DOCTRINA CATÓLICA
La Familia Cristiana - 28  
S. S. Pío XII

   XLII

LA PURA Y FUERTE BELLEZA
DEL AMOR CRISTIANO

29 de Enero de 1941. (DR. II, 381.)

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   En este día, dedicado en la sagrada liturgia a honrar al bueno y grande Obispo de Ginebra San Francisco de Sales, el culto que la Iglesia le presta no exalta únicamente sus excelsas virtudes y su ardiente celo pastoral, sino que venera juntamente en él la ciencia y la sabiduría de maestro de la vida cristiana, por las que ha sido propuesto también a los escritores públicos católicos como su patrono y modelo. Queremos, amados recién casados, que el gran Doctor del cielo vuelva hoy su dulce mirada sobre vosotros, reunidos en torno a Nos, y traiga a Nuestra mente y a Nuestros labios, para vosotros, aquellas advertencias que él mismo daba a las personas casadas, en su incomparable obra titulada: "Introducción a la vida devota". En aquellas páginas vive él, habla él, enseña él, guía él, amonesta él, como padre, como maestro, como amigo vuestro; porque la Filotea a la que primeramente fue destinado el libro, era una madre de familia, madame de Charmoisy; y también en las sucesivas revisiones permaneció invariado el fin: instruir a las personas que viven en el mundo, para hacerles amar y practicar aquella cordial devoción que no es otra cosa sino la plenitud de la ley y de la vida cristiana. Este libro del dulce Obispo de Ginebra, estimado por los contemporáneos del santo como el más perfecto en su género, fue tenido en tanto aprecio por nuestro gran predecesor Pío XI, que escribió que debería andar también hoy en manos de todos[1].

   Nos, pues, os exhortamos, queridos esposos, a leer y releer aquellas páginas tan deliciosas como sólidas: deberían ser una de vuestras lecturas favoritas, como lo fueron para aquel coronel, excelente padre de familia, que enviado al Oriente durante la guerra mundial, llevaba aquel pequeño volumen en su cartera de oficial, como un compañero reconfortante en los duros trabajos y en los peligros que le esperaban.

   Pero de las enseñanzas de tan grande Obispo, nos limitaremos ahora a recordaros los consejos especiales para los casados[2], y especialmente el primero, que es el principal de todos: "Yo exhorto, dice el santo, sobre toda otra cosa, a los esposos al mutuo amor que el Espíritu Santo les recomienda tanto en la Sagrada Escritura". Pero, ¿cuál es este amor que os inculca el piadoso maestro de la vida cristiana? ¿Es, acaso, el amor simplemente natural, instintivo, como aquel —dice él— de las parejas de tórtolas, o el amor meramente humano que han conocido y practicado también los paganos? No; no es este el amor que recomienda a los esposos el Espíritu Santo, sino aquel que, sin renegar del amor que nace de la recta naturaleza, se eleva más alto para ser "todo santo, todo sagrado, todo divino", en su origen, en su fin, en sus frutos, en su forma y en su materia; semejante al amor que une a Cristo y a su Iglesia.

   Un afecto mutuo nacido exclusivamente de la inclinación que os lleva el uno hacia la otra, o incluso de la mera complacencia por los dones humanos que descubrís con tanta satisfacción el uno en la otra; un afecto así, por muy bello y profundo que se revele y manifieste en el recogimiento de las íntimas conversaciones de los recién casados, no basta nunca; ni bastaría para constituir plenamente aquella unión de vuestras almas, tal cual la ha entendido y anhelado la amorosa providencia de Dios al conduciros el uno hacia la otra. Únicamente la caridad sobrenatural, vínculo de amistad entre Dios y el hombre, puede apretar nudos que resistan a todos los golpes, a todas las vicisitudes, a todas las pruebas inevitables durante una larga vida común; únicamente la gracia divina puede haceros superiores a todas las pequeñas miserias cotidianas, a todos los nacientes contrastes y disparidades de gustos o de ideas que brotan, como malas hierbas, de la raíz de la pobre naturaleza humana. Y esta caridad y gracia, ¿no es aquella fuerza y virtud que habéis ido a buscar al gran sacramento que acabáis de recibir? ¡De caridad divina, mayor que la fe y que la esperanza, tienen necesidad el mundo, la sociedad y la familia!

   Amor santo, y sagrado, y divino: ¿no es —diréis vosotros acaso— cosa demasiado alta para nosotros? Un amor tan sobre la naturaleza —preguntaréis quizá— ¿seguirá siendo aquel amor verdaderamente humano que ha sido la palpitación de nuestros corazones, que nuestros corazones buscan, y en el que se aquietan, del que tienen necesidad, y que se sienten felices de haber encontrado? Estad tranquilos: Dios, con su amor, no destruye ni cambia la naturaleza, sino que la perfecciona; y San Francisco de Sales, que conocía bien el corazón humano, concluía su bella página sobre el carácter sagrado del amor conyugal, con este doble consejo: "Conservad, oh esposos, un tierno, constante y cordial amor hacia vuestras esposas... Y vosotras, esposas, amad tiernamente, cordialmente, mas con un amor respetuoso y lleno de deferencias, a los maridos que Dios os ha dado".

