Magisterio de la Iglesia

Pacem Dei Munus
CARTA ENCÍCLICA

BENEDICTO XV
Sobre la restauración cristiana de la paz 
23/5/1920

a) Alegría por el advenimiento de la paz

La paz el gran bien.

   La paz, este hermoso don de Dios, que, como dice San Agustín, «es el más consolador, el más deseable y el más excelente de todos»(1), esa paz que ha sido durante más de cuatro años el deseo de los buenos y el objeto de la oración de los fieles y de las lágrimas de las madres, ha empezado a brillar al fin sobre los pueblos. Nos somos los primeros en alegrarnos de ello. 

b) Tristez por no haberse extirpado los odios.

No hay paz: motivo de la encíclica.

   Pero esta paterna alegría se ve turbada por muchos motivos muy dolorosos. Porque, si bien la guerra ha cesado de alguna manera en casi todos los pueblos y se han firmado algunos tratados de paz, subsisten, sin embargo, todavía las semillas del antiguo odio. Y, como sabéis muy bien, venerables hermanos, no hay paz estable, no hay tratados firmes, por muy laboriosas y prolongadas que hayan sido las negociaciones y por muy solemne que haya sido la promulgación de esa paz y de esos tratados, si al mismo tiempo no cesan el odio y la enemistad mediante una reconciliación basada en la mutua caridad. De este asunto, que es de extraordinaria importancia para el bien común, queremos hablaros, venerables hermanos, advirtiendo al mismo tiempo a los pueblos que están confiados a vuestros cuidados.

c) Iniciativa del Papa por la verdadera paz.

Esfuerzo papal

   Desde que por secreto designio de Dios fuimos elevados a la dignidad de esta Cátedra, nunca hemos dejado, durante la conflagración bélica, de procurar, en la medida de nuestras posibilidades, que todos los pueblos de la tierra recuperasen los fraternos lazos de unas cordiales relaciones. 

Los medios empleados

   Hemos rogado insistentemente, hemos repetido nuestras exhortaciones, hemos propuesto los medios para lograr una amistosa reconciliación, hemos hecho, finalmente, con el favor de Dios, todo lo posible para facilitar a la humanidad el acceso a una paz justa, honrosa y duradera. Al mismo tiempo hemos procurado, con afecto de padre, llevar a todos los pueblos un poco de alivio en medio de los dolores y de las desgracias de toda clase que se han seguido como consecuencia de esta descomunal lucha. 

I. La caridad en general

1) Es el fundamento  de una paz estable

a) Extirpa los odios.

La caridad mueve al Papa.

   Pues bien: el mismo amor de Jesucristo, que desde el comienzo de nuestro difícil pontificado nos impulsó a trabajar por el retorno de la paz o a mitigar los horrores de la guerra, es el que hoy, conseguida ya en cierto modo una paz precaria, nos mueve a exhortar a todos los hijos de la Iglesia, y también a todos los hombres del mundo, para que abandonen el odio inveterado y recobren el amor mutuo y la concordia.

b) En caso contrario nuevas guerras.

Daño del encono.

   No hacen falta muchos argumentos para demostrar los gravísimos daños que sobrevendrían a la humanidad si, firmada la paz, persistiesen latentes el odio y la enemistad en las relaciones internacionales. Prescindimos de los daños que se seguirían en todos los campos del progreso y de la civilización, como, por ejemplo, el comercio, la industria, el arte y las letras, cuyo florecimiento exige como condición previa la libre y tranquila convivencia de todas las naciones. 

Caridad y cristianismo

   Lo peor de todo sería la gravísima herida que recibiría la esencia y la vida del cristianismo, cuya fuerza reside por completo en la caridad, como lo indica el hecho de que la predicación de la ley cristiana recibe el nombre de "Evangelio de la paz"(2).

2) Primer precepto del cristianismo

a) de Cristo

Caridad, precepto nuevo de Cristo.

