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RAÚL ALFONSÍN, RICARDO BALBÍN,
ERNESTO SÁBATO, SERGIO VILLARRUEL,
JOSÉ IGNACIO LÓPEZ, MARIANO GRONDONA,

JOSÉ MIGUENS, HORACIO VERBITSKY,
MAGDALENA RUIS GUIÑAZÚ*

   "Pienso que sería demasiado tedioso e inoportuno, quizás, enfrentar al lector en este tramo del libro a una enumeración puntual de las actitudes de la clase dirigente en aquella época. En todo caso, nombres y anécdotas irán surgiendo a lo largo del relato de cómo se desarrollaron los acontecimientos. Pero vale detenerse un instante en algunos conspicuos personajes de nuestra vida nacional en virtud del protagonismo que asumieron más tarde, cuando ya la guerra se había ganado y el país retornaba a la normalidad.

 

   En estas menciones voy a comenzar por Raúl Alfonsín, un hombre que no dudaba en calificar públicamente como "el general democrático" al ministro del Interior en el primer gobierno del Proceso, general Albano Harguindeguy[1], de quien había sido compañero de curso en el Liceo Militar de la Nación. Alfonsín fue un protegido de Harguindeguy durante aquellos años, lo cual le permitió seguir haciendo vida de comité a pesar de la veda impuesta a la actividad partidista.

 

   Precisamente, a raíz de esa inclinación comiteril, Alfonsín me pidió audiencia en una oportunidad. Y yo se la concedí, aún sin conocer el tema que lo llevaría a despacho.

 

   Recuerdo muy bien el desarrollo que tuvo esa reunión y, en particular, un detalle que llamó mucho mi atención: Alfonsín en ningún momento me miró de frente, a los ojos. Como digo, para mi sorpresa, este posterior campeón de los derechos humanos no fue a verme para reclamar o interesarse por la suerte de ningún detenido -cosa que sí era muy habitual en otros dirigentes- sino a pedir "mi apoyo en la Junta de Comandantes", para que prosperara un proyecto "por el cual se declaraba a los políticos en estado de asamblea lo que permitiría la apertura de los padrones del radicalismo." Su intención era prepararse para una eventual "interna" ya que si se abrían los padrones, él podría engrosarlos con las fichas de sus partidarios.

 

   Como en verdad se trataba de un pedido increíblemente singular y despistado, en un marco de circunstancias tan dramáticas como las que estábamos viviendo en la Argentina , simplemente lo despedí con el compromiso de fijar una posición sobre el tema.

 

   "No le haga caso, Almirante, porque ese no es más que un negrito intrigante y comunista", fue el consejo que unos días más tarde recibí de boca de Ricardo Balbín, a quien le relaté el episodio. Con el fallecido jefe del radicalismo me unía una relación bastante cordial a raíz de que ambos nos cruzábamos con cierta frecuencia en la ciudad de La Plata , ya que allí transcurrieron mi niñez y juventud y pasé muchos otros años de mi vida por razones familiares y profesionales.

 

   Me pareció tan descalificador lo de Balbín que en ese momento no atiné a hacer ningún comentario. Pero debo reconocer que esa no fue la única vez que se refirió en esos términos a su correligionario: el mismo juicio lapidario lo repitió, por lo, menos en dos oportunidades, en las reuniones que frecuentemente manteníamos en un departamento de la calle Paraná en el cual vivía Julio García Córdova, quien había sido columnista de una influyente sección política -Qué dice la calle- del diario Clarín. Por lo que recuerdo, además, la cuestión de los padrones jamás se conversó en las sesiones de la Junta.

 

   Con Alfonsín aquella fue mi única, curiosa e inolvidable experiencia, a su pedido y por sus asuntos de comité. De los muertos, los desaparecidos y de los derechos humanos, no mencionó una sola palabra.

 

   Distinto fue el caso de Ernesto Sábato del cual sé que una vez, por lo menos, hizo alusión al tema de los derechos humanos en despachos oficiales aunque de manera tangencial y muy mesurada. El escritor del Nunca Más habló así de la cuestión en ocasión de un almuerzo que compartió en el comedor de la Casa Rosada con el general Jorge Rafael Videla, cuando ejercía la presidencia de la Nación. El relato de ese encuentro y sus alternativas lo refrescó no hace mucho tiempo públicamente Natalio Botana en sus Memorias, citando como fuente a otro de los comensales de ese encuentro de Videla con gente de la cultura, el padre Leonardo Castellani. Yo había tenido oportunidad de conocer los pormenores en mayo del '76, precisamente porque el propio sacerdote nos refirió detalles de la actuación de Sábato en una ocasión en que fuimos a visitarlo con el doctor Olejavesca.

