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EL YANQUI ES HOMBRE

DE UNA SOLA PALABRA

(Un buen ejemplo de nuestros hermanitos del norte) 

   Mire apreciado lector, que yo me acuerdo como si hubiese ocurrido hace diez minutos, que allá por la década de 1960, llamando así, genéricamente, a los períodos comprendidos entre los Virreinatos de Onganía, Levingston y Lanusse, que aquel desfachatado que dijese algo que no fuesen alabanzas de los Sestados Sunidos, la Gran Democracia Americana, era sindicado como un comunista hecho y derecho. Peligroso y degenerado. Y despacito y por las piedras: porque uno podía ser raleado, escindido, serruchado o terminar, si insistía, con un balazo en la nuca. No sé si  hoy, aquellos son tiempos idos, que todavía están, o si no volverán como las oscuras golondrinas del andaluz de don Gustavo Adolfo. Gente todavía tienen. Empleados también. Las ganas sobran. Así que falta tomar la decisión.

   ¡Pero cómo no los van a adorar a los yanquis los súbditos de esta parte del mundo si siempre fueron hombres de una sola palabra! Y como no me creerán miren esto:

   Para derrotar a la Alemania NacionalSocialista resultaba imprescindible que Estados Unidos ingresara a la guerra del lado de Inglaterra, cosa que se le hacía muy difícil al gobierno de Roosevelt, debido a la voluntad preponderantemente aislacionista de tales cuestiones del pueblo norteamericano.

   Como se sabe el 5 de marzo de 1933 los NacionalSocialistas obtuvieron la victoria alcanzando la mayoría absoluta en el Parlamento. Diecinueve días después, el 24 de marzo de 1933, silenciosa y unilateralmente, el sionismo le declaró la guerra a Alemania, conforme lo publicó en su primera página el Daily Espress de Inglaterra en esa fecha. Creo que sobre esto ya escribí un artículo. Pero la gambeta, tremebunda desde luego para los germanos, después se supo: no fue más que una cortina de humo; quien declaraba formalmente la guerra a Alemania eran los Estados Unidos y su gobierno sinárquico pletórico de judíos sionistas. De donde se desprende la gran responsabilidad de Roosevelt y de Churchill en el conflicto, a la que se llega gracias a la conclusión que escuetamente recogió James Forrestal, Secretario de la Marina de los EE.UU. (bajo Roosevelt de 1944 a 1945; y Secretario de Defensa bajo Truman de 1947 a 1949), en su obra The Forrestal Diaries (Nueva York, 1951):

   “Ni los franceses ni los ingleses hubieran considerado a Polonia causa de una guerra, si no hubiese sido por la constante presión de Washington. Bullit dijo que debía informar a Roosevelt que los alemanes no lucharían; Kennedy replicó que ellos lo harían y que invadirían Europa. (Neville) Chamberlain declaró que América y el mundo judío habían forzado a Inglaterra a entrar en la guerra.” En verdad la influencia del Council on Foreing Relations (CFR norteamericano), mancomunado con el Royal Institute of Internacional Affairs (la RIIA inglesa) hicieron sentir grandemente su influencia en aquel verano de 1939.

   Pero Roosevelt, ¿qué era en todo esto? ¿Un metido, medio actorzuelo, partícipe necesario, o pieza fundamental del rompecabezas? Creo que esta es la parte más fácil de resolver. Dice el periodista e historiador judío Emil Ludwig en su Vida de Roosevelt, que Franklin Delano Roosevelt era descendiente directo del israelita Claes Martensen, emigrado de Holanda con su mujer, también hebrea, para los EE. UU. en el año 1650. Que digo: no sé si esto será cierto, pero evidentemente alguien se lo dijo a Ludwig, que era alemán y por ello desconocedor de estos entresijos familiares, siempre muy bien informado, y ésta persona debió ser el propio Roosevelt o su mujercita adorada mandada por él. Si esto fuese así, este sujeto vino a ser en vida de los peores: un judío disfrazado de nosotros, dado que hasta el Talmud condena dos veces esta actitud. Porque nunca exteriorizó su judaísmo, aunque sí su ateísmo y su condición de masón, tal cual lo fue su mujer Eleonora, la británica Alicia Moreau de Justo de los yanquis, masona desquiciadora sumamente virulenta y afectada de alguna patología psíquica.

   A Roosevelt siempre lo rodearon una inmensa constelación de figuras del judaísmo, como  su vicepresidente Harry Salomón Schipp, alias Truman; Bernard M. Baruch, su inseparable consejero; Henry Morgenthau, secretario del Tesoro; el banquero James P. Warburg; Félix Frankfurter; Brandeis y Cardozo en el Supremo Tribunal; Sol Bloom en la Comisión de Relaciones Exteriores; Samuel Untermeyer, de la Federación Económica Mundial Judaica; Samuel Roseman; el rabino y consejero Stefan Wise, sin olvidarnos de los adlátere judíos líderes del sionismo como Sydney Hillman, Ben Gold, Abraham Flexner y David Dubinski.

