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La Ruta Interior


HERMANN HESSE

ALMA DE NIÑO

Hay momentos en que nuestras acciones el ir de aquí para allá, el hacer esto o aquello se desenvuelven de modo tan fácil y libre que nos parece como si todo pudiera ser de otro modo. En otros momentos, en cambio, todo aparece como rígido e inmutable, como si nada fuera libre o fácil y hasta nuestra respiración parece determinada por poderes extraños y por un destino fatal.
Las acciones llamadas "buenas" y de las cuales hablamos con placer, corresponden en general a ese tipo "fácil" y son las que olvidamos rápidamente. En cambio, los actos cu ya evocación nos molesta, nunca llegamos a olvidarlos. En cierto sentido, son más nuestros que los otros y llegan a proyectar sombras que se prolongan sobre todos los días de nuestra vida.
En la casa paterna -grande y luminosa, situada en una calle también luminosa- se entraba por un alto portal. Apenas entrado, nos envolvía una penumbra y un frescor, un húmedo aire a piedras; luego nos acogía en su silencio un vestíbulo alto y lúgubre, cu yo piso de losas rojas subía ligeramente hasta la escalinata que empezaba muy atrás, en la semioscuridad. Miles de veces transponíamos el enorme portal sin reparar jamás en la puerta ni en el umbral, ni en las baldosas ni en la escalera; pero siempre se trataba de un tránsito a otro mundo: a "nuestro" mundo. El vestíbulo olía a piedra, era alto y oscuro, y la escalinata en el fondo llevaba desde las frescas tinieblas hacia la claridad y el luminoso bienestar.
Pero siempre se chocaba primero en la sombría penumbra del vestíbulo con una atmósfera de dignidad y poder paternal, de castigo y conciencia culpable.
¡Cuántas veces la atravesaba riendo! Pero días había en que apenas entrado, uno se sentía en el acto oprimido y quebrantado y buscaba, embargado de miedo, la escalera libertadora.
Contaba yo once años y regresaba de la escuela en uno de esos días en los cuales el destino acecha en las esquinas, y en que a cada momento nos puede ocurrir algo. Es como si el desorden y desequilibrio de nuestra alma se reflejaran en el mundo que nos rodea, deformándolo. El desasosiego y la angustia nos oprimen y buscamos y hallamos sus causas fuera de nosotros; el mundo nos parece mal organizado y tropezamos por doquiera con obstáculos.
Aquél era uno de esos días. Desde la mañana, aunque no había incurrido en falta alguna, me atormentaba un sentimiento como de conciencia culpable, procedente quizá de los sueños nocturnos.
Durante el desayuno creí advertir en los rasgos de mi padre una expresión de dolor y reproche. La leche estaba fría y desabrida. En la clase no me vi en apuros, pero todo me había parecido triste, inútil y desolador, despertando en mí una sensación de impotencia y desesperación que se me había hecho familiar, y que me sugería la idea de que en un tiempo sin término, permaneceríamos constantemente pequeños e impotentes, prisioneros de esa estúpida y hedionda escuela. Toda la vida se me antojaba repugnante y contradictoria.
También me había disgustado con mi amigo de entonces. Yo había trabado amistad con Osear Weber, el hijo del maquinista. En cierta ocasión se había jactado de que su padre ganaba siete marcos por día, replicándole yo al azar que el mío ganaba catorce. Impresionado, aceptó el hecho sin discutirlo y esto fue el principio de nuestra vinculación. Unos días después fundamos con Weber una sociedad, estableciendo una alcancía común, que nos serviría para adquirir un revólver, arma maciza con dos caños azulados, que yacía en la vitrina de un ferretero.
Weber me había persuadido de que ahorrando metódicamente durante un tiempo, pronto podríamos comprarlo. Siempre disponíamos de algún dinero; a menudo él recibía una moneda por algún mandado o una propina y a veces se encontraba dinero en la calle u objetos de valor como herraduras, trocitos de plomo y otras cosas que podían venderse a buen precio. A las primeras de cambio Weber me entregó una moneda para nuestra alcancía y eso me convenció de que nuestro proyecto era realizable y de que obtendríamos buen resultado.

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