Conciencia Ambiental

Un Aporte para la Construcción de una Sociedad Sustentable

No para dar por pensado,

sino para dar en qué pensar

Agenda de Reflexión

Número 103, Año II, Buenos Aires, sábado 6 de septiembre de 2003

 

La revolución del 30

 

 

Para mediados de 1930 el gobierno popular de don Hipólito Yrigoyen hacía agua por todos lados. A la feroz oposición de los conservadores y los socialistas se sumaba la demagogia disgregadora de los “galeritas” radicales. Reinaba el desquicio institucional. El periodismo acusaba al ejecutivo nacional de procurar el arrasamiento de las autonomías provinciales, e invitaba a apretar filas contra “el nuevo Rosas”. En el congreso nacional un senador afirmaba que “el estandarte de Urquiza volverá a flamear victorioso en los campos de Caseros”.

El teniente general José Félix Uriburu, que había recorrido con brillo todos los grados del escalafón militar, activaba los planes revolucionarios con el apoyo decidido de los conservadores y las agrupaciones nacionalistas, envalentonadas por el ejemplo de Mussolini en Italia. El jefe militar manifestaba a sus camaradas de conspiración que se proponía “hacer una revolución verdadera, que cambie muchos aspectos de nuestro régimen institucional, modifique la constitución y evite que se repita el imperio de la demagogia que hoy nos desquicia. No haré –agregaba- un motín en beneficio de los políticos, sino un levantamiento trascendental y constructivo con prescindencia de los partidos”. Pero otro sector de conspiradores, dirigido por el general Agustín P. Justo, sostenía por el contrario la tesis de que la revolución debía limitarse a desalojar del poder al yrigoyenismo, manteniendo el régimen institucional establecido por la constitución; este sector contaba con el apoyo de los partidos políticos opositores y el del propio antipersonalismo de la UCR.

El 9 de agosto los diputados representantes de las fuerzas conservadoras de Salta, Tucumán, Córdoba, San Luis, Corrientes y Buenos Aires, junto con los socialistas independientes, publican una declaración -conocida como Manifiesto de los 44 por el número de firmantes- por la que “resuelven coordinar en las cámaras la acción parlamentaria para exigir al poder ejecutivo el cumplimiento de la constitución nacional y la correcta inversión de los dineros públicos”, al tiempo que declaran coordinar la acción opositora extraparlamentaria “para difundir en el pueblo y ante el electorado de los respectivos partidos el conocimiento de los actos ilegales del poder ejecutivo y del oficialismo, y crear un espíritu cívico de resistencia a esos abusos y desmanes”; no declaran abiertamente estar en connivencia con la conjura militar, pero expresan la decisión de “proyectar un plan de acción encaminado al logro de los propósitos enunciados”, invitando a la “adhesión de todos los ciudadanos que quieran para la república un gobierno constitucional y democrático”. En términos similares se pronuncian las derechas en un manifiesto publicado en La Nación el 10 de agosto, y en otro aparecido el 20 los antipersonalistas postulan la “defensa de la democracia amenazada”. El 21 Uriburu organiza la Legión de Mayo, que de inmediato se lanza a la calle y promueve disturbios, proliferando los choques con el clan radical. El último domingo de agosto se inaugura la Exposición nacional de Ganadería en las instalaciones de la Sociedad Rural Argentina, y en ese acto el ministro de Agricultura, Juan B. Fleitas, es recibido con una ensordecedora rechifla.

Hasta el momento los demócratas progresistas se mantienen a la expectativa. El 26 de agosto Uriburu visita a Lisandro de la Torre, a quien invita a participar de la revolución que prepara “con el fin de deponer al presidente, reformar la constitución, reemplazar al congreso por una entidad gremial y derogar la Ley Sáenz Peña”. Espera el general culminar la operación “sin derramar una sola gota de sangre”, y ofrece al político santafecino “una cartera en su futuro gabinete”. Los demócratas progresistas, sin embargo, postulan la consigna “votos sí, armas no”. Pero, al mismo tiempo, el diputado socialista Nicolás Repetto enjuicia muy severamente al radicalismo yrigoyenista y auspicia la tranquilidad en los espíritus ante los cada vez más vehementes rumores de revolución.

Por esos días, Yrigoyen cae enfermo de gripe y los accesos febriles le obligan a guardar cama. Su ministro de Guerra, el general Luis Dellepiane, le denuncia el inminente estallido de una revolución, pero resultan inútiles sus esfuerzos para sofocar el movimiento, pues el presidente desautoriza las medidas represivas que aquél dispone. El presidente, apoyado por su ministro del Interior, Elpidio González, considera también inoportuno decretar el estado de sitio como propone Dellepiane. La Juventud Universitaria se pronuncia contra Yrigoyen, y anuncia que “el desquicio de las instituciones ha de acabar pronto”. En todas partes se habla de revolución, y la pluma ágil y mordaz del diario opositor La Fronda incita continuamente a precipitar el fin de “la tiranía sangrienta”.