 

   Los testimonios dicen que Sábato aludió a la acción que se libraba contra la subversión, sugiriendo que se matara a todos los que se creyera culpables y que, a cambio, cesara la persecusión de los inocentes. Así, de manera tan genérica como drástica. De los ya muertos por ambos lados, los presuntos desaparecidos detenidos y los derechos humanos, ni siquiera una mención.

 

   En otro plano de actuación, en más bajo nivel pero con repercusión asegurada, se dio el caso de muchos comunicadores sociales a los que el transcurrir de los años les afectó tanto la memoria. Cierta vez un periodista -quien me visitaba de cuando en cuando en la cárcel de Magdalena al igual que otros se sinceró conmigo y me conmovió diciendo que se sentía poco menos que un traidor por haber trabajado en los medios de comunicación oficiales durante nuestro gobierno para, después, guardar silencio mientras la avalancha de mentiras y denuestos se abatía sobre nosotros. Le expresé que, desde mi punto de vista, ese cuestionamiento que se hacía demostraba que era un hombre de bien.

 

   Y, para confortarlo, aludí a tantos otros periodistas que también se pusieron a las órdenes del Proceso para colaborar durante la guerra contra la subversión, -pero que ni siquiera tenían la valentía de reconocerlo como lo hacía él. Todo lo contrario, recuerdo que le dije, a partir del '83 ellos no vacilaron en ser los primeros en subir a la carrera alfonsinista y en convertirse en ácidos críticos de lo que antes habían apoyado incondicionalmente.

 

   Entonces traje a colación los nombres de personajes tales como los de Sergio Villarruel, o José Ignacio López, quienes tras desempeñarse como gratuitos apologistas del gobierno militar fueron capaces de travestirse en un santiamén, para hacer punta en la oprobiosa campaña de difamación instrumentada por el alfonsinismo y sus aliados tácticos.

 

   Y en algún caso particular remarqué esa vez, la de ellos constituía una traición desenfrenada ya que además habían sido colaboradores rentados, con firma incluida, en mi periódico partidario "Cambio para una democracia social". Claro que no fueron los únicos.

 

   También Magdalena Ruíz Guiñazú pegó una pirueta en el aire para poder convertirse en esa suerte, de sacerdotisa de los derechos humanos del posproceso que es hoy. Antes había gastado las baldosas de los pasillos y el cuero de los sillones de los comandos de las Fuerzas Armadas, en tren de colaboración. Supongo que ella no puede haber olvidado que llegó a estar cerca de subir al podio para recibir el premio cuando integró la terna de candidatos a dirigir el Centro Piloto de París, un organismo cuya misión debía ser la de mostrar a Europa el verdadero rostro del gobierno militar ante la prédica destructiva de los terroristas exiliados en ese continente, según recuerdo que rezaba un párrafo de los considerandos del proyecto. Esto es, se candidateaba para hacer propaganda en favor de todo lo que hoy le parece abominable. La señora afirma ahora que ella no sabía que alguien la había propuesto para el cargo, pero es mucha la gente que sabe cuánto transpiró para obtener el nombramiento para lo cual hacía valer el respaldo de un hombre con fluidos contactos en los altos mandos. Pero se frustró, pues la designación recayó en un viejo periodista acreditado en la sala de la Casa Rosada -Alfredo Bufano- y, quízás ese haya sido el motivo por el cual de la noche a la mañana, tan drásticamente, resolvió cambiar de bando.

 

   Tengo también una mención para Mariano Grondona, de quien no recuerdo la más mínima actitud crítica hacia el Proceso antes de que el mismo terminara. Mientras comandé la Marina tuve varios contactos con él en casa de Alejandro Shaw, de quien Grondona era vecino en Punta del Este. Lo que no recuerdo bien es si fue a raíz de esas reuniones, o por otra vía, que supe de la cotidianeidad que tenían sus encuentros de trabajo con altos jefes del Ejército y de la Aeronáutica , sobre todo durante el período en el cual ejerció simultáneamente la profesión de periodista, banquero y maestro de ética[2].

