiokas, Clum y Luscomb, 1979), muestran mayor rigidez cognitiva(Neuringer, 1967; Patsiokas y Luscomb, 1979), mayor pensamiento dicotómico (Neuringer, 1967), y menor efectividad en solucionar problemas (Levenson y Neuringer, 1971).

 Patsiokas  y otros (1979) sugieren que la característica de rigidez cognitiva en los individuos suicidas determina la dificultad para generar soluciones alternativas cuando pasan por problemas emocionales, viendo el suicidio como la única solución en ese momento.

 Cuando las personas con pobreza social en la resolución de problemas se encuentran con un problema o un estresor externo, no son hábiles para generar soluciones, se sienten agobiados, y progresivamente crece la desesperanza. Al acrecentarse el nivel de desesperanza, aumenta el  riesgo de depresión y, por último, la  conducta suicida (Williams, 1986).

 La desesperanza acerca del futuro es un importante factor en la conducta suicida y ha sido frecuentemente asentado en investigaciones de Inglaterra y Estados Unidos como mediadora de la relación entre depresión e intentos de suicidio (Rudd y otros, 1994; Williams y Pollock, 1993).

 La desesperanza se entiende como una consecuencia de la rigidez cognitiva, dicotomía de pensamiento y déficit en la resolución de problemas (Levenson y Neuringer, 1971; Neuringer, 1967; Patsiokas y otros, 1979).

 Schotte y Clum (1987) compararon las respuestas de pacientes suicidas y no suicidas con el Means-Ends Problem Solving Test (Platt). Los ítems plantean diferentes escenarios sociales. Se les da a los sujetos una situación donde un problema debe ser resuelto y donde se les presenta un final deseado con el problema ya resuelto. La tarea es completar media parte de la historia proveyendo los recursos por medio de los cuales la situación inicial se transforma en el final deseado. Los autores encontraron que los sujetos suicidas proveían menos de la mitad de las potenciales soluciones que los pacientes no suicidas. Los pacientes suicidas brindaron soluciones potencialmente efectivas pero tendían a focalizar más en los efectos colaterales negativos de la implementación que el grupo control.  

En un estudio (Braun-Scharm, 1996) se observó una alta prevalencia de trastornos de personalidad entre los adolescentes suicidas (15,3% de 163) con respecto a adolescentes que no habían tenido conductas suicidas (8,6% de 374). También en este estudio se encontró como características frecuentes en los adolescentes con tendencia al suicidio: limitaciones en el control de sus emociones, baja tolerancia a la frustración e impulsividad.

 En Finlandia una investigación (Marttunen y otros, 1988) llevada a cabo con miembros de la familia de adolescentes varones que habían completado el suicidio, se comparó a aquellos que tenían diagnosticado algún trastorno psiquiátrico (n: 84) con otros sin diagnóstico de trastorno psiquiátrico (n: 8). El estudio que consistió en autopsias psicológicas (entrevistas con miembros de la familia de la víctima, profesionales de la salud, y archivos médicos, escolares y policiales) tuvo una duración de 12 meses. Aquellos sin trastornos presentaron una tendencia a provenir de familias con menos disturbios, mostraron menos conducta antisocial y utilizaron con menos frecuencia los servicios sociales y del cuidado de la salud. Estos adolescentes con frecuencia comunicaron sus pensamientos suicidas por primera vez antes del suicidio, y los problemas de disciplina eran precipitantes más comunes que entre aquellos adolescentes con trastornos psiquiátricos. Se concluyó que el proceso que lleva al suicidio parece ser relativamente corto entre adolescentes varones sin diagnóstico psiquiátrico. También se observó que la comunicación del intento suicida y los problemas de disciplina están entre las pocas señales clínicas de alarma.

 Esto demuestra que será fundamental, por lo tanto, mejorar los tratamientos que apunten a brindarle herramientas a los adolescentes para resolver problemas, para deslindarse del pensamiento dicotómico y superar su marcada rigidez. En ese sentido, será importante el aporte brindado por los enfoques cognitivos que trabajan con el procesamiento de la información.

 

Comportamiento suicida previo 

Si bien ya se ha mencionado en relación con otros puntos, la presencia de un intento previo de suicidio como factor de riesgo, se analiza aquí por separado, debido a su importancia en el tema.  

Se considera que la presencia de intentos previos aumenta el riesgo de suicidio en un futuro (Freemann y Reinecke, 1995; Slaikeu, 1988; Maris, 1992; Wilson, 1991).

 Algunos estudios retrospectivos de suicidios consumados, revelaron que aproximadamente un tercio de las personas que se habían suicidado, habían tenido intentos previos (Freemann y Reinecke, 1995).

 Según el Manual Merck (1998), es el 20 % de los individuos que intentan el suicidio los que repiten el intento al cabo de 1 año, y el 10 % finalmente lo consigue.

 Varias investigaciones sostienen que una historia de intentos de suicidio y depresión están identificados como los factores de riesgo más comunes para el adolescente suicida (Myers, McCauley, Calderon y treder, 1991; Pfeffer, Newcorn, Kaplan, Mizruchi y Plutchnik, 1988; Shaffer, Garland, Gould, Fisher y Trautman, 1988).  

El riesgo de suicidio luego de un intento es muy alto en los siguientes tres meses hasta el año disminuyendo con el tiempo, pero permanece en niveles relativamente altos hasta 8 años después del intento (Hawton, 1987).  

