DOCTRINA CATÓLICA
La Familia Cristiana - 32  
S. S. Pío XII

   XLVI

PRIMAVERA DE LA NATURALEZA. PRIMAVERA DE LA
IGLESIA. PRIMAVERA DE LAS FAMILIAS CRISTIANAS.

7 de Mayo de 1941. (Oss. Rom., 8 Mayo 1941.)

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   Perenne es la vida, queridos recién casados, en la serie y alternativa de las estaciones que varían el curso del año y renuevan la primavera. También el día tiene sus estaciones, émulas de las del año, y por la mañana nos hace sentir la primavera, al mediodía el verano, por la tarde el otoño, y puesto el sol el invierno. La primavera, esta alegre estación en que la naturaleza vuelve a la sonrisa, a los verdes esmaltes, a las frondas de la selva, a los prados y a los jardines floridos, a las corolas voladoras de los ramos fructíferos, a las armonías de los pajarillos, al calorcillo del sol que avanza en el fulgor de su majestad por la bóveda del cielo, como esposo de la naturaleza a quien saluda, embellece, colora y fecunda con sus vivificantes rayos, es un espectáculo de renaciente vida. La primavera cubre la tierra con su bello manto y arranca de nuestros ánimos un himno de alabanza al Creador, que en el libro de la naturaleza nos despliega su bondad y liberalidad para que nos preparemos a renovarnos a nosotros mismos en la vida del espíritu y de la fe en Él.

   También la Santa Madre Iglesia tiene su primavera, primavera de multiplicados "alleluyas" en su liturgia del tiempo pascual, como repetidas invitaciones a la alegría: alleluya de la resurección triunfal de Cristo, la flor virginal de la Virgen Madre, el lirio divino del rosado valle de la pasión[1]; alegría de aquella primavera de las primitivas comunidades cristianas de las que hemos leído repetidas veces en los Hechos de los Apóstoles los conmovedores episodios, promesa y primicia de la futura renovación espiritual, flor y fruto de las conquistas del apostolado católico.

   También vosotros estáis en la primavera de la vida y vivís la primavera de las familias que acabáis de fundar, con la alegría de aquellos primeros pasos deliciosamente íntimos para vosotros, impregnados del perfume de la esperanza de una vida llena de brotes como renuevos de olivo en torno a vosotros y que Dios os llama a multiplicar con vuestra unión; de la más bella vida que se da aquí abajo, la vida de las almas cristianas.

   Primavera de la hermosa naturaleza, primavera del gozo pascual, primavera de las bodas: ahora gozáis vosotros de estas tres primaveras y os alegráis como si el mundo que os rodea se redujera a ser todo vuestro en vuestra vida. Pero si, interrumpiendo un momento vuestros coloquios de recién casados, os ponéis a leer un diario, os encontraréis en sus columnas con otra vida y con otro mundo: hechos de la guerra, crueles combates en tierra, cielo y mar; pero también magníficos ejemplos de generosidad hacia los que sufren, de abnegación, de heroísmo y de sacrificio.

   Vosotros mismos, queridos hijos e hijas, en medio de estas conmociones formidables, con un grande y hermoso pacto de fe cristiana, no habéis temido constituir vuestras nuevas familias, sabiendo y creyendo bien que el imperturbable renovarse de las primaveras en el tumulto de los acontecimientos humanos, no es escarnio o burla ni fría indiferencia de la naturaleza ciega, ni fatua imagen de soñadores ingenuos, sino que testimonia y manifiesta a nuestros sentidos, en la realidad y belleza de la vida que renace, aquel supremo y paterno "amor que mueve el sol y las demás estrellas", cuya constante solicitud jamás se retrasa un momento en el gobierno del universo, y cuya misericordia domina y gobierna las agitaciones de los hombres. Vuestra fe, ¿no es acaso confianza en la dulzura y en la fuerza de la soberana mano de Dios, vigilante, atenta y perenne directora de los acontecimientos grandes y pequeños, alegres y dolorosos de este mundo? Aprended la bella y alta lección que Dios os da en la triple primavera que vivís en estos días, y que confirma vuestra confianza.

   Confianza que no es ingenuidad pueril que se imagina que la primavera durará para siempre, que su encantadora belleza no pasará, que sus flores no se marchitarán jamás, que no volverán ya ni los calores tórridos, ni los fríos, ni las nieves; ingenuidad ebria del presente, sin un pensamiento para el porvenir, sin un esfuerzo para fortalecer el alma y prepararla y prevenirla para las desgracias y las pruebas futuras.

   Confianza que no es ligereza indolente que vive al día y que se engaña soñando que siempre habrá tiempo de levantarse cuando suene el trueno, para protegerse como se pueda contra la tempestad: que lo mejor por ahora es gozar, sin otra preocupación, la tranquilidad presente, el rayo de sol presente, por fugaz que tenga que ser.

   Confianza que no es la triste resignación del fatalismo en la convicción de que contra el ciego desencadenamiento de las cosas no queda sino curvar las espaldas para recibir el golpe lo menos mal posible, buscando cuanto más atenuar su rudeza con la condescendencia de quien, como una pelota, se deja rodar y golpear por todas partes sin resistencia y sin una inútil rigidez.

   ¿Qué es, pues, esta confianza? Es la fe en el amor de Dios: "Nos cognovimus et credidimus caritati, quam habet Deus in nobis"[2]. Elevad vuestro espíritu sobre los huracanes y las tormentas de aquí abajo. Creéis con toda el alma que el curso del mundo que nos transporta en sus torbellinos y nos golpea y nos aturde, no es el fortuito desbordarse de fuerzas ciegas que se precipitan al acaso, sino que, por desconcertantes y duros que puedan ser sus torbellinos y sus ímpetus, la omnipotencia de un amor y de una sabiduría infinita lo conduce todo, vela sobre todo, lo lleva todo a una meta, en cuya luz brilla la misericordia sobre la justicia.