 

   Yo sabía de la existencia de Grondona desde el año 1962, más o menos. Fue en virtud de un episodio que remonta a la etapa en que desempeñé funciones en el Servicio de Inteligencia Naval (SIN), a cargo del área política. Por encontrarse dentro de mi competencia, supe que el jefe del Servicio recibió en una oportunidad la instrucción de relacionarse con Grondona y al sociólogo José Miguens, con la intención de procurar su colaboración profesional en su condición de analistas políticos. Tengo entendido que mantuvieron varias charlas durante las cuales tanto uno como el otro expresaron su interés por la propuesta, pero sus pretensiones excedían largamente las partidas que el SIN reservaba para esos menesteres.

 

   Quien sí colaboraba con el servicio desde unos años antes de que a mi me tocase ese destino era Adolfo Dago Holmberg, precisamente el padre de Elena Holmberg, una mujer de cuya muerte se me acusó injustamente. A pesar de que existía una considerable diferencia de edad entre ambos y de que mis tareas sólo en forma muy tangencial se vinculaban con lo que él hacía, tuve oportunidad de relacionarme lo suficiente como para poder apreciar su incuestionable calidad humana así como sus dotes intelectuales. Cuando llegué al SIN, Holmberg ya había realizado numerosos aportes intelectuales. Por aquella época acababa de ocuparse de la redacción de E1 libro negro de Frigerio, una suerte de ensayo-denuncia. Corría, como lo señalé antes, el año 1962 y habían transcurrido pocas semanas desde el derrocamiento del presidente Arturo Frondizi, de quien Rogelio Frigerio había sido un estrecho colaborador. A alguien -nunca supe a quien pero podría haber sido a cualquiera, ya que no se le perdonaba a Frigerio su rol de factotumi del pacto con Perón- se le ocurrió cargar contra él. Recién me había hecho cargo del puesto y uno de los primeros papeles que recibí fue un ejemplar de aquella publicación, de la cual hasta un chico de primer grado se podía dar cuenta que había sido impresa en el propio taller del SIN porque de allí, además, salían todas las publicaciones oficiales de la Marina. Fue un caso muy controvertido, que fue a parar a la Justicia . No sé cómo terminó.

 

   No es mi intención agobiar ahora al lector con otros nombres y referencias al pasado. Estos y muchos otros datos de la verdadera historia afluirán naturalmente a medida que avance en el relato. En cambio, creo que aquí es oportuno detenerse para formular un par de reflexiones en tomo a las condiciones de la guerra, así como al respeto de la ética y la verdad en la defensa de los derechos humanos. Yo sostengo que ni una ni otra cosa pueden ser examinadas en abstracto. Sobre todo la primera.

 

   La guerra es un hecho concreto, tremendo, dramático, en el que las bajas producidas por el combate no se cuentan sólo entre los contendientes de ambos bandos sino también entre la sociedad civil. Y digo que el concepto de guerra no puede ser examinado en abstracto porque no es lo mismo una guerra entre estados que una guerra civil, ni tampoco existe paralelismo entre las guerras de liberación colonial con lo que en nuestro país fue la guerra desatada por la subversión. Cada una tiene su contexto, su argumento y sus contendientes. Así, los principales protagonistas de las batallas en la guerra entre estados serán sus respectivas fuerzas armadas; los de la guerra civil podrán estar separados por razones religiosas, ideológicas, raciales u otras, pero siempre los bandos constituirán una maraña en la que se confundirán civiles y militares para luchar a cada lado; la guerra de liberación colonial enfrenta a una sociedad nacional sojuzgada, la cual trata de destruir a una estructura montada para responder a intereses extraños y que es sostenida por las fuerzas armadas pertenecientes a un estado extranjero; en la guerra subversiva, por último, no se dan ninguna de esas definiciones convencionales: allí el agresor es un enemigo que se mimetiza con el pueblo que, como sucedió en nuestro país y en muchos otros lugares del planeta, no comparte sus objetivos ni lo apoya sino que es la primera víctima inocente de su accionar violento. Violencia que no es empleada para defenderse (como en la guerra entre estados); para imponer la supremacía de una etnia, una religión, un sector social (como en la guerra civil), o para recuperar la identidad nacional (como en la guerra de liberación colonial). No, en la guerra subversiva la violencia es el arma que se elige para destruir las instituciones sobre las cuales se estructura la propia Nación.

 

   Esa y no otra ha sido la configuración de la guerra que se libró en la Argentina en la década del '70, en la cual las Fuerzas Armadas nacionales no operaron como represoras sino como contendientes. Este es el nudo de la cuestión sobre la que hay que reflexionar.

