Conciencia Ambiental

Un Aporte para la Construcción de una Sociedad Sustentable

Agenda de Reflexión Número 99, Año II, Buenos Aires, sábado 23 de agosto de 2003

 

El éxodo jujeño

 

 

No se había preparado para la guerra sino para las leyes, graduándose en Salamanca, pero -no sin errores, con perseverancia y humildad- aprendió hasta ganarse la admiración del mismísimo general San Martín. Su primer contacto con el tema fue en 1806, durante la primera invasión inglesa. Allí se incorporó a las milicias criollas con otros jóvenes para defender la ciudad, siendo elegido capitán por la propia tropa. Ya en 1810, la Primera Junta que él conformaba y a la que sirvió con abnegación, recién asumida, decidió enviar expediciones para extender la revolución a todo el virreinato.

Al secretario Manuel Belgrano –de él hablamos- se le encomendó la expedición al Paraguay, con un objetivo más político que militar: difundir entre los paraguayos el ideario de Mayo. De paso a Asunción, fundó en Corrientes los pueblos de Curuzú-Cuatiá y Mandisoví. Luego de vencer en Campichuelo fue derrotado en Paraguarí y en Tacuarí. A fines de 1811 fue nombrado jefe de Regimiento de Patricios, el primer regimiento patrio. Fue enviado por el gobierno a proteger las costas del Paraná de los españoles, donde para enojo del Triunvirato enarboló por primera vez la bandera nacional el 27 de febrero de 1812. Ese mismo día, aceptando la renuncia de Pueyrredón, el gobierno le encargó la jefatura del Ejército del Norte.

Informado de la desmoralización que en parte había invadido a los oficiales, Belgrano prefiere hablarles en privado y los recibe de pie, en su tienda: “Señores, tenemos una larga campaña por delante y deseo contar con la colaboración de todos ustedes.  El que no tenga bastante fortaleza de espíritu para soportar con energía los trabajos que le esperan, puede pedir su licencia”. Hay leves movimientos de cabeza y crispaturas de manos. A algunos de aquellos hombres el nuevo jefe ya los conoce. Belgrano escruta a todos, como si tratara de adivinar el pensamiento de cada uno. Sabe que hay jefes que pueden considerarse con más títulos que él para el mando del ejército, sobre todo las figuras destacadas, que son los coroneles Eustaquio Díaz Vélez y Juan Ramón Balcarce, ambos veteranos, y el último considerado como uno de los más expertos jefes de caballería. Pero sin embargo advierte en la oficialidad muestras de particular simpatía. Más tarde, muchos de esos oficiales se harán célebres en diversos terrenos: José María Paz, Manuel Dorrego, Cornelio Zelaya, Rudecindo Alvarado, Gregorio Aráoz de La Madrid, Lorenzo Lugones. Son jóvenes entusiastas en cuyas almas arde la llama inextinguible de un patriotismo exaltado. “Señores -prosigue Belgrano-, se me ha informado de cierto desasosiego en este ejército. Sin embargo, atribuyo la deserción y el desaliento de la tropa más a la clase de oficiales que a los mismos soldados, pues éstos, como cuerpos inertes, se mueven a impulso de aquellas palancas. Parece que algunos se deleitasen en decir a cuantos ven, que apenas habrá 200 fusiles en el ejército. Esto que habrían de reservarse lo propalan, y sin conseguir remedio sólo se causa desaliento entre estos habitantes que parecen de nieve respecto a esta empresa”.

Pero Belgrano debe enfrentar también otros problemas. Sus 1.500 hombres están desprovistos de armas, medicamentos y vestuario. La infantería sólo cuenta con 580 fusiles y 215 bayonetas; la caballería, con 21 carabinas y 34 pistolas; la artillería, con un cañón de regular potencia y otro de montaña; el parque, con 34.000 cartuchos de fusil. El general en jefe envía oficio tras oficio al gobierno, que promete mandar las bayonetas “en la primera oportunidad”. En otra comunicación, Belgrano apunta que “los oficiales no tienen ni espada”; y recibe esta respuesta: “el Estado no tiene en el día ni espada ni sable disponible, ni tampoco donde comprarla”. Mientras aguarda el envío de estos auxilios indispensables, Belgrano se ocupa en disciplinar y dar una nueva organización al ejército. Establece una compañía de guías, crea un cuerpo de cazadores de infantería, dota de lanzas a la caballería. La energía de Belgrano se despliega no sólo en estos aspectos, sino en otros conexos: la organización hospitalaria, la creación del tribunal militar, el montaje de oficinas de provisión. La diligencia del jefe es ostensible. Todo lo inspecciona personalmente, castigando la menor falta y estimulando a aquellos que cumplen con su deber. Los soldados no tardan en bautizarlo con el mote de “Bomberito de la patria”, por su permanente vigilancia.