   El 7 de agosto de 1933, es decir seis meses después de haber asumido el  gobierno el NacionalSocialismo y faltando seis años para la invasión a Polonia, Samuel Untermayer pronunció un discurso ante más de 350 representantes de la Federación Mundial Judía reunidos en asamblea: “Agradezco vuestra entusiasta recepción –dijo-, pese a entender que ella no corresponde a mi persona, sino a la Guerra Santa por la humanidad, que estamos llevando a cabo. Se trata de una guerra en la que se deberá luchar sin descanso y sin cuartel, hasta que se dispersen las nubes de la intolerancia, odio racial y fanatismo que cubren lo que una vez fue Alemania y que ahora es hitleriana. Nuestra campaña consiste  en uno de sus aspectos, en le boicot contra todo comercio, barcos y demás servicios alemanes (…) El primer presidente Roosevelt (Theodore), cuya visión, y dotes de gobierno constituyen la maravilla del mundo civilizado (…) lo está invocando para la realización de su noble concepto sobre el reajuste entre el capital y el trabajo.”

   Sin embargo, en el discurso del 30 de octubre de 1940, en plena campaña electoral, Franklin Roosevelt había declarado: “Lo he dicho antes y lo diré una y otra vez: nuestros muchachos no serán enviados a ninguna guerra extranjera.” (Véase la recopilación de Samuel I. Roseman, The public papers and address, pág. 517, Macmillan, 1941). Lógicamente ganó la elección y mandó a sus muchachos a una guerra extranjera. No puede argüirse aquí que cuando dirigía la palabra Roosevel a sus electores no sabía y perfectamente lo que pasaba desde marzo de 1933 con el judaísmo de su entorno, y lo que pasaría en adelante. Un hipócrita consumado, mentiroso y criminal como todo masón.

   Pero no lo culpemos tanto. Exactamente un cuarto de siglo antes, su colega, el Presidente Woodrow Wilson basó su exitosa campaña electoral para su reelección en 1916 en el eslogan “¡Él nos mantuvo lejos de la guerra!” Al año siguiente Wilson arrastraría a los EE. UU. a la Primera Guerra Mundial con la excusa de la muerte de 128 ciudadanos estadounidenses que se encontraban a bordo del trasatlántico inglés Lusitania, que dos años antes había sido hundido por un submarino de la armada imperial alemana.

   Andando el tiempo se pudo saber que el Lusitania era un blanco de guerra lícito, debido a que transportaba unas 600 Toneladas de explosivo y material bélico estadounidense para los ingleses. “El caso del Lusitania – dijo después Lord Mersey, jefe de la comisión investigadora nombrada por el rey inglés- fue un negocio realmente sucio.” Pero para ese entonces este detalle poco importaba. Estado Unidos entró en guerra contra Alemania. Y cuando Mersey dio su dictamen, los aliados ya habían desguasado a Europa, aniquilado el Imperio Alemán cuyas tropas habían llegado a 60 kilómetros de París, se había producido esa degeneración llamada Weimar, creado Polonia a expensas de Alemania, etc.

   Si estos presidentes norteamericanos le mintieron así a sus propios compatriotas sabiendo que al poco tiempo los mandarían a una tragedia, piense usted lector lo que nos pueden llegar a decir a nosotros y hacer con nuestras osamentas: cosas como la ida a la Luna, que ya no la creen ni los niñitos de jardín; o lo de las Torres Gemelas, con 12 cámaras puestas en su alrededor para que no se pierda nada del espectacular atentado terrorista (ya hay como treinta libros que demuestran paso por paso que aquello no fue un atentado).

   En los países hollados por las plantas de los imperios siempre ha quedado su impronta como un sello indeleble, perdurable: el idioma, las costumbres, la religión, las artes y ciencias, las formas arquitectónicas, la música, su vestimenta, la raza. Tal es el caso del Imperio Romano, del Imperio Español, del Imperio Inca o del Azteca, del Imperio Británico, del Imperio Francés, etc. Ahora bien: me puede decir qué quedará del Imperio Norteamericano cuando pase, ¿tal vez goma de mascar?, ¿acaso el Pato Donald y el Ratón Mickey?, ¿o quizá un nutrido grupo de vídeos pornográficos o el aborto?, ¿aunque bien podrían ser los Testigos de Jehová o la Guerra de las Galaxias con extraterrestres incluidos?, ¿posiblemente las computadoras de Billy Gates?, ¿aunque a veces me inclino por las películas de cowboys, las siliconas o el lifting?, ¿pueden ser los dólares para empapelar los mingitorios y retretes? Hace poco ha caído su sosías (aludiendo al personaje de la comedia de Plauto y la otra de Molière): el Imperio Ruso y ¿qué ha quedado tras de él? Nada. Escuetamente nada. Luto, llanto, desolación, muerte y naciones devastadas que hoy se están reconstruyendo lentamente por amor al terruño de sus hijos. ¿Qué piensan ustedes que pasará con la caída de los EE. UU.?  

   Hasta la próxima estimado lector, si Dios y su Madre Santa quieren.

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