Según la American Association of Suicidology (1999), los signos de alarma a los que hay que prestarle atención son: comentarios del adolescente sobre el suicidio, sobre la muerte o sobre lo mejor que estarían sin él; intentos previos de suicidio afirmando que cuatro de cada cinco personas (hablando aquí no sólo de adolescentes) que cometieron suicidio habían tenido al menos un intento previo; cambios bruscos en la conducta y la personalidad; entrega de bienes que son muy valorados; problemas con el sueño o con la alimentación; alejamiento de los amigos y de actividades sociales; pérdida de interés en hobbies, escuela; involucración en situaciones de riesgo innecesario; pérdida de interés en su apariencia personal; incremento del uso de alcohol o drogas.

 

Métodos

 Entre más estructurado sea el plan de suicidio que tenga el adolescente, mayor será el riesgo (Slaikeu, 1988). La estructuración del plan se refiere principalmente a si la persona tiene identificado un dónde, un cuándo y un cómo.

 Los suicidios consumados difieren en muchos aspectos de los intentos de suicidio.  En el Manual Merck (1998) se enfatiza en que la distinción, sin embargo, no es absoluta, ya que los intentos de suicidio también incluyen actos por personas cuya determinación de morir sólo es impedida por el hecho de ser descubiertos pronto y reanimados con eficacia, y porque un intento de suicidio puede ser mortal por haberse calculado mal.

 Otro tema es el de la ambivalencia que puede experimentar un adolescente que está planeando suicidarse. El Dr. Lagomarsino (1999) lo plantea de este modo: “es sumamente frecuente que el intento de suicidio se lleve a cabo en condiciones en que probablemente sea descubierto a tiempo. Los psiquiatras ingleses consideran más adecuado llamar a esta conducta «auto agresión deliberada no fatal», ya que llamarla «Intento de suicidio» presupone que conocemos la intención de la persona. Quién se corta las venas en el baño estando la familia en la casa ¿quiere o no quiere matarse?. Si quisiera realmente terminar con su vida ¿no se arrojaría más bien bajo el tren?. La respuesta correcta es: quiere y no quiere morir. Una persona puede por ejemplo tomar una dosis mortal de somníferos y acto seguido pedir ayuda”.  

La elección del método empleado está determinada, en parte, por factores culturales, así como por la disponibilidad del adolescente. El método usado puede reflejar también la seriedad de la intención, ya que algunos, como saltar desde las alturas, hacen virtualmente imposible la supervivencia, mientras que otros, como la ingestión de fármacos, dan una oportunidad de salvación. No obstante, el uso de un método suicida que no resulte mortal no implica, necesariamente, que la intención sea menos seria.

 El empleo de armas de fuego ha sido el principal método de suicidio consumado en EE.UU. por varones, y su porcentaje ha aumentado (del 58 % en 1970 al 63 % en 1980). En las mujeres, el método más frecuente en el pasado fue el envenenamiento, seguido de las armas de fuego. No obstante, en 1980 la frecuencia en mujeres se ha invertido (armas de fuego 39 %, envenenamiento 27 %). Además, las tasas de suicidio por arma de fuego varían según las regulaciones sobre su disponibilidad (Manual Merck, 1998).  

Según el National Center for Health Statistic (1993), en promedio, un adolescente de entre 10 y 14 años comete suicidio con una pistola cada 6 horas en los Estados Unidos, siendo aproximadamente 1500 muertes anuales por este medio.  

Como se ha mencionado, las mujeres tienen mayor cantidad de intentos de suicidio, mientras que los varones mucho más frecuentemente completan el acto suicida con la muerte. La diferencia está dada porque el hombre utiliza métodos más agresivos y violentos para el suicidio, como armas de fuego. En cambio, las mujeres eligen métodos menos violentos (por ejemplo, sobredosis de medicación) con lo cual tienen mayores chances de sobrevivir (Ayd y Palma, 1999).

 

 Las armas en el hogar 

Este tema merece un capítulo aparte debido a la frecuencia con la que se utiliza un arma de fuego para consumar el acto suicida. Según Kachur, Potter y Powell (1995), las armas de fuego son el método más comúnmente utilizado por los jóvenes para suicidarse. Esto se cumple tanto en varones como en mujeres, jóvenes y adolescentes de todas las razas.

 Las estadísticas del National Center for Injury Prevention and Control (1999) mencionan que un 60% de los suicidios  de la población en general se cometen con un arma de fuego.

 El lugar donde con más frecuencia se concreta el suicidio con armas de fuego es el hogar (Brent y otros, 1993).

 También se han asociado positivamente la accesibilidad de armas de fuego en la casa con el riesgo de suicidio de un adolescente (Brent y otros, 1993; Kellerman y otros, 1992).

 Por otro lado, si un arma de fuego es utilizada para el intento suicida, el resultado fatal se produce de un 78% a un 90% de las veces (Annest, Mercy, Gibson y Ryan, 1995).

  Estos datos escalofriantes plantean la cuestión acerca del control de armas en el hogar o si es conveniente que cada vez más los ciudadanos anden armados como recurso de defensa personal. Esta cuestión sobre la facilidad para tener armas en el hogar implica un alcance que no se limita al ámbito privado sino que incluye a políticas de Estado. Algunas iniciativas públicas a cargo de la policía con respecto a restringir el acceso a armas de mano han sido asociadas con la reducción de suicidios con armas de fuego, especialmente entre los jóvenes (Carrington y Moyer, 1994; Loftin, McDowall, Wiersema, Cottey, 1991: Sloan y otros, 1990).  

Como se mencionaba anteriormente, las tasas de suicidio por arma de fuego varían según las regulaciones sobre su disponibilidad (Manual Merck, 1998).

