Conciencia Ambiental

Un Aporte para la Construcción de una Sociedad Sustentable

CALENDARIO ECOLÓGICO

No para dar por pensado,

sino para dar en qué pensar

Agenda de Reflexión

Número 102, Año II, Buenos Aires, jueves 4 de septiembre de 2003

 

En busca de la esperanza

 

 

Desde 1949 se festeja el 4 de septiembre el Día Nacional del Inmigrante, conmemorando la primera norma legislativa que fomentaba la inmigración y que se sancionó ese día en 1812.

            Desde su origen la Argentina reconoció la necesidad de colonizar y poblar su inmenso y desierto territorio y siempre recibió inmigrantes llegados de todas partes. La Constitución de 1853 dice en su artículo 25: “El Gobierno Federal fomentará la inmigración europea; y no podrá restringir, limitar ni gravar con impuesto alguno la entrada en el territorio argentino de los extranjeros que traigan por objeto labrar la tierra, mejorar las industrias e introducir y enseñar las ciencias y las artes”. “Gobernar es poblar”, había dicho por entonces Juan Bautista Alberdi. En 1869, el primer censo nacional dejó al descubierto que la Argentina era el país más despoblado de América, con sólo un habitante por cada dos kilómetros cuadrados. De ahí que se sancionara la Ley de Inmigración y Colonización durante la presidencia de Nicolás Avellaneda.

            Pero sería durante la última década del siglo XIX y las primeras del XX, que el país recibiría un aluvión inmigratorio impresionante, de varios millones de personas, que huían de las guerras, el horror, el hambre y la miseria de sus países de origen, muchas veces en una aventura incierta, con la ilusión de comenzar una nueva vida y una nueva esperanza. Buenos Aires llegó a ser entonces la ciudad del mundo con más gallegos, y también con más judíos. Y en Tucumán y Santiago del Estero los legisladores de origen árabe llegaron a ser mayoría. Cuenta Enrique Oliva –François Lepot- en La vida cotidiana que en una sesión de la Cámara en una de esas provincias, un diputado expresó: “Bara explicar este broyecto, cedo la palabra al baisano Abraham, que habla mejor la castilla”. Por supuesto, algunos siguieron otros rumbos o regresaron de donde vinieron, pero la mayoría terminó anclando sus ojos tristes en estos campos desafiantes y haciendo de ésta su patria. Cruzaron sus miradas, sus recelos iniciales, sus costumbres y su religión con las de otras gentes que nada sabían, por ejemplo, de la Torá ni de knishes, como ellos tampoco sabían del mate ni de Martín Fierro.

            Contra las aspiraciones de Alberdi y de Sarmiento, que esperaban atraer a las razas del norte europeo, los inmigrantes que poblaron la Argentina fueron italianos, españoles, judíos, franceses, sirio-libaneses, rusos y de cualquier país de origen asolado por la miseria o las persecuciones. Como la conquista de América, también ese proceso inmigratorio tiene su leyenda negra y su leyenda rosa. Pero lo cierto es que para 1914 en la Argentina vivían más extranjeros que nativos. Y en la ciudad de Buenos Aires vivía sólo un criollo por cada tres “gringos”. Ningún país del mundo recibió semejante proporción de extranjeros. Los Estados Unidos, por ejemplo, considerado un país de inmigración, en ochenta años entre 1870 y 1950 aumentó su población en total cuatro veces. Durante el mismo período, la Argentina multiplicó su población por diez. Ese fuerte impacto de absorción poblacional tuvo como emblema al Hotel de Inmigrantes, con sus doce dormitorios para 250 personas cada uno, inaugurado por el presidente Sáenz Peña en la dársena Norte del puerto de Buenos Aires, siguiendo el modelo del de la isla Ellis frente al puerto de Nueva York.

            En las últimas décadas, por razones diferentes, pero como siempre escapando de unas realidades de origen muy duras, llegaron los yorugas, los bolitas, los perucas, los paraguas, haciendo también de ésta su tierra, su patria y su hogar.

            Parece mentira que la Argentina, maravillosa tierra de promisión para todas las identidades, todas las religiones, todas las lenguas y todas las culturas, hoy expulse población. Los que pueden huyen hacia los paraísos de la abundancia, en la emigración legal de los cualificados con títulos y habilidades, o en la arriesgada emigración clandestina a la caza fortuita de un futuro. Pero siempre todos en busca de la esperanza, precisamente lo que sus abuelos inmigrantes supieron encontrar y construir en el seno de nuestro pueblo.

 

 

Los Bueyes
Por Carlos de la Púa

 

Vinieron de Italia, tenían veinte años,

con un bagayito por toda fortuna

y, sin aliviadas, entre desengaños,

llegaron a viejos sin ventaja alguna.

 

Mas nunca a sus labios los abrió el reproche:

siempre consecuentes, siempre laburando,

pasaron los días, pasaban las noches,

el viejo en la fragua, la vieja lavando.

 

Vinieron los hijos. ¡Todos malandrinos!

Llegaron las hijas. ¡Todas engrupidas!

Ellos son borrachos, chorros, asesinos,

y ellas, las mujeres, están en la vida.

 

Y los pobres viejos, siempre trabajando,

nunca para el yugo se encontraron flojos;

pero a veces, sola, cuando está lavando,

a la vieja el llanto le quema los ojos.

 

[En una oportunidad José Gobello le pidió a Carlos de la Púa [1898-1950] unas líneas autobiográficas para incluir en una antología que finalmente no se editó. Empiezan así: “Me descolgué del mundo en una calle del barrio de Once, cuando en los vestíbulos colgaban los almanaques de 1898. Desde entonces me dejé estar o, lo que es lo mismo, me dediqué a contemplar y escuchar. Así, de tener los oídos descorchados y los ojos a media rienda, ya estaba en reo... Y con lo que me sobraba de vocación... Forzosamente debía nacer, entonces, La crencha engrasada”].

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