POLÍTICA&ECONOMÍA

Los piqueteros y el principio de autoridad

Por Mariano Grondona

 

 

 

 

La ofensiva de los piqueteros, que genera incidentes cada vez más graves como los de Salta y Neuquén, pone de manifiesto una íntima contradicción en la sociedad argentina. De un lado, la encuestadora OPSM registra que el 73,5 por ciento de los argentinos rechaza la metodología piquetera y sólo el 10,3 por ciento la aprueba. Del otro lado, a la sociedad argentina se le eriza la piel cada vez que escucha la palabra "represión". Ahora bien, cuando desmanes como los de Salta y Neuquén producen incendios y saqueos, ¿es posible contenerlos sin algún tipo de represión?

Empeñado en mantener un alto nivel de popularidad, el Gobierno es sensible a estas dos demandas contradictorias de la sociedad. Mediante el diálogo y la negociación, ha logrado atraer a la "línea blanda" piquetera. Pero la "línea dura" piquetera permanece inmune a esta campaña de seducción. Cuando la policía abortó la toma de las estaciones de subterráneo y cuando el ministro de Trabajo inició acciones judiciales después de que un grupo piquetero lo mantuvo cautivo en su propia sede, el Gobierno pareció acercarse a la idea de represión. Enseguida, dio marcha atrás. Mientras estallaban los saqueos en Neuquén, los ministros del Interior y de Justicia no llamaron a las autoridades locales para auxiliarlas, sino para pedirles que evitaran la represión.

¿Qué es "reprimir"?

Pero esta contradicción del Gobierno frente al desafío de los piqueteros no le es enteramente imputable porque responde a una contradicción más profunda que late en el seno de la sociedad. La verdad es que los argentinos rechazamos y toleramos al mismo tiempo la ofensiva de los piqueteros. Se impone bajar hasta los sótanos de nuestro inconsciente colectivo para comprender la confusión de conceptos que nos envuelve.

Quizá lo primero que nos pasa es que nos hemos quedado sin una idea clara sobre qué cosa es la represión. Al definirla en primer lugar como la acción de "contener, refrenar, templar o moderar", el diccionario no nos ayuda mucho porque engloba dos tipos opuestos de represión según sea la acción que se reprima. Supongamos que la policía carga contra una manifestación pacífica de ciudadanos. ¿Quién no condenaría este tipo de represión? Supongamos que la policía arremete contra una banda empeñada en secuestrar un niño. En tal caso, ¿quién no la aprobaría? Si incluimos lo reprimido dentro de la definición de la represión, podríamos aceptar que, en tanto la represión de lo legal es ilegal, la represión de lo ilegal es legal.

 En un país democrático no presionado por terribles memorias como el nuestro, se encontraría normal que la policía reprimiera a quienes atentan contra el orden legal. Pero nuestro país recuerda todo lo que pasó en los años setenta bajo el nombre de "represión". De esa memoria le ha quedado una profunda desconfianza en las fuerzas de seguridad. Ante un secuestro, se pregunta si hubo un policía implicado. Si un joven delincuente es herido en alguna villa, se pregunta si no estaremos ante un nuevo caso de "gatillo fácil". Cuando la policía se prepara a reprimir con balas de goma, la pregunta es si no serán de plomo.

En un estado de conciencia colectivo de esta naturaleza, la palabra "represión" se tiñe de connotaciones que se acercan a la segunda definición del diccionario: "reprimir es la acción de contener, detener o castigar, por lo general desde el poder y con el uso de la violencia, actuaciones políticas o sociales". En esta interpretación, la palabra "reprimir" se acerca a otra con la cual tiene una raíz latina en común (premere): la palabra "oprimir". La represión pasa a ser percibida entonces, en función de nuestras memorias, como una forma de opresión.

La nuestra es una democracia. Pero si reprime las acciones ilegales, no goza de la presunción favorable de otras democracias, sino de la presunción desfavorable de que ha iniciado el camino de regreso a la opresión. Si reprimir es propio de las dictaduras y si así lo fue mientras no fuimos una democracia, ¿cuesta tanto comprender por qué el gobierno democrático se detiene ante ella y por qué, no bien se reprime, cunde la sospecha de que también se "oprime" y se percibe a los reprimidos, aunque haya razones legales para reprimirlos, más como víctimas que como victimarios?

Culpa y memoria

Si la memoria de los abusos represivos nos impide aceptar fácilmente que, en los casos de flagrante violación de las leyes, una represión prudente y ajustada a derecho es necesaria, una segunda causa viene a reforzar la tolerancia del Gobierno y de los ciudadanos frente a los piqueteros. Cada vez que una columna piquetera corta nuestras rutas o nuestras calles, alarma la inacción policial. ¿Pero qué hacen por su parte los automovilistas y los transeúntes ante estas perturbaciones? En vez de protestar activamente contra los manifestantes, los dejan pasar mansamente. La pasividad no sólo policial sino también ciudadana frente a los piquetes es explicable como la expresión de un profundo sentimiento de culpa entre los argentinos. Así como se siente culpa por haber sobrevivido al hermano que murió en el mismo accidente, los argentinos que tenemos trabajo sentimos culpa ante los argentinos que lo perdieron. Que en un país tan rico como el nuestro uno de cada cinco argentinos no pueda trabajar es un hecho tan reñido con nuestras tradiciones, moralmente tan obsceno, que no nos deja indiferentes. Dejamos pasar a los piqueteros. Damos una moneda a los juglares y los mendigos. Nos sentimos culpables.

Así como podría observarse que a veces tenemos por "represores" a policías honestos y legales, también podría decirse que no todos los desocupados son piqueteros ni todos los piqueteros, desocupados. Los desocupados se cuentan por millones. Los piqueteros, por miles. Algunos de estos miles, además, no están desocupados sino ocupados en un entrenamiento ideológico totalitario.

Aun después de estas aclaraciones, sin embargo, sigue siendo verdad que las palabras "represión" y "piqueteros" producen en el inconsciente colectivo de los argentinos negras memorias y difusos sentimientos de culpa que impiden un análisis racional de nuestros problemas. Los romanos distinguían entre "potestad" ( potestas ) y "autoridad" (auctoritas ). La potestad es la facultad legal de un gobierno. La autoridad, la certeza de que el ejercicio de esa facultad será comprendido y aceptado por la sociedad. El Gobierno siente que tiene la potestad, pero no la autoridad para reprimir los desbordes de los piqueteros.

Estamos, todavía, perturbados. La represión fue opresión. El desempleo es el estigma moral de nuestra generación. Estos sentimientos se posan con mayor razón en el ánimo de los dirigentes que hayan conservado una conciencia, porque los dirigentes de toda índole somos los responsables de la Argentina actual. Tendremos que aceptar gradualmente, con adecuados límites, la idea de la represión en democracia, quizá cuando los incidentes suban hasta el nivel de lo intolerable. Podremos moderar gradualmente el dolor de la desocupación, quizá cuando nuestros compatriotas sin trabajo ya no se cuenten por millones. Hasta que ambas cosas ocurran, seguiremos envueltos en la perplejidad moral.