POLÍTICA&ECONOMÍA
El
destino de América Latina
Por
Enrique Krauze
1989
fue un año milagroso en la historia contemporánea. ¿Quién
que no sea fundamentalista o globalifóbico no recuerda sin
nostalgia la Revolución de Terciopelo en Praga, la caída
del Muro de Berlín, el fin de la Guerra Fría, la
liberación de la Europa del Este? Mientras esos cambios
casi cósmicos ocurrían en Europa, aquí, entre nosotros,
tenía lugar un milagro quizá menos dramático, pero
igualmente esperanzador: como fichas de dominó que de
pronto se pusieran de pie, la mayoría de los países de
América Latina optaba por incorporarse al Occidente
moderno mediante la adopción de la democracia liberal y el
abandono –al menos parcial– de cuatro poderosos paradigmas
de atraso histórico: el militarismo, el marxismo
revolucionario, el caudillismo populista y la economía
estatizada y cerrada.
Habría
sido maravilloso que los logros del 1989 se hubieran
vuelto permanente realidad, y que el destino de aquellos
cuatro jinetes de nuestro Apocalipsis fuera –como decía
León Trotski– el “basurero de la historia”. Por desgracia
no ocurrió así, o no enteramente. A casi quince años de
distancia, el resultado –como en un partido de futbol– es
un empate: dos a dos.
El
militarismo permanece en la penumbra, no porque los
militares en varios países carezcan de fuerza, sino de
prestigio político y de un proyecto alternativo. Por
añadidura, la nueva universalidad de los derechos humanos
complicaría su eventual regreso al poder. El marxismo
revolucionario sigue a la baja, y la guerrilla colombiana
(mezcla de ideología, terrorismo y droga) lo ha
desprestigiado aún más. El neozapatismo mexicano es un
capítulo abierto y algún grupo guerrillero en el Perú
podría resurgir, pero ni uno ni otro contarán con el
respaldo de las mayorías, ni siquiera de minorías
sustanciales. La violencia revolucionaria no es vista ya
como una “partera de la historia”, ni siquiera en zonas
ultracastigadas del subcontinente como lo ha sido en estos
años la Argentina. Y ante la bancarrota total de la
economía cubana (que vive de las divisas de sus exilados,
esos despreciables “gusanos” de antaño), ¿quién en su sano
juicio –salvo, claro, Hugo Chávez, que quizá nació sin él–
puede soñar en adoptar el modelo cubano?
La mala
nueva es la reaparición de los otros dos paradigmas: el
populismo y, en menor medida, la economía cerrada. Con
acciones demagógicas o simbólicas, con discursos
incendiarios y manipulaciones informativas, los gobiernos
populistas explotan sentimentalmente la ignorancia de las
mayorías y se eternizan en el poder.
El
secreto del populismo es confundir el juicio de la
sociedad prometiendo un paraíso terrenal que, por
supuesto, nunca llega; pero, en vez de reconocer su
fracaso, opta siempre por achacarlo a las oligarquías
internas y al imperialismo. De ese modo, el populismo
fomenta la irresponsabilidad y, en un extremo, termina por
moldear, a la manera totalitaria, la mentalidad del
pueblo. El populismo miente por sistema, desgarra el
tejido político, envenena el espíritu público, alimenta la
discordia civil. Perón es el ejemplo clásico y la
Argentina actual, su implacable consecuencia; pero, bien
visto, el régimen de Fidel Castro no es más que un
populismo radical. La democracia es un acuerdo para
legitimar, delimitar, racionalizar y encauzar el poder. El
populismo, por el contrario, es una forma arcaica de
concentrar el poder, de corromperlo. Por desgracia, el
populismo está presente ya en Venezuela. Chávez adulteró
la esencia de la democracia, coartando las libertades y
plantando en su pueblo la mala hierba del rencor social.
Su única vocación es permanecer en el mando. Ha mostrado
suficientes tendencias autoritarias como para hacer temer
la instauración de una dictadura. En todo caso, Chávez
representa una lección y una advertencia. Sin diques
institucionales que permitan juzgar a un régimen por su
desempeño, un país puede hundirse sin remedio... con el
apoyo de sus mayorías. ¿Cómo resolver el problema sin
renunciar a la democracia electoral? Es una pregunta
cardinal que debería ocupar a la inteligencia
latinoamericana.
