DOCTRINA CATÓLICA
La Familia Cristiana - 64  
S. S. Pío XII

   LXXIX

LAS VIRTUDES DEL HOGAR DOMÉSTICO
V. La Fe: b) La adhesión filial

12 de Mayo de 1943.

(Ecclesia, 29 de Mayo de 1943.)

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   Todas las familias cristianas de las diversas naciones que tienen una misma fe, queridos recién casados, forman una gran familia espiritual, en la cual el esposo es Cristo, la esposa es la Iglesia y la cabeza visible es el Vicario de Cristo en la tierra, el Romano Pontífice, en torno al cual os ha reunido aquí vuestra piedad y de quien deseáis escuchar la palabra, aquella palabra de fe divina revelada por el Redentor del mundo, a la cual os adherís filialmente. Sobre esta disposición de vuestra alma deseamos hoy hablar con vosotros, reservándonos para otras audiencias el discurrir sobre el don sobrenatural de la fe y de su justificación frente a la razón natural. De tal adhesión filial a la verdad revelada nace la fortaleza y la valentía de la fe, tal cual la sentían los primeros cristianos, prontos a sellarla con su sangre, persuadidos como estaban de que Cristo, hijo de Dios, nos ha revelado los secretos del Padre celestial, conocidos por Él, Sabiduría de Dios, del mismo modo que quien contempla la extensión de los mares lejanos desde la cima de un monte altísimo la señala a aquellos que viven en el fondo del valle y confían en su veraz palabra. Sin indagar más, segura de la autoridad infalible de quien habla, el alma fiel cree lo que Dios ha revelado y le enseña la Iglesia, custodia de la palabra divina.

   Si consideráis, amados hijos, por un lado las verdades que nos han sido reveladas por Dios y por otro la docilidad de los fieles, una admirable y grandiosa escena se ofrece a vuestra mirada en la gran familia católica, escena de la que encontráis también una pálida pero delicada imagen en aquellos dulces coloquios que se desenvuelven en la intimidad del hogar doméstico, cuando la madre y los hijos, agrupados en torno al padre, escuchan su palabra con atención y respetuoso afecto. ¿Qué dice, qué cuenta él? Acaso cuenta antiguos recuerdos de su niñez; o les comunica sus experiencias y su saber de la edad adulta; o bien les explica alguna maravilla de la naturaleza, de la técnica, de la ciencia o del arte. Si estuvo en los campos de batalla o en el cautiverio, narrará, mostrando las cicatrices de sus heridas, sus trabajos y sus sufrimientos soportados por amor, pensando en ellos, en el querido hogar lejano que tenía que defender. ¡Tantas cosas saltan espontáneamente a los labios de un padre para la instrucción, la alegría, el aliento, la formación de su hijos! Contemplad su rostro, que el amor ilumina, mientras expresa lo que tiene en la memoria, en la mente, en el corazón. Mirad después el aspecto y las actitudes de la madre y de los hijos: gustad de aquel encantador espectáculo, pero intentad también interpretar los sentimientos que se manifiestan y se suceden en sus rostros y en sus miradas. ¿Qué leéis allí? Una constante atención y un vivo interés, y juntamente una adhesión perfecta, sin duda y sin reserva, a todo lo que escuchan. Los hijos están pendientes de los labios paternos; y si uno de ellos, demasiado pequeño para comprender bien, parece interrogar con sus ojos ansiosos, en seguida se inclina hacia él la madre para explicárselo todo y hacerse su solícita y afectuosa maestra de cuanto ha dicho el papá.

   ¿Será acaso necesario aclarar la aplicación de esta escena tan humana y a la vez tan deliciosa? ¿No habéis reconocido en ella a Jesucristo Nuestro Señor, Esposo de la Iglesia y fundador de la familia cristiana; a la Iglesia, vuestra Madre; y a vosotros mismos, que del esposo recibís la palabra y de la madre las explicaciones, de las que la debilidad humana, la humana ignorancia, la humana corrupción, tienen necesidad? ¿No es justo que se pueda leer en vuestros ojos la misma devota atención y la misma adhesión indestructible y confiada? ¿Existe acaso algún tema que pueda interesar más que estos altos y profundos secretos de Dios, que constituyen en el cielo la intuitiva felicidad de los ángeles y de los santos; cuando Él os revela lo que existe desde toda la eternidad antes del origen de las cosas; cuando os descubre las bellezas invisibles de la creación y da a las que son visibles y materiales la transparencia de un velo ligero, a través del cual se hace conocer a vosotros; cuando el Verbo Divino os enseña cómo hecho semejante a vosotros en la encarnación fue niño pequeño y pasó luego haciendo el bien y sanando a los desgraciados; cuando os dice lo que ha sufrido por vuestra salvación y os muestra las señales de sus llagas; cuando os narra su muerte, su resurrección, su gloria, su reino presente, el anuncio de su reino futuro, donde os ha preparado vuestro puesto y os espera? Sí, vuestro Redentor y pastor de nuestras almas os cuenta todas estas inefables verdades y estos sublimes misterios de su amor y, Dios como es, omnisciente y grandioso en su omnipotencia, tiene otros mil y mil secretos beatificantes que revelaros.

