DOCTRINA CATÓLICA
La Familia Cristiana - 39  
S. S. Pío XII

   LIII

LA AUTORIDAD DE LA FAMILIA
2) PADRES E HIJOS

24 de septiembre de 1941.

(Ecclesia, 15 de nov. de 1941.)

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   Con doble y estrecho lazo, queridos recién casados, se desarrolla y suele crecer la familia que vosotros habéis inaugurado a los pies del altar y del sacerdote con tanto gozo y tanta esperanza. Es el lazo que une y estrecha bajo el mismo techo común a los cónyuges entre sí y a los padres con los hijos. El primer vagido que sale de una cuna hace rebosar de gozo a la madre, al padre, a los parientes y amigos; y en aquella aurora de una vida primeriza, he aquí que aparece por vez primera la autoridad del padre y después de él, la de la madre, los cuales sienten en sí el deber y tienen solícito cuidado de que el bautismo haga de aquel niño un hijo de Dios, borre su culpa original, le comunique la vida de la gracia y le abra las puertas del paraíso; porque de los niños es el reino de los cielos. ¡Cómo no debe ennoblecer este pensamiento a un padre que se gloria de su fe en Cristo, y consolar a una madre que ama la salvación de sus hijos! Así, todo niño que recibe el sello de la adopción divina y bebe de la fuente del agua sobrenatural, inicia en la Iglesia, como un viandante, el camino de la vida a través de los senderos inciertos y peligrosos del mundo. ¿Qué será de este niño? Los niños son cañas agitadas por el viento; son flores de cuya corona aun los céfiros arrebatan algún pétalo; son tierra virgen en cuyo fondo ha puesto Dios las semillas de la bondad, a la que acechan los sentidos y los pensamientos del corazón humano inclinados al mal desde la adolescencia, por la soberbia de la vida y por el incentivo de los ojos y del placer. ¿Quién asegurará aquellas cañas? ¿Quién defenderá aquellas flores? ¿Quién cultivará aquellos macizos y hará germinar en ellos las semillas de la bondad contra la asechanzas del mal? En primer lugar, la autoridad que rige la familia y los hijos; vuestra autoridad, oh padres.

   Los padres y madres se quejan con frecuencia, en nuestros días, de que no logran hacerse obedecer de sus hijos. Niños caprichosos que a nadie hacen caso. Adolescentes que rehuyen toda guía. Jóvenes y muchachas que no toleran ningún consejo, sordos a todo aviso, afanosos de ser los primeros en los juegos y en las carreras, encaprichados en hacerlo todo por su cuenta y razón, creyendo que sólo ellos comprenden las necesidades de la vida moderna. En fin —se dice—, la nueva generación no está de ordinario dispuesta (salvo raras y apreciables excepciones) a inclinarse ante la autoridad del padre y de la madre. ¿Y cuál es la razón de esta actitud indócil? La que ordinariamente se da, es que hoy día los hijos no poseen muchas veces el sentido de la sumisión y del respeto debido a los padres y a su vez; que en la atmósfera de ardiente altivez juvenil en que viven, todo tiende a hacer que se desprendan de toda deferecia hacia sus padres y terminen por perderla; que todo lo que ven y oyen a su alrededor acaba por aumentar, inflamar y exasperar su natural y poco domada inclinación a la independencia, su desprecio del pasado, su avidez del porvenir. Si Nos ahora habláramos a niños o jóvenes, sería nuestra intención y proyecto examinar y considerar estas causas de su escasa y reacia obediencia. Pero dirigiéndose la palabra a vosotros, recién casados, que pronto tendréis que ejercitar la autoridad paterna y materna, queremos guiar vuestra atención hacia otro aspecto de tan importante materia.

   El ejercicio normal de la autoridad depende no sólo de los que deben obedecer, sino también, y en gran escala, de los que tienen que mandar. En términos más claros: una cosa es el derecho a la posesión de la autoridad, el derecho de dar órdenes, y otra cosa es aquella preeminencia moral que constituye y adorna la autoridad efectiva, operativa, eficaz, que logra imponerse a los otros y obtener de hecho la obediencia. El primer derecho os lo confiere Dios con el hecho mismo de haceros padres y madres. La segunda prerrogativa hay que adquirirla y conservarla; puede perderse como puede aumentarse. Ahora bien: el derecho a mandar a vuestros hijos alcanzará muy poco de éstos si no va acompañado de aquel otro poder y de aquella autoridad personal sobre ellos que os asegura el ser realmente obedecido. ¿De qué modo, con qué arte sabia podréis adquirir, conservar y aumentar ese poder moral?