Chávez
se beneficia de un desencanto generalizado con las
políticas económicas de libre mercado aplicadas desde
finales de los ochenta. La prosperidad que nos tenían
prometida no llegó, y la región (con la excepción evidente
de Chile, en cierta medida de México, y de otras economías
más pequeñas) ha permanecido estancada, y en algunos casos
(Argentina, el más señalado) ha retrocedido. El debate
está abierto. Hay quien cree –a mi juicio, con plena
razón– que, a diferencia de los esquemas populistas y
estatistas –que contaron con largas décadas para arruinar
nuestras economías–, las políticas liberales no han sido
instrumentadas con la suficiente amplitud y profundidad ni
han tenido tiempo suficiente para mostrar sus beneficios.
Otros piensan que el modelo de liberalización se ha de
afinar en mayor o menor grado. Quizá tengan cierta razón.
Los “tigres” de Asia (algo desdentados ahora, pero tigres
al fin) han contado para su desarrollo con Estados
fuertes, que no monopolizan pero sí rigen y dirigen sus
economías orientándolas hacia nichos de competencia
atractivos. ¿Podrán los Estados nacionales en América
Latina encontrar esa modalidad de intervención creativa,
en un marco de transparencia legal y sentido práctico, y
sin violentar el orden macroeconómico? Nueva pregunta
cardinal.
De una
u otra forma, todos los países latinoamericanos viven la
misma disyuntiva. Todos buscan seguir enganchados al tren
de la modernidad occidental, pero saben que, sin un
crecimiento económico sostenido y equitativo, la frágil y
joven democracia está en peligro y podría precipitar el
caos o la dictadura populista. Se dirá que en este sentido
las recetas no son muchas, pero a mi juicio hay tres
reformas posibles que merecen un examen. Atañen a la
microeconomía, el papel los intelectuales y la relación
con Estados Unidos (y, en menor medida, con Europa).
Latinoamérica está urgida de una revolución, pero no
marxista sino microeconómica. La región produce muchos
economistas académicos expertos en modelos matemáticos y
graduados en las grandes ligas, pero poca economía
aplicada, pocos “ingenieros sociales” como los que
reclamaba Karl Popper, que aporten soluciones prácticas
para combatir la pobreza. El peruano Hernando de Soto y el
mexicano Gabriel Zaid son casos excepcionales. Las ideas
de Hernando de Soto sobre la economía informal (en
esencia: la necesidad de titulación de la propiedad) son
más conocidas que las del escritor mexicano, que desde
hace treinta años, en varios libros y ensayos, ha
formulado diversos proyectos teóricamente sustentados para
favorecer a los más necesitados. No conozco aportación más
amplia y original sobre el tema que El progreso
improductivo (México, Siglo
xxi, 1979).
En la tradición de Schumacher –Small is beautiful–,
se trata de una verdadera enciclopedia razonada de
microeconomía, con multitud de ideas prácticas para que
los sectores públicos y privados de nuestros países
emprendan acciones productivas, que en poco o nada se
parecen a los viejos esquemas de proteccionismo estatal.
Según Zaid, nuestros “bloqueos culturales”
(universitarios, citadinos, modernos) nos impiden ver,
reconocer y respetar, en sus propios términos, la vida y
la cultura de la gente que vive en los campos. Por eso no
podemos apoyarla con ideas que funcionen en la práctica,
por eso buscamos una imposible –demagógica– igualación
social por vía del empleo y “desde arriba”, en vez de
intentar la vía inversa: “desde abajo” y por el
autoempleo. Zaid cree que la salida para México –y, por
extensión, para toda Latinoamérica– está en la
proliferación de pequeños empresarios independientes, y en
sus libros explica cómo y por qué. Si el Estado
latinoamericano moderno está en busca de vinos nuevos con
que llenar sus viejos odres de vocación social, las ideas
de este ingeniero-filósofo-economista están a la mano.
