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   Morelliana.

   Estoy revisando un relato que quisiera lo menos literario posible. Empresa desesperada desde el vamos, en la revisión saltan en seguida las frases insoportables. Un personaje llega a una escalera: «Ramón emprendió el descenso...» Tacho y escribo: «Ramón empezó a bajar...» Dejo la revisión para preguntarme una vez mas las verdaderas razones de esta repulsión por el lenguaje «literario». Emprender el descenso no tiene nada de malo como no sea su facilidad: pero empezar a bajar es exactamente lo mismo salvo que más crudo, prosaico (es decir, mero vehículo de información), mientras que la otra forma parece ya combinar lo útil con lo agradable. En suma, lo que me repele en «emprendió el descenso» es el uso decorativo de un verbo y un sustantivo que no empleamos casi nunca en el habla corriente; en suma, me repele el lenguaje literario (en mi obra, se entiende). ¿Por qué?

De persistir en esa actitud, que empobrece vertiginosamente casi todo lo que he escrito en los últimos años, no tardaré en sentirme incapaz de formular la menor idea, de intentar la más simple descripción. Si mis razones fueran las del Lord Chandos de Hofmannsthal, no habría motivo de queja, pero si esta repulsión a la retórica (porque en el fondo es eso) sólo se debe a un desecamiento verbal, correlativo y paralelo a otro vital entonces sería preferible renunciar de raíz a toda escritura. Releer los resultados de lo que escribo en estos tiempos me aburre. Pero a la vez, detrás de esa pobreza deliberada, detrás de ese «empezar a bajar» que sustituye a «emprender el descenso», entreveo algo que me alienta. Escribo muy mal, pero algo pasa a través. El «estilo» de antes era un espejo para lectores-alondra; se miraban, se solazaban, se reconocían, como ese público que espera, reconoce y goza las réplicas de los personajes de un Salacrou o un Anouilh. Es mucho más fácil escribir así que escribir («describir», casi) como quisiera hacerlo ahora, porque ya no hay diálogo o encuentro con el lector, hay solamente esperanza de un cierto diálogo con un cierto y remoto lector. Por supuesto, el problema se sitúa en un plano moral. Quizá la arteriosclerosis, el avance de la edad acentúan esta tendencia —un poco misantrópica, me temo— a exaltar el ethos y descubrir (en mi caso es un descubrimiento bien tardío) que los órdenes estéticos son más un espejo que un pasaje para la ansiedad metafísica.

Sigo tan sediento de absoluto como cuando tenía veinte años, pero la delicada crispación, la delicia ácida y mordiente del acto creador o de la simple contemplación de la belleza, no me parecen ya un premio, un acceso a una realidad absoluta y satisfactoria. Sólo hay una belleza que todavía puede darme ese acceso: aquella que es un fin y no un medio, y que lo es porque su creador ha identificado en sí mismo su sentido de la condición humana con su sentido de la condición de artista. En cambio el plano meramente estético me parece eso: meramente. No puedo explicarme mejor.

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