Latinoamerica,
veámonos en el espejo musulman
Carlos Ball
Lo que hoy llamamos América
Latina era a fines del siglo XVIII una región más próspera
que Estados Unidos. Si el lector, como yo, no cree en la superioridad
racial ni en el requisito de riquezas naturales, debemos concluir que
las políticas económicas instrumentadas por Estados Unidos
han tenido éxito, mientras que las de América Latina han
fracasado.
El argumento de superioridad racial no resiste la comparación
de China con Hong Kong entre 1950 y 1990, cuando el comunismo mató
de hambre a más gente en China que las dos guerras mundiales,
mientras los mismos chinos rompían en Hong Kong todos los récord
de crecimiento, gracias a su total libertad económica (aunque
como colonia británica no podían elegir a sus gobernantes).
De manera similar, los hindúes en Trinidad y África han
prosperado, pero los que se quedaron en la India siguen pobres. Y ni
hablar de los cubanos en Miami versus los de La Habana.
La creencia que la prosperidad depende de riquezas naturales es demolida
por Suiza (que sólo tiene lindos paisajes y vacas gordas sin
moscas), como también por Hong Kong y Singapur, cuya única
riqueza natural es el fácil acceso de barcos de gran calado.
Y si queremos un argumento de contrapelo, tenemos a Venezuela, Brasil
y Argentina, naciones riquísimas en recursos naturales y hundidas
en la miseria por infames y corruptos gobiernos "democráticos".
De manera parecida, el mundo musulmán está en decadencia
desde que los moros fueron expulsados de España. En lugar de
progresar y modernizarse, los musulmanes tienden a sentirse víctimas
de los judíos y cristianos, así como la izquierda latinoamericana
culpa de nuestro fracaso económico al imperialismo yanqui, al
intercambio de materias primas baratas por productos manufacturados
costosos, a las multinacionales y, últimamente, a la globalización.
El Che Guevara fue el fracasado Bin Laden latinoamericano de la década
1956-1967. Algunos replicarán que no es señal de fracaso
ser uno de los dos latinoamericanos que han aparecido en la portada
de la revista Time (el otro es Pelé) y que sigue siendo
adorado por multitud de viejos marxistas y de jóvenes adinerados
de países industrializados, los mismos que protestan violentamente
en Seattle y Cancún contra la Revolución Industrial que
lleva dos siglos y medio mejorando el nivel de vida y el bienestar de
la humanidad.
Los latinoamericanos creíamos de buena fe que la democracia
nos conduciría a la prosperidad. Lamentablemente no ha sido así.
El profesor Bernard Lewis, de la Universidad de Princeton y probablemente
el más destacado experto del Medio Oriente, sostiene que "la
democracia es una medicina fuerte, que tiene que ser dada al paciente
en dosis pequeñas, incrementándose gradualmente. Si le
da demasiado, mata al paciente". Lewis parece no estar hablando
sólo de Palestina, Irak y Afganistán sino también
de América Latina.
Pero el problema no es la democracia sino el saqueo y la violación
de los derechos ciudadanos que se escudan tras los triunfos electorales
en América Latina. Nuestros gobernantes arremeten contra la libertad
económica y el derecho de propiedad con su proteccionismo, licencias,
regulaciones, coimas, controles de cambio y de precios, deuda externa,
devaluaciones, corralitos, suspensión de pagos, etc., destruyendo
así tanto el capital como los incentivos del libre mercado para
trabajar duro, ahorrar y competir. Ese socialismo estatista premia a
empresarios mercantilistas cercanos a las esferas del poder y fomenta
la emigración de los ciudadanos más competentes y ambiciosos.
El mundo árabe fue un centro avanzado de la civilización
en la Edad Media. Hace dos siglos, Miranda, Bolívar, Sucre, San
Martín y O'Higgins compartían muchas de las ideas libertarias
de Washington, Jefferson, Madison, Hamilton y Adams. Pero los latinoamericanos
nos desviamos y hoy intentamos sostener pesados gobiernos socialistas
sin haber primero desarrollado las fuentes de riqueza y de empleo que
los harían posibles (aunque no necesariamente sostenibles), con
toda esa aplastante burocracia reguladora y redistribuidora de la pobreza.
La principal diferencia es que en Estados Unidos la economía
es conducida por inversionistas y empresarios en abierta competencia,
mientras que en América Latina por los políticos y burócratas.