DOCTRINA CATÓLICA
La Familia Cristiana - 24  
S. S. Pío XII

   XXXVIII

EL CÁNTICO DEL AMOR
BENDECIDO POR DIOS

23 de Octubre de 1940. (DR. II, 283.)

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   La primera palabra, queridos recién casados, que saldrá hoy de nuestro corazón y de nuestros labios, es un acto de gratitud hacia Dios cuya providencia paterna os ha permitido, en el tumulto de las discordias y de las armas, cantar ante su altar vuestro cántico de amor y nos concede a Nos, en medio de tantas tristezas, el gozo de ser testigos de vuestra felicidad. De esta unión vuestra, de la que Dios mismo, como dice la Iglesia en la liturgia del matrimonio, ha sido el autor, sea Él también, con su ayuda celeste el conservador: "ut qui te auctore iunguntur, te auxiliante serventur".

   I. —Dios es amor, escribe San Juan[1]. Amor substancial e infinito, se complace eternamente, sin deseo y sin saciedad, en la contemplación de su infinita perfección; y como Él es el único Ser absoluto, fuera del cual nada hay, si quiere llamar a la existencia a otros seres, no puede sacarlos sino de su propia riqueza. Toda criatura, derivación más o menos lejana del amor infinito, es por lo tanto fruto del amor y no se mueve sino por amor.

   En la nebulosa caótica, una primera fuerza de atracción, podríamos decir un primer símbolo de amor, agrupó en torno a un núcleo los elementos cósmicos que formaban un astro; luego, la atracción de este primero llamó a otro segundo; y como a su vez era atraído otro más, el maravilloso cortejo de los mundos comenzó su curso en torno al firmamento. Pero la obra maestra de Dios es el hombre, y a esta obra maestra de amor le ha cundo Él una potencia de amar, que no conocen las criaturas irracionales. El amor del hombre es personal, es decir, consciente; libre, es decir, sometido al control de su voluntad responsable; y este poder de determinarse por sí mismo es, como canta el Alighieri, "lo maggior don, che Dio per sua larghezza  —fesse creando, e alla sua bontate più conformato, e quel ch'ei piú apprezza".[2]

   Dios había dado al hombre con su cuerpo y su alma todo lo que le convenía a la naturaleza humana; las aspiraciones del hombre habían sido colmadas; pero no lo fue el querer de Dios. Para ir todavía todavía más allá en el amor, hizo a la criatura humana un regalo nuevo y sobrehumano: la gracia; la gracia, prodigio inescrutable del amor de Dios, maravilla cuyo misterio no puede penetrar la inteligencia humana, y que el hombre ha llamado "sobrenatural", lo que equivale a confesar humildemente que sobrepasa su naturaleza.

   Los Padres de la Iglesia, los Doctores y los Santos, han escrito amplios tratados sobre esta elevación del hombre a una vida superior; pero en realidad el niño de una aldea dice lo mismo, cuando recita la frase de su Catecismo: "la gracia (habitual) hace al hombre participante de la naturaleza divina". De aquí a mil, diez mil años acaso, cuando entre estos mundos lanzados sin descanso el uno hacia el otro en su inmensa órbita de amor, el hombre haya descubierto con estupor la serie continua de las criaturas escalonadas sobre él y debajo de él; cuando la investigación científica, los progresos de la mecánica y la reflexión especulativa hayan hecho su saber tan superior a nuestros conocimientos modernos como éstos nos parecen dominar los vislumbres de la edad prehistórica, entonces acaso un genio con el alma enamorada de Dios, sabrá traducir al lenguaje humano algo de la prodigalidad —ahora oculta a nosotros— del amor divino hacia su criatura predilecta. Pero cuando este explorador del mundo físico y espiritual, después de haber ascendido muchas sublimes vertientes, llegue ante la cima inaccesible e inmaculada de la gracia, no encontrará todavía para describirla sino las tres breves palabras del Príncipe de los Apóstoles San Pedro: "divince consortes naturas[3]: la gracia nos hace partícipes de la naturaleza divina.

