DOCTRINA CATÓLICA
La Familia Cristiana - 17  
S. S. Pío XII

   XXXI

AGUA DE VIDA

3 de Julio de 1940. (DR. II, 161.)

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   La piedad de los fieles dedica el mes de julio a la preciosísima sangre de nuestro Señor Jesucristo, en honor de la cual la Iglesia celebra el primer día de este mes una solemne fiesta litúrgica; en torno a este tema, grato a todas las almas cristianas, deseamos, pues, hablaros hoy brevemente. En una hora de luchas gigantescas, en que la sangre humana corre a borbotones en el mundo, ojalá pueda la contemplación de las maravillas de la sangre divina, derramada por puro amor y manantial inagotable de reconciliación y de paz, ser aliento para vuestros corazones y esperanza para vuestras almas.

   Ciertamente, no ignoráis el precio infinito de la Sangre del Redentor; sabéis también que algunas iglesias o capillas se glorían de conservar algunos restos o huellas de ella, como las que veneran en la Escala Santa; conocéis sobre todo que en el tabernáculo, bajo las apariencias de la hostia, está la realidad misma de esta sangre, presente allí con el cuerpo, el alma y la divinidad del Salvador. Adorando este augusto sacramento habéis repetido muchas veces con la Sagrada liturgia: "Punge, lingua, gloriosi Corporis mysterium Sanguinisque pretiosi": canta, oh lengua, el misterio del Cuerpo glorioso y de la preciosa Sangre; y no pocos de vosotros, como, esperamos, habrán celebrado anteayer con una piadosa comunión la fiesta de la Preciosísima Sangre. Esta expresión, usada por San Pedro cuando escribía a los cristianos de su tiempo: "sabed que habéis sido rescatados no a precio de cosas corruptibles de oro o de plata..., sino con la sangre preciosa de Cristo, como de cordero inmaculado e incontaminado"[1], no ha cesado de usarse en las oraciones devotas, como por ejemplo en el versículo del Te Deum que se recita de rodillas: "Te ergo qucesumus, tuis famulis subveni, quos pretioso sanguine redemisti": ven pues, oh Señor, en ayuda de tus siervos, que has redimido con tu preciosa sangre.

   Es muy natural que todo hombre estime su sangre como un bien de gran valor, porque ésta tiene la función de transportar a los varios tejidos el material nutritivo y el oxígeno, mientras sus glóbulos blancos defienden el organismo contra las invasiones de bacterias. Uno de los primeros cuidados de los padres es, por eso, transmitir a sus hijos una sangre no alterada ni empobrecida por enfermedades internas, por contaminaciones externas o por degeneración progresiva. Recordad, sin embargo, que cuando vosotros llamáis a los hijos herederos de vuestra sangre, debéis referiros a algo más alto que la sola generación corporal. Vosotros sois, y vuestros hijos deben ser, brotes de una estirpe de santos, según la frase de Tobías a su joven esposa: "Filii Sanctorum sumus"[2], es decir, de hombres santificados y participantes de la naturaleza divina por medio de la gracia sobrenatural. El cristiano, en virtud del bautismo, que le ha aplicado los méritos de la sangre divina, es hijo de Dios, uno de aquellos, según el Evangelista San Juan[3], "que creen en su nombre; los cuales no por la sangre, ni por voluntad de la carne, ni por voluntad de hombre, sino de Dios, han nacido". Por consiguiente, en un pueblo de bautizados, cuando se habla de transmitir la sangre a los descendientes, que deberán vivir y morir, no como animales sin razón, sino como hombres cristianos, es preciso no restringir el sentido de aquellas palabras a un elemento puramente biológico y material, sino extenderlo a lo que es como el líquido nutritivo de la vida intelectual y espiritual: el patrimonio de la fe, de la virtud, del honor, transmitido por los padres a su prole, y mil veces más precioso que la sangre, por muy rica que ésta sea, infundida en sus venas.

   Los miembros de una familia noble se glorían de ser de sangre ilustre; y este brillo, fundado sobre los méritos de los antepasados, implica en sus herederos muy otra cosa que sólo ventajas físicas. Pero todos los que han recibido la gracia del bautismo pueden decirse "príncipes de la sangre", de una sangre no solamente real, sino divina. Inspirad, pues, queridos recién casados, en los hijos que Dios os conceda, una tal estima de esta nobleza sobrenatural, que estén prontos a sufrirlo todo, antes que perder un tesoro tan precioso.

