HOMILIA
EN LA MISA DE APERTURA DE LA 86º ASAMBLEA PLENARIA
Finalizamos con la Santa Misa, la primera sesión de nuestra
octogésima sexta Asamblea Plenaria, pidiendo al Espíritu Santo que nos asista
en el trabajo de esta semana.
Gracias a Dios, el Documento “Navega mar adentro”, ofrecido a los
fieles cristianos al concluir la anterior Reunión, viene generando en los
agentes de pastoral una preocupada y sincera reflexión sobre el desafío
fundamental que hoy enfrenta la evangelización. La pérdida del sentido de Dios,
constitutiva del secularismo que se adueñó de nuestra cultura, y la expansión
de la indiferencia religiosa que abraza a gran parte de la sociedad, nos exige
a todos, una especial tarea evangelizadora. Esta forma de pensar hace que la
humanidad viva como si Dios no existiera. Se expresa preferentemente en la
degradación de las costumbres, ungida además por la propuesta de un marco legal
permisivo que en determinados temas colisiona con el orden natural. Se crea así
una “mentalidad, nos dice Juan Pablo II, que exagera el individualismo y
destruye los vínculos que definen la vida social” (Visita “ad limina” de los Obispos
de Inglaterra y Gales, 23-10-2003).
En nuestro país, junto a los conocidos
problemas sociales y de seguridad, experimentamos el deterioro de las costumbres y el riesgo de
enfrentarnos a leyes y proyectos caratulados con engañosos eufemismos. Llegan
de la mano de organismos internacionales que buscan, como es de conocimiento
público, el desarrollo de una mentalidad anti-vida en los países pobres, con la finalidad de desalentar o impedir
su crecimiento humano, resguardando intereses de los países más poderosos. Se
presentan con promesas ingenuas, se refuerzan identificando el valor del
matrimonio con cualquier otro tipo de unión, y buscan imponerse manipulando en
la educación la información sobre la sexualidad, cosa que produce en la niñez y
en la juventud, un juicio permisivo y
una licencia de costumbres proclive a la decadencia.
Llama la atención el sometimiento y la
casi nula reacción política ante la invasión de estas imposiciones foráneas
que, entre otras cosas, atentan contra la vida, contra los derechos elementales
de la persona y la familia, y contra la libertad de conciencia de los
educadores y los agentes de salud.
Por eso agradecemos a tantos fieles
que, conscientes de la perenne verdad natural y cristiana, de una u otra manera
vienen clarificando estos temas y exponiendo con claridad la finalidad moral de
la ley.
En la
Asamblea de mayo, resolvimos dedicar gran parte de la presente Plenaria al tema
de la familia y sus problemas conexos, sobre los cuales procuraremos ofrecer un
breve mensaje a los fieles cristianos y a todos los hombres y mujeres de buena
voluntad.
El Evangelio
proclamado hoy (Lc.17,1-6), invoca la necesidad de recurrir al Señor para que
aumente nuestra fe, como pidieron los discípulos, a quienes Jesucristo llamaba
la atención sobre su insuficiente seguridad. No se trata sólo de adherir al
misterio, sino de fortalecer la confianza en Dios, requerida para realizar con
arrojo las obras del Padre. El fracaso de los apóstoles en su intento de curar
al niño epiléptico (Mt.17,19) y el asombro de Pedro al ver seca la higuera que
Jesucristo había maldecido (Mc.11,22), le dan a Cristo la
oportunidad de urgirlos a confiar en Dios. Por eso Lucas, con la figura del
pequeño grano de mostaza, reafirma la fuerza de la fe. No es su cantidad, sino
su cualidad la que debe ser revitalizada. Al sugerirnos que confiemos
absolutamente en Él, Cristo nos está repitiendo la advertencia a los apóstoles
en la tempestad del Tiberíades: “¿por qué tienen miedo, hombres de poca fe?” (Mt.8,26). Y nos convoca a continuar con ahínco y constancia
el ministerio que nos ha confiado. La parábola del servidor humilde, en el
párrafo siguiente (vs.7-10), contiene una prevención sobre la tentación de creer
que ya se ha trabajado lo suficiente.