Los asuntos a resolver no se reducen al ámbito castrense. La hostilidad de las poblaciones es excesiva, y el general debe buscar el remedio. El 2 de mayo informa al gobierno: “Ni en mi camino del Rosario ni en aquel triste pueblo, ni en la provincia de Córdoba y su capital, ni en las ciudades de Santiago, Tucumán y Jujuy, he observado aquel entusiasmo que se manifestaba en los pueblos que recorrí cuando mi primera expedición al Paraguay; por el contrario, quejas, lamentos, frialdad, total indiferencia, y diré más: odio mortal, que casi estoy por asegurar que preferirían a Goyeneche [el jefe del ejército realista del Alto Perú, de 3.000 hombres, que acabará por tomar Cochabamba e invadir Jujuy, Salta y Tucumán] cuando no fuese más que por variar de situación y ver si mejoraban. Créame V. E.: el ejército no está en país amigo; se nos trata como a verdaderos enemigos; pero qué mucho ¡si han dicho que ya se acabó la hospitalidad para los porteños y que los han de exprimir hasta chuparles la sangre!”. De ahí que se impone Belgrano, como una de sus principales tareas, mejorar la opinión de los pueblos para que tomen conciencia de la justicia de la Revolución. Sus progresos en este sentido son lentos pero seguros. Haciendo uso alternativamente de la energía y la flexibilidad, procura atraerse las simpatías de las familias más importantes de la región y domina con firmeza las resistencias que le oponen los enemigos encubiertos de la causa. Esa firmeza no tiene paliativos, incluso con el obispo de Salta, a quien ordena salir de esa capital en el plazo de 24 horas, al interceptar una correspondencia con Goyeneche.

Las contrariedades de Belgrano no tienen término. Desea abrir la campaña para ir en auxilio de Cochabamba, que caerá a fines de abril, y carece de hombres, armas, municiones y elementos de movilidad. Para colmo de males, el paludismo hace presa en la mitad de su ejército y hasta le falta quinina para dominar la fiebre. De Buenos Aires recibe planchas de hojalata para armar tarros de metralla. Pero ello no basta. Para peor, la fabricación de municiones y vestuario y el arreglo de las armas no avanza con la rapidez necesaria.

Belgrano dispone que el coronel Balcarce, nombrado mayor general por enfermedad de Díaz Vélez, se adelante hasta Humahuaca con una poderosa vanguardia integrada por el batallón de Pardos y Morenos y los regimientos de Húsares y Dragones, que en total representan la mitad de todo el ejército. Belgrano traslada el resto de sus fuerzas a Jujuy. Al comprobar que sólo cuenta con un total de 1.500 hombres, muchos de ellos enfermos, y que las dos terceras partes de los fusiles carecen de bayonetas, decide mantenerse a la defensiva hasta tanto consiga los refuerzos esperados. En esos momentos se incorpora al ejército el barón de Holmberg, recién llegado al país en una fragata inglesa. Belgrano lo nombra comandante general de artillería y, a pesar de la impopularidad que despierta entre las tropas al pretender imponer normas europeas de disciplina, presta importantes servicios al ejército en la fundición de cañones, obuses y morteros.