 

   Hoy ya es moneda común escuchar palabras de arrepentimiento y autocrítica en boca de quienes iniciaron la agresión subversiva. Son los que condujeron a la muerte a millares de jóvenes, a quienes pienso que seducían más el modelo épico de Fidel Castro, Camilo Cienfuegos y el Che Guevara y las canciones de protesta que las definiciones ideológicas de grupos como el ERP o Montoneros. Y por eso yo pregunto: ¿cuántos muchachos y chicas fueron al combate conociendo con certeza cuáles serían las propuestas políticas concretas de sus líderes, si efectivamente tomaban el poder?- ¿cuántos tenían en claro que las Fuerzas Armadas no eran un ejército de ocupación al servicio del capital extranjero, sino que estaban integradas por hombres tan argentinos como ellos y que compartían la aspiración de un futuro mejor para esta tierra?

 

   Creo que la mayoría no tenía una noción cabal de los objetivos que perseguían apelando a la violencia, como no fuera la toma del poder por el poder en sí mismo. Por eso un sector muy importante de los subversivos que cayeron detenidos, tras sobrevivir al combate y verse abandonados por sus jefes, colaboraron luego con nosotros llevados por la íntima convicción de que se habían equivocado de enemigo. Ha sido tremendo, entonces, que aquellos que los indujeron a recorrer el camino erróneo fueran capaces de denostarlos más tarde, acusándolos de deserción y delación. Ni aún en el ejercicio de la autocrítica, los jefes de la subversión tuvieron aptitud moral como para reconocer su propia culpa por la experiencia trágica que les habían hecho vivir a esos jóvenes en su irracional intento de destruir las bases institucionales del país.

 

   Y no me refiero a exclusivamente a Mario Firnienich y sus amigos. Aludo a Horacio Verbitsky, transformado insólitamente en fiscal de la República , después de haber desertado y pasado a colaborar con uno de los servicios de inteligencia de las Fuerzas Armadas mientras sus compañeros, a quienes ahora tiene el tupé de acusar, seguían jugando sus vidas por el triunfo de la causa mentonera. Y, obviamente, sin olvidar a quienes antes y después del año 1983 se recostaron en la UCR y en el PI; para el casó: los hijos, sobrinos y hermanos de Gass y otros.

 

   La guerra de los años setenta fue una guerra necesaria porque sirvió para evitar la quiebra definitiva de la sociedad nacional argentina. Fue una guerra justa, porque desde una perspectiva histórica racional resultó determinante para que hoy esa misma sociedad resuelva sus problemas pacíficamente, en libertad y en democracia. Fue una guerra en la que la participación de las Fuerzas Armadas no se decidió en la cúpula sino que surgió como respuesta al clamor de un pueblo aterrorizado por la subversión. Y si fue una guerra sucia es porque solamente los mínusválidos mentales, los hipócritas y los cínicos pueden ser capaces de afirmar que existen las guerras limpias. Fue una guerra en la que se registraron defecciones, cobardías, excesos y traiciones. Y como en toda guerra, además, hubo actos de heroísmo en los dos bandos en pugna.

 

   Pero sobre todo fue una guerra que ganamos los que teníamos la razón de nuestra parte. Ganarnos porque nos acompañaba, la solidaridad y el deseo de paz de nuestros compatriotas. Ganamos porque defendíamos a la Nación y a su pueblo de un ataque cruel, irreflexivo e inconducente.

 

   Y estoy seguro de que jamás nos arrepentiremos de nuestro triunfo."

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  • * Del libro Antimemorias del almirante Eduardo E. Massera

  • [1] La referencia de Alfonsín a su protector fue registrada en un reportaje publicado por la Revista Confirmado , tras una de las frecuentes reuniones que ambos mantenían en las oficinas del general en el Ministerio del Interior. Otros medios de prensa la recogieron en numerosas oportunidades durante aquel período.

  • [2] Durante el Proceso, cuando se produjo la crisis del Banco de Intercambio Regional (BIR), Grondona encabezó una suerte de gestión interventora acordada con las autoridades del Banco Central de la República Argentina (BCRA) con la presunta misión de organizar un salvataje de la entidad privada; al mismo tiempo se hizo cargo de la conducción de la Revista Confirmado , de la que se decía que al igual que el BIR era propiedad de Rafael Trozzo. Mientras tanto, mantuvo sus cátedras de derecho en la universidad, desde las cuales impartía lecciones de ética en igual línea que lo hace ahora pero ante las cámaras de la televisión.