Juan Pablo II, en su primer discurso
el día que fue elegido, nos hizo una
convocatoria que repitió al cumplir sus bodas de plata con el
Pontificado: ¡No tengan miedo de acoger a Cristo y de aceptar su potestad! ¡Déjense
guiar por Él y confíen en su amor! (Homilía del 16-X-2003). En este momento difícil de la civilización, resulta un llamado
consolador, para quienes sentimos como deber de nuestro ministerio la
evangelización de los problemas morales y culturales que nos envuelven.
También el Papa en la exhortación
apostólica “Pastores gregis”, al urgirnos a la vida santa, nos indica la ruta
de nuestra labor, porque la santidad es el
camino del Obispo para ser un hombre de Dios y poder servirlo. Nos orienta
a encomendarnos a la Palabra, como hizo María, “Virgo audiens”, y a alimentar
nuestra espiritualidad en la oración y la Eucaristía a fin de ser capaces de
vivir según la voluntad del Padre, en el
contexto de las dificultades cotidianas que agobian la tarea pastoral.
Tarea que es nuestra responsabilidad personal, ya que la función del Obispo en
su propia iglesia es de origen divino y
no puede ser suplantada, nos dice el documento. “En cada Iglesia diocesana, el
Obispo, como pastor propio, ordinario e inmediato, apacienta en nombre del
Señor la grey que se le ha confiado y, aunque animada por el espíritu de
comunión, su actuación no es colegial, sino estrictamente personal” (P.G.63).
Por otra parte, el breve párrafo del
Libro de la Sabiduría que oímos en la primera lectura (Sab.1,1-7), nos enseña a no apartarnos de la voluntad de Dios;
y nos llama a amar la justicia, a no contradecir su palabra y a sentir con el
Señor. Dios multiplicará el bien sobre los que guardan su ley y juzgará en
cambio a quienes la desprecien.
Es obvio que estas sentencias han sido
escritas primariamente para los que tienen el oficio de gobernar la sociedad,
para los que deben darle su marco legal y también para quienes deben hacer
justicia entre los hombres. Dios les indica guardar el orden que Él imprimió en
las criaturas: no proyectar pretendidos derechos que se enfrenten con su ley;
no crear normas que contradigan la moral natural, ni permitir que las
costumbres sean avasalladas por antivalores que las degraden.
No hay verdadera sabiduría, si no
arraiga en la ley de Dios.
Decimos en “Navega mar adentro” que
esta crisis constituye para la nueva evangelización un gigantesco desafío que
nos exige participar con todo empeño en la
construcción de una ciudad terrena socialmente más justa, menos
violenta, amante del bien común.
Nuestra tarea específica es anunciar la verdad sobre Jesucristo y esforzarnos
por inculturarla en el nuevo tiempo. Ser maestros de la fe y artífices de la
justicia y de la paz. Pero, sobre todo, queremos ser testigos del evangelio,
porque “la nueva evangelización reconoce al testimonio como uno de sus
elementos esenciales”, dice el Papa.
“El mundo de hoy está constantemente bombardeado con palabras e información.
Por este motivo, más que nunca en la historia, lo que realicen los cristianos
hablará con más fuerza que aquello que puedan decir. La gente confía más en los
testigos que en los maestros, en la experiencia que en lo que se enseña, y en
la vida y las obras más que en las teorías. Este es el espíritu que explica el
compromiso de la Iglesia a favor del desarrollo y de los programas sociales al
servicio de los necesitados” (Visita “ad limina” de los Obispos de Filipinas 30-X-2003).
Nos preocupa el facilismo y la
distorsión de valores en la nueva cultura. Por eso la Iglesia intenta
promoverla, ofreciendo educación e impulsando la solidaridad fraterna del
Pueblo de Dios. El empeño evangelizador de todos los cristianos busca lograr el
reconocimiento efectivo de la dignidad de cada ser humano, y la paz en la
sociedad. En todo caso la intención de nuestro quehacer no es herir sino sanar;
no es confundir, sino iluminar; no es imponer, sino proclamar la persona y la
doctrina del Salvador que en su evangelio da respuesta a todos los temas
morales y señala el camino para encarar, de forma digna, los problemas del
hombre y de la comunidad.
Y para que la meta de esta tarea
evangelizadora no sea considerada un imposible, Jesús nos ha dejado con la
certeza que nos brinda su palabra, la seguridad de una consoladora promesa: “Yo estaré con ustedes, cada día, hasta que
acabe la historia” (Mt.28,20).
San Miguel
10-XI-2003