   Dios concede a algunos el don natural del mando, el don de saber imponer a otros la propia voluntad. Es un don precioso; no es fácil decir si reside en el alma o, en gran parte, en la persona, en el porte, en la palabra, en la mirada, en el rostro; pero no deja de ser al mismo tiempo un don temible. No abuséis de él, si lo tenéis, al tratar con vuestros hijos; correríais peligro de encoger y cerrar en el temor sus almas, de hacerles esclavos y no hijos amorosos. Templad esta fuerza con la expansión del amor que corresponda a su afecto, con la bondad suave, paciente, solícita, alentadora. Oíd al gran Apóstol San Pablo, que os exhorta: "Padres, no provoquéis la indignación de vuestros hijos, para que no decaigan de ánimo". Recordad, oh padres, que el rigor es un mérito sólo cuando hay dulzura de corazón.

   Hermanar la dulzura con la autoridad, es vencer y triunfar en la lucha que os plantea vuestro oficio de padres. Por otra parte, para todos los que mandan, la condición fundamental de un dominio benéfico sobre la voluntad de los otros es el dominio de sí mismos, de las propias pasiones e impresiones. Una autoridad cualquiera no es fuerte ni se hace respetar sino cuando los súbditos la sienten en sus almas, dirigida en sus movimientos por la razón, por la fe y por el sentimiento del deber, porque entonces los súbditos sienten que al deber de ella ha de responder también su propio deber. Si las órdenes que deis a vuestros hijos, si las reprensiones que les hagáis, proceden de impulsos del momento, de ímpetus de impaciencia, de imaginaciones o de sentimientos ciegos o mal ponderados, no podrá menos de suceder que las más de las veces sean arbitrarias, incoherentes, quizás aun injustas e inoportunas. Hoy seréis para aquellos pequeños de una exigencia irracional, de una severidad inexorable. Mañana pasaréis por todo. Empezaréis por negarles una cosilla, pero un momento más tarde, hartos de su lloriqueo o de su murria, se la concederéis con demostraciones de ternura, ansiosos de acabar de una vez con la escena que os irrita los nervios. ¿Por qué, pues, no sabéis dominar los movimientos de vuestro humor, refrenar vuestra fantasía y regiros a vosotros mismos mientras queréis y procuráis regir a vuestros hijos? Si en algunos momentos no os parece sentiros del todo dueños de vosotros mismos, dejad para más tarde, para un tiempo mejor, la reprensión que queréis dar, el castigo que os creéis en el deber de imponer. En la serena y tranquila firmeza de vuestro espíritu, vuestra palabra y vuestro castigo tendrán una eficacia más diversa, un poder más educador y más autorizado que los prontos provocados por una pasión mal dominada. No olvidéis que los niños, aun los pequeñines, son todo ojos para observar y advertir, y en un momento se darán cuenta de los cambios de vuestro humor. Desde la cuna, apenas lleguen a distinguir a la madre de toda otra mujer, pronto se percatarán del poder que tiene sobre los padres débiles un mohín o un pucherito, y no dejarán de abusar en su inocente picardía. Guardaos, por lo mismo, de todo lo que pudiera disminuir vuestra autoridad ante ellos. Guardaos de mermar esa autoridad con el prurito de continuas e insistentes recomendaciones y observaciones que acaben por aburrirles; harán como si os oyesen, pero no les darán ninguna importancia. Guardaos de burlar o llamar a engaño a vuestros hijos con razones o explicaciones vanas o falaces, dadas a la buena de Dios para salir del apuro y libraros de preguntas importunas. Si no os parece bien exponerles las verdaderas razones de una orden vuestra o de un hecho, os será más útil invocar su confianza en vosotros y vuestro amor para con ellos. No falseéis la verdad; si acaso, calladla; ni sospecháis siquiera tal vez, qué turbaciones y qué crisis pueden ocasionarse en aquellas almitas el día en que vengan a conocer que se ha abusado de su natural credulidad. Guardaos también de dejar transparentar una señal cualquiera de desunión entre vosotros, una diferencia cualquiera en el modo de tratar a vuestros hijos: muy pronto caerían ellos en la cuenta de que podrán valerse de la autoridad de la madre contra la del padre, o de la del padre contra la de la madre, y difícilmente resistirían a la tentación de ayudarse de esta disparidad para la satisfacción de todos sus caprichos. Guardaos, finalmente, de esperar que vuestros hijos hayan crecido en edad para ejercer sobre ellos vuestra autoridad bondadosa y serena, pero al mismo tiempo firme y franca, no plegable a escena ninguna de llantos o lloriqueos: desde los principios, desde la cuna, desde los albores de su sencilla razón, haced que prueben y sientan sobre sí manos acariciadoras y delicadas, pero también sabias y prudentes, vigilantes y enérgicas.