   Es, pues, del todo legítimo, deberíamos decir divinamente natural, que os unáis y apretéis en torno a Él ávidos de escuchar todas estas narraciones, todas estas confidencias de un incomparable encanto y al mismo tiempo de una soberana necesidad y provecho para vosotros; como es además del todo obvio y necesario que en la humana ignorancia, en la humana incapacidad de comprender cuanto quisierais, interroguéis a vuestra Madre la Santa Iglesia, para que ella os transmita lo que Dios ha dicho y os lo explique, adaptándolo en la medida posible a vuestra inteligencia. Pero igualmente conveniente y necesario es que a esta palabra revelada y a estas lecciones de la madre os adhiráis con pleno corazón, sin sombra de duda, de incertidumbre o de vacilación. Así es como un verdadero hijo escucha al padre, que, sin embargo, es falible como todo hombre, y limitado en su obrar, y podría, por tanto, alterar, exagerar o atenuar las realidades de que habla, aunque no fuera sino para encubrir su incompetencia o para embellecer y animar su conversación. Y, sin embargo, ¿qué hijo osaría suponer en su padre una tal alteración de la verdad o que éste caiga en el. error o enseñe cosas que ignora? Cuando, en cambio, quien habla y revela es Dios, la misma Sabiduría y Verdad, ¿no os dice vuestra razón que es imposible que Él se engañe hasta en un pequeñísimo detalle? Especialmente si consideráis que cuanto ocurre está en sus manos y Él lo prevé, lo permite o lo ejecuta y lo ordena, de modo que suele decirse que "no se mueve hoja que Dios no quiera".

   Imaginad ahora por un instante una sombra en el cuadro que os acabamos de describir. Que esta sombra sea uno de los hijos, de aquellos que han superado la ingenuidad de los pequeños y no han adquirido todavía la reserva y la reverencia de los mayores; que espera, con mirada aburrida, el fin de la conversación, impaciente por volver a buscar a sus compañeros y recomenzar sus juegos, tomando el aire de quien no le importa nada de lo que se dice. ¿Sus hermanos no se sentirían ofendidos, indignados, escandalizados? ¿No aparecería una nube sobre la frente de la madre? ¿A qué hijo no le parece que allí ha venido a menos la inteligencia o el corazón o acaso la una y el otro?

   Esta sombra tiene también su correspondencia en la adhesión a la revelación y a la fe. Las verdades reveladas, objeto de la fe, alargan hasta el infinito, más allá de los límites de la ciencia humana, el horizonte de nuestros conocimientos de Dios y de las obras divinas en la elevación y en la reparación del género humano, dilatan el campo de nuestra actividad religiosa y moral, estimulan y avivan el corazón en la firmeza de la esperanza, le alientan y confortan en el vínculo de la divina caridad; y, sin embargo un gran número de cristianos no presta a la palabra de Dios, a las confidencias de Cristo, de las que están llenas los Evangelios, ningún cuidado y ninguna atención, no ocupándose sino de las cosas pasajeras, momentáneas y materiales, de las lecturas y de los discursos frívolos, de las diversiones y de los pasatiempos, de las novelas y de las historias más inútiles para la vida y el trabajo. Es que han perdido todo el candor de los niños, sin adquirir la austera docilidad de las almas vigorosas.