 

Suicidio y familia

 Un punto a tratar es en qué medida los antecedentes de suicidio en la familia funcionan como un factor de riesgo. Afirman Rubenstein y Federman (1992): “el riesgo de suicidio aumenta por el antecedente familiar de suicidio positivo. Este riesgo elevado parece ser resultado en parte de la alta probabilidad de heredar un trastorno psiquiátrico, sobre todo un trastorno afectivo. Sin embargo, el antecedente familiar de suicidio constituye un riesgo adicional independientemente del diagnóstico del individuo”.

 Queda allí planteado el tema de la incidencia por heredar algún tipo de trastorno o por la vivencia de haber sufrido un suicidio en la familia. Rubenstein y Federman (1992) plantean las dos posibilidades, pero sin precisar en qué caso se debe a una situación o a la otra.

 ¿En qué medida la familia es un factor fundamental de prevención y asistencia ante la ideación suicida? Para Ferrer (1999) la importancia de la familia es grande, ya que un 70% de los suicidas hablan de ello a sus allegados en los 6 meses anteriores al intento.

 La patología familiar o la disfuncionalidad familiar acrecienta las posibilidades de conductas suicidas (Disley, 1994).  

 ¿Cómo influye la pérdida de alguno de los padres en los adolescentes? La pérdida de alguno de los dos padres ha sido identificada como un factor potencial de riesgo. Un estudio reciente halló que los adolescentes que han perdido a un padre antes de los 12 años, es más probable que reporten una historia con más de un intento de suicidio en comparación con adolescentes no privados de sus padres (Lewinsohn, Rhode y Seeley, 1996). En contraste vivir con ambos padres puede ser un factor de protección contra la idea de suicidio (Garrison, Addy, Jackson, McKeown y Waller, 1991).  

Garnefski y Diekstra (1997) investigaron las diferencias entre adolescentes con familias intactas, familias con uno solo de los padres y familias con algún padrastro en relación con problemas emocionales y riesgo de suicidio. Los resultados indicaron que, en general (sin distinguir sexos) los adolescentes con un solo padre y aquellos que tienen padrastro reportaron inferior nivel de autoestima, más síntomas de ansiedad, depresión, soledad y pensamientos suicidas. Haciendo distinción de sexos, los varones con algún padrastro tuvieron más problemas emocionales que aquellos de familias monoparentales; mientras que las chicas de familia uniparental tuvieron más dificultades que las chicas de familias con padrastro.

 El estilo de los padres también es un factor que puede influir poderosamente en el grado de suicidalidad. En un estudio realizado en Australia con 307 estudiantes de un high school que tenían entre 13 y 17 años (Allison, 1995), se midió el estilo parental, el nivel de desesperanza o desesperación y el riesgo suicida.  

Para medir el estilo parental se utilizó el Influential Relationships Questionnaire (IRQ; Baker y otros, 1984, 1987; Kazarian y Baker, 1987) donde hay escalas que miden, entre otras, el grado de cuidado y protección de los padres, o el nivel de crítica de éstos.

 El nivel de desesperanza o desesperación se midió con la Beck Hopelessness Scale (Beck y otros, 1974). Allí, por ejemplo, se evalúa el grado de expectativa futura que el individuo pueda tener hacia el futuro.

 En cuanto al riesgo suicida se evaluó utilizando el Adolescent Suicide Questionnaire (ASQ; Pearce y Martin, 1994). Allí se mide si el adolescente tiene la tendencia hacia el comportamiento suicida.

 El 49% (n: 150) de la muestra reportó que había tenido ideas suicidas; el 14% (n: 42) informó que tuvo planes de intentos suicidas sin llevarlos a cabo; un 13% (n: 38) asumió haber realizado amenazas de suicidio; 30% (n: 91) reportó haber estado comprometido en un plan deliberado de auto perjuicio, y 9% (n: 27) reportó haber tenido intentos de suicidio.  

El comportamiento suicida aparecía con mayor frecuencia en la medida que los padres eran personas pesimistas, con inclinación hacia la crítica y sobre protectores.

Impacto del intento suicida en el adolescente, su familia y la comunidad  

Tanto el intento suicida como el acto que termina con la vida del adolescente, tienen consecuencias dramáticas para el entorno que le rodea.

 En relación con el intento, Landau-Stanton y Stanton (1988) aseveran: “un intento de suicidio en un adolescente es un acto poderoso... casi siempre una familia queda aterrorizada cuando un miembro adolescente intenta suicidarse... está insegura de cómo prevenir otro intento y en consecuencia se vuelve sumamente desconfiada con respecto al adolescente, aún cuando él o ella esté alegre y de buen ánimo”. Los mismos autores aluden a diferentes reacciones que se pueden producir en el seno familiar que van desde la minimización  y la indiferencia hasta el enojo por sentirse manipulados, además del aturdimiento y la perturbación.  

Como se afirma en una Declaración de la Asociación Médica Mundial (1991): “a menudo el suicidio se vive como un fracaso personal por parte de padres, amigos y médicos que se culpan por no detectar signos que los alerten”. Además agrega esta Declaración que, de algún modo, el suicidio, le recuerda a la comunidad que no ha entregado un ambiente saludable, de sostén para el desarrollo de estos adolescentes.

 Lamentablemente en muchas situaciones el intento del suicidio resulta exitoso y la familia debe enfrentar esta situación.  