   Porque, como bien sabéis y Nos os hemos recordado muchas veces, la enseñanza más repetida y más insistente de Jesucristo a sus discípulos fue la del precepto de la caridad fraterna, porque esta caridad es el resumen de todos los demás preceptos; el mismo Jesucristo lo llamaba nuevo y suyo, y quiso que fuese como el carácter distintivo de los cristianos, que los distinguiese fácilmente de todos los demás hombres. Fue este precepto el que, al morir, otorgó a sus discípulos como testamento, y les pidió que se amaran mutuamente y con este amor procuraran imitar aquella inefable unidad que existe entre las divinas personas en el seno de la Trinidad: "Que todos sean uno, como nosotros somos uno..., para que también ellos sean consumados en la unidad"(3).

b) de los apóstoles

Los apóstoles la recomiendan.          

   Por esta razón, los apóstoles, siguiendo las huellas de su divino Maestro y formados personalmente en su escuela, fueron extraordinariamente fieles en urgir la exhortación de este precepto a los fieles: "Ante todo, tened los unos para !os otros ferviente caridad"(4). "Por encima de todas estas cosas, vestios de la caridad, que es vínculo de perfección"(5). "Carísimos, amémonos unos a otros, porque la caridad procede de Dios"(6)

c) los primeros cristianos

Iglesia primitiva

   Nuestros hermanos de los primeros tiempos fueron exactos seguidores este mandato de Cristo y de los apóstoles, pues, a pesar de las diversas y aun contrarias nacionalidades a que pertenecían, vivían en una perfecta concordia, borrando con un olvido voluntario todo motivo de discusión. Esta unanimidad de inteligencias y de corazones ofrecía un admirable contraste con los odios mortales que ardían en el seno de sociedad humana de aquella época.

3) Se extiende a los enemigos

a) enseñanza de Cristo y de sus discípulos

Olvido de injurias.

   Ahora bien: todo lo que hemos dicho para urgir el precepto del amor mutuo vale también para urgir el perdón de las injurias, perdón que ha urgido personalmente el Señor. "Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos; haced el bien a los que os odian, y orad por los que os persiguen y os calumnian, para que seáis hijos de vuestro Padre, que está en los cielos, que hace salir el sol sobre malos y buenos"(7)

Graves advertencias evangélicas.       

   De aquí procede el grave aviso del apóstol San Juan: "Todo el que aborrece a su hermano es homicida, y ya sabéis que todo homicida no tiene en sí la vida eterna"(8). Finalmente, ha sido el mismo Jesucristo quien nos ha enseñado a orar, de tal manera que la medida del perdón de nuestros pecados quede dada por el perdón que concedamos al prójimo. "Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores" (9)

b) pese a lo difícil del precepto

Posible es perdonar por la gracia.

   Y si a veces resulta muy trabajoso y muy difícil el cumplimiento de esta ley, tenemos como remedio para vencer esta dificultad no sólo el eficaz auxilio de la gracia ganada por el Señor, sino también el ejemplo del mismo Salvador, quien, estando pendiente en la cruz, excusaba a los mismos que injusta e indignamente le atormentaban, diciendo así a su Padre: "Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen"10

c) El Papa da el ejemplo de perdonar

El Papa perdona.

   Nos, por tanto, que debemos ser los primeros en imitar la misericordia y la benignidad de Jesucristo, cuya representación, sin mérito alguno, tenemos, perdonamos de todo corazón, siguiendo el ejemplo del Redentor, a todos y a cada uno de nuestros enemigos que, de una manera consciente o inconsciente, han ofendido u ofenden nuestra persona o nuestra acción con toda clase de injurias: a todos ellos los abrazamos con suma benevolencia y amor, sin dejar ocasión alguna para hacerles el bien que esté a nuestro alcance. Es necesario que los cristianos dignos de este nombre observen la misma norma de conducta con todos aquellos que durante la guerra les ofendieron de cualquier manera.