   ¿Y no es la docilidad, para quien la considere en su sentido originario y profundo, el signo del vigor que anima, sostiene y forma un espíritu suficientemente abierto para conocer la estrechez del saber humano, y presto y pronto a recibir con reconocimiento y adhesión la doctrina de quien sabe y tiene autoridad para enseñar? Tratar con amorosa inteligencia de llegar a la certidumbre de que la palabra oída es revelación de Dios, nada más legítimo; prestarle el razonable obsequio con la aplicación de la mente y de las ciencias humanas, deseando y empeñándose en entenderla y penetrarla mejor para gustarla y amarla más y practicar sus enseñanzas, nada más laudable. ¡Pero qué contraste, si miramos el porte de no pocos pretendidos espíritus fuertes, desdeñosos de recibir nada revelado, sin cribarlo por sus falsos tamices! Nada admiten, sino examinándolo con la crítica de su incompetente juicio y reduciéndolo a la corta vista de su inteligencia, incapaz de ver los propios límites y de comprender que la verdad es más amplia que la mente y la investigación humana y que, más allá de los secretos de la naturaleza que a ella se le escapan, hay otros misterios más altos, conocer los cuales es sublime perfección del entendimiento humano, y honor inclinarse ante ellos y sabiduría y saciación del alma el sólo entreverlos. Tales espíritus soberbios los encontráis en las calles de las ciudades, en las cátedras y en las academias: son aquellos que en la perplejidad de la fe, en las dudas, en las equivocaciones, en las objeciones que sienten y les turban, no saben recurrir a Cristo, autor de la fe, y decirle como el padre del lunático: "Credo Domine; adiuva incredulitatem meam"[1]. Porque "la fe ha de prevenir a la razón de lo que se cree —como dice San Ambrosio—; para que no parezca que exigimos explicaciones a Dios, como a un hombre cualquiera; y piénsese cuan indigno es creer a los hombres que se hacen testigos de otros y no a Dios que en sus oráculos se hace testigo de Sí mismo"[2]; a Dios, que no puede jurar sino por Sí mismo porque no tiene otro superior a Él.

   Pero, ¿dónde está entonces la lógica de estos espíritus fuertes que se creen razonabilísimos y paladines de la razón humana contra la fe y contra Dios? Las afirmaciones más aventuradas e infundadas son con frecuencia acogidas y creídas sin examen ni prueba alguna, aunque procedan de fuentes menos genuinas y puras. Es cierto que conviene que en la práctica y en la vida social, para la tranquilidad y la convivencia recíproca, se crea al prójimo bajo su palabra, mientras no dé prueba manifiesta de su incompetencia, ligereza o deslealtad. Pero la dignidad y la rectitud de la conciencia, ¿no se indignarían y rebelarían al observar que en tal modo de obrar no se hace excepción sino contra Dios y contra la Iglesia, negándoles aquella fe que se presta a los hombres?

   Dad, pues, a la fe en Dios aquella adhesión filial, que no es otra cosa, para decirlo más claramente, sino el asenso del entendimiento a las verdades reveladas por Dios, asenso imperado bajo el influjo de la gracia por la voluntad humana, porque no se puede creer sin querer creer, siendo la fe un libre asentimiento de nuestra mente, que prestamos a Dios a causa de su autoridad infalible. Creemos en Él sin ver lo que creemos porque la fe es de las cosas no aparentes.

   Recién casados, que descansáis el uno en la confianza del otro; futuros padres que aspiráis a gozar la confianza de vuestros hijos; vosotros, a quienes el ansia de ser dignos de ellos será estímulo y aliento para vencer todas las debilidades humanas; desde la aurora de vuestra vida común haced que vuestro hogar esté animado y alegrado por una fe viva y por una franca obediencia a Dios y a su Santa Iglesia. Si queréis que vuestros hijos os demuestren reconocido afecto y pronta devoción, no ceséis vosotros mismos de manifestar respeto y amor a Dios y a quienes le representan. Y si alguna vez ocurre que encontráis penas y dolores que turben algo vuestra fe y vuestra resignación divina, entonces, como los apóstoles, que decían a Cristo, "Adauge nobis fidem"[3], invocad también vosotros del cielo aquel aumento, aquel ardor, aquella potencia de la fe, que engendra los heroísmos en los padecimientos, en las desventuras, en los disgustos, en los peligros, en el sacrificio mismo de la vida. La fe crece con los actos, con los sacramentos, con la purificación del alma, con aquella esperanza y aquel amor que os acercan a Dios y os hacen firmes en el sufrimiento y en el trabajo por vosotros, por vuestra familia, por el prójimo, por la patria, por la Iglesia. Con el objeto visible de la prontitud y de la constancia de la fe educaréis, mejor que con muchas palabras, a vuestros hijos en la observancia no sólo del cuarto, sino también de los tres primeros mandamientos de Dios; y de ese modo ellos, aun a través de las tormentas de la vicia se mantendrán obsequiosos a vosotros y fieles a Cristo.

   Con este augurio y con la confianza de verlo oído por el Divino Redentor, autor y consumador de la fe, os impartimos de todo corazón nuestra bendición apostólica.

FIN

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NOTAS
  • [1] Math., 17, 14; Marc., 9, 24. 

  • [2] S. Ambrosi De Abraham, 1. I, c. 3, n. 21; Migne, P. L., t. 14, col. 450.

  • [3] Luc, 17, 5.