Éstos y
otros cambios serían más factibles si en estos países
proliferaran figuras de la inteligencia, independencia y
responsabilidad de los Havel, Sajarov, Michnik; en otras
palabras, si se dispusiera de una moderna vanguardia
intelectual. Por desgracia, desde hace más un siglo la
intelligentsia latinoamericana ha sido doctrinaria más
que crítica, con una postura antiliberal que favorece a
los cuatro paradigmas de estancamiento (o, si se quiere, a
tres y medio): si bien son enemigos de los dictadores de
derecha, no han visto mal a ciertos generales “de
izquierda”, no se diga a Fidel Castro, los sandinistas y
ahora a Hugo Chávez. Para muchos de ellos, el fracaso del
“socialismo real” fue un accidente pasajero de la
historia. Su antinorteamericanismo adopta, por momentos,
tonos y expresiones casi fundamentalistas. En algunos
países, su presencia en el aparato cultural (libros,
revistas, periódicos, radio, universidades) es
predominante. Muy pocos abogarían ya por la instauración
de un régimen comunista, pero el populismo político y
económico –la implantación de los dos últimos paradigmas–
es su natural objetivo. La intelligentsia, en suma,
ha sido un factor clave del subdesarrollo latinoamericano.
Sólo una eventual reforma de la educación superior podría
cambiarla. Pero ¿cómo lograrla? Los empresarios
latinoamericanos deberían invertir en la formación de
líderes intelectuales, enviando a jóvenes no sólo a
estudiar en universidades británicas o estadounidenses
(que a veces padecen el mismo virus doctrinario), sino a
trabajar directamente en los mejores diarios, revistas,
estaciones de radio y televisión de carácter liberal en el
Occidente desarrollado. Nuestros países necesitan salir de
la confusión y la retórica, necesitan conocimiento sólido,
investigación empírica, método científico, espíritu de
innovación. Formar esas elites intelectuales y científicas
debería ser una prioridad continental. Japón, Corea y
ahora China han probado con creces que ése es el camino
del éxito. Otro tema fundamental para consolidar, o
incluso defender, la democracia en nuestros países reside
en la creatividad política (casi nula entre nosotros) de
los medios de comunicación. Hemos pensado muy poco en cómo
utilizarlos para ser vehículos de la libertad y la
democracia.
Un
poderoso factor externo incide en los procesos de apertura
económica regional: el proteccionismo de Estados Unidos (y
el de los países europeos), dispuesto a defender puertas
adentro “la mano invisible” de Adam Smith, pero aún más
proclive a meter la mano en favor de sus agricultores
ineficientes con subsidios que afectan severamente al
productor latinoamericano, los cuales no sólo contradicen
sino que desprestigian el proyecto de la globalización. En
éste y muchos otros sentidos, Estados Unidos sigue
descuidando a nuestros países. Al hacerlo, no sólo comete
una injusticia sino un error de proporciones históricas.
La adopción continental de la democracia liberal y el
libre mercado es, en el fondo, un intento de convergencia
con Estados Unidos que puede revertirse a corto plazo. Si
el ensayo no da frutos tangibles, América Latina puede
desembocar una vez más en el desencanto por su
modernización frustrada. Y las consecuencias pueden ser en
verdad terribles: rechazo de la vida política
institucional, vuelta a la violencia. No el espejo de
Chile sino el de Venezuela. Un continente ingobernable, de
bandas callejeras y traficantes de drogas. Si llegase a
cesar el milagro de 1989, Estados Unidos miraría de nueva
cuenta a la región preguntándose, con la irresponsable
candidez, la ignorancia y el desprecio que lo caracteriza:
“¿Qué ha pasado?” Para colmo, el entorno internacional
posterior al 11 de septiembre nos es particularmente
adverso, y por lo visto lo será por mucho tiempo: la
energía y la atención de nuestro vecino del norte está a
tal grado puesta en el mundo islámico, que nuestra región
se ha convertido en la última prioridad, detrás de África.
América
Latina –hay que recordarlo en medio de la confusión, los
peligros e incertidumbres de la actualidad– no es una zona
desahuciada para la modernidad por sus querellas tribales
y sus maldiciones bíblicas, un desierto o una selva donde
se entronizan el hambre, la peste y la guerra. No es
África. América Latina no es una vasta civilización
fanática y guerrera, opresora de la mitad femenina de su
población, rumiando por siglos o milenios sus odios
teológicos. No es el mundo islámico. América Latina es un
polo excéntrico de Occidente, pero es Occidente.
Parece una frase retórica, pero nuestra fuerza está en la
gente y la cultura, la alta cultura y la cultura popular,
y en el tono vital de nuestros pueblos. ¿Qué necesitamos
entonces para corregir el rumbo y enfilar hacia un buen
destino? Necesitamos líderes: líderes políticos,
empresariales, intelectuales, científicos, religiosos,
sociales, morales. La creación de esos líderes en las
generaciones jóvenes debería ser nuestra mayor prioridad.
¿De quien depende? De nosotros depende, de nadie más.