   La vuestra ha de ser autoridad sin debilidad, pero autoridad que nace del amor, toda impregnada y sostenida por el amor. Sed vosotros los primeros educadores y los primeros amigos de vuestros hijos. Si, efectivamente, inspira vuestras órdenes el amor paterno y materno —un amor cristiano bajo todo aspecto, y no una complacencia egoísta, más o menos inconsciente—, harán éstas mella en vuestros hijos, que las acogerán en lo profundo de sus almas sin necesidad de muchas palabras; porque el lenguaje del amor es más elocuente en el silencio de la obra que en los acentos de los labios. Un relampaguear de mil pequeñas señales: una inflexión de voz, un gesto imperceptible, una ligera expresión del rostro, una señal de aprobación, les revelarán mejor que todas las protestas, cuánto afecto anima a una prohibición que les aflige, cuánta benevolencia se esconde en una amonestación que les resulta molesta: y entonces la palabra de la autoridad aparecerá a sus corazones, no como peso grave o yugo odioso que hay que sacudir cuanto antes, sino como la suprema manifestación de vuestro amor. ¿Y, con el amor, no correrá parejas el ejemplo? ¿Cómo podrán los niños, prontos imitadores por naturaleza, aprender a obedecer, si ven en todas las ocasiones, que la madre no hace ningún caso de las órdenes de su padre, sino que se queja de él; si bajo el techo doméstico oyen continuas e irreverentes críticas en contra de toda autoridad; si notan que sus padres son los primeros en no cumplir lo que mandan Dios y la Iglesia? Haced, en cambio, que tengan ante los ojos un padre y una madre que, en su manera de hablar y de obrar, den ejemplo del respeto a la legítima autoridad, de la fidelidad constante a sus propios deberes; ante un espectáculo tan edificante, aprenderán, mejor que de la exhortación más estudiada, cuál es la verdadera obediencia cristiana y cómo la deben observar respecto a sus padres. Estad convencidos, queridos recién casados, de que el buen ejemplo es el patrimonio más precioso que podéis dar y dejar a vuestros hijos. Es la visión inolvidable de un tesoro de obras y de hechos, de palabras y de consejos, de actos piadosos y pasos virtuosos, que se imprimirá para siempre en su memoria y en su corazón como uno de los recuerdos más conmovedores y queridos, que les evocará y resucitará vuestras personas en las horas de duda y de incertidumbre entre el bien y el mal, entre el peligro y la victoria. En los momentos oscuros, cuando el cielo se nuble, volveréis a apareceros a ellos en un horizonte que iluminará y dirigirá su camino con el camino que vosotros seguisteis a costa de aquel trabajo y de aquella paciencia, que es el precio de la felicidad aquí y en el cielo. ¿Un sueño tal vez? No: la vida que habéis comenzado con vuestra nueva familia no es un sueño: es un sendero que recorréis investidos de una dignidad y de una autoridad que ha de ser escuela y aprendizaje para los que hereden vuestra sangre. El Padre celestial que, al llamaros a participar de la grandeza de su paternidad, os ha comunicado también su autoridad, se digne concederos el ejercitarla a imitación suya, con sabiduría y con amor. Implorando de Él esta gracia para vosotros y para todos los padres cristianos, os damos, queridos recién casados, con toda la efusión de Nuestro corazón de padre, la bendición apostólica.

KKKKKKKKKKKKKKKKKKKKKK

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