   Para apreciarlo todavía mejor, pensad en «1 beneficio que os aporta. Conocéis la historia de la primera Pascua en el antiguo Testamento, y sabéis que cuando el Señor envió a su ángel para matar a los primogénitos de los egipcios, ordenó a los hijos de Israel que inmolasen un cordero sin mancha y señalaran con su sangre las puertas de sus casas; el ángel, viendo este signo, pasaría adelante y respetaría a los hijos del pueblo elegido[4]. Toda la tradición, comenzando por los Apóstoles y los Padres, ve en este cordero la figura de Cristo inmolado sobre la cruz para que los hombres señalados con su sangre redentora se salvaran de la muerte eterna. Sin embargo, por muy puro que fuese el cordero pascual, Dios no quería aceptar en la antigua Ley la efusión de su sangre como homenaje, sino como rito provisional. Muy diversa es la sangre humana, por el valor de su función y por su dignidad simbólica. Derramada criminalmente, clama venganza a Dios, como la de Abel[5]. Derramada, en cambio, por caridad hacia el prójimo, constituye el mayor acto posible de amor[6], el que Cristo ha hecho por nosotros. Precisamente porque la sangre de las víctimas animales era incapaz para quitar los pecados del mundo el Verbo se encarnó para ofrecerse a Sí mismo al Padre en sacrificio de adoración y de expiación[7]; en lía plenitud de su libertad[8], ha dado su vida, ha derramado su sangre, para el rescate de la humanidad pecadora.

   Esta efusión redentora comenzó ocho días después de su nacimiento, en el rito sagrado de la circuncisión del Señor; continuó más tarde durante las horas dolorosas de su pasión: en la angustia de la agonía del Getsemaní, bajo los golpes de la flagelación y la corona de espinas en el pretorio; se consumó, en fin, sobre el Calvario, donde su Corazón fue atravesado para que quedase siempre abierto a nosotros. La sangre que Jesús derramaba así como sacrificio, y que hacía de él "el Mediador de la nueva Alianza", como dice San Pablo, "habla mejor que Abel"[9]; aquí la voz del perdón cubre la del delito, porque el grito de misericordia y de perdón es de un Dios-Hombre.

   Renovad, por lo tanto, en vuestros corazones, queridos hijos e hijas, la saludable devoción a la preciosísima sangre; la señal que ésta ha impreso en vosotros con el bautismo, es, como bien sabéis, indeleble. En la misma naturaleza, la sangre derramada parece adherirse a las manos del delincuente, como el delito y el remordimiento se agarran a su conciencia: la poesía y el arte dramático han obtenido de esta tenaz persistencia, efectos impresionantes; y en vano Pilatos se lavó ante el pueblo las manos que habían suscrito la sentencia de muerte del Justo [10]; hasta el fin de los siglos la mancha de la sangre divina quedará imborrable sobre su memoria: "passus sub Pontio Piloto".

   Esposos cristianos, depende de vosotros dar a la sangre de Cristo en vuestras almas y en las de vuestros hijos, un tono de perdón o un tono de venganza. Su impronta, si la guardáis siempre viva y fúlgida en su frescura primitiva, no habla sino de rescate y de misericordia; pero si se obscurece y mancha con el fango del pecado, se cambia en estigma de condenación. Hasta en aquel momento os queda sin embargo un refugio: después de vuestras culpas, aunque fuesen innumerables, podréis siempre, por un arrepentimiento sincero, lavar de nuevo vuestra vestidura bautismal en la sangre del Cordero[11], que no cesa de correr por vosotros en los sacramentos de la penitencia y de la eucaristía. Así, esta señal, piadosamente preservada o humilde y animosamente reconquistada, será vuestra protección cuando pase sobre vosotros y sobre vuestra posteridad el ángel ejecutor de las justicias divinas. También vosotros podéis desde ahora y durante todo el tiempo de vuestra vida hacer vuestro, como un grito de amor, el que fue grito de odio de los judíos: "Sanguis eius super nos et super filias nostros"[12]; "Su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos". ¡Señor nuestro Jesús, diréis vosotros, que has derramado tu sangre preciosa por todos los pecadores: haz que se derrame en gracias de redención sobre nosotros, sobre nuestros seres queridos, y especialmente sobre los que serán, si así te place, los herederos de nuestra propia sangre!

 

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NOTAS
  • [1] Petr., I, 18-19. 

  • [2] Tob., VIII, 5.

  • [3] I, 12-13.

  • [4] Ex., XII.

  • [5] Gen., IV, 10.

  • [6] Io., XV, 13.

  • [7] Hebr., X.

  • [8] Is, LXXX, 7; lo., X, 17-18.

  • [9] Hebr., XII, 24.

  • [10] Matth., XXVII, 24. 

  • [11] Apoc., I, 5; VII, 14.

  • [12] Matth., XXVII, 25.