Landau-Stanton y Stanton (1988) comentan: “los padres tienen grandes dificultades en sobreponerse a la muerte de un hijo y en el caso del suicidio no sólo soportan la culpa de haber sobrevivido, sino también la de haber sido responsables, de alguna manera. Es esencial por lo tanto un trabajo de prevención secundaria”.

En cuanto a la vivencia del terapeuta estos autores mencionan que si éste atendió previamente al adolescente, debe enfrentarse a la humillación de un fracaso palpable. Además deben atender otras complicaciones: ¿actuaron responsablemente? ¿Tomaron todos los recaudos necesarios? ¿Serán objeto de censura formal por parte de otros colegas e instituciones? ¿Puede demandarlos la familia?  

En un la introducción de un proyecto preventivo de distintos países de la  Unión Europea (National Children’s Bureau, 1999) se sostiene que los actos de auto perjuicio como el suicidio, no sólo impactan al adolescente y su familia. La comunidad y los servicios nacionales también se ven impactados por la situación. Allí se plantea que los intentos de suicidio y los suicidios consumados provocan un alto costo emocional y, además, un importante costo financiero debido a todo el andamiaje que se debe implementar alrededor del adolescente suicida.

 Aparece aquí una nueva variable que es el costo financiero. La preocupación por encontrar tratamientos adecuados y efectivos planes preventivos se piensa también a partir del gasto nacional dedicado a la salud pública.

 

Estresores psicosociales

 Otra variable a considerar es la incidencia de estresores psicosociales en los intentos suicidas. Diversos autores mencionan la relación entre algunos estresores, modo de reacción ante la situación y suicidio. Hay coincidencias y diferencias acerca de cuáles serían los acontecimientos que, sumados a una vulnerabilidad de base, potencian el acto suicida.

 Según Shaffer y Craft (1999) el acto suicida comúnmente es precedido por un evento estresante.  

Cole, Protinsky y Cross (1991) encontraron un vínculo fuerte entre estresores (especialmente de años recientes) e ideación suicida.

 Un evento estresante mencionados por diferentes autores como factor de riesgo es la crisis disciplinaria, tanto sean dificultades con la ley como en la escuela (Shaffer y Craft, 1999; Ulloa, 1993; Brent y otros, 1988; Marttunen y otros, 1993; Rich y otros, 1990).  

En algunos casos, los problemas de rendimiento escolar han funcionado como disparador de la conducta suicida (Ulloa, 1993). En relación con este evento, no hay muchos autores que mencionen esta situación como factor de riesgo.  

Las pérdidas y conflictos interpersonales, en muchas ocasiones, son eventos previos al acto suicida (Shaffer y Craft, 1999; Ulloa, 1993; Brent y otros, 1988; Marttunen y otros, 1993; Rich y otros, 1990; Mosquera y otros, 1999).  

También se mencionan la humillación y situaciones vergonzosas como factores precipitantes (Apter , Bleich, King, Kron y otros, 1993).  

Estudios de autopsias psicológicas, han sugerido que el estrés a menudo lleva a una extrema ansiedad anticipatoria, y el acto suicida es una respuesta para anular ese efecto Shaffer y Craft (1999).  

Existen estudios recientes que demuestran que una deficiencia básica en la capacidad del individuo para enfrentar los diversos estresores a nivel cognoscitivo es más importante como factor de riesgo de suicidio que los estresores por sí mismos (Botsis y otros, 1994).

 Estos datos parecen unir a los estressores psicosociales con el déficit para resolver problemas como una combinación que potencia el acto suicida.  

Otro tema importante evaluado como factor de riesgo en la conducta suicida es el efecto de conocer personas que han intentado o cometido suicidio. Un seguimiento de tres años de autopsias psicológicas llevadas a cabo con 26 adolescentes suicidas ayudó a clarificar algunos puntos importantes: se halló que adolescentes que sabían de un suicidio llevado a cabo tenían tasas significativamente más altas de depresión, ansiedad, trastorno por estrés postraumático comparados con el grupo control no expuesto a esta situación (Brent, Moritz, Bridge, Perper y Canobbio, 1996).

Adolescentes que experimentaron el suicidio de un amigo o un familiar cercano mostraron menor atracción por la vida y mayor atracción por la muerte que los adolescentes en los que faltó esta experiencia (Gutiérrez, King y Ghaziuddin, 1996).

 Otras investigaciones también ratifican la exposición al suicidio o conducta suicida de familiares o amigos como factor de riesgo (Mosquera y otros, 1999; Ulloa, 1993).  

Estos datos plantean la necesidad de mejorar el trabajo en aquellas poblaciones de riesgo como lo son los testigos de suicidios o las personas allegadas a aquel que se ha suicidado. Parece ser que en algunos adolescentes se produce un efecto contagioso ante los suicidios cercanos. Se detalla más adelante en esta revisión algunos esfuerzos en esta dirección.

 Otra variable que se ha estudiado es el movimiento migratorio como factor de riesgo. Cobb, Diche, Korin, Iwler y Candotti (1996) participaron de un estudio con 32 chicas de origen latinoamericano, residentes en un barrio pobre de Nueva York que habían tenido intentos de suicidio. Confirmaron lo que se sostenía en investigaciones previas acerca de cómo la etnicidad y la migración, junto con la discontinuidad cultural pueden ser factores importantes en la tendencia al suicidio. Especialmente el grupo estaba compuesto por adolescentes puertorriqueñas donde el aumento de la conducta suicida se atribuyó a las tensiones de la propia migración, la aculturación, las presiones económicas, el bajo nivel social y el rol cambiante de la mujer dentro de la familia (estas tensiones generaban conflictos en la pareja lo que producía una cantidad importante de divorcios, replanteándose el lugar tanto de la madre como de la hija mayor).  