   Vosotros sabéis que Dios no olvida jamás el fin de sus obras, y que su sabiduría nos aparecerá fúlgida en el cielo cuando allí se nos conceda volver a recorrer en la visión de Él los senderos de esta vida, sellados por las huellas sangrientas de nuestros pies y sembrados por las flores de su gracia.

   Vosotros sabéis que no hay en el mundo ni amor de madre joven ni mutua ternura de recién casados que se acerque, ni de lejos, al amor y a la ternura infinita con que Dios rodea y abraza todas y cada una de nuestras almas.

   Vosotros sabéis que este amor divino, en su eterna, grandiosa y magnífica providencia sobre los destinos de la humanidad y del mundo, a la vez que desciende con su cuidado providente hasta los lirios del campo y los pájaros del aire, tiene sus designios particulares sobre cada una de vuestras almas, aunque fuese la más ignorada y mezquina; a los ojos de los hombres.

   Designios caracterizados y teñidos de una solicitud tan afectuosa y sabia como no emplearéis nunca vosotros mismos para preparar todo lo que se precisa para recibir, alegrar y embellecer la venida de aquellos niños queridos que aguardáis con tan gozosa esperanza. El curso de vuestra vida y todos sus pasos e instantes, por humildes y secretos que sean, no los deja Dios al azar del acaso o de la fortuna; todo es querido o permitido por los designios de una bondad sabia y poderosa que vuelve en bien hasta el mal; en ningún momento de vuestras jornadas, en las horas de vuestro intenso trabajo, durante el reposo, en la inconsciencia del sueño, el amor vigilante del ojo y de la mano de Dios cesará de regir, guiar y conducir vuestras vidas y las de vuestros hijos.

   Tenéis, uno y otra, confianza en vuestro recíproco amor y os habéis prometido mutuamente dicha y felicidad: poned y mantened en este amor de Dios hacia vosotros, una fe todavía más viva e indestructible, fe que se eleve a la alteza inconmensurable por la que ella vence y sobrepasa toda palpitación hasta la más profunda y total de cualquier amor humano.

   Os habéis dado el uno a la otra; daos juntos a Dios. ¿Podréis, acaso, de ahora en adelante, salvaguardar vuestra felicidad viviendo cada uno para sí, a su propio arbitrio, sin preocuparos y cuidaros de lo que piensa o desea la otra alma conglutinada con la vuestra? No, ciertamente. Todavía menos llegaréis a asegurar la verdadera felicidad de esta vuestra vida común, viviéndola a vuestro capricho fuera de los designios del amor de Dios sobre vosotros, despreciando o no teniendo en cuenta lo que Él desea y espera de vosotros.

   Dejaos guiar por Dios: los mandamientos de la ley cristiana, la dirección y consejos de la Iglesia, las disposiciones de la Providencia iluminarán vuestros pasos, día por día, en el camino de la vida. Confiad en Dios; confiad en el Redentor: Él venció al mundo. No esperéis revelaciones extraordinarias de los designios divinos sobre vosotros: se os revelarán poco a poco, en la sucesión de los hechos y en las incidencias de cada día y de la vida. Creed en el amor divino que os ha mostrado el camino que tenéis que recorrer; andad con rectitud y virtud, no a vuestro modo y capricho: de otro modo serán inevitables los contrastes y las disonancias de las armonías divinas: vuestra voz desentonaría en el dulce canto que Dios quiere hacer resonar en vuestra familia. ¿No es con frecuencia ésta la triste y secreta causa y origen de tantas vidas que comenzaron radiantes de felicidad y acabaron en las más oscuras miserias? No seáis chiquillos caprichosos, testarudos, que se retuercen hasta en los brazos amorosos de la madre; no imitéis a aquellos, no tan pocos, que como Faraón se endurecen y revuelven en las manos de Dios, y en lugar de dejarse regir filialmente, rechazan su ley, son sordos a las inspiraciones de su gracia que les impulsa hacia una vida más enteramente cristiana; de donde luego vienen desacuerdos, contrastes, caídas, enfermedades y ruinas.

   Queridos recién casados: esta fe confiada en el amor de Dios, esta dócil y animosa fidelidad en dejaros guiar por Él, en obedecer sus mandamientos, en aceptar con filial sumisión las disposiciones de su providencia sobre vosotros, entran, no lo dudamos, entre los propósitos de la vida común que con la bendición del sacerdote habéis iniciado. Pero, ¿dónde adquiriréis tan bellas y necesarias virtudes? Las adquiriréis, las conservaréis, las aumentaréis, solamente en el manantial profundo y límpido del agua viva que salta hasta la vida eterna, en la asiduidad para escuchar la palabra de Dios, para instruiros cada vez mejor en las enseñanzas de la Iglesia, en la oración que os reunirá mañana y tarde, en la asistencia a la Santa Misa, en la frecuencia de los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía, en una palabra, en la activa y virtuosa vida cristiana. Entonces, sí, la primavera de hoy durará, florecerá, se revestirá de fronda en vuestras almas, y no cesará sino para cambiarse en la corona de refulgentes frutos y de doradas mieses de aquel verano sin otoño y sin invierno que eternamente alegra a los bienaventurados del Cielo.

KKKKKKKKKKKKKKKKKKKKKK

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NOTAS
  • [1] Cfr. Cant., 2, 1.

  • [2] I lo., 4, 16.