En San Salvador de Jujuy Belgrano celebra el segundo aniversario de la revolución de Mayo. Es una oportunidad que el general en jefe aprovecha para avivar el patriotismo de los soldados y levantar el espíritu del pueblo, enarbolando nuevamente la bandera celeste y blanca que hace bendecir por el canónigo de la Iglesia Matriz (la catedral), el deán Juan Ignacio de Gorriti. Rodea a la ceremonia un marco de esplendor y solemnidad que logra conmover a los asistentes. Belgrano queda satisfecho y tres días más tarde escribe entusiasmado al gobierno, ignorando que éste ha desaprobado la nueva insignia: “No es dable pintar el decoro y respeto de estos actos, el gozo del pueblo, la alegría del soldado, ni los efectos que palpablemente he notado en todas las clases: sólo puedo decir que la patria tiene hijos que sostendrán su causa y que primero perecerán que ver usurpados sus derechos”. En esos días, Cochabamba cae ante la embestida de Goyeneche, que entra a sangre y fuego por las calles de la ciudad, la que es entregada al saqueo por espacio de tres horas. La población emigra en masa a los desiertos y el escaso resto de las tropas que se salva de la catástrofe final se dirige por un camino marginal buscando incorporarse al ejército de Belgrano. Sumamente preocupado, éste escribe al gobierno de Buenos Aires que sería perjudicial para el espíritu público tener que retroceder, ya que “estos pueblos renovarán sus odios, si es que están amortiguados, o los aumentarán; pues clamarán como lo hacen los del interior [los del Alto Perú], que los porteños sólo han venido a exponerlos a la destrucción, dejándolos sin auxilio en manos de los enemigos, ¡borrón que no debe caer en la inmortal Buenos Aires!”.

Mientras tanto, la hostilidad de muchos vecinos jujeños, entre los que predominan los comerciantes de origen peninsular -fuertemente perjudicados por la paralización económica debida a la prolongada guerra-, se hace manifiesta. Confían en la pronta invasión realista que restablezca el estado anterior de cosas. Belgrano se ve obligado a adoptar medidas de prevención y expide un bando que establece la pena de muerte para quien difunda noticias alarmantes. Acentúa las medidas disciplinarias en el ejército y dispone que todo soldado u oficial que no cumpla una orden será fusilado. Esto llevará a la deserción a Venancio Benavídez, uno de los caudillos de la revolución en la Banda Oriental, que servía desde tiempo atrás en sus tropas y que en junio se pasa al enemigo a raíz de problemas personales con el jefe de su cuerpo. A la deserción agrega el crimen de la traición, e informa a Goyeneche de la débil situación en que se hallan los patriotas, alentándolo para avanzar sobre Jujuy.

A mediados de julio de 1812, Belgrano es informado de que los realistas acaban de reforzar sus efectivos apostados en Suipacha a las órdenes del general Pío Tristán, primo de Goyeneche y como él, natural de Arequipa [lo que viene a ratificar una vez más el carácter de guerra civil en el seno del impero borbónico que tuvieron las luchas de la independencia]. El argentino convoca entonces a todos los ciudadanos entre 16 y 35 años y forma un cuerpo de caballería -los “Patriotas decididos”-, que pone a las órdenes de Díaz Vélez. Pero el ejército nacional no está en condiciones de resistir y la retirada se hace indispensable. Por su parte el Triunvirato le ordena replegarse urgentemente hasta Córdoba. El 29 de julio, Belgrano dicta un bando disponiendo la retirada ante el avance de los enemigos, “por los desnaturalizados que viven entre nosotros y que no pierden arbitrios para que nuestros sagrados derechos de libertad, propiedad y seguridad sean ultrajados y volváis a la esclavitud”. Al retirarse el ejército sólo quedará campo raso delante del enemigo, que no deberá encontrar casa, alimentos, animales de transporte, objetos de hierro, efectos mercantiles ni, desde luego, gente. Quienes no cumplan la orden serán fusilados, y sus haciendas y muebles quemados. Las clases populares se pliegan al éxodo sin necesidad de compulsión. No ocurre lo mismo con la clase principal. Algunos consiguen esconderse en espera de Tristán; otros deciden obedecer a Belgrano e irse con los bienes que pueden salvar, para lo cual Belgrano les facilita carretas.

El éxodo comienza en los primeros días de agosto. Por fin, el 23 de agosto de 1812, con 3.000 hombres, Belgrano, siguiendo órdenes del gobierno, indicó la retirada del ejército hacia Córdoba. Su genialidad consistió en agregar a esas órdenes de retirada la de todo el pueblo jujeño, que también debía destruir todo aquello que no se pudiera transportar, con el objetivo de dejar a los realistas la tierra arrasada. Dispuesta ya la retirada, lanza Belgrano su famosa proclama a los pueblos del Norte: “Desde que puse el pie en vuestro suelo para hacerme cargo de vuestra defensa, os he hablado con verdad... Llegó pues la época en que manifestéis vuestro heroísmo y de que vengáis a reuniros al ejército a mi mando, si como aseguráis queréis ser libres...”. En efecto, Jujuy responde heroicamente al llamado patriótico, y como en los viejos éxodos de la historia, todo un pueblo marchó así con sus soldados, hijos de su seno. La gente llevaba todo lo que podía ser transportado en carretas, mulas y en caballos. Se cargaron muebles y enseres y se arreó el ganado en tropel. Las llamas devoraron las cosechas y en las calles de la ciudad ardieron los objetos que no podían ser transportados. Sólo quedó desolación y desierto.