Una situación que también funciona como predisponente para el riesgo suicida es el abuso sexual (Mosquera y otros, 1999; Ottino, 1995; Diley, 1994).

 Hawton (1986) menciona cinco elementos que deben ser muy tomados en cuenta cuando se evalúa a un paciente adolescente:

 1-      Historia familiar, especialmente ver si hay separación de los padres, situaciones de desamparo, desórdenes psiquiátricos o conductas suicidas

 2-      Historia de previos desórdenes psiquiátricos en el adolescente

 3-      Historia de intentos suicidas previos  

4-      Actuales problemas, especialmente con respecto a escuela, trabajo, familia, noviazgo, dificultades legales o financieras a su alrededor, alcohol y drogas  

5-      Potenciales fuentes de soporte (familia, amigos o ayuda profesional) y la voluntad del adolescente para usar de ellos.

 

 Atención médica del paciente suicida

 Si bien el presente trabajo pone el acento en el abordaje psicológico del adolescente en riesgo suicida, una variable fundamental de este problema es la atención médica. La Asociación Médica Mundial (1991) ha recomendado a las asociaciones médicas nacionales adoptar las siguientes normas: que todo médico reciba instrucción en su formación sobre el desarrollo biopsiosocial adolescente; capacitación para identificar los primeros signos y síntomas de tensión física, emocional y social en sus pacientes adolescentes; enseñanza de la evaluación del riesgo de suicidio en adolescentes; enseñanza de tratamientos y opciones de derivación apropiadas para todos los niveles de conducta autodestructivas en sus pacientes adolescentes.

 Existe una cuestión también acerca de la medicación se receta a los adolescentes (o a sus familiares). Los antidepresivos se encuentran entre los fármacos empleados más frecuentemente en las dosis mortales, lo que plantea un dilema al médico que realiza el tratamiento (Álvarez Nolazco, 1999). Muchos pacientes utilizan la medicación prescrita para ingerir una sobredosis. No existe ningún método fiable para identificar a alguien que va a cometer un intento de suicidio, de tal manera que, al indicar un antidepresivo, el médico puede estar proporcionando al paciente con ideas suicidas no detectadas los medios para autolesionarse.  

Para los expertos en el tema, uno de los mayores problemas es la formación de los profesionales que están en primera línea, médicos pediatras,  clínicos, los cuales, en general, no están bien preparados.  

Según datos de Francia (Ferrer, 1999), un 41% de los suicidas visita al médico el mes previo a su suicidio y el 18% el mismo día. De ahí la importancia que el médico sepa interrogar al paciente. Esta situación se complica si se toma en cuenta que cada vez es menos frecuente el diálogo paciente-enfermo, debido sobre todo al escaso tiempo que se dedica a aquellos y a la tecnificación de la medicina.  

Por ello, los suicidiólogos franceses (la suicidiología es una ciencia reconocida por la Academia de Medicina desde 1985) insisten en que es urgente mejorar la enseñanza universitaria y postuniversitaria sobre el suicidio y formar a los médicos en su prevención. Pero la formación no lo es todo; hacen falta también medios, centros de recepción y asistencia. En ese aspecto la situación deja bastante que desear: un 93% de los suicidas son internados en servicios de urgencia no especializados (Ferrer, 1999).  

Para detectar el riesgo suicida el Suicide Risk Advisory Comitte of the Risk Management Foundation of the Harvard Medical Institutions (1993), sugiere que los médicos evalúen: intentos suicidas y su letalidad, motivación para el suicidio, presencia de un plan suicida, presencia de conductas manifiestas suicidas o autodestructivas, el estado psicológico, cognitivo y afectivo de los pacientes y el potencial del paciente para afrontar diversas situaciones.  

Otro tema es la preparación que tienen las enfermeras para detectar, contener y derivar a potenciales suicidas. Casas y Reyes (1998) analizaron la cuestión de la actuación de la enfermera a través de una encuesta aplicada por la Comisión Municipal de Salud Mental de Cuba. Los resultados mostraron que estas profesionales en mayoría intervenían inadecuadamente ante las personas con riesgo suicida. A partir de estos resultados, surgió la preocupación por cómo capacitarlas para enfrentar este problema. Sostienen que, una vez que las enfermeras conocen qué buscar y cómo hacerlo, se impone orientarles qué hacer en su intervención inicial ante el paciente con peligro suicida y su familia, como por ejemplo: creerle y tomarlo en serio; entender sus sentimientos y alentarlo a que actúe, luche, etc.; ayudarle a encontrar respuestas y alternativas para la vida; hacerle saber que se desea ayudarlo y se sabe cómo; facilitar que verbalice y exprese sus sentimientos; explorar los motivos del intento sin temor y con seriedad; enseñar al paciente que pida ayuda en los momentos de angustia antes de tomar decisiones; estimular sus cualidades positivas y éxitos recientes; buscarle ayuda profesional especializada (psicólogo, psiquiatra); visitar a su familia y orientarla sobre cómo apoyar y comunicarse clara y directamente con el suicida; no retar al paciente, ni aliarse a su solución de muerte; ayudarlo, darle cariño, seguridad y no juzgarlo; entrenar a su familia en la realización de comunicaciones cálidas y espontáneas entre sus miembros; darle apoyo emocional y de soluciones a los familiares sobrevivientes a la víctima; propiciar la comunicación del suicida y su familia con grupos de autoayuda del escenario comunitario.

