23 de octubre
SAN TEODORO,
(*)
Mártir

   San Teodoro, glorioso sacerdote y mártir de Cristo, fue uno de los más celosos ministros del Señor en la iglesia de Antio quía de Siria. Trabajó sin descanso en desarraigar las supersticiones paganas, en derribar las aras y estatuas de los falsos dioses, y en levantar varios templos al Dios verdadero, sin esperar otra recompensa que ver más extendida y gloriosa aquella cristiandad, ni desear otro premio que la corona del martirio. El conde Juliano, tío del emperador Julian, y apóstata como él, gobernaba a la sazón el Oriente, cuya capital era Antioquía, y sabiendo que el santo sacerdote Teodoro tenía el ministerio de guardar los vasos sagrados y tesoros de la Iglesia, quiso apoderarse de ellos; y le llamó a su tribunal, ordenándole en nombre del César que hiciese entrega de todas aquellas preciosas alhajas. Respon dióle el fidelísimo siervo de Cristo que nada había recibido de manos del César, y que nada le debía. Al oír estas palabras el codicioso tirano, enojóse sobremanera, y comenzó a reprenderle con grandes amenazas por la contradicción que hacía a la religión del imperio y a la voluntad del César. Teodoro con gran elocuencia y entereza, le echó en cara la liviandad de su apostasía, y de la de su sobrino el emperador, por lo cual mandó el conde Juliano que azotasen cruelmente al santo presbítero en las plantas de los pies y en su venerable rostro. Después le hizo poner en el suplicio del ecúleo, donde con cuerdas que pasaban por unas poleas, le estiraron con tan gran inhumanidad los brazos y las piernas, que le sacaron de sus junturas los huesos. Mientras el bárbaro juez que presenciaba el suplicio se mofaba del mártir, y le decía palabras injuriosas, el santo rogaba por él, y, sin hacer demostración alguna de dolor, ni dar un solo gemido, le exhortaba a que mirase por sí, y pidiese perdón a Jesucristo de su iniquidad y apostasía. «Bien veo; le dijo el tirano, que eres harto insensible a los tormentos. ¿De dónde sacas esta fortaleza?» «No siento nada, respondió el mártir; por que Dios está conmigo» . Entonces Juliano mandó que le aplicasen a los costados hachas encendidas; y mientras le abrasaban con ellas los verdugos, repentinamente cayeron de espa1das en tierra, y se negaron a seguir atormentándole, diciendo que habían visto unos ángeles que protegían al mártir. Finalmente el encarnizado apóstata vencido y avergonzado por la entereza e incontrastable constancia del santo mártir, mandó que le cortasen la cabeza y en este suplicio entregó su alma santísima en manos del Creador.

REFLEXIÓN

   La torpe codicia y deseo de apoderarse de los bienes de la Iglesia fue lo que estimuló al pro cónsul Juliano a cebarse en la sangre del fiel presbítero san Teodoro. Y ¿cuál ha sido aún en otras harto recientes persecuciones que ha padecido la Iglesia una de las causas principales del odio mortal con que la han maltratado sus enemigos manifiestos o solapados? La sed de los bienes que justamente había alcanzado, que legítima mente poseía y caritativamente empleaba. N os enseña, pues, la historia de la Iglesia, que muchos de sus sangrientos tiranos y acérrimos perseguidores no solamente han sido enemigos de la verdad de Dios y de la santidad del Evangelio, sino también hombres codiciosos, avaros, ladrones y obradores de toda injusticia e iniquidad.

ORACIÓN

   ¡Oh Dios! que nos proteges con la gloriosa confesión de tu bienaventurado mártir Teodoro, concédenos que de su imitación y oración saquemos fuerzas para adelantar en tu divino servicio. Por Jesucristo, Nuestro Señor. Amen.

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