4) Ayuda al enemigo, según enseña Jesucristo y San Juan

Exige afectuosa ayuda.

   Porque la caridad cristiana no se limita a apagar el odio hacia los enemigos y tratarlos como hermanos; quiere, además, hacerles positivamente el bien, siguiendo las huellas de nuestro Redentor, el cual "pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el demonio"(11) y coronó el curso de su vida mortal, gastada toda ella en proporcionar los mayores beneficios a los hombres, derramando por ellos su sangre. Por lo cual dice San Juan: "En esto hemos conocido la caridad de Dios, en que El dio su vida por nosotros, y nosotros debemos dar nuestra vida por nuestros hermanos. El que tuviere bienes de este mundo y viendo a su hermano pasar necesidad le cierra sus entrañas, ¿cómo mora en él la caridad de Dios? Hijitos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de obra y de verdad"(12). No ha habido época de la historia en que sea más necesario «dilatar los senos de la caridad» como en estos días de universal angustia y dolor; ni tal vez ha sido nunca tan necesaria como hoy día al género humano una beneficencia abierta a todos, nacida de un sincero amor al prójimo y llena toda ella de un espíritu de sacrificio y abnegación. 

La caridad, remedio de la actual situación    

1) Situación desoladora

a) Ruinas y heridas que reclaman al Samaritano Jesús

Efectos desastrosos de la guerra.

   Porque, si contemplamos los lugares recorridos por el azote furioso de la guerra, vemos por todas partes inmensos territorios cubiertos de ruinas, desolación y abandono; pueblos enteros que carecen de comida, de vestido y de casa; viudas y huérfanos innumerables, necesitados de todo auxilio, y una increíble muchedumbre de débiles, especialmente pequeñuelos y niños, que con sus cuerpos maltrechos dan testimonio de la atrocidad de esta guerra.

Símbolo evangélico

   El que contempla las ingentes miserias que pesan hoy día sobre la humanidad, recuerda espontáneamente a aquel viajero evangélico (13) que, bajando de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de los ladrones y, robado y malherido por éstos, quedó tendido medio muerto en el camino. La semejanza entre ambos cuadros es muy notable, y así como el samaritano, movido a compasión, se acercó al herido, curó y vendó sus heridas, lo llevó a la posada y pagó los gastos de su curación, así también es necesario ahora que Jesucristo, de quien era figura e imagen el piadoso samaritano, sane las heridas de la humanidad.

b) La Iglesia, continuadora de la obra de Jesucristo, desea ayudar.

La Iglesia bienhechora

   La Iglesia reivindica para sí, como misión propia, esta labor de curar las heridas de la humanidad, porque es la heredera del espíritu de Jesucristo; la Iglesia, decimos, cuya vida toda está entretejida con una admirable variedad de obras de beneficencia, porque «como verdadera madre de los cristianos, alberga una ternura tan amorosa por el prójimo, que para las más diversas enfermedades espirituales de las almas tiene presta en todo momento la eficaz medicina»; y así «educa y enseña a la infancia con dulzura, a la juventud con fortaleza, a la ancianidad con placentera calma, ajustando el remedio a las necesidades corporales y espirituales de cada uno»(14)

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NOTAS      
(1) San Agustín, De civitate Dei XIX 11: PL 6,637.
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2)  Ef 6 15. (volver)

(3) In 17 21-23. (volver)

(4) 1 Pe 4,8. (volver)  

(5) Col 3,14. (volver)

(6) 1 Jn 4,7.  (volver)

(7) Mt 5,44-45.  (volver)

(8) 1 Jn 3,15. (volver)

(9) Mt 6,12. (volver)

(10) Lc 23,24. (volver)

(11)  Hech 10 38. volver)

(12) 1 Jn 3,16-18. (volver)

(13) Cf. Lc 10,30ss (volver)

(14)  San Agustín, De moribus Ecclesiae catholicae I 30: PL 32,336.  (volver)