 

 Prevención del suicidio 

Dado el incremento de las tasas de suicidio en adolescentes a nivel mundial, la prevención del suicidio dentro de este grupo debe ser una prioridad para los profesionales de la salud mental y para los respectivos Estados.

 Existen diferentes enfoques preventivos. Según la American Association of Suicidology (1999) se podrían clasificar de este modo:

 

1-    Entrenamiento de vigilancia en las escuelas: este tipo de programas está dirigido al staff de la escuela (docentes, consejeros, entrenadores, etc.) para ayudar a identificar riesgo de suicido en estudiantes y derivar a los alumnos en caso de ayuda. Este programa enseña además al staff sobre cómo responder en caso de alguna muerte trágica u otra crisis producida dentro del establecimiento.

 2-   Entrenamiento de vigilancia en la comunidad: este tipo de programa provee entrenamiento a los miembros de la comunidad como ser autoridades religiosas, policía, comerciantes y personal de recreación. El entrenamiento apunta a que esta gente pueda identificar factores de riesgo suicidas y derivar cuando es necesaria una ayuda.  

3-   Educación general sobre el suicidio: este programa basado en los estudiantes de la escuela le suministra información acerca de la realidad del suicidio, los alerta sobre signos de aviso y les provee de información acerca de cómo buscar ayuda para ellos mismos o para otros. Estos programas incluyen frecuentemente actividades que apuntan al desarrollo de la autoestima o de competencias sociales.  

4-   Programas de rastrillaje: incluyen la administración de algún instrumento para identificar factores de riesgo en adolescentes. Una vez detectados los jóvenes en peligro se los evalúan más minuciosamente y se les brinda ayuda.

 5-  Programas de soportes de pares: tienen como objetivos sostener relaciones entre pares, desarrollar competencias y habilidades sociales como métodos para prevenir el suicidio entre factores con riesgo suicida.  

6-   Centros de crisis y Ayuda telefónica: se utilizan en situaciones de emergencia para brindar orientación para gente suicida. Las líneas telefónicas son atendidas por personal voluntario que ha sido capacitado, mientras que los centros de crisis atienden en la emergencia para luego derivar a los servicios de salud mental.  

7-   Restricción de recursos: esta estrategia de prevención consiste en actividades donde se restringe el uso de armas de fuego, drogas y otros recursos con los que se podría cometer el suicidio.  

8-   Intervención luego del suicidio: estas estrategias han sido desarrolladas para enfrentar la crisis producida por el suicidio de un joven en la comunidad. El objetivo es contener al grupo de pares ayudándole a enfrentar los sentimientos de pérdida.

 

Hay países que están ideando acciones conjuntas para disminuir sus tasas de suicidio. En esa dirección es interesante el proyecto desplegado en los países de la Unión Europea. Allí hay una gran preocupación por la alta tasa de suicidio entre adolescentes. Se llevó a cabo un trabajo (National Children’s Bureau, 1999) apuntado a la prevención en Inglaterra, Gales, Finlandia, Alemania con los siguientes objetivos:  

      traer expertos europeos de diferentes disciplinas  

      examinar estadísticas disponibles de cada país para comprender conductas suicidas  

      estudiar políticas y prácticas nacionales relativas a prevención de suicidios de adolescentes en             Europa  

     identificar estrategias que hayan sido efectivas para alentar su replicación  

      diseminar los resultados por Europa (Hungría, Irlanda, Italia y Noruega).

 

Lo interesante del trabajo aludido es la unión de diferentes países para luchar juntos contra el problema del suicidio.

 Coggan y Norton (1994) identifican cinco categorías de intervención a la hora de pensar en estrategias preventivas: mejorar la identificación y el tratamiento de las personas con alto riesgo de suicidio, disminuir la vulnerabilidad individual hacia el suicidio a través del aporte de las instituciones educativas, dar elementos para mejorar las habilidades personales, tratar los factores de riesgo subyacentes y limitar el acceso a medios letales para concretar el suicidio.

 Casas y Reyes (1998) creen que es importante el desarrollo y difusión de tecnologías sencillas referidas a la identificación y manejo de pacientes con comportamientos no saludables en la atención primaria y la educación en servicio de las enfermeras apoyada por los servicios especializados en salud mental. Estas cuestiones propiciarán para los autores un diagnóstico precoz e intervenciones sanitarias de mayor calidad.

 

Tratamiento del adolescente suicida

 Así como existen diferentes abordajes preventivos, también hay un amplio abanico de estilos terapéuticos para tratar al adolescente suicida.

 Por ejemplo, Spirito (1997) sugiere técnicas cognitivas para aquellos adolescentes que han tenido intentos suicidas que incluyen el replanteo de responsabilidades o culpas frente al factor precipitante del intento suicida, la modificación del pensamiento catastrófico y el aprendizaje de habilidades para resolver problemas.  

Brent (1997) incluye en el tratamiento posterior de aquellos que se han intentado auto dañar: la realización de un contrato donde se compromete el adolescente a no hacer intentos nuevos, atender a las posibles fuentes de incumplimiento del tratamiento, determinar la intensidad apropiada para cada tratamiento, proveer a la familia de psicoeducación y apuntar a superar los déficit en habilidades sociales y en la resolución de problemas.

 Kerfoot, Harrington y Dyer (1995) proponen una breve intervención de cinco sesiones para aquellos adolescentes con intentos suicidas y sus familias. Se caracteriza por sesiones focalizadas, intensivas y basado en el hogar. El primer objetivo es incrementar en la familia el reconocimiento y la aceptación de la realidad del episodio. Otros objetivos incluyen la mejoría en la comunicación familiar, el desarrollo de las habilidades para resolver problemas y la comprensión de que la adolescencia es un período normal de desarrollo. Es un enfoque de orientación conductual y de terapia familiar.