Los voluntarios de Díaz Vélez, que habían ido a Humahuaca a vigilar la entrada de Tristán y volvieron con la noticia de la inminente invasión, serán los encargados de cuidar la retaguardia. El repliegue debe hacerse precipitadamente por la proximidad del enemigo. En cinco jornadas se cubren 250 kilómetros. (Recuérdese que para la misma época Napoleón aconsejaba que sus ejércitos no marchen más de diez kilómetros por día). Suponiendo que, al encontrar Jujuy abandonado, Tristán se dirigirá a Salta, Belgrano ordena hacer alto recién en las márgenes del río Pasaje, adonde llega en la madrugada del 29 de agosto.

El 3 de septiembre el ejército patriota se halla sobre el río de Las Piedras, cuando los Decididos son atacados por la vanguardia realista, produciéndose una escaramuza. El cuerpo patriota se reúne con el grueso y Belgrano, que espera una oportunidad favorable, despliega al ejército en la margen del río haciendo abrir el fuego de la artillería para despejar el frente. Los patriotas persiguen a los españoles, tomando quince o veinte prisioneros y matando otros tantos. Una partida de paisanos al mando del capitán Esteban Figueroa logra apresar al jefe enemigo, coronel Huici, al portaestandarte Negreiros y a un capellán. Son las cuatro de la tarde y la victoriosa partida inicia una marcha forzada con sus prisioneros, huyendo del resto de los adversarios. A las doce de la noche están ya en Tucumán, donde se encuentra el grueso del ejército.

 

 

El plan de Belgrano resultó perfecto, pero debió contar con el insobornable heroísmo del pueblo del noroeste. No fue una improvisada marcha ni una huida impostergable, sino una retirada al estilo de la de los moscovitas ante Napoleón, ese mismo año. Fue un plan completo, admirablemente ejecutado, a base de aquel pueblo de hierro: había que dejar el norte sin recursos, había que hostigar y deprimir al enemigo, había que contrariar todos sus cálculos y prolongar hacia el sur el hosco y árido panorama de las punas. Y ello representaba el arrasamiento de los sembradíos, el arreo de los ganados, el cegamiento de las aguas, el incendio de las aldeas y los ranchos, para batir económicamente al realista y deprimirlo moralmente, a fin de derrotarlo en el sitio oportuno y elegido con antelación.

            Eso ocurriría pronto en las batallas de Tucumán el 24 de septiembre y Salta el 20 de febrero de 1813. Pero ya al momento del éxodo jujeño, en agosto del año 12, la situación internacional autorizaba todas las esperanzas en la causa americana. Napoleón parecía el dueño incontestable de Europa, había iniciado la campaña de Rusia y se vaticinaba que triunfaría en la empresa, como en las anteriores. De España, dominada y sin posibilidad aparente de reacción, sólo Cádiz subsistía bajo la protección de los cañones ingleses, y allí las Cortes acababan de sancionar una constitución liberal. Era evidente que se iniciaban los tiempos de la libertad. Esta idea romántica que iba a ganar la mente de muchos y a caldear los corazones, flotaba por entonces sobre todos los acontecimientos políticos como una nube, rodeándolos de inocente fervor, mientras los jóvenes soldados soñaban con emular la gloria del gran Corso, autor indirecto de tantos bienes.

Y además, pocos meses antes del éxodo jujeño, el 9 de marzo de 1812, ocurrió un hecho cuyas consecuencias no pudieron entonces siquiera imaginarse: la llegada al puerto de Buenos Aires de la fragata inglesa George Canning que, además del gran artillero barón de Holmberg, traía a bordo al coronel don José de San Martín, al alférez don Carlos de Alvear y a los oficiales don José Zapiola, don Martiniano Chilavert y don Francisco Vera, que junto al propio Holmberg se habían iniciado en los secretos de las logias mirandistas de ultramar, y tenían comprometido el juramento de triunfar o morir por la independencia de América.

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