Durante los días 3, 4 y 5 de septiembre se producen manifestaciones estudiantiles que son reprimidas por la policía; en ellas muere un individuo y esta circunstancia es aprovechada para resaltar el martirologio estudiantil, aunque el occiso es un empleado bancario a quien sorprende una bala perdida y nada tiene que ver con el estudiantado. La exaltación juvenil rebasa las fuerzas policiales, y un cosaco (agente de la policía montada) es desvestido en Palermo y colgado de los brazos a un árbol en paños menores. A estas agitaciones callejeras se suma el día 4 la grave denuncia del diario La Nación, según la cual el gobierno ha sustraído ilegalmente del Banco de la Nación la suma de 140 millones de pesos.

La enfermedad del Presidente no cede. A la fiebre se suma un ictus congestivo que aumenta su malestar y por consejo de sus partidarios el día 5 de septiembre delega el mando, por decreto, en el vicepresidente doctor Enrique Martínez, quien establece el estado de sitio. Ya los estudiantes resultan incontenibles; el decano de Derecho, doctor Alfredo Palacios, pide la renuncia del presidente, al tiempo que en toda la Universidad se suspenden las clases. El vicepresidente en ejercicio ensaya un cambio total de gabinete, y designa presidente de la Corte Suprema de Justicia al doctor José Figueroa Alcorta. Ya nadie duda que la revolución estallará de un momento a otro. Pocas horas después se producen violentísimos disturbios promovidos por los estudiantes de la facultad de Medicina, que exigen el fin del gobierno.

En la tarde del 5 se ha acordado modificar el manifiesto revolucionario redactado por Leopoldo Lugones llamando a la hora de la espada, imponiéndose el criterio de que debe asegurarse el imperio de la constitución y la vigencia de la Ley Sáenz Peña.

Al amanecer del 6 de septiembre de 1930 el general Uriburu llega al Colegio Militar con un grupo de partidarios. Pequeños destacamentos militares de la Capital se declaran en rebelión y se concentran en Colegiales, mientras en Belgrano y en Flores se reúnen grupos de civiles. Un avión, salido de El Palomar, sobrevuela la Capital y arroja propaganda revolucionaria. Muy pronto le siguen otras máquinas aéreas, que en número de 24 recorren distintas zonas de la ciudad, y amenazan con bombardear los regimientos de infantería de Palermo si no se pliegan a la revolución. La policía realiza detenciones de civiles y militares sorprendidos con armas en concentraciones. A las 10 de la mañana cruza la ciudad el estridente sonido de la sirena de Crítica, con el anuncio de la revolución. En esos momentos se pone en marcha sobre la Capital el Colegio Militar. A la cabeza va Uriburu, quien cursa el siguiente mensaje al vicepresidente Martínez: “En este momento marcho sobre la Capital a la cabeza de las tropas de la primera, segunda y tercera división de ejército. Esperamos encontrar a nuestra llegada su renuncia de vicepresidente, como también la del presidente titular. Los hacemos a los dos responsables por cualquier derramamiento de sangre para sostener un gobierno unánimemente repudiado por la opinión pública”.

Al mediodía la revolución está en la calle. Aviones amenazantes cortan el cielo de la ciudad, mientras una manifestación de civiles recorre la avenida de Mayo con exteriorizaciones de repudio contra el presidente y su gobierno. La policía carga contra los manifestantes en las calles céntricas, donde se producen algunos tiroteos. Las fuerzas policiales disponen allanamientos en busca de armas, entre ellos en la sede de la Liga Patriótica Argentina. Algunos piquetes de la policía desertan y se dispersan, y las autoridades encargadas de la defensa resuelven abandonar la Casa de Gobierno y establecer el comando en el regimiento 3º de Infantería, vecino al Arsenal de Guerra.

Los revolucionarios se aproximan a la Capital por Villa Urquiza y Liniers, y a su paso copan las comisarías. Se sabe que la guarnición aérea de Paraná se ha sublevado, en momentos en que el general Severo Toranzo, Inspector general del Ejército, regresa de una gira por el interior y toma el mando en jefe de las fuerzas leales para la defensa de la ciudad. Mientras los suburbios comienzan a ser ocupados por tropas sublevadas, se pliega a la revolución el regimiento de Granaderos y por vía aérea se gestiona el levantamiento de la guarnición de Mercedes. Algunos tiroteos suburbanos son el único índice de resistencia por el momento, y la aviación rebelde cobra su primera víctima al estrellarse un aparato.