 En una línea similar McLean y Taylor (1994), trabajan con el enfoque de terapia familiar cognitivo-conductal. Focalizan en el comportamiento, no se preocupan por las causas que llevaron al suicidio, alienta a la formación de contratos o compromisos recíprocos, estimula las interacciones positivas, tiene objetivos focalizados que se centran en el presente y el futuro e intervenciones cognitivas. Entre otras variables incluye un enfoque psicoeducativo sobre la depresión. Como se ve, el enfoque psicoeducativo está presente en el abordaje de distintos terapeutas que han demostrado algunos resultados positivos.

 Así como Mc Lean y Taylor ponen el énfasis en el presente y en el futuro, otros abordajes se direccionan hacia el pasado, hacia la historia familiar. Al-Mabuk (1996) presenta una versión modificada del modelo de intervención de perdón de R.D.Enright y colaboradores (1991) para ser utilizada con los padres del adolescente suicida. Este modelo consiste en 17 sesiones designadas para incrementar el conocimiento de los padres acerca de la herida que llevó a su hijo al intento suicida, enfrentar la herida y repararla. Se sostiene, apoyando con ciertos estudios, que con este modelo se incrementa la autoestima, baja el nivel de enojo, aumenta el nivel de esperanza, disminuyen los síntomas depresivos, de ansiedad y culpa.  

 Ayd y Palma (1999) en su estudio con pacientes que se habían recuperado de depresión con fuertes pensamientos suicidas, encontraron algunos factores que favorecieron la supervivencia y la recuperación: apoyo que le brindaron familiares, amigos y profesionales, el poder hablar sobre lo que les sucedía con éstos, el encuentro con algún terapeuta que hizo un correcto diagnóstico y proveyó el tratamiento adecuado alentado a persistir hasta la mejoría, la prescripción de antidepresivos y mediación hipnótica que les mejoró el humor y el sueño.

 En la experiencia de Cobb y otros (1996) con adolescentes portorriqueñas, se menciona que uno de los principales problemas para intevenir en aquellos casos de adolescentes que han sido identificados en escuelas, clínicas y salas de emergencias de hospitales es el índice notablemente bajo de concurrencia a sesiones posteriores o a entrevistas de seguimiento luego de la derivación. Se basan en Trautman y Rotheram (1986) para afirmar que aún los intentos más rigurosos de tomar contacto con los adolescentes suicidas logran menos de un 60% a dos o más sesiones terapéuticas. También Piacentini y otros (1995) detallaron sobre el alto nivel de no-adherencia en el caso de los pacientes con intentos suicidas.

 El objetivo la investigación que desarrolla Cobb y otros (1996) era lograr la participación del adolescente suicida en el tratamiento. La estrategia consistió en presentarle al adolescente y a los miembros de la familia, durante la internación hospitalaria, un integrante bilingüe del equipo de tratamiento del centro médico y explicarles en qué iba a consistir el tratamiento proyectado. Antes de dar el alta se llevaba al adolescente y a su madre a recorrer la clínica para pacientes externos, se les presentaba la recepcionista y se les daba fecha para un encuentro posterior. Este contacto se pudo realizar con 24 de las 32 pacientes. De esos 24 casos, 18 (75%) concurrieron a la clínica de pacientes externos por lo menos para una sesión adicional, y 12 (50%) continuaron asistiendo a dos o más sesiones. Aunque se le puede criticar a esta experiencia la pequeña cantidad de la muestra, demostraron que el hecho de hacer que el terapeuta externo conociera a la familia durante la breve internación, logró más que duplicar la concurrencia posterior.

 Landau-Stanton y Stanton (1988) utilizan una estrategia de protección para el adolescente que denominan “reloj suicida familiar”. Es un método para controlar adolescentes que intenten suicidarse o corran el riesgo de hacerlo. Allí se establece con la familia un programa donde se detalla a qué hora comerá el adolescente, cuándo estudiará, donde dormirá, etc. Los profesionales sólo supervisan, dando lugar a que la familia sea la protagonista del cuidado. “Uno de los beneficios de esto es que si se produce algún cambio positivo en el adolescente la familia obtiene el crédito correspondiente” (Landau- Stanton y Stanton 1988). La idea es movilizar a la familia para que pueda cuidarse a sí misma y sentirse competente en esta tarea. Se planifica para que el adolescente esté acompañado las 24 horas del día.

Landau Stanton y Stanton (1988) ponen el énfasis del abordaje en fortalecer y apoyar a los padres porque consideran que “una terapia que debilita a los padres puede aumentar el riesgo de suicidio".  Apuntan a fortalecer el sistema natural, la familia, y no el artificial conformado por terapeuta y paciente. Afirman: “es mucho más importante que el paciente pueda hablar honesta y abiertamente con su familia que con un terapeuta”. No están de acuerdo con aquellos programas donde se realiza una especie de “padrectomía”, excluyendo a los padres y tratándolos como ineptos. Su meta es la reestructuración del sistema familiar.

 Cobb y otros (1996) igualmente advierten que avanzar demasiado rápido con una intervención estructural que apunte a brindar mayor autoridad parental puede llegar a tener resultados negativos. Aseguran que un sistema irascible podría llegar a producirse una escalada del conflicto y surgir más amenazas de suicidio.