   II. — Si hasta el amor puramente sensible tiene su tierna belleza conmovedora, tanto que el Señor se parangona a sí mismo con el águila que enseña a volar a sus polluelos extendiendo sus alas sobre ellos[4], el amor humano es incomparablemente más noble, porque en él participa el espíritu bajo el impulso del corazón, este delicado testigo e intérprete de la unión entre el cuerpo y el alma, que concuerda las impresiones materiales del uno con los sentimientos superiores de la otra. Este encanto del amor humano ha sido por siglos el tema inspirador de admirables obras del genio, en la literatura, en la música, en las artes plásticas; tema siempre antiguo y siempre nuevo, sobre el cual los siglos han bordado, sin agotarlo jamás, las más elevadas y poéticas variaciones.

   ¡Pero con qué nueva e indecible belleza aumenta este amor de dos corazones humanos, cuando con su cántico se armoniza el himno de dos almas vibrantes de vida sobrenatural! También aquí se verifica el mutuo cambio de dones; y entonces, con la ternura sensible y sus sanas alegrías, con el afecto natural y sus lances, con la unión espiritual y sus delicias, los dos seres que se aman se identifican en todo lo que tienen de más íntimo, desde la profundidad inconcusa de sus creencias, hasta el vértice insuperable de sus aspiraciones. "Consorüum omnis vitce, divini et humani inris communicatio"[5].

   Tal es el matrimonio cristiano, modelado, según la célebre expresión de San Pablo, sobre la unión de Cristo con su Iglesia[6]. En el uno como en la otra, el don de sí es total, exclusivo, irrevocable; en el uno y en la otra el esposo es cabeza do la esposa, que le está sujeta como al Señor[7]; en el uno y en la otra el don mutuo resulta principio do expansión y fuente de vida.

   El amor eterno de Dios ha hecho surgir de la nada el mundo y la humanidad; el amor de Jesús hacia la Iglesia engendra en las almas a la vida sobrenatural; el amor del esposo cristiano hacia su esposa, participa de estas dos efusiones divinas, en cuanto que, según la voluntad formal del Creador, el hombre y la mujer preparan la habitación de un alma en que el Espíritu Santo vivirá con su gracia. Así los esposos, en la misión providencial a ellos asignada, son propiamente los colaboradores de Dios y de su Cristo; sus mismas obras tienen algo de divino; también aquí pueden ellos llamarse, "divinae consortes naturae".

   III. — ¿Habrá que admirarse de que estos magnífieos privilegios lleven consigo graves deberes? La nobleza de la adopción divina obliga a los esposos cristianos a no pocas renuncias y a muchos actos de valor, para que la materia no retenga al espíritu en sus ascensiones hacia la verdad y la virtud, y no le incline con su peso hacia los abismos. Pero como Dios no manda jamás lo imposible y con el precepto que impone concede también la fuerza para cumplirlo, el matrimonio, que es un gran sacramento, proporciona, con las obligaciones que pueden parecer sobrehumanas, auxilios que son sobrenaturales.

   Tenemos la firme confianza de que os serán concedidos estos divinos socorros, queridos esposos, porque los habéis invocado ardientemente cuando al pie del altar vuestros corazones se han dado el uno al otro para siempre. Habéis venido hoy, en el mes dedicado a nuestra Señora del Santísimo Rosario, a implorar de nuevo la abundancia de las gracias celestes, por intercesión de esta Madre misericordiosa que queréis hacer Reina de vuestro hogar doméstico, bajo la protección de los Príncipes de los Apóstoles, cuyas tumbas gloriosas habéis venerado. A todas estas prendas de felicidad para vuestro porvenir temporal y eterno, unimos Nos nuestra paterna bendición apostólica, que de todo corazón os impartimos.

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NOTAS
  • [1] I Io., IV, 8. 

  • [2] Par., V, 19-21

  • [3] II Petr., I, 4.

  • [4] Deut., XXXII, 11.

  • [5] Cfr., I. D. de ritu nupt., XXIII, 2.

  • [6] Eph., V, 32.

  • [7] Cfr., Ibid., 22-23.