Poco después de las 3 de la tarde el almirante Abel Renard se presenta a bordo de la cañonera Rosario con el objeto de sublevar la Marina. Las tropas revolucionarias siguen su avance, engrosadas por elementos civiles armados. En el comando de las tropas leales circulan versiones confusas. La Casa de Gobierno es abandonada por los efectivos militares, y el vicepresidente ordena colocar bandera de parlamento. El edificio es parcialmente ocupado por civiles revolucionarios, al tiempo que el regimiento de Granaderos aparece en la plaza de Mayo y Uriburu, con la columna del Colegio Militar, llega a las proximidades del congreso. Desde el diario La Epoca se ataca a tiros a los revolucionarios, y otro tanto ocurre en torno del congreso, desde el café La Sonámbula. La bandera de parlamento aparece también en el Cuartel de Policía, e Yrigoyen, cediendo a instancias de sus íntimos, abandona su domicilio de la calle Brasil y, acompañado del canciller Oyhanarte, se dirige a la ciudad de La Plata.

En Campo de Mayo, sin embargo, la situación es favorable al gobierno, y todo se halla preparado para iniciar la contraofensiva asaltando El Palomar a las 4 de la mañana del día siguiente. Pero a las 6 de la tarde del día 6, por la avenida de Mayo y la calle Victoria avanzan las tropas revolucionarias, después de silenciar la resistencia en el congreso. El edificio del diario La Epoca arde en llamas. Los generales Uriburu y Justo entran en la Casa de Gobierno, donde permanece aún el vicepresidente Martínez, en el comedor de la presidencia. Allí se presentan los militares y le exigen perentoriamente la renuncia, que éste entrega a los jefes victoriosos y luego se retira. Pocos minutos después se entrega a los revolucionarios el Cuartel de Policía, mientras grupos civiles incendian el diario La Calle y tropas militares se apoderan del Correo. Una manifestación ruidosa asalta el Comité Nacional de la Unión Cívica Radical, situado en Avenida de Mayo y Santiago del Estero. En esos momentos, Yrigoyen, llegado a La Plata, y después de comprobar que los jefes militares no le responden, se presenta al cuartel del 7º de Infantería en calidad de detenido y suscribe su renuncia, concebida en los siguientes términos: “Ante los sucesos ocurridos, presento en absoluto la renuncia del cargo de Presidente de la Nación Argentina. Dios guarde a V. H. Yrigoyen. Al señor Jefe de las fuerzas militares de La Plata. La Plata, Septiembre 6 de 1930”. El reloj marca las 19:50.

Esa misma noche hay un banquete en el Círculo de Armas para festejar la victoria, donde habla el doctor Julio A. Roca: “Hoy –dice- he vivido uno de los momentos más emocionantes de mi vida, solo, en un profundo recogimiento, frente al espectro de mis mayores, que parecían vindicarse del caudillo oscuro que les infirió el agravio de su barbarie”.

En la madrugada del día 7 los diarios matutinos informan detalladamente sobre la jornada anterior: “Ayer -dice La Prensa-, en un movimiento popular, verdadera apoteosis cívica, Buenos Aires ha enterrado para siempre el régimen instaurado por el señor Yrigoyen”. El diario vespertino Crítica agota los adjetivos en la ponderación del movimiento revolucionario. En los días siguientes el periodismo se hace eco de la resonancia que la revolución triunfante ha tenido en el exterior, y reproduce comentarios del New York Times, The Sun y otros diarios estadounidenses, que declaran su satisfacción por el cambio producido en la dirección política de la Argentina. Por el contrario, el diario católico italiano Il Corriere lamenta que haya sido derrocado el único gobierno de la América del Sur “que estaba en condiciones de ponerse a la cabeza de las repúblicas latinoamericanas para contrarrestar las ambiciones de hegemonía de los Estados Unidos”.

En esos días el doctor Marcelo T. de Alvear, referente de los antipersonalistas, se halla en París, y al enterarse de los sucesos del 6 de septiembre declara: “Yrigoyen ha jugado con el país. Socavó su propia estatua y deshizo al partido Radical, lo que explica que los enemigos más encarnizados del jefe inepto sean los verdaderos radicales”; y con relación al gobierno provisional expresa: “Los argentinos deben tener eterna gratitud a los hombres que en un momento dado se jugaron para ponerse al frente de la reacción y producir lo que era un anhelo general y casi unánime”. El doctor Roberto M. Ortiz escribe a Alvear y le relata los detalles de la revolución, al tiempo que le pide su regreso para llevar a cabo la “reconstrucción nacional del radicalismo”; allí le aconseja pasar previamente por los Estados Unidos, para promover en ese país “una corriente de amistad cordial que repercutiría gradualmente entre nosotros”.

Sin embargo, la revolución del 6 de septiembre de 1930, que suscitó en un principio tanta esperanza, iba a inaugurar uno de los períodos más oscuros de la patria, que la historia recordará como la Década infame.

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