 Vaz Leal (1989) incluye dos fases en el tratamiento del adolescente suicida: una primera donde participa todo el grupo familiar en la evaluación del caso, y una segunda donde se realiza el tratamiento con la exclusiva participación y colaboración de la pareja de padres. Se apunta a la delimitación de límites claros y a esforzarse por recuperar la capacidad ejecutiva de los padres.  

Rotheram y otros (1994) desarrollan un tratamiento breve, 6 sesiones altamente estructuradas con pacientes ambulatorios (adolescentes con intentos suicidas) y sus familias basado en principios cognitivo-conductuales. Se sugiere que el cambio y el aliento de interacciones positivas, el reencuadre de la familia sobre la comprensión de sus problemas y la alteración del estilo para resolver conflictos por parte de la familia reduce los riesgos de un futuro intento suicida por parte del adolescente. Se pone el foco en situaciones enredadas de la familia en lugar de dificultades individuales y presenta un modelo sistemático para el adolescente y su familia para aprender cómo resolver los problemas familiares en una atmósfera positiva.

 En este punto, como se puede observar, se plantearon abordajes que incluyen técnicas cognitivo-conductuales, sólo cognitivas, con inclusión de la familia, con acercamiento a la familia extensa y la comunidad; algunos que ponen el énfasis en el pasado, mientras que otros focalizan en el presente o en el futuro. Aparece como fundamental el fortalecimiento del grupo natural que rodea al adolescente, la mejoría en la comunicación y en la habilidad para resolver problemas y el armado de redes de apoyo social. Los tratamientos que han demostrado mayor efectividad son enfoques directivos.  

 

Investigaciones actuales

 Hay países como los Estados Unidos que, conscientes de la gravedad de la situación están invirtiendo en investigaciones para atenuar este fenómeno del suicidio. El National Institute of Mental Health (NIMH, 1999) está sosteniendo decenas de investigaciones que se están realizando en estos tiempos. Su inversión es de 15 millones de dólares.

 Se mencionan brevemente tres investigaciones:

 1) Dirigida por Beck: su investigación tiene dos principales objetivos: proveer a los médicos de instrumentos válidos para identificar pacientes con riesgo de suicidio; indicar aquellas áreas psicológicas que requieren intervención para prevenir el suicidio. En la medida que se demuestre la reversibilidad de estas características psicológicas por la acción terapéutica, el siguiente objetivo será proveer un marco conceptual para introducir intervenciones que reduzcan el riesgo suicida y, en consecuencia, lo prevengan. Otro propósito es el de validar hallazgos anteriores que ubican como predictores de suicidio: alta desesperanza, bajo nivel de autoestima, deterioro de la habilidad para resolver problemas, depresión severa, intentos previos de suicidio, historia de alcoholismo con eventual suicidio. La muestra consiste en 7000 pacientes.  

2) A cargo de Donaldson: en su investigación tiene como objetivo resolver el déficit en dos áreas que han mostrado estar presente en los adolescentes con intentos suicidas: resolución de problemas y manejo del enojo y la depresión. El tratamiento experimental consiste en seis sesiones donde se trabaja con estas dos áreas, mientras que con el otro grupo utiliza un tratamiento rutinario con la misma cantidad de sesiones con un formato no estructurado.  

3) En el New York State Psychiatric Institute, Madelyn S. Gould, Ph. D. ha trabajado desde 1991 a 1999 (aún no están los resultados) con el tema de autopsia psicológica en grupos suicidas de adolescentes. Esto incluye tres o más suicidios ocurridos dentro de una comunidad dentro de un período de tiempo breve. Se ha realizado autopsias psicológicas de 200 adolescentes suicidas que apuntarán a identificar las características asociadas con este fenómeno. Surge el interrogante acerca de por qué esta realidad se da en algunas comunidades, mientras que en otras no sucede lo mismo. Es una investigación importante ya que investigaciones previas han mostrado que el hecho de producirse un suicidio en una comunidad de adolescentes incrementa el riesgo de un subsiguiente suicidio.

 

 CONCLUSION

 Una de las conclusiones que surgen de este trabajo de revisión es la complejidad del tema “suicidio en la adolescencia”. Diferentes investigaciones demuestran cómo existen múltiples factores de riesgo que potencian el riesgo suicida: abuso de sustancias y alcoholismo, depresión, trastornos de personalidad, suicidios cercanos, déficit para la resolución de problemas ante los estresores psicosociales, conflictos familiares, armas en el hogar, etc.

 Se detecta una mala formación de los profesionales de la salud en la detección del riesgo suicida. Es por eso que es fundamental mejorar la capacitación en el reconocimiento de un potencial suicida.

 Debido al crecimiento de este problema entre los adolescentes a nivel mundial, es necesario mejorar, en primer lugar, los esfuerzos preventivos. Es imprescindible el trabajo en prevención, ya que un intento suicida es un factor de riesgo importante como para que se produzcan otros intentos.

Será fundamental superar los resultados de los diferentes abordajes no sólo sobre el tema específico del suicidio, sino sobre el alcoholismo, depresión, habilidad para resolver problemas, comunicación familiar y otros temas relacionados con el acto suicida. Los terapeutas deben desarrollar mejores estrategias para obtener una mayor continuidad del adolescente y su familia en el tratamiento.

 Es un tema que no sólo involucra a los profesionales de la salud, sino que debe generar una contribución clara y decidida de los diferentes Estados. Esto implica acciones serias contra el alcoholismo, drogadicción o tenencia de armas, por mencionar algunas áreas.

 El armado de redes sociales que contengan al adolescente es otro eje primordial en la disminución de este triste fenómeno.