   Cordialidad y ternura, pues, por una parte y por la otra. "El amor y la fidelidad, observaba él, engendran siempre familiaridad y confianza; por eso los santos y las santas han solido hacer muchas demostraciones de afecto en su matrimonio, demostraciones verdaderamente amorosas, pero castas; tiernas, pero sinceras"; y añadía el ejemplo del gran rey San Luis, no menos riguroso consigo mismo que tierno en el amor hacia su esposa, que sabía doblegar su espíritu marcial y valeroso "a aquellos menudos oficios necesarios para la conservación del amor conyugal", a aquellos "pequeños testimonios de pura y franca amistad", que tanto acercan los corazones y hacen dulce la mutua convivencia. ¿Quién, más y mejor que la verdadera caridad cristiana, devota, humilde, paciente, que vence y doma la naturaleza, que es olvidadiza de sí misma y solícita en todo momento del bien y de la alegría de los demás, sabrá sugerir y dirigir aquellas pequeñas y prontas atenciones, aquellos delicados signos de afecto, y mantenerlos a un tiempo espontáneos, sinceros, discretos, de modo que nunca resulten importunos, antes sean siempre acogidos con gusto y reconocimiento? ¿Quién mejor que la gracia, que es fuente y alma de esta caridad, os será maestra y guía para adquirir corno por instinto el punto y temple de tan humana y divina ternura?

   Pero el pensamiento del santo penetraba más profundamente en los secretos del corazón humano. A la cordialidad y a la ternura recíprocas añadía él, hablando a los maridos, la constancia; hablando a las mujeres, el respeto y la deferencia. ¿Acaso porque temía con mayor razón la inconstancia de una parte, y de otra la falta de sumisión? ¿O habrá más bien intentado hacernos notar que en el hombre la energía propia de quien es cabeza su mujer, no ha de andar separada de la ternura hacia aquella que, más débil, se apoya sobre él? Ésta es la razón por la que recomienda a los maridos que sean generosos en la condescendencia, en la "dulce y amorosa compasión" hacia sus mujeres; y a éstas les recuerda cómo su amor debe estar revestido de respeto hacia aquel que Dios les ha dado por cabeza.

   Sin embargo, vosotros comprenderéis bien que, si la cordialidad y la ternura deben ser recíprocas entre los esposos y adornarles a ambos, son en cambio dos flores de diversa belleza, como que brotan de raíz un tanto diferente en el hombre y en la mujer. En el hombre, su raíz debe ser una fidelidad íntegra, inviolable, que no se permita el menor lunar que no sería tolerado en la propia compañera, y dé, como corresponde a quien es cabeza, el paladino ejemplo de la dignidad moral y de la animosa honradez para no desviarse o torcerse jamás del pleno cumplimiento del deber; en la mujer, la raíz es una sabia, prudente y vigilante reserva, que quita y aparta hasta la sombra de lo que podría ofuscar el esplendor de una reputación sin mancha, o que le crearía de cualquier modo un peligro.

   De estas dos raíces nace también aquella mutua confianza que es el olivo de la paz perpetua en la vida conyugal y en el florecer de su amor; porque sin confianza, ¿no es verdad que el amor disminuye, se enfría, se hiela, se extingue, se corrompe, rasga, hiere y mata a los corazones? Por eso observaba el santo Obispo: "mientras os exhorto a que crezcáis cada vez más en aquel recíproco amor que os debéis el uno a la otra, evitad bien que no se cambie en una especie de celos; porque ocurre con frecuencia que, como el gusano se engendra dentro de la manzana más exquisita y madura, los celos nacen en el amor más ardiente y solícito, del cual sin embargo dañan y corrompen la substancia, produciendo poco a poco las riñas, las discordias y los divorcios". No; los celos, humo y debilidad del corazón, no nacen donde arde un amor que madura y conserva sano el jugo de la verdadera virtud; porque "la perfección de la amistad presupone la seguridad de lo que se ama, mientras los celos presuponen su incertidumbre". ¿No es ésta la razón de que los celos, lejos de ser un signo de la profundidad y de la verdadera fuerza de un amor, revelen en cambio sus lados imperfectos y bajos que descienden hasta la sospecha, que hieren la inocencia y le arrancan lágrimas de sangre? ¿No son acaso los celos con la mayor frecuencia un egoísmo paliado que desnaturaliza el afecto; egoísmo falto de aquel don verdadero, de aquel olvido de sí, de aquella fidelidad que no tiene malignos pensamientos, sino que es confiada y benévola, que San Pablo alababa en la caridad cristiana[3], y que hace de ésta, incluso aquí abajo, la más profunda e inagotable fuente y la más segura tutora y conservadora del perfecto amor conyugal, tan bien descrito por el santo Obispo de Ginebra?

   A él pedimos, queridos recién casados, que interceda ante Dios, autor de toda gracia y principio de todo verdadero amor, para que esta unión de vuestros corazones, a un tiempo sobrenatural y tierna, divina en su origen e intensa y cordialmente humana en sus elevadas manifestaciones, no sólo se conserve alegre y tranquila y se guarde perenne entre vosotros, sino que crezca cada vez más, según vayáis avanzando en la vida, que os conozcáis más íntimamente, que vuestro mutuo amor se refuerce y haga más sólido, extendiéndose a vuestros hijos, que serán su corona, el sostén de vuestros traábajos, la bendición de Dios.

   Que ascienda a Dios esta plegaria Nuestra; y para que sea más seguramente bendecida y oída por Él, como prenda de las gracias que imploramos para vosotros, impartimos del fondo de nuestro corazón paterno la bendición apostólica.

 

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NOTAS
  • [1] Cfr. Acta Apostolices Sedis, vol. XV, pág. 56.

  • [2] P. III, cap. 38.

  • [3] I Cor., XII, 47.